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sábado, abril 22, 2006

ISABEL II

Esta semana, a propósito del octogésimo cumpleaños de Isabel II, he tenido ocasión de oír la misma catarata de estupideces que suelen invadir los medios cada vez que sale a colación la soberana británica. A saber, su falta de modernidad y “cercanía”, lo cual, dicho sea de paso, vendría a destacar “lo sencillo” de la monarquía española, arquetipo, se conoce, del “buen rollo coronado” –dicho más finamente, y ya en el colmo de la imbecilidad, de la “monarquía republicana”-. Una conocida periodista dijo verse sorprendida porque la reina de Inglaterra hubiera celebrado su cumpleaños “dando un paseo por la calle” –o sea, mezclándose con su pueblo- mientras que aquí, “te puedes encontrar a la reina en el Corte Inglés” (sic). Y es que nada hace más daño a la monarquía que los monárquicos, ya se sabe.

Porque si algo ha hecho bien Isabel Windsor desde hace cincuenta años es, precisamente, ser un personaje absolutamente gris. No es “moderna” ni tiene una “personalidad atractiva”. Y por eso se ha ganado sobradamente el derecho a reinar mientras viva. Los que propugnan una monarquía “más moderna” o no entienden lo que es la monarquía o son agentes republicanos encubiertos.

De hecho, tampoco muchas cabezas coronadas –sobre todo futuras- parecen haber entendido nada. Y quizá por ello se apuntan al carro de la modernidad, a ser “normales” y a tener “su propia personalidad”. Ya dijo Bagehot que el tracto sucesorio no suele dar lugar a personas especialmente talentosas y, cabría añadir, el exceso de dinero y la falta de tarea suelen conducir, más bien, a lo contrario. Así, como personas “normales” y personalidades “propias”, toda esta caterva suele resultar más bien poco interesante, cuando no una tropa algo degenerada.

La reina de Inglaterra, por el contrario, lo entendió muy bien el mismo día en que le comunicaron que su padre había fallecido y que, por tanto, le correspondía convertirse en la reina constitucional por excelencia (sí, paradojas de la vida, “la” reina constitucional es la de un país que carece de constitución escrita – ni falta que hace). Supo que ese mismo día, la persona que había sido dejaba de existir, básicamente absorbida por el personaje. Un ser carente de interés, Isabel Windsor, quedaba ocluido para siempre por Isabel II. Hasta hoy.

Quizá no sea una mujer muy inteligente, ni tiene por qué serlo –basta que sea prudente, que lo es-, pero, si alguien tuvo alguna vez la insensata idea de sugerírselo, supo resistir bien a la tentación de ser “normal”. La gente “normal” madruga y trabaja para ganar el pan. No nace en un castillo ni ocupa necesariamente el mismo lugar que sus ancestros. A cambio, la gente “normal” es plenamente dueña de su destino. Su vida no consiste en un conjunto de actos debidos. Es obvio que, en el fondo, quienes pretenden ser “normales” se refieren sólo a una cara de la moneda. No desean, claro, que su vida se convierta en un conjunto de formalidades, pero tampoco quieren esperar a la hora de tener mesa en los mejores restaurantes, y quieren seguir sentando sus nobles culos en los mejores sillones. Su “sencillez” suele acabarse cuando se marchan los fotógrafos del ¡Hola! (así que, al menos, la reina de Inglaterra es menos hipócrita).

La monarquía sólo puede justificarse, hoy, carente como está, por completo, de defensa teórica alguna, en dos principios: tradición y utilidad. En estos momentos, es sencillamente absurdo que una nación pretenda instituir una monarquía. En todo caso, podrá conservar la que tiene, si es que sigue rindiendo réditos. Y esos réditos son, esencialmente, simbólicos. El rey –y en Inglaterra más que en ningún sitio- personifica a una institución, la Corona, especialmente apta para servir como ente arbitral –por su carácter radicalmente apolítico- y depósito de continuidad.

Ahora bien, el gravísimo pecado original –su carácter de negación del principio de igualdad- hace que, al tiempo, esa aptitud sólo pueda conservarse mediante el ejercicio prudente de la autoridad regia. El rey, para seguir siéndolo, ha de reinar bien. Sólo cuenta con una legitimidad de ejercicio.

Esa es la legitimidad de Isabel de Inglaterra. Cincuenta años en el trono sin cometer un solo error, incluso rodeada por una caterva de “modernos” que serían la vergüenza de cualquier familia, sea de noble cuna o no. La opinión pública en su país sabe distinguir, y por ello separa claramente a la reina de los royals.

José Luis Gutiérrez decía anoche que, a diferencia de lo que ocurre con los españoles –incluso antes de hacer mella en ellos la enfermedad zapateril- el tradicionalismo inglés no deja de ser una forma de sentido común: la que aconseja no cambiar aquellas cosas que funcionan bien. Es dudoso que la monarquía, como institución, pase por sus mejores momentos pero, desde luego, no lo es que Isabel II desempeña su función a las mil maravillas –decentemente, que tampoco se pide más, que incluso un desempeño exageradamente bueno, viniendo de un rey, no deja de ser una noticia poco alentadora-. Cualquier debate es, por tanto y de momento, una absoluta pérdida de tiempo. Para un pueblo pragmático y que, desde luego, sabe muy bien invertir sus horas en empresas que lo merezcan, tal razonamiento es más que suficiente.

Es verdad que hay quien sólo ve en la reina de Inglaterra una colección de sombreros horrorosos y nada “modernos”, y nada más. Pero ese tipo de gente también es proclive a ver en Maragall, por ejemplo, nada menos que un presidente de la Generalitat de Cataluña.

Así pues, Dios salve a la Reina... y salve a los británicos de lo que pueda venir después. Se nos está haciendo mayor. Es hora de ir dando doble ración de alpiste a los cuervos de la Torre, por si las moscas.