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miércoles, marzo 15, 2006

LENGUAS, INTEGRACIÓN, NACIONALISTAS...

La colaboradora de Hispalibertas en los Países Bajos, Amelia González, nos trae los ecos de la última polémica lingüística en aquel pequeño gran país. Por lo que Amelia nos cuenta, alguien pretende implantar en las escuelas de Rotterdam la obligación de que los estudiantes se comuniquen entre sí en holandés. Y se ha armado el cisco, claro.

Un cisco entre los que detectan un tufillo inequívocamente totalitario en eso de reglamentar el idioma en el que el prójimo se entiende con sus coleguillas en el patio y los que creen que ya está bien de exageraciones, que sólo habrá posibilidades reales de que los inmigrantes dominen el holandés –y, por consiguiente, comiencen de manera real su integración en la sociedad neerlandesa- cuando se vean obligados a usarlo. Amelia concluye, con buen juicio, que algún punto medio habrá entre las intolerables intromisiones de las políticas lingüísticas en la vida de la gente y el que el Ayuntamiento de Rotterdam tenga que publicar sus folletos en turco si es que aspira a que sean comprensibles para buena parte de la población.

Amelia no lo dice, pero es inevitable que la mente vuele, como Johann Cruyff, de Holanda a la orilla del Mediterráneo catalán, donde se vive también, como todo el mundo sabe, una fuerte polémica a cuenta de los idiomas –bueno, pese a que más de uno piense que no hay polémica ninguna y que todo va sin novedad en el frente-. De hecho, algunos de los argumentos empleados por los hastiados holandeses son similares a los que se oyen en boca de los nacionalistas catalanes, a saber, que no va a haber manera de que se produzca una integración si no media una adecuada inmersión en “el idioma” local.

Y aquí comienzan las diferencias, claro. En Holanda sí existe “un” idioma local que, hoy por hoy, sigue siendo abrumadoramente mayoritario, y ese idioma es el holandés. En Cataluña, como en otras regiones o países bilingües, no existe “un” idioma, sino varios, concretamente dos –independientemente de que, además, uno de ellos sea la lengua de relación con el resto del país, como el inglés es la lengua de relación de los quebequeses con el resto del Canadá-.

Al final, como casi todo, la cuestión de las lenguas termina por ser un problema creado... por los que pretendidamente van a resolverlos, es decir, los poderes públicos. Las lenguas empezaron a ser un problema cuando fueron asumidas por los estados como algo “oficial”. Hasta entonces, se habían desenvuelto con mayor o menor fortuna. El español, por ejemplo, era la lengua de relación corriente entre los diferentes pueblos de España mucho antes de que existiera en nuestro país un estado que fuera capaz –por medios y por evolución de las mentalidades- de tener algo parecido a una política en la materia. Otro tanto ocurrió en Italia, donde el dialecto toscano, hoy italiano por antonomasia, preexistió como lengua nacional al propio estado, y coexiste todavía con una miríada de variantes locales. En Francia, el estado revolucionario se apañó muy bien para eliminar cualquier vestigio de localismo lingüístico pero, hasta principios del XIX, el francés no era la lengua absolutamente dominante del país –sí su lengua corriente de relación interna.

Por lo común, dejados a sus propias fuerzas, los grupos sociales suelen convenir en un punto medio como el que apuntaba Amelia, esto es, sin necesidad de imponer gran cosa, de manera natural, el número de lenguas de uso generalizado tiende a reducirse a límites razonables, a una cantidad sensata –en el óptimo, una, pero pueden ser más- que hagan posible el máximo de comunicación con el mínimo de coste. En nuestro país, por ejemplo, sería relativamente sencillo alcanzar ese consenso, máxime en lugares como Cataluña, en los que las lenguas en concurrencia son muy próximas entre sí y la población lleva siglos acostumbrada a la coexistencia de ambas.

Pero entonces entra el político con su “ideal”. Y se apresta a transformar nuestro pedestre pero aceptable mundo en una democracia “avanzada”. Y según la sueñe el fulano, así nos irá. Puede que el demente que nos toque padecer sea una partidario de una patria monolingüe –esta es la versión más peligrosa, porque es la más totalitaria- y se aplique a fabricársela, removiendo cuantos obstáculos se interpongan entre él y su Paraíso. O puede, por el contrario, que el tipo esté más por la versión “patriotismo social” y convierta la Administración Pública en una oficina de traducciones, llena de funcionarios incompetentes en veintitrés idiomas.

¿Ha pensado alguna vez alguien cómo manejan su política lingüística las grandes cadenas hoteleras internacionales? Están presentes en decenas de países... ¿cómo se las apañan para imprimir sus folletos, rotular sus letreros y demás? Pues por una cuestión de oferta y demanda, claro. Intentan que el máximo posible de sus clientes, dentro de unos costes razonables, vea satisfecha su necesidad. El viajero internacional, a su vez, asume como lógico que existe un máximo de esfuerzo que es legítimamente exigible, ni más ni menos. Es poco razonable enfadarse porque el Hilton de Bombay no nos proporcione una factura en coreano, pero sí cabe esperar que pueda hacerlo en inglés.

Los Estados Unidos no han tenido, jamás, una lengua oficial. Y los estados federados, tampoco. Y no parece necesario recordar que han logrado integrar auténticas avalanchas de inmigrantes, hablantes de todas las lenguas, entre ellas muchas no minoritarias. No se les enseñó inglés para integrarlos, sino que aprendieron inglés porque querían integrarse y, sobre todo, se empeñaron en que lo aprendieran sus hijos.

Quizá no sea solo cosa del idioma. Hay muchos otros factores que impiden o potencian la integración. No todos son siempre imputables al recién llegado, aunque también se lleve su parte. Es verdad, claro, que hay inmigrantes que muestran un claro desdén por la lengua y la cultura de su lugar de acogida. Otras veces, por el contrario, simplemente rechazan lo que se les intenta imponer sin razón aparente. Es posible, quizá, que la cultura propia –el rechazo a la nueva- se constituya en un refugio frente a quienes no pierden excusa de decirle al recién llegado que no es bienvenido.

Perdónenme, pero cuando oigo que un nacionalista pretende enseñar obligatoriamente la lengua, o cualquier otra cosa que vaya más allá de lo razonable, “para facilitar la integración” me invade una sensación de mosqueo. Un nacionalista integrador es una auténtica contradictio in terminis. En realidad, sólo Sabino Arana se atrevió a formularlo con la crudeza habitual en la casa. El conocimiento, los rasgos culturales locales distintivos diferencian al “nacional” del “otro” y, por tanto, son demasiado valiosos como para malbaratarlos. Si, realmente, todas las personas que quieren instalarse en Cataluña –es un ejemplo- se avinieran a aprender el catalán, la utilidad básica de éste como herramienta para conseguidotes desaparecería. Y es ridículo fer patria para otro. Si, al final, hablamos todos catalán, volvemos a las oposiciones de toda la vida. ¿Lo han pensado bien?