¿EXISTE UN PROBLEMA LINGÜÍSTICO EN CATALUÑA?
¿Existe un problema lingüístico en Cataluña? No viviendo allí, es difícil saberlo, pero por lo que a uno le cuentan, lo que lee, lo que oye y lo que ve de cuando en cuando, parece claro que la respuesta depende del plano en que nos situemos.
Si nos ubicamos en la Cataluña real, la respuesta debería ser “no”. No parece que los catalanes tengan ningún problema para afrontar la realidad diaria del bilingüismo como, por otra parte, vienen haciendo desde el siglo XV, si no antes. Ciertamente, en función de donde nos encontremos, una u otra lengua será la dominante o la corriente en la calle, pero, salvo gente de muy escaso nivel cultural, casi todo el mundo tiene una aptitud suficiente –cuando menos, conocimiento pasivo- en ambos idiomas. Facilita las cosas, por supuesto, que el castellano y el catalán son lenguas muy próximas, con lo que, incluso recién aterrizado, el forastero castellanohablante se encuentra con que el idioma local le resulta muy comprensible.
Es en este terreno en el que los problemas son verdaderamente anecdóticos, como dijo un exageradamente optimista ZP. Es tópico el cuento del que, de visita por Cataluña, se encuentra con el catalán que, aun a sabiendas de que su interlocutor no le entiende y siendo conocedor del castellano, se niega a cambiar. Oligofrénicos hay en todas partes y, desde luego, la experiencia común es más bien la contraria. Visitar Cataluña sigue siendo –y por muchos años, si de los catalanes de a pie dependiera- una experiencia muy agradable y altamente recomendable.
Y se apaña uno con el castellano perfectamente. Lo cual no quiere decir que no sea exigible del visitante, y no digamos ya del residente, un cierto esfuerzo o, como mínimo, el respeto profundo de la cultura local, de la que la lengua catalana forma parte indisociable. Es más, imagino que, si uno pretende hacerse una idea cabal de Cataluña y sus habitantes, ello es imposible si, al tiempo, se renuncia a penetrar en la parte de ese conjunto que se expresa en catalán. El hecho de que al trasladarnos a Cataluña desde otras partes de España nos movamos dentro de nuestro propio país tiene, por supuesto, consecuencias; no es lo mismo mudarse a Barcelona que a Estocolmo, pero ello tampoco significa que uno pueda ignorar olímpicamente los usos y costumbres de los demás.
En resumen, el personal se apaña bastante bien, como casi siempre que se le deja.
El problema no es, pues, lingüístico, sino político. El pacífico panorama lingüístico de Cataluña tiene un grave defecto, y es que no es coincidente con el que debería ser conforme al imaginario nacionalista. A juicio de estos señores, el castellano debería desempeñar, en relación con Cataluña, un papel similar al que el inglés u otras lenguas representan en relación con España. Un simple instrumento de comunicación, en sí mismo ajeno al sentir local, pero necesario como herramienta de relación con el resto de los españoles.
La realidad, lamentablemente, es que esa lengua “ajena” es la lengua materna del cincuenta por ciento de la población, es comprendida y hablada mejor o peor por la totalidad y, sobre todo, lleva en Cataluña siglos. Es, pues, tan catalana como el propio catalán, salvo porque no es estrictamente autóctona en su origen. No hace falta aclarar, por supuesto, que buena parte de la cultura catalana de mayor nivel la ha empleado como vehículo normal de expresión. Quienquiera que encuentre al castellano extranjero habrá de encontrar extranjera a una auténtica legión de autores, de Feliu de la Penya a Jaime Gil de Biedma, cuyo súbito extrañamiento supondría, probablemente, una verdadera crisis de identidad intelectual para muchos catalanes.
Pero todos sabemos que cuando un nacionalista descubre una realidad que le desagrada, no suele conformarse con ella, sino que se aplica a cambiarla. Normalmente, en un proceder racional, las hipótesis o los preconceptos suelen contrastarse con los datos. Cuando los datos falsan la hipótesis... se abandona la hipótesis. En el caso nacionalista, se cambian los datos... hasta que la hipótesis de partida resulte verificada.
