SEGÚN CUENTAN, NOSOTROS SABÍAMOS BEBER
Acabo de leer un delicioso librito publicado por Aguilar, con el sugerente título de “Vaya País. Cómo nos ven los corresponsales de prensa extranjera”. Coordinados por el suizo Werner Herzog, unos cuantos periodistas de nacionalidades muy diversas aportan sus visiones de nuestra –y de su, que no en vano algunos llevan muchos años entre nosotros- España. El resultado es, como siempre que uno se asoma a la mirada ajena, de lo más curioso. Muy recomendables la pieza del propio Herzog y, como dice el prologuista, las páginas, preñadas de toda esa mixtura complejísima de sentimientos que sólo puede cruzarse entre hermanos, del portugués “Nuno” Ribeiro, que escribe para el lisboeta Publico desde ese Madrid a la vez tan cercano y tan desdeñoso.
El caso es que no traigo a colación el libro sólo para recomendar su lectura, que también, sino porque hay en él un artículo de particular actualidad. Cuenta Elizabeth Nash que, un buen día, sus jefes de The Independent le encomendaron averiguar el porqué de la civilizada relación que los españoles parecían mostrar con el alcohol. Al parecer, en pleno debate sobre el consumo de bebidas espirituosas, los horarios de apertura de los bebederos y demás temas relacionados allá en el Reino Unido, los británicos tenían auténtico interés en saber cómo era posible que, en el Sur –en España, desde luego, pero también en cualquier otro rincón del Mediterráneo- el alcohol fuese accesible durante todo el día, a todas horas, a precios moderados –comparados con los nórdicos, al menos- y, aún así, la gente no anduviese dando tumbos o bebiendo hasta desplomarse como –sin el más mínimo sentido figurado- parece ocurrir entre los británicos, de lo que dan fe sus incursiones en nuestras costas y su lamentable comportamiento.
Nash concluyó que la base de ese buen beber, muy relacionado con un buen vivir, estaba, de un lado, en la ausencia de prohibiciones –los españoles, decía la corresponsal, no están bebiendo todo el santo día, precisamente porque, si quisieran, podrían hacerlo- y, de otro, en el carácter eminentemente social que reviste el consumo de alcohol en nuestro país. Se sale y se bebe, sí, pero no se sale a beber. Es más, en un país en el que no se considera de excesiva mala educación hablar a gritos o alfombrar el suelo de los bares con palillos y crujientes cabezas de gamba, solía ser de muy mal tono perder el oremus y, fuera de toda dignidad, exhibirse ante propios y extraños completamente borracho. Estar achispado, un punto gracioso, puede, pero la ebriedad estilo inglés siempre se había considerado incompatible con la dignidad del español bien nacido. Para los peores casos, nuestro idioma tiene acuñado aquello de “tiene muy mal vino” –dícese del borracho que, cuando se propasa con la bebida, se vuelve especialmente indeseable- pero, en general, esa mala reputación de las melopeas no es de extrañar si tenemos en cuenta que –y en esto parecen coincidir buena parte de los corresponsales extranjeros- somos un pueblo con un acusado, a veces hasta excesivamente acusado, sentido del ridículo. Alguien que no es dueño de sí puede volverse, fácilmente, blanco de la mofa ajena.
Esta larga historia viene a cuento porque el fenómeno del botellón, ahora tan de moda, parece apuntar a que en nuestro país se están perdiendo ciertas virtudes. A la vista de que, ahora, coger una trompa descomunal no sólo no parece algo indeseable sino el objetivo de toda noche juerguera que merezca tal nombre –es curioso, antaño, lo que distinguía a una noche verdaderamente memorable era haberla acabado en horizontal, y no por sobredosis de valores etílicos (eso, lo justito para perder la timidez, porque en exceso ya se sabe...), precisamente- diríase que nuestros jóvenes se europeízan a marchas forzadas, y no en el buen sentido.
Estamos ante una de las mayores exhibiciones de estupidez que ha debido conocer la historia del ocio en España. A mí me lo parece, por lo menos. No veo mucho que salvar en semejante muestra de impotencia social, de incultura galopante y, desde luego, de pérdida de habilidades de todo tipo. Es tristísimo, por otra parte, que, como consecuencia de que nadie se haya ocupado de educar mínimamente a nuestros jóvenes –parece que nadie les ha transmitido esa cultura del buen beber (inserta, ya digo, en una cultura del buen vivir inequívocamente mediterránea) de la que antes hablábamos- debamos aplicar la receta británica: prohibiciones y policías que, en nuestro caso, tienen mucho de antinatural.
El editorial de El País de hace un par de días rozaba lo patético y era un buen ejemplo del “sobre todo que no me llamen facha” que, probablemente, nos ha conducido hasta donde estamos. En el habitual ejercicio de “comprensión” –análisis superficial, vamos- de todo fenómeno antisocial e indeseable marca de la casa, se recordaba, cómo no, el derecho al ocio de los jóvenes y, por supuesto, que el problema está relacionado con el elevado precio de acceso a los locales pertinentes. Sólo sentadas estas premisas, se concluía que esto no está bien... porque hace ruido y molesta.
