LAS RAÍCES DEL DISENSO
En su epístola dominical de ayer, Pedro Jota ponía el dedo en la llaga del porqué de la incompatibilidad profunda entre el Partido Popular y el PSOE en estos momentos. Tal y como algunos venimos sosteniendo, el disenso no tiene nada de coyuntural sino que, muy al contrario, tiene caracteres estructurales. De ello se extraen, obviamente, consecuencias, muchas de ellas preocupantes.
El sustancial cambio operado en las filas de la izquierda, el definitivo sucumbir del socialismo al zapaterismo –perfectamente escenificado la semana pasada por la cruel votación nominal del estatuto de Cataluña- ha abierto una sima entre los dos grandes partidos españoles. No es ya que discrepen en una miríada de aspectos concretos, tengan estrategias divergentes o, incluso, principios políticos contrapuestos. Es que no comparten, ni mucho menos, una misma noción de la política.
La tendencia a minusvalorar a José Luis Rodríguez Zapatero se da en propios y extraños. Así, mientras unos le niegan el pan y la sal, tratándole de nulidad absoluta, de simple accidente histórico, otros destacan como virtudes, precisamente, los aspectos más fútiles de su perfil, o los más frívolos. Gráficamente, mientras unos le consideran un negado, otros le consideran “un buen tío”. Es, por otra parte, un resultado plenamente lógico de su política de imagen. Pero no le hace justicia.
Perdidos en el detalle, o en la anécdota, no terminamos de ver la revolución que este hombre está representando en el socialismo español y el hecho de que su paso por la Secretaría General tendrá, con toda probabilidad, consecuencias a muy largo plazo.
Con Zapatero se ha instalado en el socialismo una visión nihilista, puramente accidentalista de la vida y de la política que convendría no confundir con otras especies próximas pero bien diferentes, como el pragmatismo o el oportunismo.
El pragmático –o el oportunista, según el contexto- es un político que, muchas veces con buen juicio, se muestra presto a la renuncia, en todo o en parte, a los ideales propios, a las ideas propias, en pos de consensos, acuerdos o, simplemente, en pos de lo posible. Aunque, ya digo, las fronteras entre los comportamientos loables y los criticables son, en este terreno, difusas, esto no es malo per se. Ahora bien, estar dispuesto a renunciar, en parte, a la propia concepción del mundo no significa que esa concepción sea una no-concepción, una no-idea un no-principio.
No existen, me temo, ninguna clase de “rayas rojas” en el imaginario político de nuestro Presidente del Gobierno. Todo apunta a que carece por completo de un mapa de lo aceptable y lo no aceptable. Las fronteras, si acaso, las marca el ámbito de lo posible. La diferencia, ya digo, con el pragmático es que, mientras que para éste el resultado deriva de la combinación de elementos coyunturales –lo que en cada momento se pueda- con elementos dados a priori –los propios principios, que pueden, sí, ser “flexibles” hasta la indecencia- el posibilismo es, en el caso que nos ocupa, el elemento único de definición, sin otros elementos que sirvan de contrapeso.
El mero hecho de poder existir, de poder ser, ya convierte cualquier cosa en aceptable, en válida, en una solución. Esto del “como sea”, tan ridiculizado, tiene, me temo, mucha más trascendencia de lo que parece.
Este accidentalismo a ultranza contrasta vivamente con el planteamiento del PP, que sigue siendo un “partido político del siglo XX”. Una auténtica antigualla, desde la perspectiva zetapera. Una organización que pretende –al menos sobre el papel- seguir desarrollando un discurso al modo cartesiano, tradicional, esto es, partiendo de unos principios básicos de los que, por no contradicción, deberían derivarse los planteamientos políticos concretos. Al menos, como aspiración.
Rajoy y compañía parecen no darse cuenta de que pedirle a nuestro hombre, por ejemplo, un “modelo de Estado”, es un verdadero sinsentido. ¿Qué es un modelo para alguien que no ya considera innecesaria tal cosa sino que entiende que su ausencia es algo virtuoso? Rajoy y compañía –como mucha otra gente en el propio PSOE- hablan un lenguaje intraducible al idioma de la política socialista contemporánea.
Como hemos comentado en otras ocasiones, muchos votantes de izquierda se mueven en el dilema aceptación-rechazo, sin más. No cabe la comprensión, porque tampoco ellos se encuentran intelectualmente bien equipados. Tampoco ellos hablan el lenguaje político contemporáneo. Son del siglo XX, como el PP. Piensan distinto, pero del mismo modo.
Estas son las raíces del disenso. Un cambio profundo en todas las claves del discurso, de manera tal que nada tiene ya por qué significar lo que ha significado siempre. Estamos ante un cambio de los fundamentos mismos de la política, que se convierte en una especie de dinámica caótica, en la que forma y fondo se disuelven hasta perder todo sentido.
