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lunes, octubre 31, 2005

LIBERALISMO, SOCIEDAD Y RESPONSABILIDAD

En un artículo titulado “¿se mueve la sociedad civil?”, publicado en el blog que lleva el sugestivo título de “Embajador en el Infierno”, tienen la amabilidad de referirse a mi post del jueves pasado, a su vez titulado “(esta sería) la hora de la sociedad civil” . Si por mi comentarista fuese, peligraría mi candidatura al Nobel, porque no parece que, a su juicio, la pieza merezca pasar a los anales de la literatura, ya que la encuentra “demasiado lleno [el artículo] de lugares comunes y mitos liberales”.

Naturalmente, el gentil lector es absolutamente dueño de pensar lo que tenga por conveniente, y no traigo a colación su texto para defender el mío de su crítica. Más bien, me interesa comentar el siguiente párrafo:

“...estoy de acuerdo con FMH cuando dice que ya es hora de que alguno de los supuestos líderes de la sociedad civil (por ejemplo los empresarios) hagan frente a alguna de sus responsabilidades sociales.

Lo que me extraña es que un liberal diga precisamente eso, cuando para un liberal el papel social del empresario es inexistente, cuando el empresario lo único que debe hacer es procurar la maximización del beneficio de su empresa. ¿A qué van a exigirles ahora que se metan en cuestiones sociales?. Menuda incongruencia. Otra vez el sistema es el problema.”

¿Somos, pues, incongruentes los liberales? Es posible que así sea, pero al menos este liberal no ve contradicción alguna entre sus convicciones y el realizar un llamamiento a que ciertas personas de relevancia den un paso al frente en algunos momentos. Quizá las cosas merezcan una explicación, porque el tema tiene interés. Al fin y al cabo, está muy extendido el tópico de que los liberales somos unos señores que querríamos convertir al mundo en el escenario de una novela de Dickens, poco más o menos, y no me parece justo. Vayamos por partes.

En condiciones normales, sí que es razonablemente cierto que los liberales, al menos algunos, pensamos que lo mejor que podemos hacer por nuestros semejantes –es decir, la mejor manera que tenemos de cumplir con el papel social que todos tenemos (porque todos tenemos uno, sólo existimos en sociedad y, por tanto, nuestra vida tiene una incuestionable dimensión social)- es desempeñar correctamente los roles que nos tocan, pensando primordialmente en cuidar de nosotros mismos y dejando que actúe la mano invisible, que es una forma poética de aludir a la división del trabajo. En este sentido, es verdad que nada mejor puede hacer un empresario por su sociedad que maximizar su beneficio y, como consecuencia, crear empleo y riqueza para él y, por mor del proceso de remuneración de los factores a través de las transacciones voluntarias en un mercado libre, para los demás. La dichosa “responsabilidad social” tan en boga es, por tanto, y a mi modesto entender, una soberana memez políticamente correcta producto de los reciclajes sucesivos del aparato conceptual de quienes, al fin y al cabo, piensan que las empresas no deberían existir.

Ya digo, esto es así en condiciones normales. Es tan simple como que lo mejor que puede hacer un jugador de fútbol para que funcione su equipo es desarrollar bien la tarea encomendada. Supuesto que los jugadores del equipo contrario hagan lo propio, el resultado será un partido que discurrirá correctamente. Ahora bien, entre el juego del fútbol y el juego del desempeño de tareas en una sociedad democrática hay una diferencia fundamental, y es que en la sociedad democrática son los propios jugadores los que concurren al diseño de las reglas. Esto es, la definición de reglamento no es externa al juego mismo.

Este carácter autorreglamentado de la sociedad democrática implica que todos estamos llamados, al tiempo, a ser jugadores y árbitros. Hobbes, por ejemplo, pensaba que la función arbitral había de desarrollarse exactamente igual que en cualquier otro juego, y por eso se debía poner todo el poder de reglamentar y sancionar en manos del irresistible Leviatán.

Las revoluciones liberales consistieron, en esencia, en eso. En acordar que, en adelante, las reglas del juego iban a imponerlas los propios jugadores. El problema es que esa definición de las reglas, por desgracia, no queda en una tarea propia del momento originario. La experiencia muestra, bien a las claras, que la atención a las reglas ha de mantenerse de forma permanente.

