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martes, marzo 28, 2006

TRAMPAS DEL LENGUAJE

“Heterólogo” es el adjetivo que no puede calificarse a sí mismo. Por eso, una vieja paradoja es la que dice: “si heterólogo es heterólogo, no es heterólogo”. La aporía, la trampa lógica está en los conceptos de uso y mención. El término “heterólogo” en la frase anterior es, al tiempo, usado y mencionado (en rigor, debí entrecomillar el primer “heterólogo”, con lo que la paradoja persistiría, pero atenuada). Induce a error, porque aparece en la misma frase en planos totalmente distintos.

Las paradojas son ambiguas. Nos causan perplejidad y cierto placer, porque son chocantes. En este sentido, estimulan nuestra capacidad intelectual, nos invitan a reflexionar más allá de la apariencia y a escrutar la estructura profunda de la frase. Al tiempo, empero, nos muestran su faz más terrible: la infinita capacidad de confusión que las palabras atesoran.

¿Queremos la paz? Qué pregunta tan estúpida. Por supuesto que sí. ¿Quién no quiere la paz? La duda ofende.

Y porque la duda ofende, mucha gente se achantará en el futuro próximo cada vez que, a la primera crítica, alguien espete: ¿qué pasa, que no quieres la paz? O, directamente, sentencie “a ti lo que te pasa es que no quieres la paz”. De este modo, “la paz” termina convertida en una especie de arma arrojadiza, un punto para cerrar bocas.

Pero hay trampa. Hay trampa porque la palabra “paz”, en la frase anterior no denota “la Paz” sino “una paz”. No la paz como concepto abstracto –el estado de ausencia de guerra- sino algo muy concreto. Nótese que la frase cambia completamente de sentido si, con menos malicia pero con más honradez, reformulamos la pregunta de este modo: ¿qué pasa, que no quieres esta paz?

Quien formule la pregunta de esta guisa ya no podrá envalentonarse tanto, porque es posible que el interlocutor le conteste: ¿y cómo es esa paz? Porque si ya no es “la paz” sino “una” paz, (“esta”, para ser más exactos) no hay por qué suponerle ninguno de los atributos que, a priori, corresponden al concepto abstracto. Antes de que te diga si quiero esa paz o no la quiero, si me gusta o no me gusta, tendrás que describírmela.

Me imagino que a eso ha ido Rajoy a la Moncloa. A que le describan cómo es esta paz, desde la seguridad de que estamos hablando de una paz bien concreta. Para recabar su apoyo a “la paz” ni es necesario llamarle ni hace falta que vaya a ningún sitio.

Por supuesto que todos queremos la paz. Mejor dicho, todos queremos alguna paz, incluso puede que haya quien se conforme con cualquier paz. Lo que, a estas horas, nos corroe es la duda de cómo será.

Intuimos, claro, que no será una paz con justicia. Porque –aunque ahora pretendan convencernos de lo contrario, aunque haya gente suficientemente ridícula e indecente como para insistir en lo de las “dos partes” y lo del “conflicto”- la única paz justa sería la que se derivaría de la derrota total, sin paliativos y en todos los frentes del terrorismo, incluyendo todas, absolutamente todas, sus ramificaciones. Es tal la desproporción de afrentas que no cabe otra solución. La duda se centra en cómo de injusta ha de ser la solución final.

La injusticia compra tiempo. Así de sencillo. Cuanto más seamos capaces de renunciar a nuestro derecho, antes lograremos poner fin a esto. Bien, ¿cuál es, pues, la razón de intercambio? No he oído a nadie plantear la cuestión en estos términos, quizá porque son muy crudos cuando “tiempo” significa muertos, humillados, extorsionados... Pero es esto de lo que estamos hablando.

Así pues, de “la paz”, con sólo cambiar de enfoque, llegamos a “negociación con rehenes”. Porque de eso se trata, de que el chantajista libere a sus rehenes por un precio razonable. Fíjense como, de una suerte de ballet diplomático, llegamos a algo mucho más prosaico.

Porque cuando uno negocia tratados de paz, puede hasta sacar pecho. Cuando negocia con chantajistas, sólo puede sentir un cierto alivio si las cosas salen bien... y lavarse con lejía cuando llegue a casa. Cosas del lenguaje.