A PESAR DEL GOBIERNO...
De vez en cuando –casi siempre- una mirada a la España real reconforta. A lo largo del día de ayer, nos enterábamos de un nuevo episodio que acredita que nuestras empresas van superando complejos. Ferrovial podría adquirir BAA, la empresa gestora de los dos aeropuertos principales de Londres.
Y lo importante es que no se trata de una excepción. Hoy recuerda otro periódico que no hay día del año en el que nuestras empresas gestoras de servicios e infraestructuras no se presenten a un nuevo concurso en algún lugar del mundo. El mercado está pendiente de las posibles reacciones de Telefónica ante maniobras corporativas en Portugal, lo que implica que se la considera un actor relevante. Lo mismo puede decirse de los bancos, que aparecen siempre en las quinielas de posibles adquirentes, no ya sólo en el mundo Latinoamericano, sino en otros países de Europa o en los Estados Unidos.
Pero lo que más llama la atención, si se viaja con cierta frecuencia, es el asombroso cambio de perfil del español que puebla las salas de espera de los aeropuertos –algunos de ellos, por cierto, como el de Varsovia, en plena ampliación a cargo de una empresa española-. De entrada, por supuesto, debe resaltarse el hecho mismo de que hay españoles hasta en la Cochinchina, sea como turistas, sea como viajeros de negocios. Y estos españoles parecen mucho más integrados en la sociedad internacional. Aún estamos lejos, claro, del dominio de idiomas y la desenvoltura de otras sociedades pequeñas pero muy abiertas, como la holandesa, por ejemplo, pero vamos progresando.
Poco a poco, España se va acomodando a su rol de potencia media en el mundo. Es evidente que no somos, ni seremos –aunque sólo sea por población- uno de los grandes países de Europa, ni tendremos el empaque de otras grandes potencias extraeuropeas. También es cierto que aún padecemos significativas carencias y algunos aspectos de nuestro desarrollo no van al ritmo necesario. De esas carencias, sin duda, la más grave es la relativa a nuestro atraso tecnológico y la escasa potencia investigadora de nuestra universidad. Es también clamorosa la necesidad que tenemos de adecuar el clima ético de nuestros negocios, el nivel de transparencia de nuestros mercados y, en fin, de lograr una verdadera liberalización en un ambiente de seguridad jurídica plena. Pero las cosas marchan, mal que bien.
Quiere esto decir que, quizá por primera vez en siglos, hay un proyecto colectivo al que merece la pena arrimar el hombro. Cuando digo que merece la pena no me refiero, únicamente, a motivos sentimentales, sino a que esa concurrencia, ese interés por avanzar, produce evidentes réditos de bienestar para todos.
Quizá porque el país real está a años luz de lo que era es aún más llamativo este proceso de italianización que está experimentando España. Por “italianización” entiendo el divorcio entre la clase política y todo lo demás. Siempre se dijo que la genial nación transalpina progresaba a pesar de su gobierno. Llegó a ser un tópico, incluso, que la administración no era del todo ineficiente dado que, al fin y al cabo, sólo ella gozaba de un mínimo de continuidad.
El mundo político, y especialmente el Gobierno, de entrada, no acompañan al desarrollo del país todo lo que deberían. Son clamorosos los retrasos en la introducción de infraestructuras necesarias, los costes impuestos a la sociedad por un sistema de múltiples niveles de decisión que, por otra parte, dista de tener plenamente probada su utilidad en otros terrenos y, cómo no, las notables carencias de la acción exterior. Hoy lo apunta el ABC, a propósito de la internacionalización de nuestras empresas, y viene denunciándose de antiguo. ¿Dónde está nuestro ministerio de Exteriores? ¿Es consciente de que las empresas españolas invierten en territorios de alto crecimiento donde ni tan siquiera tenemos embajadas? Es posible que, en el colmo del esperpento, Abertis, por ejemplo, pueda acogerse a la protección diplomática española o catalana en Bruselas –donde, a Dios gracias, maldita la falta que hace-, pero no tenga ninguna puerta a la que llamar en Hong Kong.
En fin, un no acompañar del todo podría ser hasta soportable –al fin y al cabo, es casi la naturaleza del Gobierno-. Se entiende menos este empeño de transformarse en un obstáculo.
De entrada, por supuesto, el virus del nacionalismo que hace cuanto puede porque los vínculos de solidaridad se desaten, impidiendo sumar esfuerzos plenamente y, por consiguiente, menoscabando las rentabilidades. Cuando algunas empresas catalanas, pongamos por caso, están empeñadas en conquistar mercados exteriores, su cuenta de resultados nacional empieza a flaquear merced, entre otras cosas, a la eficacísima acción de salvapatrias oligofrénicos a los que no se les ocurre otra manera más ingeniosa de contribuir al desarrollo de su región que tirar su imagen por los suelos.
Y, sobre todo, los debates artificiosos y gratuitos en los que el gobierno Zapatero se ha especializado, pero en los que toda la clase política participa con tesón. La palma se la lleva, cómo no, la cuestión territorial. Por si no había bastantes problemas a la hora de gestionar el desmadre existente, y sin que nadie lo haya pedido, se marcha con decisión por una senda de profundización en la insensatez. Desde luego, Zapatero es el campeón nacional indiscutible de la estulticia a este respecto, pero los demás no tienen ningún motivo para sacar pecho. Salvo en lugares como la Comunidad de Madrid, donde propios y ajenos parecen haber entendido cuál es su sitio (quizá porque las aventuras identitarias en esta región pueden, directamente, provocar un ataque de risa al personal que ni siquiera gente tan impúdica como nuestros próceres puede soportar sin desdoro), aquí nadie se priva.
