MONTENEGRO Y EL DERECHO A DECIDIR
No parece tener excesivo sentido pararse a analizar las diferencias entre el País Vasco y Montenegro. Por extensión, tampoco deberíamos perder el tiempo en desmenuzar las relaciones entre la ex república yugoslava y el resto de los restos de aquel naufragio y sus disimilitudes con la ya muy larga convivencia entre los territorios del País Vasco y las demás tierras de España.
No merece la pena detenerse mucho, en primer lugar porque, con carácter general y por fortuna para los vascos, las diferencias con los montenegrinos saltan a la vista. Y en el terreno estrictamente político, amén de que no hay esfuerzo más cansino y poco remunerador que el de demostrar lo evidente, porque ello nos conduciría a los archiconocidos argumentos de corte jurídico-racional que para algunos son innecesarios, por obvios y para otros también, porque jamás los van a atender. Si de lo que se trata es de probar que el nacionalismo es una ideología irracional, trufada de ficciones y construida a base de mitos, es poco lo que de original podemos aportar.
Si me interesa el tema del referéndum de secesión montenegrino es porque tengo la sensación, no sé si bien fundada, de que hay un número significativo de personas de buena fe, en principio nada sospechosas de connivencia con el nacionalismo, que suelen sentirse inermes ante el argumento del “derecho a decidir”. Hay mucha gente que, sí, piensa que la independencia del País Vasco debería ser sometida a una consulta (dejemos aparte los que, sencillamente, están tan hartos del asunto que creen que cualquier medio es bueno para terminar con esto) y que, cualquiera que sea el sustrato racional del nacionalismo, lo cierto es que es un dato y, al fin y a la postre, existe gente que, por las razones que sea, cree que Euskadi y España son cosas diferentes.
Este tipo de actitudes suelen estar enraizadas en concepciones procedimentales de la democracia, en la sacralización de la urna y el principio de la mayoría. Hay quien cree que, en efecto, si un número significativo de ciudadanos vascos desea la independencia de su territorio y así lo expresa, es completamente antidemocrático negarse a aceptarlo.
Concedida la petición de principio, nuestros biempensantes y los nacionalistas se enzarzan en cuestiones, sin duda importantes, pero en última instancia de detalle, como que, por ejemplo, la consulta no se puede realizar en un clima de violencia, o en ausencia de igualdad de oportunidades o cuál es el nivel de adhesiones necesario para que pueda tomarse con confianza la muy difícilmente reversible decisión de quebrar un estado varias veces centenario.
Pues bien, niego la mayor. Más allá de que el País Vasco no tenga nada que ver con Montenegro, Québec, Irlanda o Eslovaquia –asunto en el que, insisto, no creo que merezca la pena extenderse- no creo que exista en ningún caso ese supuesto derecho de los vascos a ser consultados, por muy antidemocrático que suene.
En primer lugar, carece de ningún tipo de apoyo en derecho internacional, por supuesto. No existe ningún derecho de los pueblos a la secesión, siempre que, como es el caso, existan marcos políticos en los que es plenamente posible el disfrute de todos los derechos individuales y colectivos reconocidos (por cierto que, en caso contrario, tampoco es propio hablar de “derecho a la secesión” sino de puro y simple derecho de resistencia). Pero ya digo que esto hace poco al caso, porque si de derecho se tratara no habríamos arrastrado el problema durante tanto tiempo.
Es un infantilismo –muy propio del nacionalismo o, ya digo, de concepciones peligrosas, por elementales, de la democracia- confundir el derecho a desear con el derecho a tener. Pretender que la mera existencia de nuestras aspiraciones políticas genere un derecho a verlas hechas realidad y una correlativa obligación erga omnes, para todos los demás, de permitir que eso suceda es algo bastante absurdo.
Puede ser, si se quiere, un hecho incuestionable que un número muy significativo de vascos –o de catalanes, o de andaluces- piensan que ellos forman una “realidad nacional” (supongamos, por un momento, que supiéramos lo que significa tal cosa) diferenciada hasta el punto de ser incompatible con la condición de español. En efecto, eso es un dato –por cierto tan relevante o no como el de que existe otro número nada desdeñable de vascos, catalanes, etc., que no piensan eso, ni mucho menos-. En la medida en que se trata de una idea, ipso facto, se halla protegida por una serie cautelas. Ha de ser respetada y, en la medida de lo posible, atendida o compatibilizada con otras, tenida en cuenta. Pero extraer de ahí que existe un derecho a que la realidad política varíe, de forma dramática además, media un trecho nada fácil de andar.
