A PROPÓSITO DE LA IRREVERSIBILIDAD
Suele decirse que la democracia es, por definición, el régimen en el que toda decisión es reversible. Y es cierto que, desde un punto de vista procedimental, es así. Quienes afirmamos que la mayoría surgida del 14M está introduciendo cambios en nuestro sistema político que pueden ser irreversibles venimos, por tanto, obligados a explicar esta paradoja –toda vez que no podemos cuestionar que el sistema haya dejado de ser democrático, al menos en cuanto al proceso-.
Es verdad, ya digo, que, formalmente al menos, no existe situación alguna no susceptible de ser cambiada en democracia. Mayoría quita mayoría, y lo que una mayoría hace, otra –simple, reforzada o como quiera que exijan las normas en cada materia- lo puede cambiar. Por tanto, sí, irreversibilidad y democracia serían mutuamente excluyentes.
Pero conviene no confundir democracia y aritmética, porque no son lo mismo. O, si se prefiere, no es bueno perder de vista dónde termina el derecho y dónde empieza la política. Incluso, dónde acaba el derecho y dónde empieza la moral, que también cuenta. En afortunada expresión que he leído en estos días, la pérdida de referencias puede conducirnos, fácilmente, al delirio kelseniano. Al mundo de la aritmética pura y la normación por la normación, en el que unas normas reciben su validez de otras. Sistemas que, por sí mismos, son incapaces de impedir sucesos como los de la Alemania del 33. Las normas en sí –y, por supuesto, las reglas del juego democrático entre ellas- son moralmente neutrales. Ya dijo el propio Kelsen, a propósito de la Justicia que, sin negar el máximo interés al debate sobre la misma, no era algo que se pudiera analizar desde dentro del derecho. Las normas no son justas o injustas per se, sino en función de un conjunto de valores, de una ética pública, exterior y anterior a las normas mismas.
En la realidad política y social sí existen cosas que son, si no irreversibles –por aquello de la esencial limitación de toda obra humana que, buena o mala, casa muy mal con los absolutos- sí muy complejas de revertir. Aunque sólo sea por el enorme coste que, en muchas ocasiones, tiene el dar marcha atrás. Todos sabemos, por ejemplo, que es formalmente posible revertir el proceso autonómico en España. Basta formar en torno a la idea una mayoría suficiente, y el estado podría asemejarse a la República Francesa. Pero todos sabemos, también, que semejante cosa no es viable, aunque sólo sea por poco sensata, porque la historia no se desanda, simplemente.
Esta irreversibilidad de facto –ya digo, no las hay de iure- es la que abona la necesidad del consenso, o el empleo de métodos extraordinarios para avalar ciertas decisiones. La democracia procedimental tiene, debe tener, sus límites. En estos momentos, por ejemplo, la mayoría gobernante impulsa unos cambios que revisten esa irreversibilidad de hecho a la que acabo de referirme (que, recordemos, es sinónimo de vuelta atrás punto menos que imposible). Cambios que toda mayoría –so pena de iniciar un proceso poco cabal y de inciertas consecuencias- tendrá, forzosamente, que heredar, porque puede ser peor el remedio que la enfermedad, en caso contrario.
Los cambios que se operan son impecablemente democráticos desde el punto de vista procedimental, pero dejan mucho que desear desde el punto de vista de la democracia militante. Ya digo que habría dos remedios para subsanar esta deficiencia.
El primero, desde luego, es la procura de un consenso verdaderamente amplio. El que se requiera según las implicaciones del tema que se trate. Y cuando se trata de materias básicas de estado, ese consenso ha de incluir, necesariamente, a los dos grandes partidos nacionales.
Pero bien puede suceder que ese consenso sea imposible de lograr, sea por ineptitud del proponente, sea por mala fe de quien es invitado a sumarse, sea por cerrazón de ambos, sea por cualquier otra razón. Entonces, cabe otra alternativa, que es la consulta al cuerpo electoral, al poder dirimente del soberano.
Lo mejor que podría hacer José Luis Rodríguez Zapatero para acallar, de una vez por todas y para siempre, las dudas y poner freno a las objeciones que, día tras día, se le plantean desde páginas como ésta –y desde otras mucho más solventes y mejor informadas- es convocar unas elecciones anticipadas, exponiendo, negro sobre blanco, cuáles son sus planes de futuro para el país.
Las cosas que Rodríguez está haciendo exceden, con mucho, de los límites de un mandato ordinario. Porque abren un curso de acontecimientos sin vuelta atrás. Por eso, no debería aspirar a revalidar una mayoría, sin más, sino que debería plantear a los electores la disyuntiva real ante la que se les coloca.
Si se prefiere enfocar la cuestión desde otro ángulo, diríamos que toda representación es limitada. La amplitud del mandato concedido a los actuales diputados es inmensa, pero no carece de límites, en absoluto. La alteración de los elementos básicos del sistema, es decir, de un pacto rubricado por los titulares originarios de la soberanía, exige bien una mayoría aplastante, que permita sostener con fundamento la ficción de que, preguntado, el soberano hubiera dado su voto afirmativo (lo que sigue siendo un exceso, pero menor) o, mucho mejor aún, una consulta directa.
Es verdad, ya digo, que, formalmente al menos, no existe situación alguna no susceptible de ser cambiada en democracia. Mayoría quita mayoría, y lo que una mayoría hace, otra –simple, reforzada o como quiera que exijan las normas en cada materia- lo puede cambiar. Por tanto, sí, irreversibilidad y democracia serían mutuamente excluyentes.
