FERBLOG

domingo, marzo 26, 2006

ORDEN EN EL CAOS

Jesús Cacho anda hoy francamente pesimista en su Rueda de la Fortuna. Tanto que da ya por finiquitado el régimen del 78, hecho que, según dice, dan por bueno incluso en Zarzuela.

Que a estas alturas ha partido el expreso de una reforma de calado en nuestro sistema político es complicado negarlo. El estatuto de Cataluña, si Dios o el Tribunal Constitucional no lo remedian, va a operar una mutación constitucional de gran alcance –de suerte que no será posible plantear una continuidad entre el antes y el después-. Y lo más grave es que sus efectos disruptivos no van a parar en su entrada en vigor. Si se me apura, esto es lo de menos. Lo verdaderamente importante serán las derivaciones. De entrada, claro, el futuro estatuto vasco –el de Guernica murió hace ya mucho-. Pero seguirán todos los demás, por una cuestión de imitación.

Operar mutaciones o reformas constitucionales, en sí, no es algo grave ni indeseable. Es más, son necesarias de cuando en cuando. Si el traje institucional se le queda pequeño a la realidad política y social subyacente, es el momento de cambiar.

Pero ello requiere tres condiciones, ninguna de las cuales se está cumpliendo, en España, en estos momentos.

La primera es, por supuesto, consenso. Una reforma de las líneas básicas del marco institucional ni puede ser nunca contra nadie ni prescindiendo de nadie. Son necesarios múltiples acuerdos transversales, que van más allá de pactos y votos, y más allá de los partidos políticos. El consenso ha de ser político y social.

La mejor fórmula para ello es, claro, respetar el procedimiento, y esto nos lleva a la segunda condición: la lógica. La única vía posible para operar con coherencia una transformación de alcance es hacerla de arriba hacia abajo, no a base de retales. El informe del Consejo de Estado, que duerme ya el sueño de los justos, daba las pautas, pautas ignoradas. Y el principio debe ser un mandato, un mandato electoral para un nuevo período constituyente.

Finalmente, la tercera condición es una conciencia real del destino final. Si el estado de derecho es, sobre todo, un marco, si la estabilidad es un valor que nadie desdeña, ¿cómo es posible este moverse por moverse?

Ya digo, ninguna de las tres condiciones se están cumpliendo y, por tanto, es verdad lo que denuncian Cacho y otros: hemos abandonado un consenso para entrar en una época de incertidumbre que nos conduciría no se sabe bien adónde. No sé si alguien tiene claro el final pero, si ese alguien existe, no se ha molestado en explicárnoslo. Pero no todos estamos igualmente perplejos, me temo.

En estas aguas procelosas, en esta mar encrespada, van con mucha ventaja quienes sí cuentan con una aguja de marear. Quienes sí tienen un plan prefijado y unas ideas claras –sensatas o no, esto es otro asunto-. Y esos son los nacionalistas, todos ellos.

Analícese la realidad española, tal como la describe Cacho –sólo estamos de acuerdo en que ya no estamos de acuerdo-, y se entenderá bien de dónde nacen los temores de Boadella y compañía. España va hacia su ruptura.

No es inevitable, supongo –aunque sí se va a requerir un montón de esfuerzos para enderezar el rumbo, en el supuesto de que alguien quiera hacerlo-, ni va a ser mañana, por supuesto –a buen seguro, ZP llegará a retirarse y aun a recibir su premio Nobel sin llevar sobre sí esa (¿pesada?) carga-, pero ceteris paribus, si las cosas siguen por los derroteros actuales, ocurrirá.

Ocurrirá porque es la única idea-fuerza sólida e identificable en nuestro panorama político. No es verdad que la deriva española sea puro caos. En ese caos es posible trazar un curso... hacia la disgregación. España es, hoy por hoy, un país cada vez más desunido. Algo así como un embrión en desarrollo en el que, poco a poco, van tomando forma los distintos órganos.

Hagan la prueba. Hace diez años, la tesis anterior hubiera sido recibida con un gesto de escepticismo. Aún hay, por supuesto, quien confía en que no ocurra porque “nadie quiere eso, en el fondo”. Y, a fecha de hoy, puede seguir siendo cierto. Pero no es muy juicioso seguir diciendo que es un imposible. Y, a buen seguro, el panorama en menos de una generación será diferente.

No se trata de dramatizar, ni mucho menos. Si el futuro previsible (o ya claramente posible) es o no deseable es asunto diferente. Personalmente, si llega a suceder, estoy convencido de que sucederá de manera pacífica y civilizada. Simplemente, hay que ser conscientes.

¿Dónde estamos? Ciertamente, ya no en el terreno de las certezas –si es que alguna vez lo estuvimos-. Pero, seamos sinceros, las cartas están marcadas. No es verdad que se haya repartido otra vez y las bazas anteriores no cuenten.