LA DERECHA TRAS EL ESTATUTO (y II)
Ayer quedábamos, pues, en que los problemas de la derecha española podían, a mi juicio, sintetizarse en tres: una implantación electoral con significativas carencias en dos regiones de enorme peso específico, la falta de un discurso capaz de enganchar plenamente ni tan siquiera a todas las familias de la derecha política y, por último, la abierta hostilidad del Gobierno y sus terminares mediático-culturales, que se han planteado como objetivo la marginación y anulación de la Oposición política, aunque ello implique pagar un precio elevado.
Veamos ahora por dónde se podría atacar esto, si uno estuviera en la piel de Mariano Rajoy y lograra vencer la fuerte tentación de volverse al registro, a vivir como un cura de los de antes del Concilio.
Las oportunidades
El planteamiento del mundo gubernamental adolece, a mi juicio, de dos significativas debilidades que, por supuesto, son oportunidades para una estrategia posible desde el campo contrario.
La primera es, claro, el enorme poso de descontento, el reguero de insatisfacción que el ciclón socialista va dejando a su paso. Es notorio que la derecha social está muy descontenta, pero es que también buena parte de la izquierda, cuando menos, no entiende lo que está sucediendo, y basa su compromiso en una especie de cheque en blanco concedido al Presidente.
Como decíamos ayer, la táctica del mundo socialpolanquista y su opinión publicada consiste en hacer como que eso no existe. Es una exigencia derivada de la noción de “centralidad”. El centro somos nosotros y, por tanto, los demás no lo son... aunque sean millones. El simple hecho de admitir que la opinión del discrepante pueda ser significativa supone socavar los mismos cimientos del planteamiento.
Pero eso, claro, no supone que esa masa de gente, heterogénea y, por lo demás, quizá no unida por demasiadas ideas políticas, no exista.
La segunda es que, la nada disimulada voluntad de romper pactos y ataduras con la derecha democrática, desde el pacto antiterrorista hasta el propio consenso constitucional –que no puede ser ocultada ya ni por los afines más entusiastas, que no buscan tanto decir que dicha ruptura no se ha producido como que no “toda” la culpa es del Gobierno- implica, a poco que se piense, que tampoco la derecha está vinculada por ellos. En consecuencia, por primera vez en treinta años, la derecha democrática es plenamente libre de plantear su propio proyecto político, sin tener que sujetarse a ataduras previas.
¿Puede usarse esta libertad para construir un discurso que, según apuntábamos ayer, pueda servir de mínimo común para un espectro suficientemente amplio? Yo creo firmemente que sí. Y ese discurso podría obtenerse a través de la combinación de distintas fuentes ya conocidas. Cito dos: el informe del Consejo de Estado sobre la reforma constitucional y el discurso de Rajoy en la Puerta del Sol (aquel en el que proponía primar a los ciudadanos sobre los territorios, ¿recuerdan?).
El Partido Popular debería, en un próximo congreso quizá, convertir toda esa masa de ideas aún algo difusas, en un auténtico programa electoral que incluya una reforma constitucional. Roto el consenso del 78, es la hora de cambiarlo, pero de hacerlo de manera positiva.
El PP podría hacer de “devolver España a los españoles” una idea-fuerza de largo alcance. Hay mucha gente harta de “pluralismo” que, al final, se traduce en diferencias de derechos y obligaciones –incluidos, por supuesto los fiscales-, mucha gente harta de “identidad”, mucha gente hasta las narices de no poder tener una relación normal con su Nación, mucha gente que se asusta al ver cómo nuestra democracia va siendo secuestrada más y más por cuerpos intermedios que se sitúan entre el ciudadano y las instituciones que, se supone, le sirven...
No se trata de introducir un giro copernicano en la realidad española, no tanto porque esto fuese indeseable en sí mismo, sino porque sería muy costoso. Hay realidades que son irreversibles, guste o no. Pero sí de proponer, de una vez por todas, una distribución fija de competencias entre el Estado y los entes territoriales, probablemente manteniendo las que ahora existen, pero con la imperiosa necesidad de la recuperación de la educación. Sí de restablecer el rigor en los mecanismos fiscales y, a partir de ese punto, comenzar a devolver al ciudadano lo que le pertenece. Sí de fijar, de una vez por todas, las líneas básicas de la acción exterior de España.
Sí, finalmente, de reequilibrar mayorías y minorías. Nadie propone ignorar a los que no son mayoritarios, pero no es aceptable que pretendan cuasimonopolizar la agenda de un país. Debe realizarse una reforma de la ley electoral y, probablemente, también de la Constitución a este respecto.
Tengo la convicción personal de que un conjunto amplio de españoles apoyarían esas propuestas. Otros no, claro, pero habría que ver qué peso tiene cada grupo. Es posible que, a la postre, aquellos a los que no se les cae de la boca la palabra “democracia” tuvieran que hacer una demostración práctica de cómo se conforman con ella.