Pero conviene no confundir democracia y aritmética, porque no son lo mismo. O, si se prefiere, no es bueno perder de vista dónde termina el derecho y dónde empieza la política. Incluso, dónde acaba el derecho y dónde empieza la moral, que también cuenta. En afortunada expresión que he leído en estos días, la pérdida de referencias puede conducirnos, fácilmente, al delirio kelseniano. Al mundo de la aritmética pura y la normación por la normación, en el que unas normas reciben su validez de otras. Sistemas que, por sí mismos, son incapaces de impedir sucesos como los de la Alemania del 33. Las normas en sí –y, por supuesto, las reglas del juego democrático entre ellas- son moralmente neutrales. Ya dijo el propio Kelsen, a propósito de la Justicia que, sin negar el máximo interés al debate sobre la misma, no era algo que se pudiera analizar desde dentro del derecho. Las normas no son justas o injustas per se, sino en función de un conjunto de valores, de una ética pública, exterior y anterior a las normas mismas.
En la realidad política y social sí existen cosas que son, si no irreversibles –por aquello de la esencial limitación de toda obra humana que, buena o mala, casa muy mal con los absolutos- sí muy complejas de revertir. Aunque sólo sea por el enorme coste que, en muchas ocasiones, tiene el dar marcha atrás. Todos sabemos, por ejemplo, que es formalmente posible revertir el proceso autonómico en España. Basta formar en torno a la idea una mayoría suficiente, y el estado podría asemejarse a la República Francesa. Pero todos sabemos, también, que semejante cosa no es viable, aunque sólo sea por poco sensata, porque la historia no se desanda, simplemente.
Esta irreversibilidad de facto –ya digo, no las hay de iure- es la que abona la necesidad del consenso, o el empleo de métodos extraordinarios para avalar ciertas decisiones. La democracia procedimental tiene, debe tener, sus límites. En estos momentos, por ejemplo, la mayoría gobernante impulsa unos cambios que revisten esa irreversibilidad de hecho a la que acabo de referirme (que, recordemos, es sinónimo de vuelta atrás punto menos que imposible). Cambios que toda mayoría –so pena de iniciar un proceso poco cabal y de inciertas consecuencias- tendrá, forzosamente, que heredar, porque puede ser peor el remedio que la enfermedad, en caso contrario.
Los cambios que se operan son impecablemente democráticos desde el punto de vista procedimental, pero dejan mucho que desear desde el punto de vista de la democracia militante. Ya digo que habría dos remedios para subsanar esta deficiencia.
El primero, desde luego, es la procura de un consenso verdaderamente amplio. El que se requiera según las implicaciones del tema que se trate. Y cuando se trata de materias básicas de estado, ese consenso ha de incluir, necesariamente, a los dos grandes partidos nacionales.
Pero bien puede suceder que ese consenso sea imposible de lograr, sea por ineptitud del proponente, sea por mala fe de quien es invitado a sumarse, sea por cerrazón de ambos, sea por cualquier otra razón. Entonces, cabe otra alternativa, que es la consulta al cuerpo electoral, al poder dirimente del soberano.
Lo mejor que podría hacer José Luis Rodríguez Zapatero para acallar, de una vez por todas y para siempre, las dudas y poner freno a las objeciones que, día tras día, se le plantean desde páginas como ésta –y desde otras mucho más solventes y mejor informadas- es convocar unas elecciones anticipadas, exponiendo, negro sobre blanco, cuáles son sus planes de futuro para el país.
Las cosas que Rodríguez está haciendo exceden, con mucho, de los límites de un mandato ordinario. Porque abren un curso de acontecimientos sin vuelta atrás. Por eso, no debería aspirar a revalidar una mayoría, sin más, sino que debería plantear a los electores la disyuntiva real ante la que se les coloca.
Si se prefiere enfocar la cuestión desde otro ángulo, diríamos que toda representación es limitada. La amplitud del mandato concedido a los actuales diputados es inmensa, pero no carece de límites, en absoluto. La alteración de los elementos básicos del sistema, es decir, de un pacto rubricado por los titulares originarios de la soberanía, exige bien una mayoría aplastante, que permita sostener con fundamento la ficción de que, preguntado, el soberano hubiera dado su voto afirmativo (lo que sigue siendo un exceso, pero menor) o, mucho mejor aún, una consulta directa.
3 Comments:
Plantear que Rodriguez consulte sus delirios al pueblo es un absurdo ya que él es un ungido y como tal su contrario un fascista: no hay necesidad de consultar.
La irreversibilidad del actual proceso de destrucción de España sería posible si el pp careciera de socialistas (o centristas, la misma mier...) entre sus filas. Nada más fácil que suspender el estatuto de Cataluña y no pasa nada ¿O qué ha ocurrido en los últimos dos años en los que todos los diputados de la Generalidad se han dedicado sólo a hablar de la nación y los paisos?
No ha ocurrido nada porque para nada valen. Los burócratas continúan su camino como el burro en la rueda.
El problema no es zETAp ni los nazionalistas, el problema es el PP y sus ansias infinitas de volver a la mullida moqueta que posiblemente no vuelvan a pisar.
By Anónimo, at 8:05 p. m.
"delirio kelseniano"... y a mí que no me suenan esas palabras :-P
Enhorabuena por el blog y por las columnas en HL.
By Anónimo, at 11:21 p. m.
Sobre la irreversibilidad.
Saludos.
By Anónimo, at 11:23 p. m.
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