Pues no. El botellón en pleno centro de las ciudades es una versión agravada, pero no se volvería mucho más deseable si se practicara sólo en descampados o polígonos industriales. Entonces, simplemente, no se vería. Claro que nuestros jóvenes tienen “derecho al ocio”, pero eso no exime del deber de enseñarles a usarlo.
Nadie pretende abogar por soluciones mojigatas del tipo “ofertas de ocio alternativo” –léase sanos partidos de baloncesto a medianoche-, por lo menos con carácter general. No se trata de acojonarles con los siete males del alcohol, el tabaco y las drogas –sobre todo porque ya no se acojonan ante casi nada, sobre todo desde que, apenas cumplidos los siete, parece que es todo el resto del mundo el que se acojona ante ellos y les reverencia cual si fueran la sal de la tierra por el mero hecho de no tener canas, así sean tontos de baba- sino de enseñarles cómo se usa todo eso.
No, no saben divertirse como, en general, no saben casi nada. Ahí están, si no, las preguntas que hacen cuando se acercan por los centros de planificación familiar, según dicen los responsables, y que ponen los pelos como escarpias. Y, además tienen tendencia a trivializarlo, a banalizarlo todo, sean las borracheras, sean las píldoras del día después, que no parecen distinguir muy bien de las aspirinas. Y todo esto, si me apuran, es bastante normal. No es, en última instancia, responsabilidad suya, sino de una sociedad que, simplemente, ha renunciado a educar en general y a enseñar nada en particular. ¿Por qué debemos suponer que tienen un “sexto sentido” para ciertas cosas, cuando es evidente –e, insisto, de lo más normal- que no lo tienen para nada más?
Elizabeth Nash puede reportar a sus lectores, para su tranquilidad, que la imbecilidad no es privativa del norte. Aunque supongo que eso ya lo sabían.
Y, por favor, que nos ahorren las consabidas menciones a la “rebeldía” juvenil. Esto de que los jóvenes son “rebeldes” viene a ser algo así como lo de que nuestros cineastas son “provocadores” y “transgresores”. O sea, una estupidez. Ni los unos se rebelan contra nada que no sea su propia salud, ni los otros transgreden nada ni provocan a nadie que tenga interés o capacidad de responder (y cuando se provoca con cierto riesgo, casi nunca son ellos los provocadores, sino algún caricaturista despistado).
Más bien al contrario, a la hora de la verdad, son un ejemplo de mansedumbre sin límites. Sé que suena paradójico... pero no hay nada que monte más escándalo que un rebaño de ovejas o de cabras. Balan, menean los cencerros, obligan a ladrar al perro sin parar, lo llenan todo de cagarrutas y dejan la hierba al ras. Pero nadie las ha llamado, jamás, “rebeldes”.
El caso es que no traigo a colación el libro sólo para recomendar su lectura, que también, sino porque hay en él un artículo de particular actualidad. Cuenta Elizabeth Nash que, un buen día, sus jefes de The Independent le encomendaron averiguar el porqué de la civilizada relación que los españoles parecían mostrar con el alcohol. Al parecer, en pleno debate sobre el consumo de bebidas espirituosas, los horarios de apertura de los bebederos y demás temas relacionados allá en el Reino Unido, los británicos tenían auténtico interés en saber cómo era posible que, en el Sur –en España, desde luego, pero también en cualquier otro rincón del Mediterráneo- el alcohol fuese accesible durante todo el día, a todas horas, a precios moderados –comparados con los nórdicos, al menos- y, aún así, la gente no anduviese dando tumbos o bebiendo hasta desplomarse como –sin el más mínimo sentido figurado- parece ocurrir entre los británicos, de lo que dan fe sus incursiones en nuestras costas y su lamentable comportamiento.
Nash concluyó que la base de ese buen beber, muy relacionado con un buen vivir, estaba, de un lado, en la ausencia de prohibiciones –los españoles, decía la corresponsal, no están bebiendo todo el santo día, precisamente porque, si quisieran, podrían hacerlo- y, de otro, en el carácter eminentemente social que reviste el consumo de alcohol en nuestro país. Se sale y se bebe, sí, pero no se sale a beber. Es más, en un país en el que no se considera de excesiva mala educación hablar a gritos o alfombrar el suelo de los bares con palillos y crujientes cabezas de gamba, solía ser de muy mal tono perder el oremus y, fuera de toda dignidad, exhibirse ante propios y extraños completamente borracho. Estar achispado, un punto gracioso, puede, pero la ebriedad estilo inglés siempre se había considerado incompatible con la dignidad del español bien nacido. Para los peores casos, nuestro idioma tiene acuñado aquello de “tiene muy mal vino” –dícese del borracho que, cuando se propasa con la bebida, se vuelve especialmente indeseable- pero, en general, esa mala reputación de las melopeas no es de extrañar si tenemos en cuenta que –y en esto parecen coincidir buena parte de los corresponsales extranjeros- somos un pueblo con un acusado, a veces hasta excesivamente acusado, sentido del ridículo. Alguien que no es dueño de sí puede volverse, fácilmente, blanco de la mofa ajena.