El discurso que propongo para la derecha tiene un fundamento esencial previo, que no es otro que la convicción de que España es una nación. Aplicando nociones de moda, diría que es así porque así lo siente la mayoría de los españoles. Es verdad que hay españoles para los que esta realidad no agota sus “sentimientos” o que, simplemente, no creen que España sea ni siquiera una nación cívica, pero son los menos –aunque la presencia del Presidente del Gobierno entre ellos pudiera llevar a pensar lo contrario-.
Se sigue, por tanto, que el discurso, salvo matices particulares, debe ser también único. Y, naturalmente, Cataluña no es una excepción a esta regla. Se concluye, entonces, que el PP va estar, en general, en las antípodas del nacionalismo. Sí, no van a existir ni siquiera puntos de “tangencia” –me refiero, por supuesto, a cuestiones fundamentales-, porque los planteamientos no pueden ser más divergentes. El nacionalismo no solo parte de cuestionar que exista una nación española, sino que entiende que la existencia de otros cuerpos políticos diferentes ha de ser la premisa básica del orden constitucional. Primero, los territorios, luego los ciudadanos. Exactamente al revés de lo que proclamó Rajoy en la Puerta del Sol.
¿Condena eso al PP a la marginalidad en Cataluña? Apuesto a que no. Es más, la experiencia acredita que, más bien, lo que lo condena progresivamente a la extinción es su intento de solaparse con otras alternativas políticas que, como mínimo, siempre se verán favorecidas por el efecto del voto útil.
El aparente dilema del PP en Cataluña no es tal si se cae en la cuenta de que el simple mantenimiento de su discurso nacional tiene, allí, un valor diferencial. Porque el “provocador” –pese a lo que dice mucho idiota- en Cataluña no es Pepe Rubianes. El provocador de verdad es Vidal Cuadras.
Resumiría todo lo dicho en estos –demasiado- largos artículos, en una idea sencilla. Hasta ahora, estamos hartos de oír que “España es plural” y esto tiene que tener consecuencias políticas. De aquí arranca todo el discurso de la diversidad, la pluralidad y demás zarandajas que llevarían a concluir que nuestro país es casi tan variopinto como la India. Pues bien, mi propuesta se resume en “España es” y esto tiene que tener consecuencias políticas –entre otras cosas, porque para “ser” plural hay que “ser”, cosas de la lógica-.
Si el Partido Popular extrae las consecuencias de todo eso y es capaz de construir un discurso audaz, que no es lo mismo que agresivo, puede encontrar su sitio bajo el sol.
Veamos ahora por dónde se podría atacar esto, si uno estuviera en la piel de Mariano Rajoy y lograra vencer la fuerte tentación de volverse al registro, a vivir como un cura de los de antes del Concilio.
Las oportunidades
El planteamiento del mundo gubernamental adolece, a mi juicio, de dos significativas debilidades que, por supuesto, son oportunidades para una estrategia posible desde el campo contrario.
La primera es, claro, el enorme poso de descontento, el reguero de insatisfacción que el ciclón socialista va dejando a su paso. Es notorio que la derecha social está muy descontenta, pero es que también buena parte de la izquierda, cuando menos, no entiende lo que está sucediendo, y basa su compromiso en una especie de cheque en blanco concedido al Presidente.
Como decíamos ayer, la táctica del mundo socialpolanquista y su opinión publicada consiste en hacer como que eso no existe. Es una exigencia derivada de la noción de “centralidad”. El centro somos nosotros y, por tanto, los demás no lo son... aunque sean millones. El simple hecho de admitir que la opinión del discrepante pueda ser significativa supone socavar los mismos cimientos del planteamiento.
Pero eso, claro, no supone que esa masa de gente, heterogénea y, por lo demás, quizá no unida por demasiadas ideas políticas, no exista.
La segunda es que, la nada disimulada voluntad de romper pactos y ataduras con la derecha democrática, desde el pacto antiterrorista hasta el propio consenso constitucional –que no puede ser ocultada ya ni por los afines más entusiastas, que no buscan tanto decir que dicha ruptura no se ha producido como que no “toda” la culpa es del Gobierno- implica, a poco que se piense, que tampoco la derecha está vinculada por ellos. En consecuencia, por primera vez en treinta años, la derecha democrática es plenamente libre de plantear su propio proyecto político, sin tener que sujetarse a ataduras previas.
¿Puede usarse esta libertad para construir un discurso que, según apuntábamos ayer, pueda servir de mínimo común para un espectro suficientemente amplio? Yo creo firmemente que sí. Y ese discurso podría obtenerse a través de la combinación de distintas fuentes ya conocidas. Cito dos: el informe del Consejo de Estado sobre la reforma constitucional y el discurso de Rajoy en la Puerta del Sol (aquel en el que proponía primar a los ciudadanos sobre los territorios, ¿recuerdan?).