Ni la idea en sí, ni el número de personas que la sustentan genera, per se, derecho alguno exigible de manera unilateral. Lamentablemente, cuando nacemos lo hacemos en una realidad jurídico-política que existe, también, como dato ajeno a nosotros, y que no tenemos más remedio que comenzar aceptando. Sólo a partir de ahí será posible construir algo con sentido.
Los Otegi de turno –y mucha otra gente- cree que el planteamiento que acabo de exponer conduce de manera irremisible a la violencia. El razonamiento, aceptado por mucho biempensante, ya digo es: “puesto que no es posible conseguirlo por las buenas, habrá que exigirlo por las malas”. Nuevo error. Y error terrible, además. De nuevo, el espejismo de la urna, el principio de la mayoría hace que semejante aserto parezca muy diferente a “como deseo firmemente ese objeto y no puedo comprarlo ni nadie puede obligar al dueño a vendérmelo tendré que robarlo” o, “como deseo a esa persona y ella no acepta mi solicitud tendré que coartar su libertad sexual”. Pues unos y otros razonamientos son esencialmente iguales. No sólo confundo mis deseos con el derecho a hacerlos realidad, sino que me arrogo, además, el derecho de realizarlos por la fuerza. Más bien, puede ser que, en función de las circunstancias, no me quede más remedio que aguantarme, pasarme sin la cosa o tener que olvidar a esa persona. Porque nada en el mundo, ni siquiera lo legítimo de mi deseo, obliga al dueño de la cosa o a la persona requerida a facilitarme lo que busco.
Entiendo que los ejemplos que aduzco son suficientemente expresivos de la idea de fondo: la existencia de los otros o, simplemente, de la realidad circundante como límite insoslayable, barrera a mis supuestos derechos. Y esto es completamente independiente de factores tales como el número de los que reivindican. De hecho, siempre se ha dicho, con razón, que lo que se concede a los vascos no habría por qué negárselo a los alaveses, o lo que se da a los catalanes no habría por qué negárselo a los araneses. En realidad, el mismo argumento que sustenta el “derecho a decidir” de los vascos sustenta el de los habitantes de cualquier villa o pueblo. Mejor aún, el mismo argumento que sustenta la negativa sirve para todos los casos.
Y, por cierto, algunos deberían ir refinando sus comparaciones. Empezamos por Québec, seguimos por Irlanda, luego Lituania y ahora Montenegro... En fin.
No merece la pena detenerse mucho, en primer lugar porque, con carácter general y por fortuna para los vascos, las diferencias con los montenegrinos saltan a la vista. Y en el terreno estrictamente político, amén de que no hay esfuerzo más cansino y poco remunerador que el de demostrar lo evidente, porque ello nos conduciría a los archiconocidos argumentos de corte jurídico-racional que para algunos son innecesarios, por obvios y para otros también, porque jamás los van a atender. Si de lo que se trata es de probar que el nacionalismo es una ideología irracional, trufada de ficciones y construida a base de mitos, es poco lo que de original podemos aportar.
Si me interesa el tema del referéndum de secesión montenegrino es porque tengo la sensación, no sé si bien fundada, de que hay un número significativo de personas de buena fe, en principio nada sospechosas de connivencia con el nacionalismo, que suelen sentirse inermes ante el argumento del “derecho a decidir”. Hay mucha gente que, sí, piensa que la independencia del País Vasco debería ser sometida a una consulta (dejemos aparte los que, sencillamente, están tan hartos del asunto que creen que cualquier medio es bueno para terminar con esto) y que, cualquiera que sea el sustrato racional del nacionalismo, lo cierto es que es un dato y, al fin y a la postre, existe gente que, por las razones que sea, cree que Euskadi y España son cosas diferentes.
Este tipo de actitudes suelen estar enraizadas en concepciones procedimentales de la democracia, en la sacralización de la urna y el principio de la mayoría. Hay quien cree que, en efecto, si un número significativo de ciudadanos vascos desea la independencia de su territorio y así lo expresa, es completamente antidemocrático negarse a aceptarlo.
Concedida la petición de principio, nuestros biempensantes y los nacionalistas se enzarzan en cuestiones, sin duda importantes, pero en última instancia de detalle, como que, por ejemplo, la consulta no se puede realizar en un clima de violencia, o en ausencia de igualdad de oportunidades o cuál es el nivel de adhesiones necesario para que pueda tomarse con confianza la muy difícilmente reversible decisión de quebrar un estado varias veces centenario.
Pues bien, niego la mayor. Más allá de que el País Vasco no tenga nada que ver con Montenegro, Québec, Irlanda o Eslovaquia –asunto en el que, insisto, no creo que merezca la pena extenderse- no creo que exista en ningún caso ese supuesto derecho de los vascos a ser consultados, por muy antidemocrático que suene.