A esto me refería al hablar de la responsabilidad social de los empresarios, o de cualquiera de nosotros. Naturalmente, esa responsabilidad es tanto mayor cuanto mayores son nuestros medios. No es preciso decir, claro, que esta responsabilidad deberá estar atendida, antes que nada, por nuestro propio interés. Hemos de cuidarnos de nuestras libertades –prestando la debida atención a los delicados mecanismos inventados para conservarlas- de igual modo y por las mismas razones que hemos de atender a la conservación de nuestro patrimonio, a nuestro bienestar y al de los nuestros.

La ética de los deberes, a la que tan aficionados somos algunos liberales, es consecuencia necesaria de la propia existencia de las libertades. Basta un rápido vistazo a las páginas de la historia para caer en la cuenta de que dichas libertades no han sido concedidas gratia et amore. Antes al contrario, son el resultado de una conquista. La primera exposición de la ética de los deberes la encontramos en la Oración Fúnebre de Pericles – si los liberales laicos tuviéramos un Evangelio, ese texto sería nuestro Libro de San Mateo, o así. El estratego hace allí un canto a los atenienses, y expone la que, a su juicio, era su principal característica: a diferencia de otros pueblos de la Hélade, los atenienses cuidan de sus libertades –por la elemental razón de que las tienen y las quieren seguir teniendo-, y entienden como un auténtico mandato el participar en los asuntos públicos, cada uno en la medida de sus capacidades. Entre los griegos, sólo los atenienses habían abandonado, pues, la que Hegel denominaba era infantil del despotismo para entrar en la madurez del pueblo libre.

El pueblo libre lo es porque, al tiempo, es responsable. Es adulto. Por eso el estado del bienestar socialdemócrata es, en el fondo, una especie de senectud. Alcanzada, con la Ilustración (Kant) la mayoría de edad, los socialistas de todos los partidos quieren ahora que los pueblos se entreguen, de nuevo, a una ética de derechos sin deberes, que conlleva, necesariamente, la enajenación de las libertades. Conlleva la entrega, de nuevo, de los poderes arbitrales al Leviatán, limitándose, en adelante, a jugar el juego conforme a las reglas.

Caigo en la cuenta de que acabo de soltar otra buena ración de mitos liberales. Qué se le va a hacer.

domingo, octubre 30, 2005

PARALELISMOS ITALIANOS

Muy, pero que muy interesante la entrevista concedida ayer sábado a El Mundo por Luca Ricolfi, filósofo de formación, profesor de la Universidad de Turín y analista político y sociológico, especializado en demoscopia y cuestiones electorales. El profesor enjuicia severamente a la izquierda italiana, poniendo de manifiesto muchas coincidencias con su prima española.

Ricolfi apunta tres características notables en la izquierda transalpina y su discurso. A saber:

La primera, un abuso permanente de lo que denomina “esquemas secundarios”, que define como el intento permanente de cambiar una evidencia empírica mediante una transformación que cambia su sentido. Aunque el ejemplo más señero es la inadmisión plena del fracaso comunista (con sus típicos “intercambios” recurrentes del tipo: “sí, Cuba es una dictadura atroz, pero hay buena calidad de la atención médica”), tenemos otros recientes respecto a la guerra de Irak. La izquierda es incapaz de abordar de forma directa, a través de un esquema primario, si es o no bueno mandar tropas a Irak, ateniéndose al hecho en sí mismo. Es bueno si lo ampara la ONU o gobierna Kerry, es malo si lo amparan sólo los EEUU o gobierna George W.

La segunda, cómo no, es el recurso continuo la lenguaje políticamente correcto, que convierte la simple interlocución en algo desesperante. Obsérvese que, para decir que el estatuto de Cataluña puede arruinar la convivencia, Felipe González –que tampoco es un representante típico de esta manía- habló de “dificultades para vertebrar el espacio público que compartimos”. Ahí es nada.

