PROVOCADORES
Amigo lector. En el supuesto de que sea usted un tipo corriente, que tomó la mala opción de ganarse la vida ejerciendo profesiones vulgares y que no requieren un talento particular –abogado, médico, panadero, fontanero, piloto de líneas aéreas...-, le propongo tres experimentos mentales.
Experimento número uno. Ha sido usted invitado a un programa radiofónico que dirige con su proverbial maestría la bella Julia Otero. En un momento dado, venga o no a cuento, porque el genio no sabe de horas, dice usted algo como “a mí los que creen en religiones me parecen todos unos disminuidos mentales, es una gilipollez creer en Dios, porque no existe”. Si la presentadora gallega pone cara rara, le aclarará usted que se refería sólo a los católicos, claro. Si ni aún así la muchacha abandona la inquietud –cosa que dudo- le matiza usted que es un provocador y abandona el estudio, no sin antes soltar una sonora ventosidad, cuidando de que el micrófono no ande lejos, para que la audiencia pueda oírla convenientemente. No se olvide de pedir sus emolumentos.
Experimento número dos. Dirige usted una carta a todos los periódicos nacionales, en español, por supuesto, solicitando el exterminio o, cuando menos, la castración de todos los [...] (ponga aquí el grupo humano que le pete), en razón de su condición de “parias, parásitos, feos y, en general, gente muy desagradable”.
Experimento número tres. Sus compañeros, llenos de ilusión, van a darle un premio a su trayectoria profesional. Es una fiesta de postín, a la altura del evento y, cómo no, de su magna personalidad. Todos sus compañeros –que le han elegido el mejor tipo del año- acudirán con sus mejores galas. Usted se presenta con unos vaqueros rotos, unas bambas costrosas y una camiseta del Che, convenientemente desteñida. El atuendo se completa con un conveniente despeinado y barba de anteayer. Dado que ahora no hay ninguna guerra en la que participen los americanos y que llame la atención, póngase una pegatina de “salvad las ballenas”. Dígales a sus compañeros lo cretinos que le parecen, pero no se olvide de retirar el cheque del premio.
No le costará esfuerzo emparejar cada experimento con los siguientes términos atinentes a la posible solución: cerdo, oligofrénico, desagradecido, imbécil, casposo, cutre, payaso... ¡hasta facha! Pero apuesto a que nadie entenderá que es usted un “provocador” y mucho menos que sus greñas están ahí para iluminar al personal o para despertar conciencias.
Pues bien, hete aquí que si usted hace de su modo de vida “la cultura” –si se dedica al espectáculo, quiero decir- parece que esto es lo que se lleva. No me pregunte por las razones de esta aparente discriminación, porque se me escapan.
Es verdad que la provocación, el despertar conciencias, las actitudes chocantes, el evitar la indiferencia, en suma, han sido siempre consustanciales al arte, a la aventura intelectual. Es obvio que las tesis más atractivas son las que causan perplejidad y, sí, es cierto que nos llevan a aprender mucho sobre nosotros mismos. Es verdad que todas las revoluciones estéticas han partido de un desafío más o menos nítido a lo convencional, a riesgo de desatar las iras de los bienpensantes que en cada momento haya habido.
Pero la clave está precisamente ahí, en la noción de “a riesgo de”. El provocador solía correr un riesgo. Como mínimo, el del rechazo masivo, la incomprensión, ser considerado un apestado social.
En ausencia de riesgo, la provocación pierde todo tipo de valor, porque queda en el mero exabrupto. ¿Qué hay de misterio en una obra que todos sabemos que va a ser aceptada de antemano? ¿Es meritorio que alguien, para despertar nuestras conciencias, no se juegue absolutamente nada? Eso, con todos mis respetos, es hacer el capullo, como mínimo.
No nos engañemos, quien insulta al árbitro en un partido de fútbol no es un provocador ni pretende despertar las conciencias de la grada –de por sí muy despiertas-. Es un cobarde, miserable, que sería, probablemente, incapaz de sostener sus juicios en una distancia más corta. Por lo mismo, hoy cagarse en España, en los españoles, en la Iglesia (católica, se entiende – no se me vaya a mosquear Julia Otero), en Israel, en Bush, en los Estados Unidos y, en fin, en todo un montón de símbolos odiosos para tanta gente –pero apreciados por otra mucha- no puede provocar a nadie, sobre todo si se hace en el regazo maternal de una tele subvencionada por un gobierno autonómico. Incluso puede que Gemma Nierga, que hasta entonces te ignoraba, te invite a sus programas.
Ahora, ya le digo... Si usted se gana la vida con esa vulgaridad del trabajo –lo que incluye a actores que padecen también esta lacra-, conviene que se atenga a las reglas que, probablemente, le enseñó su madre, porque no creo que siempre conserve todos los dientes para matizar correctamente que “sólo se refería a la derecha”. Es posible que Gemma Nierga no llegue a tiempo.