En la que las preguntas bien pueden no tener respuesta y las palabras carecer de todo significado preciso.
El sustancial cambio operado en las filas de la izquierda, el definitivo sucumbir del socialismo al zapaterismo –perfectamente escenificado la semana pasada por la cruel votación nominal del estatuto de Cataluña- ha abierto una sima entre los dos grandes partidos españoles. No es ya que discrepen en una miríada de aspectos concretos, tengan estrategias divergentes o, incluso, principios políticos contrapuestos. Es que no comparten, ni mucho menos, una misma noción de la política.
La tendencia a minusvalorar a José Luis Rodríguez Zapatero se da en propios y extraños. Así, mientras unos le niegan el pan y la sal, tratándole de nulidad absoluta, de simple accidente histórico, otros destacan como virtudes, precisamente, los aspectos más fútiles de su perfil, o los más frívolos. Gráficamente, mientras unos le consideran un negado, otros le consideran “un buen tío”. Es, por otra parte, un resultado plenamente lógico de su política de imagen. Pero no le hace justicia.
Perdidos en el detalle, o en la anécdota, no terminamos de ver la revolución que este hombre está representando en el socialismo español y el hecho de que su paso por la Secretaría General tendrá, con toda probabilidad, consecuencias a muy largo plazo.
Con Zapatero se ha instalado en el socialismo una visión nihilista, puramente accidentalista de la vida y de la política que convendría no confundir con otras especies próximas pero bien diferentes, como el pragmatismo o el oportunismo.
El pragmático –o el oportunista, según el contexto- es un político que, muchas veces con buen juicio, se muestra presto a la renuncia, en todo o en parte, a los ideales propios, a las ideas propias, en pos de consensos, acuerdos o, simplemente, en pos de lo posible. Aunque, ya digo, las fronteras entre los comportamientos loables y los criticables son, en este terreno, difusas, esto no es malo per se. Ahora bien, estar dispuesto a renunciar, en parte, a la propia concepción del mundo no significa que esa concepción sea una no-concepción, una no-idea un no-principio.
No existen, me temo, ninguna clase de “rayas rojas” en el imaginario político de nuestro Presidente del Gobierno. Todo apunta a que carece por completo de un mapa de lo aceptable y lo no aceptable. Las fronteras, si acaso, las marca el ámbito de lo posible. La diferencia, ya digo, con el pragmático es que, mientras que para éste el resultado deriva de la combinación de elementos coyunturales –lo que en cada momento se pueda- con elementos dados a priori –los propios principios, que pueden, sí, ser “flexibles” hasta la indecencia- el posibilismo es, en el caso que nos ocupa, el elemento único de definición, sin otros elementos que sirvan de contrapeso.
El mero hecho de poder existir, de poder ser, ya convierte cualquier cosa en aceptable, en válida, en una solución. Esto del “como sea”, tan ridiculizado, tiene, me temo, mucha más trascendencia de lo que parece.
Este accidentalismo a ultranza contrasta vivamente con el planteamiento del PP, que sigue siendo un “partido político del siglo XX”. Una auténtica antigualla, desde la perspectiva zetapera. Una organización que pretende –al menos sobre el papel- seguir desarrollando un discurso al modo cartesiano, tradicional, esto es, partiendo de unos principios básicos de los que, por no contradicción, deberían derivarse los planteamientos políticos concretos. Al menos, como aspiración.
Rajoy y compañía parecen no darse cuenta de que pedirle a nuestro hombre, por ejemplo, un “modelo de Estado”, es un verdadero sinsentido. ¿Qué es un modelo para alguien que no ya considera innecesaria tal cosa sino que entiende que su ausencia es algo virtuoso? Rajoy y compañía –como mucha otra gente en el propio PSOE- hablan un lenguaje intraducible al idioma de la política socialista contemporánea.
Como hemos comentado en otras ocasiones, muchos votantes de izquierda se mueven en el dilema aceptación-rechazo, sin más. No cabe la comprensión, porque tampoco ellos se encuentran intelectualmente bien equipados. Tampoco ellos hablan el lenguaje político contemporáneo. Son del siglo XX, como el PP. Piensan distinto, pero del mismo modo.
Estas son las raíces del disenso. Un cambio profundo en todas las claves del discurso, de manera tal que nada tiene ya por qué significar lo que ha significado siempre. Estamos ante un cambio de los fundamentos mismos de la política, que se convierte en una especie de dinámica caótica, en la que forma y fondo se disuelven hasta perder todo sentido.
En la que las preguntas bien pueden no tener respuesta y las palabras carecer de todo significado preciso.
1 Comments:
Muy interesante. Sin embargo, ¿por qué hemos de considerar el cartesianismo del PP y de los votantes de izquierda como anticuado? ¿Acaso el nihilismo de ZP abre una nueva etapa política, más propia del siglo XXI?
By Anónimo, at 10:43 p. m.
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