ELOGIO DE LA CLASE MAGISTRAL
Me ha gustado mucho esta columna de Ignacio Arruego en Hispalibertas, en la que, entre otras cosas, tiene el valor y el buen gusto de olvidarse de la corrección política para romper una lanza a favor de nuestro viejo sistema educativo, especialmente en su etapa universitaria.
Es verdad, como dice Ignacio, que una de las objeciones más recurrentes –si se puede llamar objeción- con las que nos encontramos los que denunciamos el desastre de nuestras aulas –y la marea va subiendo, y empieza a anegar los campus, tras sumergir la secundaria- es que, al fin y al cabo, nuestra educación nunca fue como para tirar cohetes.
Poca práctica, confianza exclusiva en la memoria, abuso de la clase magistral... Todo medias verdades y, por eso mismo, todo medias mentiras. El proceso de Bolonia, la importación acrítica de cuanto bueno y malo se destila en otros lares amenaza con repetir el experimento de la Logse: la puesta en práctica de doctrinas superadas o probadamente ineficaces.
Es cierto, aunque ya sólo a medias, que nuestros educandos, por penuria de medios, especialmente en ciencias experimentales, no tuvieron, quizá, la ocasión de tener tantas y tan buenas prácticas como en otros sitios. Es cierto que la “cultura del apunte” mata la imprescindible convivencia con el libro. Es verdad, en fin, que la clase dada desde el atril, en aulas masificadas, impide el debate, la puesta en común de ideas y la reflexión de todos al tiempo –que, recuérdese, ése y no otro es el camino que, en las horas fundacionales de la Universidad, allá por la baja Edad Media, se apuntó como la senda conducente a la, tan esquiva, verdad-.
Entonces, ¿dónde adquirieron sus saberes todos esos profesionales españoles que hoy destacan en sus especialidades?, ¿dónde aprendieron nuestros ingenieros por qué los puentes no se caen –ni siquiera aunque se tiendan sobre aguas tan procelosas como las que separan Suecia de Dinamarca-?, ¿por qué nuestros científicos más citados son nuestros matemáticos, y dónde obtuvieron su ciencia?...
No, no son pocos. Podrían haber sido más, quizá. La respuesta está en miles de páginas de tratados, carreras de cinco o seis años con profesores exigentes y aún respetables, muchos, muchísimos problemas imposibles de todas las disciplinas –para las que sólo hace falta un lápiz y un papel-, muchas traducciones de latín...
Steiner dice que no hay nada más estúpido que la preterición de la memoria. Sólo sabemos lo que podemos recordar. Los apóstoles del conocimiento práctico quizá deberían recordar que sólo llegamos a dominar mínimamente lo que podemos teorizar. En ausencia del conocimiento teórico, sistemático, todas las ciencias, todos los saberes, se reducen a la heurística.
Antes de aceptar irreflexivamente lo que está de moda, o lo que todo el mundo dice por ese sólo hecho, porque lo dice todo el mundo, convendría plantearnos qué es, realmente, lo que queremos de nuestro sistema educativo, en general, y de nuestra universidad en particular. Como recordé en otro momento, los ponentes de la LOE han tenido la gallardía de omitir entre sus objetivos el que los estudiantes aprendan algo. Al menos, sabemos a qué atenernos.
¿Es, también, lo que deseamos de la universidad?
El ideal del humanista es, sin duda, incompatible con la vastedad de la ciencia contemporánea. Quizá haya que renunciar al universitario versado en casi todo, puesto que hoy ni tras muchos años de estudio se pasa de ser mínimamente culto. Pero de ahí a dejar la educación en los huesos media un abismo.
La minimización de la importancia de la transmisión de conocimientos como función básica del sistema educativo ya ha hecho estragos en los niveles inferiores –ya digo, no por casualidad sino porque la secta pedagógica que, aun desacreditada, sigue escribiendo los textos rectores, no entiende que esa función sea importante-. La distinción entre saberes instrumentales y saberes no instrumentales –o sea, cosas “prácticas” y cosas “teóricas”- es inválida porque, a la postre, ningún saber es meramente instrumental.
Porque, al final, la especialización, la búsqueda de esa formación que encaje como un guante sólo serviría en un mundo en el que se repitiera hasta la saciedad el mismo problema. Al final, el profesional, o el ser humano, se enfrenta a la vida pertrechado de un todo indisociable que son “sus conocimientos”, algo que goza de unicidad, una herramienta válida para muchos contextos.
Esa amalgama de destrezas formada por la concurrencia de muchos saberes, algunos en las antípodas de la aplicabilidad inmediata, tiene un nombre corto. Se llama inteligencia.
Es verdad, como dice Ignacio, que una de las objeciones más recurrentes –si se puede llamar objeción- con las que nos encontramos los que denunciamos el desastre de nuestras aulas –y la marea va subiendo, y empieza a anegar los campus, tras sumergir la secundaria- es que, al fin y al cabo, nuestra educación nunca fue como para tirar cohetes.