La tercera –según Ricolfi, la más grave- es el recurso al denominado “lenguaje codificado”. Tiene cosas en común con la corrección política, pero no es lo mismo, porque no se intenta ser eufemístico, sino ocultar la vaciedad de las propias ideas. Sin duda, se lleva la palma la dichosa “economía social de mercado”, pero hay otras muchas. Este lenguaje abstruso, incomprensible para buena parte de la población es, claro está, una herramienta para ocultar la pobreza de pensamiento. No es un discurso, sino una carcasa. En combinación con el lenguaje políticamente correcto, da como resultado la nada más absoluta. En el caso español, tapa una indigencia intelectual total.

Apunta Ricolfi, además, a la hinchazón moral de la izquierda, a su brutal complejo de superioridad, que lleva directamente al desprecio de los que no la votan. El que no vota izquierda no es, simplemente, un opositor, sino que es “malo” (en Italia sí saben qué es un fascista, por tanto, el recurso al vocablo puede implicar lesiones físicas al que lo profiere, así que imagino que buscarán otros calificativos).

Entrando en cuestiones más típicamente italianas, afirma el entrevistado que, a su juicio, la izquierda no merece gobernar. Y ahí reside claramente la irresponsabilidad de Berlusconi. Lo peor de la conducta del inefable primer ministro es que, autoincapacitándose para seguir rigiendo los destinos del país, lo echa directamente en brazos de una izquierda que, liderada por quien ya acreditó su propia falta de capacidad, arrastra todas esas taras. Il Cavaliere se ha convertido, pues, en arquetipo de político cesarista que arrastra a sus partidarios en su caída. Su conducta ha arruinado el prestigio de la derecha, dejando como única posibilidad la izquierda descrita por Ricolfi. Cuando la escapatoria de uno a sus males es Prodi, cabe empezar a plantearse seriamente si esos males tienen remedio.


A fin de cuentas, la conclusión es clara. La izquierda debería estar preterida en la posibilidad de acceder a los gobiernos europeos hasta que recupere la decencia intelectual perdida. Pero eso no es posible cuando la derecha, equipada con un bagaje conceptual más sólido, sufre al tiempo una crisis de liderazgo, como en Italia, o en la misma Alemania. Hace mucho que viven de los deméritos ajenos, refugiados, en efecto, en ese discurso incomprensible que no nace de una construcción sino, muy al contrario, de la deconstrucción más absoluta, de la renuncia a todos los dogmas, por insostenibles. Véase, si no, el lamentable espectáculo que nos ofrece, en España, Izquierda Unida, agarrada a todos los “-ismos” posibles con tal de no hacer la única cosa viable, que es empezar de nuevo.

El virus sinistro-europeo tiene, ya se sabe, su poderosa cepa española, acomodada en el débil cuerpo de una sociedad inane. Ricolfi dice que él espera que la situación italiana no sea similar a la española. En esto se muestra bien iluso, bien desconocedor de la realidad de nuestro país. No sabe que aquí hemos alumbrado la madre de todas las nulidades. Como dijo en su día Juan Carlos Girauta, hemos alcanzado, a través de elementos como Zapatero o Carod Rovira, la exacerbación de todas las tendencias antes apuntadas. La izquierda italiana, alemana, francesa... tienen un discurso conceptualmente pobre. En esto, España se revela como la avanzadilla de Occidente, porque aquí el discurso, simplemente, carece de conceptos, como decíamos hace un momento.

Todo el discurso se basa en tres pilares: negación de evidencias, por supuesto sin aportación de razones (ejemplo, “el estatuto de Cataluña no es un problema de los españoles”, “no es cierto que la Logse tenga nada que ver en la actual situación del sistema educativo”), frases vacías (“mi Gobierno va a avanzar en los derechos de ciudadanía”, “estoy absolutamente decidido a hacer todos los esfuerzos posibles para establecer un diálogo permanente”, “yo describiría la situación como de normalidad democrática” –hablando, por ejemplo, de un partido de fútbol) y, finalmente, reconvenciones al interlocutor (“¿y Aznar, qué, eh?”).

Comprendo que, si uno se dedica al análisis político en Turín, es como para cortarse las venas, pero lo peor que puede hacer es apuntarse a un programa de intercambio con una universidad española.

sábado, octubre 29, 2005

LAS LENGUAS, SEGÚN IRENE LOZANO

Acabo de leer el libro “Lenguas en Guerra” del que es autora Irene Lozano, y que ha merecido el Premio Espasa de Ensayo 2005. Se trata de una obra breve –se lee de una sentada-, bellamente escrita y, a mi juicio, claramente merecedora del galardón.