El Partido Popular debería, en un próximo congreso quizá, convertir toda esa masa de ideas aún algo difusas, en un auténtico programa electoral que incluya una reforma constitucional. Roto el consenso del 78, es la hora de cambiarlo, pero de hacerlo de manera positiva.
El PP podría hacer de “devolver España a los españoles” una idea-fuerza de largo alcance. Hay mucha gente harta de “pluralismo” que, al final, se traduce en diferencias de derechos y obligaciones –incluidos, por supuesto los fiscales-, mucha gente harta de “identidad”, mucha gente hasta las narices de no poder tener una relación normal con su Nación, mucha gente que se asusta al ver cómo nuestra democracia va siendo secuestrada más y más por cuerpos intermedios que se sitúan entre el ciudadano y las instituciones que, se supone, le sirven...
No se trata de introducir un giro copernicano en la realidad española, no tanto porque esto fuese indeseable en sí mismo, sino porque sería muy costoso. Hay realidades que son irreversibles, guste o no. Pero sí de proponer, de una vez por todas, una distribución fija de competencias entre el Estado y los entes territoriales, probablemente manteniendo las que ahora existen, pero con la imperiosa necesidad de la recuperación de la educación. Sí de restablecer el rigor en los mecanismos fiscales y, a partir de ese punto, comenzar a devolver al ciudadano lo que le pertenece. Sí de fijar, de una vez por todas, las líneas básicas de la acción exterior de España.
Sí, finalmente, de reequilibrar mayorías y minorías. Nadie propone ignorar a los que no son mayoritarios, pero no es aceptable que pretendan cuasimonopolizar la agenda de un país. Debe realizarse una reforma de la ley electoral y, probablemente, también de la Constitución a este respecto.
Tengo la convicción personal de que un conjunto amplio de españoles apoyarían esas propuestas. Otros no, claro, pero habría que ver qué peso tiene cada grupo. Es posible que, a la postre, aquellos a los que no se les cae de la boca la palabra “democracia” tuvieran que hacer una demostración práctica de cómo se conforman con ella.
El discurso que propongo para la derecha tiene un fundamento esencial previo, que no es otro que la convicción de que España es una nación. Aplicando nociones de moda, diría que es así porque así lo siente la mayoría de los españoles. Es verdad que hay españoles para los que esta realidad no agota sus “sentimientos” o que, simplemente, no creen que España sea ni siquiera una nación cívica, pero son los menos –aunque la presencia del Presidente del Gobierno entre ellos pudiera llevar a pensar lo contrario-.
Se sigue, por tanto, que el discurso, salvo matices particulares, debe ser también único. Y, naturalmente, Cataluña no es una excepción a esta regla. Se concluye, entonces, que el PP va estar, en general, en las antípodas del nacionalismo. Sí, no van a existir ni siquiera puntos de “tangencia” –me refiero, por supuesto, a cuestiones fundamentales-, porque los planteamientos no pueden ser más divergentes. El nacionalismo no solo parte de cuestionar que exista una nación española, sino que entiende que la existencia de otros cuerpos políticos diferentes ha de ser la premisa básica del orden constitucional. Primero, los territorios, luego los ciudadanos. Exactamente al revés de lo que proclamó Rajoy en la Puerta del Sol.
¿Condena eso al PP a la marginalidad en Cataluña? Apuesto a que no. Es más, la experiencia acredita que, más bien, lo que lo condena progresivamente a la extinción es su intento de solaparse con otras alternativas políticas que, como mínimo, siempre se verán favorecidas por el efecto del voto útil.
El aparente dilema del PP en Cataluña no es tal si se cae en la cuenta de que el simple mantenimiento de su discurso nacional tiene, allí, un valor diferencial. Porque el “provocador” –pese a lo que dice mucho idiota- en Cataluña no es Pepe Rubianes. El provocador de verdad es Vidal Cuadras.
Resumiría todo lo dicho en estos –demasiado- largos artículos, en una idea sencilla. Hasta ahora, estamos hartos de oír que “España es plural” y esto tiene que tener consecuencias políticas. De aquí arranca todo el discurso de la diversidad, la pluralidad y demás zarandajas que llevarían a concluir que nuestro país es casi tan variopinto como la India. Pues bien, mi propuesta se resume en “España es” y esto tiene que tener consecuencias políticas –entre otras cosas, porque para “ser” plural hay que “ser”, cosas de la lógica-.
Si el Partido Popular extrae las consecuencias de todo eso y es capaz de construir un discurso audaz, que no es lo mismo que agresivo, puede encontrar su sitio bajo el sol.
1 Comments:
España 'es'. 'Ser para decidir' era el lema del PNV del que salió el plan Ibarretxe. Qué fatigoso empacho ontológico.
By Anónimo, at 7:38 p. m.
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