Por consiguiente, si hemos partido de que el castellano es ajeno y la calle lo desmiente, es preciso enajenarlo, es preciso cambiar el uso de la calle que, sin duda, será tenido por desviado. Es preciso cohonestarlo con la hipótesis de partida. Al final, lo mejor de esto es que uno nunca termina por estar equivocado. Por supuesto, no se trata de hacer posible “vivir en catalán” porque eso ya es posible. Otra cosa es que sea posible vivir “sólo” en catalán. Eso no depende solo de la iniciativa del ciudadano, sino de otros factores. Por otra parte, no es posible, por ejemplo, en España, vivir “sólo” en español, a poco que se pretenda que nuestra existencia nos ponga en relación con seres humanos que, sin tener nada de alienígenas, son de otros lares.
Insisto, se trata de adverar una construcción mental apriorística, que la realidad se empeña tozudamente en desmentir.
La herramienta imprescindible para lograrlo es el sistema educativo. En buena lógica, y me temo que también en recta interpretación de la propia ley catana de normalización lingüística, los niños habrían de recibir sus primeras letras en la lengua materna y continuar el decurso de la enseñanza oficial en la lengua que prefieran, sin dejar por ello de aprender la otra. Al llegar a la universidad, el debate lingüístico resulta simplemente absurdo. El profesor explicará en la lengua que tenga por conveniente, y los alumnos interesados en la materia deberán procurarse los medios apropiados para seguirle, si es que creen que ello merece la pena (el idioma podrá ser castellano o catalán, o inglés, o francés, si es que se tiene la fortuna de que un buen profesor visitante llega de otros lugares a impartir un seminario, por ejemplo).
Pero no es esto lo que se busca, insisto. La escuela es percibida, antes que nada, como una herramienta de adoctrinamiento –por supuesto, de acuerdo con las reglas que establecen quienes llevan a sus hijos a colegios internacionales o privados que les aseguren que los idiomas jamás serán una traba en sus prometedoras carreras-, de formación de ciudadanos. Es verdad, claro, que la escuela debe formar ciudadanos, pero no necesariamente ciudadanos que piensen todos igual, que es de lo que se trata, sobre todo cuando el ideario básico es discutido por la mitad de la población, habitante arriba, habitante abajo.
Es posible que los centenares de padres que están exigiendo educación para sus hijos en español sean “una anécdota” o “casos aislados” –no obstante, habrá que multiplicar la cifra por un número no insignificante porque, en rigor, no conocemos los casos de los que han tenido problemas sino de los que, teniéndolos, se han atrevido a denunciarlos. Pero, a diferencia de nuestro encontronazo con el maleducado, cuando quien niega los derechos a los demás es una Administración Pública no se trata de una falta de cortesía, sino de un intolerable caso de desviación y abuso de poder, cuando no de algo más grave.
Pero no es un problema de lenguas. Las lenguas llevan juntas desde que existe memoria, y la experiencia enseña, en Cataluña y en otros sitios, que se conllevan bien. El problema es el espíritu totalitario que, según la ley del péndulo, parece inspirar a unos y a otros, según toque. Y ya lleva casi treinta años tocándoles a los mismos.
Si nos ubicamos en la Cataluña real, la respuesta debería ser “no”. No parece que los catalanes tengan ningún problema para afrontar la realidad diaria del bilingüismo como, por otra parte, vienen haciendo desde el siglo XV, si no antes. Ciertamente, en función de donde nos encontremos, una u otra lengua será la dominante o la corriente en la calle, pero, salvo gente de muy escaso nivel cultural, casi todo el mundo tiene una aptitud suficiente –cuando menos, conocimiento pasivo- en ambos idiomas. Facilita las cosas, por supuesto, que el castellano y el catalán son lenguas muy próximas, con lo que, incluso recién aterrizado, el forastero castellanohablante se encuentra con que el idioma local le resulta muy comprensible.
