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martes, marzo 21, 2006

FRANCIA

No tengo idea de si, en la penúltima disputa entre un gobierno francés y sus ciudadanos, llevan razón los unos o los otros. No sé si el famoso plan de empleo de Villepin es sensato o no lo es. Como mínimo, lo supongo bienintencionado y, con carácter general, los entes asociativos sindicales y asimilados me merecen incluso menos consideración que los gobiernos, así que temo que los estudiantes estén siendo utilizados, una vez más, para defender unos privilegios a los que ellos jamás llegarán a acceder. Ya digo, no tengo ni idea.

Lo que sí sé es que la situación de Francia es preocupante. Los mecanismos institucionales parecen haber dejado de funcionar. Todo es exageración, salida de tono, desmadre... Desde el segundo septenato de Mitterand, la historia de nuestro gran país vecino puede ser descrita como una sucesión de cambios abortados. A modo de cuento de nunca acabar, todo inquilino de Matignon llega al cargo con una agenda de reformas que, tan pronto intenta poner en práctica, reciben una contestación bestial en la calle por parte de uno o más grupos organizados. El primer ministro se abrasa y, bien dimite, bien es depuesto por un Presidente siempre atento a su popularidad, “por su incapacidad de acometer las reformas dinamizadoras que exige el país”.

El resultado, por supuesto, es el estancamiento. Francia lleva mucho tiempo dormida en los laureles. Sus enfermedades están bien diagnosticadas, entonces, ¿por qué es imposible aplicar los remedios?

La querencia de los franceses por la revuelta es difícil de exagerar. La relativa placidez de la Quinta República puede hacernos olvidar el más de siglo y medio de continuos sobresaltos que han sacudido a la nation par excellence desde que se envió a Napoleón a pudrirse a Santa Elena. Pero las cosas deberían tener un cierto límite. Un gobierno no es un pim-pam-pum contra el que desahogarse y echar bilis.

Es verdad que la clase política francesa no se está destacando por su solvencia y buen hacer. Encabezada por un Presidente que, más bien, ha hecho del Eliseo su refugio frente a la más que probable persecución de los magistrados, está funcionarizada, es muy poco capaz de traer ideas innovadoras. Pero no es menos cierto que la ciudadanía no está dando ejemplo de templanza.

Las últimas elecciones presidenciales, en las que Chirac se convirtió en la única alternativa decente por obra y gracia de la simplificación de la segunda vuelta, fueron una muestra clara de que la ausencia de sensatez no acampa sólo de este lado del Pirineo. ¿Es lógico que los extremos del arco político, que deberían ser marginales, ostenten tal peso? Un conocido francés me comentaba que ese tipo de voto sólo podía interpretarse como un grito de rabia.

Los mecanismos institucionales son los que son, y hay que permitirles funcionar. El gobierno tiene derecho a gobernar, sin que su legitimidad pueda ser cuestionada irresponsablemente. Se puede, claro, protestar, y protestar mucho, aunque sin llegar jamás a la violencia. Si, aún así, el ejecutivo no se aviene a razones, la única salida sensata es esperar y retirarle la confianza en la siguiente elección. La alternativa a este imperfecto mecanismo es el asamblearismo y el gobierno de la calle. El caos, en suma.

La peor de las crisis que pueden anidar en el sistema democrático es la crisis de confianza en los mecanismos institucionales mismos. Salvando todas las distancias, ésa es la situación, por ejemplo, en Argentina. No tanto el desesperar de que tal o cual gobierno vaya a hacerlo mejor o peor cuanto el haber llegado a la convicción de que los mecanismos acordados son del todo incapaces de producir un gobierno que pueda hacer las cosas siquiera decentemente. No es un problema de personas, sino de sistema. Muchos argentinos piensan que su Congreso Nacional, entero, es el patio de Monipodio.

Cuando eso sucede, es el momento de acometer reformas mayores. No creo, ni mucho menos, que sea el caso de Francia. Entonces, si aún se cree que la respuesta puede hallarse en los mecanismos instituidos –y no parece haber razón para pensar lo contrario-, se debe permitir que estos actúen. Incluso admitiendo la posibilidad de que yerren.

Lo contrario es una exhibición de infantilismo político. Impropia de una nación que, quizá con fundamento, se tiene por una de las más maduras del mundo. En todo caso, es de las más viejas y, aunque sólo sea por edad, hay cosas que no proceden.