Con espíritu de síntesis, precisión y sin academicismos innecesarios, es decir, siguiendo las líneas maestras de lo que ha de ser un buen ensayo, la periodista y filóloga presenta, de entrada, las verdades del barquero en torno a la lengua en general y a las lenguas en particular. Nos recuerda Lozano hasta qué punto lo humano viene determinado por lo lingüístico, ya que, antes que nada, somos el mono que habla; cómo el lenguaje y su adquisición es un fenómeno mitad natural, mitad cultural –estamos en buena medida programados para adquirir una lengua, cuál sea esa lengua es algo bastante accidental. Pero, sin duda, su tesis central es la de la inocencia de las lenguas, el hecho de que, por sí, ni marcan ni están marcadas.

Sostiene Lozano que, aun siendo cierto que con una lengua viaja una determinada cultura y, posiblemente, una cosmovisión, es esta la que determina aquella, y no la revés. Apunta, en un ejemplo muy concreto, que Nietzsche no hubiera podido operar, con su pensamiento, una transformación en la lengua alemana de haber estado determinado por ésta. Las lenguas tendrían, pues, el carácter del instrumental del artesano. Afirmar que la lengua nos condiciona sería tanto como pretender que el carpintero lo es porque en su taller hay herramientas apropiadas para trabajar la madera; antes al contrario, porque el carpintero trabaja la madera, se procura la impedimenta necesaria. Así pues, como mínimo, la relación es biunívoca.

Con estas premisas, Lozano aborda la situación lingüística de España, tornándose su ensayo, creo, muy tributario de los espléndidos “El Paraíso Políglota” y “Lengua y Patria” del malogrado Lodares –ambos, libros absolutamente imprescindibles para quien quiera analizar cómo hemos llegado hasta aquí en materia de lenguas-, entre otras fuentes. Se ve la autora, de nuevo, en la obligación de denunciar las grandes mentiras que se han dicho siempre sobre el español, y cómo la manipulación política y la desdichada historia de España, especialmente en el siglo XX, lo han conducido a su paradójica situación de lengua universal, pujante y, desde luego, única posible a la hora de lograr que los españoles se entiendan entre sí –o que, al menos, discutan sin necesidad de interpretación- pero no lengua cuidada ni bienamada, denunciada como ajena en territorios que hace siglos que la tienen como propia.

Los españoles asistimos, sin pasmo aparente por nuestra parte, en materia de lenguas y con el asunto de las lenguas regionales, a uno de los espectáculos más increíbles jamás vistos por estos pagos europeos. Dentro del despropósito general en que ha devenido el estado autonómico, las políticas lingüísticas trascienden el sinsentido para entrar, decididamente, en el dominio de lo totalitario, todo sobre la base de la malhadada noción de “lengua propia” que, por supuesto, nada tiene de científico-lingüística (los lingüistas adjetivan “lengua” con muchas palabras –en particular, con una perspectiva sociológica cabe, incluso, hablar de “lenguas nacionales”-, pero jamás “propia”), sino que es plenamente política. La artera noción de la “lengua propia” logra, como es habitual en el nacionalismo –muy avezado en la manipulación de las palabras- dar carta de naturaleza, con capacidad de generar consecuencias, a un estado de cosas que sólo existe en la mente de algunos y que da lugar a situaciones tan chocantes como la del euskera que, en el momento de ser definido como “lengua propia”, y aún hoy, es lengua totalmente minoritaria, y aun ausente desde hace siglos de algunas zonas geográficas del País Vasco.

