JIMÉNEZ DE PARGA Y LOS TIBIOS
Jiménez de Parga nos despereza hoy, desde la Tercera de ABC, con una diatriba contra los tibios que resulta de lo más pertinente en los tiempos que vivimos.
Dice el profesor que no comparte el juicio de algunos teóricos de la política que encuentran en cierto grado, al menos, de tibieza, un buen fundamento del orden social. Todo depende, claro, de qué entendamos por “tibio”. Si, libre de connotaciones peyorativas, asimilamos “tibieza” a moderación, creo que la opinión merece ser compartida.
Cierto grado de tibieza es imprescindible para el normal funcionamiento de las sociedades abiertas y democráticas. Si perjuicio de la radicalidad de las ideas, es condición necesaria que unos y otros renuncien a la imposición de programas máximos y se avengan a la negociación permanente. Lo contrario destruiría los equilibrios sobre los que se articula el sistema.
Ahora bien, hay que convenir en que esta tibieza –llamémosla “en el curso ordinario de los acontecimientos”- no puede mantenerse en circunstancias extraordinarias o, si se prefiere, cuando se trata de defender el sistema de ataques que provienen de fuera de él. En símil privatista, no es lo mismo administrar una cosa, o usarla, que disponer de ella. Es obvio que lo segundo es bastante más serio.
Y es cierto que, en este segundo plano, los tibios, los que se conforman con todo, los que, al callar, otorgan –aunque no pueda decirse, en rigor, que ese asentimiento tácito se corresponda con un asentimiento real- gozan de una muy bien ganada mala reputación. Su aquiescencia silenciosa ha sido condición absolutamente imprescindible para la pervivencia de los regímenes más odiosos.
Es completamente cierto que ningún régimen sobre la faz de la tierra podría resistir, a largo plazo, a una población puesta en pie. Y tampoco es fácil obtener la adhesión plena de todo el mundo, sobre todo cuando hablamos de gobiernos y regímenes cuyas prácticas resultan repulsivas a casi toda persona bien nacida. Es imprescindible, pues, la colaboración pasiva, una renuncia a condenar, pero también a combatir, que puede lograrse directamente por el terror –convirtiendo la disidencia en heroísmo- o por medios más sutiles –induciendo en el tibio un análisis coste-beneficio que le lleve a concluir que el estado presente no es el peor de los posibles, que así fue como funcionó, por ejemplo, el franquismo sociológico, caracterizado por una superabundancia de tibios.
Aunque las circunstancias sean menos dramáticas, en coyunturas democráticas también puede llegar a requerirse –y a este cuento viene la tesis de Jiménez- el abandono de las posiciones de tibieza. En realidad, se trata del mismo fenómeno, pero en fase de “alerta temprana”. Será mucho más fácil alzarse a tiempo contra las desviaciones poco apreciables que tener que afrontar, luego, el riesgo de hacer frente a un sistema que ya ha cruzado claramente las barreras del autoritarismo.
En suma, se trata de que pongamos pasión en defensa de lo que consideramos fundamental. Seguro que no estamos tan lejos, al menos entre nosotros, en la definición de qué es fundamental y qué no lo es.
En estos días, a propósito del desdichado asunto de las caricaturas, algunos gobiernos europeos están dando, de nuevo, muestras claras de tibieza. En suma, están intentando templar gaitas, pero lo están haciendo en torno a lo fundamental. Es muy delgada la línea que separa la diplomacia de la inmoralidad, conviene no olvidarlo.
Tolerancia, moderación... tibieza. Son conceptos próximos, pero que conviene no confundir en absoluto. Por paradójico que parezca, no podemos ser tibios si deseamos seguir siendo moderados.
Dice el profesor que no comparte el juicio de algunos teóricos de la política que encuentran en cierto grado, al menos, de tibieza, un buen fundamento del orden social. Todo depende, claro, de qué entendamos por “tibio”. Si, libre de connotaciones peyorativas, asimilamos “tibieza” a moderación, creo que la opinión merece ser compartida.
Cierto grado de tibieza es imprescindible para el normal funcionamiento de las sociedades abiertas y democráticas. Si perjuicio de la radicalidad de las ideas, es condición necesaria que unos y otros renuncien a la imposición de programas máximos y se avengan a la negociación permanente. Lo contrario destruiría los equilibrios sobre los que se articula el sistema.
Ahora bien, hay que convenir en que esta tibieza –llamémosla “en el curso ordinario de los acontecimientos”- no puede mantenerse en circunstancias extraordinarias o, si se prefiere, cuando se trata de defender el sistema de ataques que provienen de fuera de él. En símil privatista, no es lo mismo administrar una cosa, o usarla, que disponer de ella. Es obvio que lo segundo es bastante más serio.
Y es cierto que, en este segundo plano, los tibios, los que se conforman con todo, los que, al callar, otorgan –aunque no pueda decirse, en rigor, que ese asentimiento tácito se corresponda con un asentimiento real- gozan de una muy bien ganada mala reputación. Su aquiescencia silenciosa ha sido condición absolutamente imprescindible para la pervivencia de los regímenes más odiosos.
Es completamente cierto que ningún régimen sobre la faz de la tierra podría resistir, a largo plazo, a una población puesta en pie. Y tampoco es fácil obtener la adhesión plena de todo el mundo, sobre todo cuando hablamos de gobiernos y regímenes cuyas prácticas resultan repulsivas a casi toda persona bien nacida. Es imprescindible, pues, la colaboración pasiva, una renuncia a condenar, pero también a combatir, que puede lograrse directamente por el terror –convirtiendo la disidencia en heroísmo- o por medios más sutiles –induciendo en el tibio un análisis coste-beneficio que le lleve a concluir que el estado presente no es el peor de los posibles, que así fue como funcionó, por ejemplo, el franquismo sociológico, caracterizado por una superabundancia de tibios.
Aunque las circunstancias sean menos dramáticas, en coyunturas democráticas también puede llegar a requerirse –y a este cuento viene la tesis de Jiménez- el abandono de las posiciones de tibieza. En realidad, se trata del mismo fenómeno, pero en fase de “alerta temprana”. Será mucho más fácil alzarse a tiempo contra las desviaciones poco apreciables que tener que afrontar, luego, el riesgo de hacer frente a un sistema que ya ha cruzado claramente las barreras del autoritarismo.
En suma, se trata de que pongamos pasión en defensa de lo que consideramos fundamental. Seguro que no estamos tan lejos, al menos entre nosotros, en la definición de qué es fundamental y qué no lo es.
En estos días, a propósito del desdichado asunto de las caricaturas, algunos gobiernos europeos están dando, de nuevo, muestras claras de tibieza. En suma, están intentando templar gaitas, pero lo están haciendo en torno a lo fundamental. Es muy delgada la línea que separa la diplomacia de la inmoralidad, conviene no olvidarlo.
Tolerancia, moderación... tibieza. Son conceptos próximos, pero que conviene no confundir en absoluto. Por paradójico que parezca, no podemos ser tibios si deseamos seguir siendo moderados.
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