En primer lugar, carece de ningún tipo de apoyo en derecho internacional, por supuesto. No existe ningún derecho de los pueblos a la secesión, siempre que, como es el caso, existan marcos políticos en los que es plenamente posible el disfrute de todos los derechos individuales y colectivos reconocidos (por cierto que, en caso contrario, tampoco es propio hablar de “derecho a la secesión” sino de puro y simple derecho de resistencia). Pero ya digo que esto hace poco al caso, porque si de derecho se tratara no habríamos arrastrado el problema durante tanto tiempo.
Es un infantilismo –muy propio del nacionalismo o, ya digo, de concepciones peligrosas, por elementales, de la democracia- confundir el derecho a desear con el derecho a tener. Pretender que la mera existencia de nuestras aspiraciones políticas genere un derecho a verlas hechas realidad y una correlativa obligación erga omnes, para todos los demás, de permitir que eso suceda es algo bastante absurdo.
Puede ser, si se quiere, un hecho incuestionable que un número muy significativo de vascos –o de catalanes, o de andaluces- piensan que ellos forman una “realidad nacional” (supongamos, por un momento, que supiéramos lo que significa tal cosa) diferenciada hasta el punto de ser incompatible con la condición de español. En efecto, eso es un dato –por cierto tan relevante o no como el de que existe otro número nada desdeñable de vascos, catalanes, etc., que no piensan eso, ni mucho menos-. En la medida en que se trata de una idea, ipso facto, se halla protegida por una serie cautelas. Ha de ser respetada y, en la medida de lo posible, atendida o compatibilizada con otras, tenida en cuenta. Pero extraer de ahí que existe un derecho a que la realidad política varíe, de forma dramática además, media un trecho nada fácil de andar.
Ni la idea en sí, ni el número de personas que la sustentan genera, per se, derecho alguno exigible de manera unilateral. Lamentablemente, cuando nacemos lo hacemos en una realidad jurídico-política que existe, también, como dato ajeno a nosotros, y que no tenemos más remedio que comenzar aceptando. Sólo a partir de ahí será posible construir algo con sentido.
Los Otegi de turno –y mucha otra gente- cree que el planteamiento que acabo de exponer conduce de manera irremisible a la violencia. El razonamiento, aceptado por mucho biempensante, ya digo es: “puesto que no es posible conseguirlo por las buenas, habrá que exigirlo por las malas”. Nuevo error. Y error terrible, además. De nuevo, el espejismo de la urna, el principio de la mayoría hace que semejante aserto parezca muy diferente a “como deseo firmemente ese objeto y no puedo comprarlo ni nadie puede obligar al dueño a vendérmelo tendré que robarlo” o, “como deseo a esa persona y ella no acepta mi solicitud tendré que coartar su libertad sexual”. Pues unos y otros razonamientos son esencialmente iguales. No sólo confundo mis deseos con el derecho a hacerlos realidad, sino que me arrogo, además, el derecho de realizarlos por la fuerza. Más bien, puede ser que, en función de las circunstancias, no me quede más remedio que aguantarme, pasarme sin la cosa o tener que olvidar a esa persona. Porque nada en el mundo, ni siquiera lo legítimo de mi deseo, obliga al dueño de la cosa o a la persona requerida a facilitarme lo que busco.
Entiendo que los ejemplos que aduzco son suficientemente expresivos de la idea de fondo: la existencia de los otros o, simplemente, de la realidad circundante como límite insoslayable, barrera a mis supuestos derechos. Y esto es completamente independiente de factores tales como el número de los que reivindican. De hecho, siempre se ha dicho, con razón, que lo que se concede a los vascos no habría por qué negárselo a los alaveses, o lo que se da a los catalanes no habría por qué negárselo a los araneses. En realidad, el mismo argumento que sustenta el “derecho a decidir” de los vascos sustenta el de los habitantes de cualquier villa o pueblo. Mejor aún, el mismo argumento que sustenta la negativa sirve para todos los casos.
Y, por cierto, algunos deberían ir refinando sus comparaciones. Empezamos por Québec, seguimos por Irlanda, luego Lituania y ahora Montenegro... En fin.
1 Comments:
Dejese de palabreria vacia sobre el derecho y el reves. La unica razon de que Euzkadi y Cataluña sigan en España es porque hay un ejercito que, con la venia de una contitucion golpista, tiene perfecto derecho a pegarle dos tiros a quien ponga en peligro la integridad de la finca. Y nada mas.
Lo de Andalucia es distinto, y evidentemente nunca pasara de la estetica. Quien les iba a pagar los vicios?
By Anónimo, at 6:01 p. m.
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