Poca práctica, confianza exclusiva en la memoria, abuso de la clase magistral... Todo medias verdades y, por eso mismo, todo medias mentiras. El proceso de Bolonia, la importación acrítica de cuanto bueno y malo se destila en otros lares amenaza con repetir el experimento de la Logse: la puesta en práctica de doctrinas superadas o probadamente ineficaces.
Es cierto, aunque ya sólo a medias, que nuestros educandos, por penuria de medios, especialmente en ciencias experimentales, no tuvieron, quizá, la ocasión de tener tantas y tan buenas prácticas como en otros sitios. Es cierto que la “cultura del apunte” mata la imprescindible convivencia con el libro. Es verdad, en fin, que la clase dada desde el atril, en aulas masificadas, impide el debate, la puesta en común de ideas y la reflexión de todos al tiempo –que, recuérdese, ése y no otro es el camino que, en las horas fundacionales de la Universidad, allá por la baja Edad Media, se apuntó como la senda conducente a la, tan esquiva, verdad-.
Entonces, ¿dónde adquirieron sus saberes todos esos profesionales españoles que hoy destacan en sus especialidades?, ¿dónde aprendieron nuestros ingenieros por qué los puentes no se caen –ni siquiera aunque se tiendan sobre aguas tan procelosas como las que separan Suecia de Dinamarca-?, ¿por qué nuestros científicos más citados son nuestros matemáticos, y dónde obtuvieron su ciencia?...
No, no son pocos. Podrían haber sido más, quizá. La respuesta está en miles de páginas de tratados, carreras de cinco o seis años con profesores exigentes y aún respetables, muchos, muchísimos problemas imposibles de todas las disciplinas –para las que sólo hace falta un lápiz y un papel-, muchas traducciones de latín...
Steiner dice que no hay nada más estúpido que la preterición de la memoria. Sólo sabemos lo que podemos recordar. Los apóstoles del conocimiento práctico quizá deberían recordar que sólo llegamos a dominar mínimamente lo que podemos teorizar. En ausencia del conocimiento teórico, sistemático, todas las ciencias, todos los saberes, se reducen a la heurística.
Antes de aceptar irreflexivamente lo que está de moda, o lo que todo el mundo dice por ese sólo hecho, porque lo dice todo el mundo, convendría plantearnos qué es, realmente, lo que queremos de nuestro sistema educativo, en general, y de nuestra universidad en particular. Como recordé en otro momento, los ponentes de la LOE han tenido la gallardía de omitir entre sus objetivos el que los estudiantes aprendan algo. Al menos, sabemos a qué atenernos.
¿Es, también, lo que deseamos de la universidad?
El ideal del humanista es, sin duda, incompatible con la vastedad de la ciencia contemporánea. Quizá haya que renunciar al universitario versado en casi todo, puesto que hoy ni tras muchos años de estudio se pasa de ser mínimamente culto. Pero de ahí a dejar la educación en los huesos media un abismo.
La minimización de la importancia de la transmisión de conocimientos como función básica del sistema educativo ya ha hecho estragos en los niveles inferiores –ya digo, no por casualidad sino porque la secta pedagógica que, aun desacreditada, sigue escribiendo los textos rectores, no entiende que esa función sea importante-. La distinción entre saberes instrumentales y saberes no instrumentales –o sea, cosas “prácticas” y cosas “teóricas”- es inválida porque, a la postre, ningún saber es meramente instrumental.
Porque, al final, la especialización, la búsqueda de esa formación que encaje como un guante sólo serviría en un mundo en el que se repitiera hasta la saciedad el mismo problema. Al final, el profesional, o el ser humano, se enfrenta a la vida pertrechado de un todo indisociable que son “sus conocimientos”, algo que goza de unicidad, una herramienta válida para muchos contextos.
Esa amalgama de destrezas formada por la concurrencia de muchos saberes, algunos en las antípodas de la aplicabilidad inmediata, tiene un nombre corto. Se llama inteligencia.
1 Comments:
Buenas!!
Interesada por este post... he empezado a leer...
Justo hace un día yo también escribía sobre educación y unos talleres de tecnología en La Mandarina de Newton (hhtp://lamandarinadenewton.blogspot.com)
No sé... no acabo de estar de acuerdo en todo lo que comentas... Tal vez en lo de amedias... A mi, me interesa muchísimo el tema de la enseñanza y creo que es más importante que la importancia real que en este país obtiene... Por importancia real, me refiero a que un docente no debería tener 24horas lectivas a la semana (como tienen algunas privadas) porque el profesor ha de prepararse las clases, porque los sueldos deberían recompensar el esfuerzo, porque los medios son escasos... Yo estuve trabajando en un Instituto de Secundaria de Irlanda del Norte donde vi material que no había visto hasta la Universidad, donde los chavales se movían en el laboratorio con una soltura que aquí no tienen, etc...
No, tal vez no somos TAN malos, pero desde luego no somos muy buenos... Y a veces duso de si siquiera buenos...
No quiero acabar con tono pesimista, pero para mejorar hay que reflexionar!!
Un saludo!
Y hasta pronto!
ila
By ilamandarina, at 4:53 p. m.
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