Algún día, el mundo reconocerá nuestros méritos. Y es que, con políticos normales, es todo mucho más fácil. Así no vale.
Y lo importante es que no se trata de una excepción. Hoy recuerda otro periódico que no hay día del año en el que nuestras empresas gestoras de servicios e infraestructuras no se presenten a un nuevo concurso en algún lugar del mundo. El mercado está pendiente de las posibles reacciones de Telefónica ante maniobras corporativas en Portugal, lo que implica que se la considera un actor relevante. Lo mismo puede decirse de los bancos, que aparecen siempre en las quinielas de posibles adquirentes, no ya sólo en el mundo Latinoamericano, sino en otros países de Europa o en los Estados Unidos.
Pero lo que más llama la atención, si se viaja con cierta frecuencia, es el asombroso cambio de perfil del español que puebla las salas de espera de los aeropuertos –algunos de ellos, por cierto, como el de Varsovia, en plena ampliación a cargo de una empresa española-. De entrada, por supuesto, debe resaltarse el hecho mismo de que hay españoles hasta en la Cochinchina, sea como turistas, sea como viajeros de negocios. Y estos españoles parecen mucho más integrados en la sociedad internacional. Aún estamos lejos, claro, del dominio de idiomas y la desenvoltura de otras sociedades pequeñas pero muy abiertas, como la holandesa, por ejemplo, pero vamos progresando.
Poco a poco, España se va acomodando a su rol de potencia media en el mundo. Es evidente que no somos, ni seremos –aunque sólo sea por población- uno de los grandes países de Europa, ni tendremos el empaque de otras grandes potencias extraeuropeas. También es cierto que aún padecemos significativas carencias y algunos aspectos de nuestro desarrollo no van al ritmo necesario. De esas carencias, sin duda, la más grave es la relativa a nuestro atraso tecnológico y la escasa potencia investigadora de nuestra universidad. Es también clamorosa la necesidad que tenemos de adecuar el clima ético de nuestros negocios, el nivel de transparencia de nuestros mercados y, en fin, de lograr una verdadera liberalización en un ambiente de seguridad jurídica plena. Pero las cosas marchan, mal que bien.
Quiere esto decir que, quizá por primera vez en siglos, hay un proyecto colectivo al que merece la pena arrimar el hombro. Cuando digo que merece la pena no me refiero, únicamente, a motivos sentimentales, sino a que esa concurrencia, ese interés por avanzar, produce evidentes réditos de bienestar para todos.
Quizá porque el país real está a años luz de lo que era es aún más llamativo este proceso de italianización que está experimentando España. Por “italianización” entiendo el divorcio entre la clase política y todo lo demás. Siempre se dijo que la genial nación transalpina progresaba a pesar de su gobierno. Llegó a ser un tópico, incluso, que la administración no era del todo ineficiente dado que, al fin y al cabo, sólo ella gozaba de un mínimo de continuidad.
El mundo político, y especialmente el Gobierno, de entrada, no acompañan al desarrollo del país todo lo que deberían. Son clamorosos los retrasos en la introducción de infraestructuras necesarias, los costes impuestos a la sociedad por un sistema de múltiples niveles de decisión que, por otra parte, dista de tener plenamente probada su utilidad en otros terrenos y, cómo no, las notables carencias de la acción exterior. Hoy lo apunta el ABC, a propósito de la internacionalización de nuestras empresas, y viene denunciándose de antiguo. ¿Dónde está nuestro ministerio de Exteriores? ¿Es consciente de que las empresas españolas invierten en territorios de alto crecimiento donde ni tan siquiera tenemos embajadas? Es posible que, en el colmo del esperpento, Abertis, por ejemplo, pueda acogerse a la protección diplomática española o catalana en Bruselas –donde, a Dios gracias, maldita la falta que hace-, pero no tenga ninguna puerta a la que llamar en Hong Kong.
En fin, un no acompañar del todo podría ser hasta soportable –al fin y al cabo, es casi la naturaleza del Gobierno-. Se entiende menos este empeño de transformarse en un obstáculo.
De entrada, por supuesto, el virus del nacionalismo que hace cuanto puede porque los vínculos de solidaridad se desaten, impidiendo sumar esfuerzos plenamente y, por consiguiente, menoscabando las rentabilidades. Cuando algunas empresas catalanas, pongamos por caso, están empeñadas en conquistar mercados exteriores, su cuenta de resultados nacional empieza a flaquear merced, entre otras cosas, a la eficacísima acción de salvapatrias oligofrénicos a los que no se les ocurre otra manera más ingeniosa de contribuir al desarrollo de su región que tirar su imagen por los suelos.
Y, sobre todo, los debates artificiosos y gratuitos en los que el gobierno Zapatero se ha especializado, pero en los que toda la clase política participa con tesón. La palma se la lleva, cómo no, la cuestión territorial. Por si no había bastantes problemas a la hora de gestionar el desmadre existente, y sin que nadie lo haya pedido, se marcha con decisión por una senda de profundización en la insensatez. Desde luego, Zapatero es el campeón nacional indiscutible de la estulticia a este respecto, pero los demás no tienen ningún motivo para sacar pecho. Salvo en lugares como la Comunidad de Madrid, donde propios y ajenos parecen haber entendido cuál es su sitio (quizá porque las aventuras identitarias en esta región pueden, directamente, provocar un ataque de risa al personal que ni siquiera gente tan impúdica como nuestros próceres puede soportar sin desdoro), aquí nadie se priva.
Algún día, el mundo reconocerá nuestros méritos. Y es que, con políticos normales, es todo mucho más fácil. Así no vale.
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