SEMANA DE REFLEXIÓN
Todas las Semanas Santas conducen inexorablemente al Viernes Santo. Hasta aquí todo normal. Pero ésta, además, nos llevará directamente a un 14 de abril, por más señas el septuagésimo quinto tras el 14 de abril por excelencia, el de 1931. En esta semana viviremos el 75 aniversario de los acontecimientos que condujeron a la proclamación de la Segunda República española.
Es bueno recordar, y es bueno que se hable sobre aquello porque, paradojas de la vida, después de haber corrido tanta tinta, es mucho lo que queda por decir y, sobre todo, es mucho, muchísimo lo que queda por estudiar y por aprender. Lo mejor que nos podría haber legado la desdichada república urdida en el Pacto de San Sebastián es un buen montón de lecciones. Se dice, con razón, por supuesto, que la España de los primeros años del siglo XX casi nada tiene que ver con aquel país de los inicios de los treinta. Insisto, es verdad –y hemos de congratularnos de que así sea-, pero sigo pensando que el análisis de aquel período puede rendir mucho de aprovechable, incluso en esta España que ya no emigra, sino que recibe inmigrantes. Y ello, quizá, porque, parafraseando a Wilde, podríamos decir que España es el único país de Occidente que ha pasado de la preindustrialización a la postmodernidad sin pasar por la modernidad propiamente dicha.
Porque la República Española del 31 tuvo puntos en común con procesos acaecidos en otras latitudes muchas décadas antes. No es difícil, por ejemplo, hallar paralelismos con la propia Revolución Francesa, o con otros eventos en los que ilusión, caos y pasiones se dan la mano en un precipitado vertiginoso de acontecimientos que, calando hondo en las personas y en las Naciones, jamás dan lugar a regímenes que se puedan calificar de estables, al menos en primera instancia. Fenómenos que, en términos históricos, apenas duran un suspiro, pero cambian el rumbo de una Nación para siempre.
Todos los vicios de la República Española se resumen en uno: la imposibilidad efectiva de construir una democracia sin demócratas. Nótese que, frente a quienes siempre quieren ver en España la eterna anomalía, habrá aquí un problema de desfase, pero no deja de ser esto algo común a toda la Europa continental: la democracia es muy difícil de decretar, muy complicada de instituir. Es un sistema muy delicado que debe ser aprendido durante generaciones. La historia del constitucionalismo europeo occidental puede ser descrita como un intento de comprender, racionalizar y transvasar al continente aquel equilibrio primoroso, nacido de la práctica política inglesa, que deslumbró a Montesquieu y que el bordelés creyó haber entendido. Pero el sueño de la razón produce monstruos.
Nuestra Segunda República estuvo preñada, desde el primer día, de un infantilismo racionalista. De una creencia absurda en el poder taumatúrgico de las leyes. Se confundió, en todo momento, un régimen político con la letra de su constitución. Dicho sea de paso, mirando hacia atrás, hay quienes se resisten a admitir la diferencia, a todas luces evidente, entre lo que la República dijo querer ser y lo que efectivamente fue. La política entendida como ciencia a ultranza, la creencia en que se puede operar sobre una realidad no partiendo de la realidad misma, sino de un tipo ideal -por lo demás construido de manera dogmática-, hija de todo el siglo XIX, brilló en España en aquellos años. A la vista están sus desdichados efectos. En realidad, visto lo ocurrido, en España y fuera de España, en aquella época y la que la siguió, se pregunta uno cómo es posible que sigan existiendo ingenieros sociales. Cómo no están, todavía, suficientemente desprestigiados, o bien, si se prefiere, cómo es que la gente sigue resistiéndose tanto a aceptar la naturaleza humana y sigue estando dispuesta a escuchar a cuanto charlatán se le pone por delante y que proclama disponer de los crecepelos milagrosos de la felicidad y el bienestar.
Ha habido muchos 14 de abril en muchos lugares, y los sigue habiendo. Previsiblemente, habrá más. Y esto es porque nos negamos, parece, a extraer las lecciones de muchos experimentos fracasados, como nuestra propia República.
Democracia sin demócratas, decía. Cualquiera puede entender que es imposible. Y, sin embargo, no debe ser tan evidente porque, incluso hoy, nos vemos en una tesitura parecida. En España parece que seguimos sin entender que no construiremos jamás una democracia avanzada (en sentido real, no en el de la bobada solemne) sin un sustrato ético previo. Es cierto que parece haber arraigado, y no es poco, la democracia procedimental. Pero esto es insuficiente, por supuesto. En la República del 31 fallaron las dos.