Es en este terreno en el que los problemas son verdaderamente anecdóticos, como dijo un exageradamente optimista ZP. Es tópico el cuento del que, de visita por Cataluña, se encuentra con el catalán que, aun a sabiendas de que su interlocutor no le entiende y siendo conocedor del castellano, se niega a cambiar. Oligofrénicos hay en todas partes y, desde luego, la experiencia común es más bien la contraria. Visitar Cataluña sigue siendo –y por muchos años, si de los catalanes de a pie dependiera- una experiencia muy agradable y altamente recomendable.
Y se apaña uno con el castellano perfectamente. Lo cual no quiere decir que no sea exigible del visitante, y no digamos ya del residente, un cierto esfuerzo o, como mínimo, el respeto profundo de la cultura local, de la que la lengua catalana forma parte indisociable. Es más, imagino que, si uno pretende hacerse una idea cabal de Cataluña y sus habitantes, ello es imposible si, al tiempo, se renuncia a penetrar en la parte de ese conjunto que se expresa en catalán. El hecho de que al trasladarnos a Cataluña desde otras partes de España nos movamos dentro de nuestro propio país tiene, por supuesto, consecuencias; no es lo mismo mudarse a Barcelona que a Estocolmo, pero ello tampoco significa que uno pueda ignorar olímpicamente los usos y costumbres de los demás.
En resumen, el personal se apaña bastante bien, como casi siempre que se le deja.
El problema no es, pues, lingüístico, sino político. El pacífico panorama lingüístico de Cataluña tiene un grave defecto, y es que no es coincidente con el que debería ser conforme al imaginario nacionalista. A juicio de estos señores, el castellano debería desempeñar, en relación con Cataluña, un papel similar al que el inglés u otras lenguas representan en relación con España. Un simple instrumento de comunicación, en sí mismo ajeno al sentir local, pero necesario como herramienta de relación con el resto de los españoles.
La realidad, lamentablemente, es que esa lengua “ajena” es la lengua materna del cincuenta por ciento de la población, es comprendida y hablada mejor o peor por la totalidad y, sobre todo, lleva en Cataluña siglos. Es, pues, tan catalana como el propio catalán, salvo porque no es estrictamente autóctona en su origen. No hace falta aclarar, por supuesto, que buena parte de la cultura catalana de mayor nivel la ha empleado como vehículo normal de expresión. Quienquiera que encuentre al castellano extranjero habrá de encontrar extranjera a una auténtica legión de autores, de Feliu de la Penya a Jaime Gil de Biedma, cuyo súbito extrañamiento supondría, probablemente, una verdadera crisis de identidad intelectual para muchos catalanes.
Pero todos sabemos que cuando un nacionalista descubre una realidad que le desagrada, no suele conformarse con ella, sino que se aplica a cambiarla. Normalmente, en un proceder racional, las hipótesis o los preconceptos suelen contrastarse con los datos. Cuando los datos falsan la hipótesis... se abandona la hipótesis. En el caso nacionalista, se cambian los datos... hasta que la hipótesis de partida resulte verificada.
Por consiguiente, si hemos partido de que el castellano es ajeno y la calle lo desmiente, es preciso enajenarlo, es preciso cambiar el uso de la calle que, sin duda, será tenido por desviado. Es preciso cohonestarlo con la hipótesis de partida. Al final, lo mejor de esto es que uno nunca termina por estar equivocado. Por supuesto, no se trata de hacer posible “vivir en catalán” porque eso ya es posible. Otra cosa es que sea posible vivir “sólo” en catalán. Eso no depende solo de la iniciativa del ciudadano, sino de otros factores. Por otra parte, no es posible, por ejemplo, en España, vivir “sólo” en español, a poco que se pretenda que nuestra existencia nos ponga en relación con seres humanos que, sin tener nada de alienígenas, son de otros lares.
Insisto, se trata de adverar una construcción mental apriorística, que la realidad se empeña tozudamente en desmentir.
La herramienta imprescindible para lograrlo es el sistema educativo. En buena lógica, y me temo que también en recta interpretación de la propia ley catana de normalización lingüística, los niños habrían de recibir sus primeras letras en la lengua materna y continuar el decurso de la enseñanza oficial en la lengua que prefieran, sin dejar por ello de aprender la otra. Al llegar a la universidad, el debate lingüístico resulta simplemente absurdo. El profesor explicará en la lengua que tenga por conveniente, y los alumnos interesados en la materia deberán procurarse los medios apropiados para seguirle, si es que creen que ello merece la pena (el idioma podrá ser castellano o catalán, o inglés, o francés, si es que se tiene la fortuna de que un buen profesor visitante llega de otros lugares a impartir un seminario, por ejemplo).