Lozano repasa brevemente las definiciones que, en los estatutos de autonomía y en las sucesivas leyes de normalización y política lingüísticas de Cataluña, Galicia, el País Vasco, las Islas Baleares y la Comunidad Valenciana se hacen de las respectivas “lenguas propias” y su rol. Salvo excepciones, como la valenciana –quizá porque la comunidad jamás ha sido gobernada por nacionalistas, que allí son marginales y, sobre todo, porque amplias zonas del territorio son y han sido siempre monolingües en español- las palabras que en los textos normativos y en los preámbulos se dedican a las pobres lenguas (qué culpa tendrán) son propias de la más rancia legislación franquista de los años 40. Lo cual no deja de ser paradójico, en un país donde dedicar la mitad de los calificativos con que se adorna, por ejemplo, al catalán al español provocaría, amén de indignación a algunos, vergüenza a todos los políticamente correctos, a los que vendría inmediatamente a la mente aquello de que “siempre fue la lengua compañera del Imperio” –afirmación de Nebrija mal traída y peor entendida que, por lo demás, es una monumental falsedad si se pretende predicarla del español-.

Deja sin abordar Lozano –y espero que lo haga en futuras obras- las consecuencias de la mezcla entre esta desdichada política lingüística, cuyo fin primordial no es tanto potenciar la “lengua propia” como subrayar la ajenidad de la común, que es el español, para que, en efecto, sea verdad que la lengua es compañera del imperio, pero de imperios mínimos y casi domésticos -y, sobre todo, favorecer a determinadas gentes sobre otras y garantizar el acceso a puestos y regalías de unos en detrimento de otros, aunque sean más capaces-, y la hecatombe educativa propiciada por la Logse.

La suma de bilingüismo a la fuerza y educación decadente da como resultado individuos que pueden exhibir la rareza de ser aún menos duchos en su lengua propia que en español. Esto es, en España se está forjando ese concepto sin precedentes del analfabeto bilingüe. Como, además, todos los estudiantes han de cursar una tercera lengua, incluso más extranjera que el español, podemos aportar al mundo gente que, por ejemplo, siendo incompetente en gallego, no pueda ni plantearse trabajar fuera de Lugo por no saber español y, además, tampoco sepa nada de inglés. Hay que reconocer que, pasando en el colegio sólo diez años, no está mal.

Al fin y al cabo, los nacionalistas son defensores de la tradición. Y cabe recordar que lo tradicional es, precisamente, esto, una masa mal ilustrada que habla una lengua minoritaria y una colección de señoritos que, bien educados en la vernácula para hablar con el servicio y, sobre todo, para preterir a los forasteros a la hora de recibir canonjías, dominan muy bien el español para tratar con la clientela y, además, emplean los veranos en viajes para aprender también el inglés, el francés o el alemán, que está muy bien.

Cuesta, pero se va consiguiendo. Y es que estos cabrones de los liberales casi nos imponen otras cosas, pero hicimos lo de siempre... chivarnos al párroco.

viernes, octubre 28, 2005

LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN TIENE ESTAS COSAS...

Lo que se dice en la cadena COPE podrá gustar o no gustar, pero en todo caso conviene recordar dos cosas importantes. La primera es que, afortunadamente y aunque algunos han hecho y hacen cuanto pueden porque deje de ser así, la radio española es razonablemente plural, nadie está en la obligación de escuchar las emisiones de esa cadena. La segunda es que los únicos límites a la libertad de expresión los marca el código penal, y la información es admisible con tal de que sea veraz. Federico Jiménez Losantos, César Vidal y compañía no son, a Dios gracias, plato único, y el día que de su boca salga algo que entre en el tipo penal de las injurias o la difamación, habrán abierto el cauce para que cualquiera acuda a los tribunales a cumplir con la obligación que compete a todo ciudadano. Hasta entonces, cualquier intento de hacerles callar es radical y absolutamente inadmisible.

Las palabras del comisario Montilla al respecto son, por tanto, algo inaudito. Paradójicamente, si alguien tiene aquí su libertad de expresión limitada es, precisamente, él, que no es un ciudadano corriente, sino que es nada más y nada menos que el todopoderoso ministro de industria. O sea, el que decide quien vive y quien muere en el espacio radioeléctrico español. Montilla incurre en ese vicio de ser juez y parte. La verdad es que la separación de poderes no se inventó por una reflexión abstracta, sino para defendernos todos de gente como Montilla, que es algo bien concreto.

La reacción del ministro de industria (iba a decir del “excelentísimo señor” ministro, pero no sé si, al final, se cambió eso y se quedó en ministro raso) se inscribe, como hoy mismo acierta a poner de manifiesto El Mundo en su editorial en el seno de otro de estos procesos genuinamente goebblesianos de inversión de la carga de la prueba a los que nos tiene tan acostumbrados el complejo nacional-social-polanquista (y es que esto empieza a agrupar tantos términos que vamos a tener que acabar por llamarlo “la cosa”, “eso” o algo por el estilo, para abreviar).