Al igual que en época de nuestros abuelos –que, por cierto, aún lamentan las consecuencias y son mucho más proclives a la prudencia que sus bien cebaditos nietos-, corremos el riesgo de dejar la democracia reducida a un conjunto de reglas tan triviales o tan arbitrarias como las que disciplinan el mus, o el ajedrez. Y ello se debe a que masas enormes de la opinión española no han pasado del juego de las mayorías. Conciben la democracia como algo desconectado de su fundamento moral, que no es otro que el sistema de libertades.
Lo que distingue, en esencia, a la democracia de la dictadura no es el medio de formación de la voluntad general –la regla de la mayoría en un caso, la voluntad del autócrata en el otro- sino el carácter orientado de la primera, su condición de medio. A diferencia del poder autocrático, que se justifica y sirve a sí mismo, el poder democrático es “poder para”. En realidad, y esto es lo que jamás se ha llegado a entender por quienes, en suma, parten de una mentalidad totalitaria apenas evolucionada, “democracia” es una metonimia. Cuando hablamos de “democracia” estamos tomando parte por todo. En rigor, se trata de la democracia liberal de mercado.
Los apellidos se omiten porque, en medio mundo al menos, han devenido antonomásicos. Es un valor entendido que la democracia, privada de esos atributos –sistema de libertades y, por supuesto, su corolario del mercado- tiene el mismo sentido que tenía en las viejas “democracias” de Europa Oriental. No es más que un odioso instrumento de dominación. Quién domine es lo de menos.
Sería bueno que fuera esta la reflexión de esta semana –aunque estoy seguro de que no lo será-. Ojalá la enseñanza de nuestra República fuese esa, que “república” o “democracia” son términos que, en sí, poco significan. Sólo sirven para caracterizar determinadas estructuras de distribución del poder. Pero nada nos cuentan acerca de la legitimidad de ese poder. El debate de la legitimidad, el debate de la justicia, ha de sustanciarse en sede diferente.
Una democracia avanzada es una democracia legítima. Ahora sabemos que el método aplicado por los españoles de los treinta condujo al fracaso. Yerran quienes creen que fue un fracaso práctico –normalmente, los mismos que creen que el comunismo fue “una buena idea, mal aplicada”, que son quienes afirman, por lo mismo, que Corea del Norte no es comunista-, por añadidura abortado y, por consiguiente, de resultado incierto. Fue un colosal error teórico, de planteamiento y, con toda probabilidad, abocado al fracaso total.
La República Española no hubiera llegado jamás a ser una democracia avanzada porque nadie tuvo interés real en construir semejante cosa.
Buena semana. Reflexionemos.
Es bueno recordar, y es bueno que se hable sobre aquello porque, paradojas de la vida, después de haber corrido tanta tinta, es mucho lo que queda por decir y, sobre todo, es mucho, muchísimo lo que queda por estudiar y por aprender. Lo mejor que nos podría haber legado la desdichada república urdida en el Pacto de San Sebastián es un buen montón de lecciones. Se dice, con razón, por supuesto, que la España de los primeros años del siglo XX casi nada tiene que ver con aquel país de los inicios de los treinta. Insisto, es verdad –y hemos de congratularnos de que así sea-, pero sigo pensando que el análisis de aquel período puede rendir mucho de aprovechable, incluso en esta España que ya no emigra, sino que recibe inmigrantes. Y ello, quizá, porque, parafraseando a Wilde, podríamos decir que España es el único país de Occidente que ha pasado de la preindustrialización a la postmodernidad sin pasar por la modernidad propiamente dicha.
Porque la República Española del 31 tuvo puntos en común con procesos acaecidos en otras latitudes muchas décadas antes. No es difícil, por ejemplo, hallar paralelismos con la propia Revolución Francesa, o con otros eventos en los que ilusión, caos y pasiones se dan la mano en un precipitado vertiginoso de acontecimientos que, calando hondo en las personas y en las Naciones, jamás dan lugar a regímenes que se puedan calificar de estables, al menos en primera instancia. Fenómenos que, en términos históricos, apenas duran un suspiro, pero cambian el rumbo de una Nación para siempre.
Todos los vicios de la República Española se resumen en uno: la imposibilidad efectiva de construir una democracia sin demócratas. Nótese que, frente a quienes siempre quieren ver en España la eterna anomalía, habrá aquí un problema de desfase, pero no deja de ser esto algo común a toda la Europa continental: la democracia es muy difícil de decretar, muy complicada de instituir. Es un sistema muy delicado que debe ser aprendido durante generaciones. La historia del constitucionalismo europeo occidental puede ser descrita como un intento de comprender, racionalizar y transvasar al continente aquel equilibrio primoroso, nacido de la práctica política inglesa, que deslumbró a Montesquieu y que el bordelés creyó haber entendido. Pero el sueño de la razón produce monstruos.