Pero no es esto lo que se busca, insisto. La escuela es percibida, antes que nada, como una herramienta de adoctrinamiento –por supuesto, de acuerdo con las reglas que establecen quienes llevan a sus hijos a colegios internacionales o privados que les aseguren que los idiomas jamás serán una traba en sus prometedoras carreras-, de formación de ciudadanos. Es verdad, claro, que la escuela debe formar ciudadanos, pero no necesariamente ciudadanos que piensen todos igual, que es de lo que se trata, sobre todo cuando el ideario básico es discutido por la mitad de la población, habitante arriba, habitante abajo.
Es posible que los centenares de padres que están exigiendo educación para sus hijos en español sean “una anécdota” o “casos aislados” –no obstante, habrá que multiplicar la cifra por un número no insignificante porque, en rigor, no conocemos los casos de los que han tenido problemas sino de los que, teniéndolos, se han atrevido a denunciarlos. Pero, a diferencia de nuestro encontronazo con el maleducado, cuando quien niega los derechos a los demás es una Administración Pública no se trata de una falta de cortesía, sino de un intolerable caso de desviación y abuso de poder, cuando no de algo más grave.
Pero no es un problema de lenguas. Las lenguas llevan juntas desde que existe memoria, y la experiencia enseña, en Cataluña y en otros sitios, que se conllevan bien. El problema es el espíritu totalitario que, según la ley del péndulo, parece inspirar a unos y a otros, según toque. Y ya lleva casi treinta años tocándoles a los mismos.
3 Comments:
Exacto Fernando, la ley del péndulo. Solo que cuando el badajo se encontraba en el lado opuesto, se vivía la dictadura franquista. Ahora, dicen, estamos en una democracía. Lo que ocurre es que no sé si es acertado llamar de tal modo al régimen que impera en Cataluña.
By Policronio, at 8:47 p. m.
Hola Fernando:
Yo creo que en realidad el problema lo tiene gente que no vive en Cataluña y además no conocen a nadie que viva allí, y además se dejan influir por las opiniones de "gente"(léase políticos) que si parecen tener algún misterioso interés en que haya tensión en Cataluña. Yo (y mis hermanos, sobrinos etc.) vivo en Cataluña hace 20 años, y aunque no hablo el catalán como uno que haya estudiado aquí, jamás se me ha ocurrido exigir a nadie que me hable así o "asá", si no le entiendo se lo digo, y si no me contesta lo considero un maleducado, sea catalán o castellano. Hace poco, un marroquí se saltó un paso de peatones y casi atropella a un anciano del pueblo en el que vivo, este le recriminó en su idioma materno su actitud y el otro en lugar de disculparse, se enzarzó en una discusión medio surrealista (ya que el conductor marroquí apenas hablaba castellano)con el pobre hombre que después del susto balbuceaba y agitaba en lo alto su bastón, hasta que terminó con el marroquí diciéndole al anciano un ilustrativo ¡Hable en español hombre, hable en español ¡.¿ de dónde lo habrá copiado?.Si no se respeta como hablan los ancianos locales ¿qué hay que hacer? .Creo que si es mi abuelo acaba en desgracia ( es un decir).
By Unknown, at 2:03 p. m.
He vivido y he estudiado en Cataluña y si se impone el Catalán. ¿Cómo es posible que en la universidad de tarragona es decir la universidad rovira i virgili existan grupos donde se imparten las clases totalmente en catalán o y totalmente en inglés y no exista un grupo totalmente en castellano sino mas que algunas clases sueltas eso es imponer porque si Cataluña es bilingue supuestamente debe existir grupos totalmente en catalán y grupos totalmente en castellano.ya que de otra manera están imponiendo un idioma que a mi modo de ver se limita a sus fronteras es aberrante lo que pasa en Cataluña.
By diegocc30, at 7:07 a. m.
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