Experimento número uno. Ha sido usted invitado a un programa radiofónico que dirige con su proverbial maestría la bella Julia Otero. En un momento dado, venga o no a cuento, porque el genio no sabe de horas, dice usted algo como “a mí los que creen en religiones me parecen todos unos disminuidos mentales, es una gilipollez creer en Dios, porque no existe”. Si la presentadora gallega pone cara rara, le aclarará usted que se refería sólo a los católicos, claro. Si ni aún así la muchacha abandona la inquietud –cosa que dudo- le matiza usted que es un provocador y abandona el estudio, no sin antes soltar una sonora ventosidad, cuidando de que el micrófono no ande lejos, para que la audiencia pueda oírla convenientemente. No se olvide de pedir sus emolumentos.
Experimento número dos. Dirige usted una carta a todos los periódicos nacionales, en español, por supuesto, solicitando el exterminio o, cuando menos, la castración de todos los [...] (ponga aquí el grupo humano que le pete), en razón de su condición de “parias, parásitos, feos y, en general, gente muy desagradable”.
Experimento número tres. Sus compañeros, llenos de ilusión, van a darle un premio a su trayectoria profesional. Es una fiesta de postín, a la altura del evento y, cómo no, de su magna personalidad. Todos sus compañeros –que le han elegido el mejor tipo del año- acudirán con sus mejores galas. Usted se presenta con unos vaqueros rotos, unas bambas costrosas y una camiseta del Che, convenientemente desteñida. El atuendo se completa con un conveniente despeinado y barba de anteayer. Dado que ahora no hay ninguna guerra en la que participen los americanos y que llame la atención, póngase una pegatina de “salvad las ballenas”. Dígales a sus compañeros lo cretinos que le parecen, pero no se olvide de retirar el cheque del premio.
No le costará esfuerzo emparejar cada experimento con los siguientes términos atinentes a la posible solución: cerdo, oligofrénico, desagradecido, imbécil, casposo, cutre, payaso... ¡hasta facha! Pero apuesto a que nadie entenderá que es usted un “provocador” y mucho menos que sus greñas están ahí para iluminar al personal o para despertar conciencias.
Pues bien, hete aquí que si usted hace de su modo de vida “la cultura” –si se dedica al espectáculo, quiero decir- parece que esto es lo que se lleva. No me pregunte por las razones de esta aparente discriminación, porque se me escapan.
Es verdad que la provocación, el despertar conciencias, las actitudes chocantes, el evitar la indiferencia, en suma, han sido siempre consustanciales al arte, a la aventura intelectual. Es obvio que las tesis más atractivas son las que causan perplejidad y, sí, es cierto que nos llevan a aprender mucho sobre nosotros mismos. Es verdad que todas las revoluciones estéticas han partido de un desafío más o menos nítido a lo convencional, a riesgo de desatar las iras de los bienpensantes que en cada momento haya habido.
Pero la clave está precisamente ahí, en la noción de “a riesgo de”. El provocador solía correr un riesgo. Como mínimo, el del rechazo masivo, la incomprensión, ser considerado un apestado social.
En ausencia de riesgo, la provocación pierde todo tipo de valor, porque queda en el mero exabrupto. ¿Qué hay de misterio en una obra que todos sabemos que va a ser aceptada de antemano? ¿Es meritorio que alguien, para despertar nuestras conciencias, no se juegue absolutamente nada? Eso, con todos mis respetos, es hacer el capullo, como mínimo.
No nos engañemos, quien insulta al árbitro en un partido de fútbol no es un provocador ni pretende despertar las conciencias de la grada –de por sí muy despiertas-. Es un cobarde, miserable, que sería, probablemente, incapaz de sostener sus juicios en una distancia más corta. Por lo mismo, hoy cagarse en España, en los españoles, en la Iglesia (católica, se entiende – no se me vaya a mosquear Julia Otero), en Israel, en Bush, en los Estados Unidos y, en fin, en todo un montón de símbolos odiosos para tanta gente –pero apreciados por otra mucha- no puede provocar a nadie, sobre todo si se hace en el regazo maternal de una tele subvencionada por un gobierno autonómico. Incluso puede que Gemma Nierga, que hasta entonces te ignoraba, te invite a sus programas.
Ahora, ya le digo... Si usted se gana la vida con esa vulgaridad del trabajo –lo que incluye a actores que padecen también esta lacra-, conviene que se atenga a las reglas que, probablemente, le enseñó su madre, porque no creo que siempre conserve todos los dientes para matizar correctamente que “sólo se refería a la derecha”. Es posible que Gemma Nierga no llegue a tiempo.
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