Esta larga historia viene a cuento porque el fenómeno del botellón, ahora tan de moda, parece apuntar a que en nuestro país se están perdiendo ciertas virtudes. A la vista de que, ahora, coger una trompa descomunal no sólo no parece algo indeseable sino el objetivo de toda noche juerguera que merezca tal nombre –es curioso, antaño, lo que distinguía a una noche verdaderamente memorable era haberla acabado en horizontal, y no por sobredosis de valores etílicos (eso, lo justito para perder la timidez, porque en exceso ya se sabe...), precisamente- diríase que nuestros jóvenes se europeízan a marchas forzadas, y no en el buen sentido.
Estamos ante una de las mayores exhibiciones de estupidez que ha debido conocer la historia del ocio en España. A mí me lo parece, por lo menos. No veo mucho que salvar en semejante muestra de impotencia social, de incultura galopante y, desde luego, de pérdida de habilidades de todo tipo. Es tristísimo, por otra parte, que, como consecuencia de que nadie se haya ocupado de educar mínimamente a nuestros jóvenes –parece que nadie les ha transmitido esa cultura del buen beber (inserta, ya digo, en una cultura del buen vivir inequívocamente mediterránea) de la que antes hablábamos- debamos aplicar la receta británica: prohibiciones y policías que, en nuestro caso, tienen mucho de antinatural.
El editorial de El País de hace un par de días rozaba lo patético y era un buen ejemplo del “sobre todo que no me llamen facha” que, probablemente, nos ha conducido hasta donde estamos. En el habitual ejercicio de “comprensión” –análisis superficial, vamos- de todo fenómeno antisocial e indeseable marca de la casa, se recordaba, cómo no, el derecho al ocio de los jóvenes y, por supuesto, que el problema está relacionado con el elevado precio de acceso a los locales pertinentes. Sólo sentadas estas premisas, se concluía que esto no está bien... porque hace ruido y molesta.
Pues no. El botellón en pleno centro de las ciudades es una versión agravada, pero no se volvería mucho más deseable si se practicara sólo en descampados o polígonos industriales. Entonces, simplemente, no se vería. Claro que nuestros jóvenes tienen “derecho al ocio”, pero eso no exime del deber de enseñarles a usarlo.
Nadie pretende abogar por soluciones mojigatas del tipo “ofertas de ocio alternativo” –léase sanos partidos de baloncesto a medianoche-, por lo menos con carácter general. No se trata de acojonarles con los siete males del alcohol, el tabaco y las drogas –sobre todo porque ya no se acojonan ante casi nada, sobre todo desde que, apenas cumplidos los siete, parece que es todo el resto del mundo el que se acojona ante ellos y les reverencia cual si fueran la sal de la tierra por el mero hecho de no tener canas, así sean tontos de baba- sino de enseñarles cómo se usa todo eso.
No, no saben divertirse como, en general, no saben casi nada. Ahí están, si no, las preguntas que hacen cuando se acercan por los centros de planificación familiar, según dicen los responsables, y que ponen los pelos como escarpias. Y, además tienen tendencia a trivializarlo, a banalizarlo todo, sean las borracheras, sean las píldoras del día después, que no parecen distinguir muy bien de las aspirinas. Y todo esto, si me apuran, es bastante normal. No es, en última instancia, responsabilidad suya, sino de una sociedad que, simplemente, ha renunciado a educar en general y a enseñar nada en particular. ¿Por qué debemos suponer que tienen un “sexto sentido” para ciertas cosas, cuando es evidente –e, insisto, de lo más normal- que no lo tienen para nada más?
Elizabeth Nash puede reportar a sus lectores, para su tranquilidad, que la imbecilidad no es privativa del norte. Aunque supongo que eso ya lo sabían.
Y, por favor, que nos ahorren las consabidas menciones a la “rebeldía” juvenil. Esto de que los jóvenes son “rebeldes” viene a ser algo así como lo de que nuestros cineastas son “provocadores” y “transgresores”. O sea, una estupidez. Ni los unos se rebelan contra nada que no sea su propia salud, ni los otros transgreden nada ni provocan a nadie que tenga interés o capacidad de responder (y cuando se provoca con cierto riesgo, casi nunca son ellos los provocadores, sino algún caricaturista despistado).
Más bien al contrario, a la hora de la verdad, son un ejemplo de mansedumbre sin límites. Sé que suena paradójico... pero no hay nada que monte más escándalo que un rebaño de ovejas o de cabras. Balan, menean los cencerros, obligan a ladrar al perro sin parar, lo llenan todo de cagarrutas y dejan la hierba al ras. Pero nadie las ha llamado, jamás, “rebeldes”.
2 Comments:
Muy, muy acertado.
By Anónimo, at 2:58 p. m.
¿Qué le pasa a un menor borracho o drogado aunque mate a otro?
Y encima queremos que no desfasen...
Hasta hace quince años si te llevaba a tu casa la policía porque te habían pillado conduciendo borracho o rompiendo papeleras te caía la del pulpo. Hoy todos lloran de la injusticia social que lleva a las "jóvenas" a la idiotez.
By Anónimo, at 11:31 a. m.
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