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lunes, marzo 20, 2006

CRISIS A MITAD DEL CAMINO

A medida que nos hemos ido aproximando a la mitad de la legislatura, han ido tomando más cuerpo los rumores sobre una posible crisis de gobierno. Por unas u otras fuentes, nos enteramos de que los nombres de San Segundo, Moratinos, Sevilla, Calvo o Trujillo suenan para posibles salidas. Parece, también, (ABC, 19.03.06) que sería el propio Partido Socialista el interesado en algunos relevos. En realidad, tan sólo parece tener cierta consistencia la noticia de que el Partido estaría intentando convencer a un muy remiso López Aguilar para que deje la calle de San Bernardo y se faje en el avispero canario (inciso: otro buen ejemplo de la inmensa estupidez de aquello de “mejor, cuanto más autogobierno”, al menos cuando significa que el ojo vigilante de la opinión nacional se desinteresa de las cosas locales – algún día tendremos que preguntarnos quién es quién y qué hace cada cual en nuestro entrañable y ultraperiférico archipiélago).

El trasfondo de todo esto es que, según la opinión, al Gobierno le falta empaque. No arropa, no apoya, no se le ve. Los ministros son poco capaces de poner la cara y salir en defensa de sus proyectos departamentales. Eso, cuando no se convierten ellos mismos en fuente inagotable de problemas. Siempre según esta tesis, esta falta de perfil implica una sobreexposición del Presidente, que tiene que hacer de desfacedor de todo tipo de entuertos.

El diagnóstico es, desde luego, digno de ser compartido. Tenemos un gobierno malo de solemnidad –que, por otra parte, es la estrella de una legislatura en la que la política española, en general, parece estar tocando fondo en estulticia, irracionalidad, mal gusto y bajura intelectual en el debate- y, sí, integrado por personajes un tanto anónimos. Las excepciones, que las hay, no lo son tanto por la competencia con la que conducen sus propios departamentos sino como por razones diversas: sea porque actúan como dique contra la insolvencia de sus propios compañeros, con grave desgaste personal (Solbes), sea por una irrefrenable tendencia a ir de “verso suelto”, a "gallardonear" (Bono). En fin, se podrían hacer muchos más matices si fuéramos repasando personaje a personaje, pero el resultado no invalidaría el juicio global.

Ahora bien, ¿no es un tanto natural que el ministerio Zapatero resulte tan menesteroso? A mí sí me parece que hay en ello cierta lógica.

En primer lugar, el gobierno ZP no hace sino seguir la marcada tendencia cesarista -o presidencialista, por usar un término con menos connotaciones- que caracteriza a los ejecutivos españoles. Hay en esto un componente estructural, de arquitectura constitucional. Nuestro sistema, por diseño, bascula hacia el Gobierno como eje de la vida pública –conste que, en principio, la escora se pensó como contrapeso, porque se preveía que los ministerios estilo UCD, débiles, iban a ser la regla- y, dentro del Gobierno, es evidente que el “sistema del canciller” (importado del régimen alemán del 49) hace del Presidente principio y fin de todas las cosas.

Pero es que, además, el rol constitucional, de por sí preeminente, del Presidente del Consejo de Ministros, se ve reforzado por su condición de enlace con la fuente verdadera de todo poder: el partido. En particular, tanto el Presidente en ejercicio como su antecesor han sido, al tiempo, líderes absolutamente indiscutidos en el seno de sus partidos respectivos –sí, en el PSOE actual hay mucho ruido, pero muy pocas nueces- y, por tanto, en la formación de sus Gabinetes no han tenido que hacer concesiones significativas. Aznar y Zapatero –mucho más que González y, desde luego, infinitamente más que Calvo Sotelo o Suárez- son auténticos monarcas electos, a la manera de los visigodos.

Tenemos, pues, los ingredientes para que el Presidente se comporte como un Saturno devorador de sus hijos. Pero es que, además, el estilo de Zapatero hace mucho por exacerbar esas tendencias. Nuestro Presidente es cesarista por vocación.

ZP es, ante todo y sobre todo, un político de imagen, no un político de sustancia. Si el Presidente se encerrara en su despacho, todo el edificio de la legislatura se desmoronaría, como un castillo de naipes. Zapatero no tiene imagen, sino que es imagen. No sonríe, sino que es una sonrisa. No hay absolutamente nada más.

Sus intervenciones son no sólo necesarias, sino imprescindibles por planteamiento. Aun en el supuesto de que hallara un puñado de ministros increíblemente competentes, terminarían, a lo Solbes, ahogados, perdidos en el dadaísmo presidencial. El Zapaterismo es, antes que nada, un movimiento permanente de las cosas, un perpetuum mobile muy poco compatible con una acción de Gobierno típicamente ordenada, basada en la ejecución de un programa, con sus hitos marcados.

El Zapaterismo no puede dejar de ser presidencialista sin dejar, al tiempo, de ser él mismo. El Gabinete no puede ser sino un conjunto de adláteres, con muy poca proyección personal. ¿Conocen ustedes algún diplomático serio y con prestigio que esté dispuesto a ir por el mundo predicando la alianza de civilizaciones? ¿Se imaginan a alguien con cierto pasado y, sobre todo, con un mínimo futuro, anunciando la campaña del kelifinder? ¿Cuánta gente solvente creen que firmaría la orden ministerial del “progenitor A” y el “progenitor B”? En fin, ¿cómo podría, en una acción de gobierno bien encarrilada, aparecerse el Presidente a los mortales para poner paz en el caos que él mismo crea?

Habrá movimiento de banquillo, probablemente, pero no esperemos milagros. La gente en la que todos podemos estar pensando no da el perfil. Son todos del siglo XX.