Nuestra Segunda República estuvo preñada, desde el primer día, de un infantilismo racionalista. De una creencia absurda en el poder taumatúrgico de las leyes. Se confundió, en todo momento, un régimen político con la letra de su constitución. Dicho sea de paso, mirando hacia atrás, hay quienes se resisten a admitir la diferencia, a todas luces evidente, entre lo que la República dijo querer ser y lo que efectivamente fue. La política entendida como ciencia a ultranza, la creencia en que se puede operar sobre una realidad no partiendo de la realidad misma, sino de un tipo ideal -por lo demás construido de manera dogmática-, hija de todo el siglo XIX, brilló en España en aquellos años. A la vista están sus desdichados efectos. En realidad, visto lo ocurrido, en España y fuera de España, en aquella época y la que la siguió, se pregunta uno cómo es posible que sigan existiendo ingenieros sociales. Cómo no están, todavía, suficientemente desprestigiados, o bien, si se prefiere, cómo es que la gente sigue resistiéndose tanto a aceptar la naturaleza humana y sigue estando dispuesta a escuchar a cuanto charlatán se le pone por delante y que proclama disponer de los crecepelos milagrosos de la felicidad y el bienestar.
Ha habido muchos 14 de abril en muchos lugares, y los sigue habiendo. Previsiblemente, habrá más. Y esto es porque nos negamos, parece, a extraer las lecciones de muchos experimentos fracasados, como nuestra propia República.
Democracia sin demócratas, decía. Cualquiera puede entender que es imposible. Y, sin embargo, no debe ser tan evidente porque, incluso hoy, nos vemos en una tesitura parecida. En España parece que seguimos sin entender que no construiremos jamás una democracia avanzada (en sentido real, no en el de la bobada solemne) sin un sustrato ético previo. Es cierto que parece haber arraigado, y no es poco, la democracia procedimental. Pero esto es insuficiente, por supuesto. En la República del 31 fallaron las dos.
Al igual que en época de nuestros abuelos –que, por cierto, aún lamentan las consecuencias y son mucho más proclives a la prudencia que sus bien cebaditos nietos-, corremos el riesgo de dejar la democracia reducida a un conjunto de reglas tan triviales o tan arbitrarias como las que disciplinan el mus, o el ajedrez. Y ello se debe a que masas enormes de la opinión española no han pasado del juego de las mayorías. Conciben la democracia como algo desconectado de su fundamento moral, que no es otro que el sistema de libertades.
Lo que distingue, en esencia, a la democracia de la dictadura no es el medio de formación de la voluntad general –la regla de la mayoría en un caso, la voluntad del autócrata en el otro- sino el carácter orientado de la primera, su condición de medio. A diferencia del poder autocrático, que se justifica y sirve a sí mismo, el poder democrático es “poder para”. En realidad, y esto es lo que jamás se ha llegado a entender por quienes, en suma, parten de una mentalidad totalitaria apenas evolucionada, “democracia” es una metonimia. Cuando hablamos de “democracia” estamos tomando parte por todo. En rigor, se trata de la democracia liberal de mercado.
Los apellidos se omiten porque, en medio mundo al menos, han devenido antonomásicos. Es un valor entendido que la democracia, privada de esos atributos –sistema de libertades y, por supuesto, su corolario del mercado- tiene el mismo sentido que tenía en las viejas “democracias” de Europa Oriental. No es más que un odioso instrumento de dominación. Quién domine es lo de menos.
Sería bueno que fuera esta la reflexión de esta semana –aunque estoy seguro de que no lo será-. Ojalá la enseñanza de nuestra República fuese esa, que “república” o “democracia” son términos que, en sí, poco significan. Sólo sirven para caracterizar determinadas estructuras de distribución del poder. Pero nada nos cuentan acerca de la legitimidad de ese poder. El debate de la legitimidad, el debate de la justicia, ha de sustanciarse en sede diferente.
Una democracia avanzada es una democracia legítima. Ahora sabemos que el método aplicado por los españoles de los treinta condujo al fracaso. Yerran quienes creen que fue un fracaso práctico –normalmente, los mismos que creen que el comunismo fue “una buena idea, mal aplicada”, que son quienes afirman, por lo mismo, que Corea del Norte no es comunista-, por añadidura abortado y, por consiguiente, de resultado incierto. Fue un colosal error teórico, de planteamiento y, con toda probabilidad, abocado al fracaso total.
La República Española no hubiera llegado jamás a ser una democracia avanzada porque nadie tuvo interés real en construir semejante cosa.
Buena semana. Reflexionemos.
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