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domingo, marzo 05, 2006

A VUELTAS CON LA MODERACIÓN

No he seguido muy de cerca la Convención del Partido Popular, la verdad, pero por los ecos que me llegan, parece que tenemos sobre la mesa el concepto capital de “moderación” como una de las estrellas del debate.

Ya escribí otro día, aprovechando unas reflexiones de Jiménez de Parga, sobre esta cuestión, y su peligrosa proximidad a la tibieza, que es otra cosa diferente y mucho menos deseable. La moderación es, por supuesto, deseable, e imprescindible en una democracia de alternancia, primero porque es saludable en general, y segundo porque los extremismos pueden hacer que uno se pille fácilmente los dedos, en caso de tener que desdecirse cuando cambien las tornas. Pero tampoco es sencilla de practicar, ni en cualquier tiempo y lugar, ni en esta España de nuestros pecados.

De entrada, hay que partir de que, se escoja el discurso que se escoja, el líder político va a decepcionar a alguien. Por lo común, la extremosidad gusta más a los elementos más ideologizados del propio partido, para los que la facción contraria está errada por hipótesis, pero aleja de esos caladeros donde, se dice, mora el votante que da y quita poderes. Por supuesto, la estrategia contraria no está tampoco exenta de riesgos, porque es bien posible que por satisfacer a los veleidosos “votantes flotantes” se enemiste uno con la propia parroquia. Quizá, pues, al líder político no le quede sino ir alternando arrancadas con parones, nadando siempre entre dos aguas.

Todos convenimos en que sería maravilloso tener una oposición que se convirtiera en una fuente continua de alternativas y propuestas ilusionantes –sería el mejor regalo que nuestros políticos podrían hacernos, después de un gobierno competente, que es lo que nos hemos pedido para este año-. Pero hay que ser conscientes de que, por razones que cabe calificar de estructurales, nuestro sistema no abona ese resultado. En esto, como en tantas cosas, los constituyentes fueron incapaces de prever el ulterior desarrollo de nuestro sistema de partidos, de manera que una multitud de cautelas y decisiones que abarcan desde herramientas de control recíproco Legislativo-Ejecutivo hasta la fórmula electoral coadyuvan a resultados quizá no del todo deseados.

En primer lugar, la abrumadora capacidad de iniciativa atribuida al Gobierno, combinada con el hecho de que, de uno u otro modo, éste siempre ha gozado en España de respaldos sólidos –y esta era la circunstancia imprevisible- fundados en mayorías absolutas o muy cómodas minorías mayoritarias, relativamente fáciles de completar con recurso a un nacionalismo muy bien dispuesto (estrategia que, ya sabemos, no está exenta de costes, pero ese es otro asunto) limita, y mucho, el margen de maniobra de la Oposición. Para más inri, los Reglamentos parlamentarios no hacen sino reforzar las tendencias cristalizadas en el pleno, entregando el control del procedimiento también a quienes ostentan la mayoría de votos.

Si, además, tenemos en cuenta que lo prudente sería no ir pisando callos, no vaya a ser que las urnas no deparen el apetecido triunfo y haya que recurrir a alianzas imprevisibles, digamos que no tenemos el mejor escenario para que la labor opositora pase de la crítica más o menos acerba a la exposición de un proyecto alternativo sólido.

Huérfana de otros mecanismos, la Oposición se ve abocada al filibusterismo parlamentario y, sobre todo, a la alharaca fuera del parlamento. La Oposición se centra en la única batalla que puede realmente librar, que es la de los medios, sabedora de que la parlamentaria sólo va a ofrecerle un par de oportunidades al año de hacerse ver.

A todo esto, vienen a añadirse la circunstancias particulares del momento que atraviesa la vida nacional, caracterizada por un Gobierno que está, de hecho, acometiendo reformas legislativas que cabe calificar de neoconstituyentes, por cuanto implican una mutación constitucional, marginando de ese proceso a una Oposición que, de seguirse los cauces institucionales previstos para semejante cosa, no podría ser soslayada –el sistema favorece a la mayoría, pero no hasta tamaños extremos.

El PP ha de enfrentarse, pues, desde una posición de debilidad política que quizá no se corresponda con su fortaleza sociológica, a un proceso que es doblemente peligroso:

En primer lugar porque, siendo el partido naturalmente llamado a protagonizar la alternancia, se le está poniendo, sin voz ni voto, frente a unos hechos consumados que lastrarán su capacidad de maniobra futura en grado sumo. Esto es lo que convierte la estrategia de Zapatero, jurídicamente legítima, en políticamente indecente e insensata. Las denominadas políticas “de Estado” no son sino áreas de la gobernación que un gobierno cualquiera sólo puede entender como interinamente administradas o, si se prefiere, como de consulta necesaria con quienes puedan tener responsabilidades en el futuro. Son políticas, en suma, en las que las decisiones tienen un carácter difícilmente reversible.

Y, en segundo lugar, porque la mayoría gobernante apenas disimula sus ganas de inmolar al PP en la misma pira en la que abrasa todos los consensos antaño vigentes. Al sentenciar que el pacto del 78 fue un mero arreglo de circunstancias, sentencian también al Partido Popular, como una derecha sólo a medias legítima.

Desembocamos, pues, en que la práctica de la moderación se vuelve poco menos que imposible. Estamos hablando de supervivencia de un partido y de un sistema cuyos destinos ya van indisolublemente unidos. En estas circunstancias, sigo pensando que lo único que cabe, razonablemente, hacer, es presentarse a las elecciones con una propuesta de reforma constitucional. El debate no puede ya eludirse, porque está abierto. El PP sólo puede intentar reconducirlo a la sede apropiada, que es aquella en la que dispone de más capacidad de maniobra, amén de ser la más cabal, porque es la única que garantiza voz a todas las instancias interesadas.

Se entenderá que, salvo por una cuestión de formas –siempre dignas de cuidado- es difícil tildar semejante cosa de “moderada”. De hecho, la reforma constitucional es la ultima ratio para la solución de los problemas, porque equivale a una alteración de las reglas del juego. No creo, sinceramente, que quepa otra salida en la era post-zapatero, como no sea la de avenirse al diseño que, a base de costurones, resulte del demencial proceso de mutación inducida por los estatutos de autonomía. La moderación no puede, entonces, significar ya más que elegancia en las maneras.

No están los tiempos para la lírica, me temo. Más que moderación, se pediría urbanidad.