La secuencia de los hechos es, más o menos, la siguiente: el partido socialista, sucursal de Cataluña, en compañía de cuantos “-ismos” pueblan el Principado y alentado por el presidente del Gobierno –segundo de a bordo en el mando del complejo- ha perpetrado un bodrio infumable que, a su condición de indigesto, une la de inconstitucional por al menos tantos conceptos como se identifican en el informe que encargó la casa matriz del partido perpetrador. La cosa tiene guasa, no es para estar orgulloso pero, en fin, así es. Ni corta ni perezosa, la susodicha sección catalana del partido manda el proyecto perpetrado a Madrid donde, tras reconocerse que, en efecto, es infumable, se escenifica un guirigay que incluye hasta peleas barriobajeras en las narices del mismísimo Presidente de la República Portuguesa (ojo, menos mal que era el portugués que, al fin y al cabo, nos conoce, porque es el de Finlandia y no sé qué hubiera pensado). Siguen unas manifestaciones acerca de las famosas ocho fórmulas y otras gracietas por el estilo y, sin tener nada que ver pero por si faltara picante, se descuelga la ministra de vivienda y su delirio-globo-sonda pseudoexpropiatorio (los borradores de anteproyecto han pasado a ser ejercicios de estilo, se conoce) para dejar claro, por si alguien aún lo dudaba, que cualquier parecido entre esto y un gobierno serio es pura coincidencia.

Observen que en el relato no interviene nadie ajeno al complejo, por el momento. Bueno, pues, al final, la culpa de todo lo que pase la van a acabar teniendo los de siempre: Aznar (el émulo de Milosevic, según la penúltima lindeza de los que no crispan), el PP y todos los que no pensamos que el estatuto es un maravilloso proyecto para la convivencia necesitado de retoques menores.

Lo que subyace, desde luego, es la radical negativa a admitir que haya quien discrepe e incluso... ¡lo diga! Porque, amigo, si es usted de izquierdas –si se declara “rojo” procurando que le oiga todo el bar, en rotunda afirmación de su superioridad moral- le es lícito echar pestes y espumarajos por la boca si le viene en gana. Puede usted acusar a quien quiera de lo que le dé la gana, sobre todo, de “fascista” (mejor si se pronuncia “fah-cit-ta”) –palabra que a los “rojos”, amén de permitirles cerrar cualquier discusión sin mayores argumentos, les produce el mismo regusto que una micción largo tiempo contenida-. Además, no le es exigible, por supuesto, que argumente usted nada. Si sus contertulios le insisten en lo insostenible de su postura, pues no tiene usted más que decir “es que ya te he dicho, fulano, que yo soy muy rojo”. Su postura será igual de irracional, pero quedará rodeada de un halo romántico que la hará inatacable.

Ahora, si usted es de los que no comulgan, pues, ya se sabe, la crítica, todo lo más, le está permitida en tono suave, dando muchas explicaciones y pidiendo mil perdones. Tienen que notar que usted hace un esfuerzo para no parecer de derechas. Si no, va a caer usted fatal. Y, sobre todo, modere ese entusiasmo, amigo.

Lamentablemente, los “rojos” quizá deberían asumir que la sombra del Valle de los Caídos ya no es tan alargada –o que, como son tantos, no caben ya ni apretujándose-. Que los salvoconductos empiezan a amarillear y, en efecto, “esto está degenerando mucho”. Que en toda tierra de cristianos –las que no son de cristianos se parecen más a las que diríase que le gustan a Montilla- hay quien babea por el gobierno, quien lo halaga, mucho tibio, críticos más o menos mordaces... y los que lo ponen, directamente, a parir. Qué se lo digan a George W., que gobierna un país donde mucha gente cree que habla con Dios y otra mucha cree que es el equivalente laico del anticristo, y nadie se corta de decir lo uno o lo otro.

Algo que sí podría hacer en algún momento el socialismo español, para variar, es asumir alguna responsabilidad. Igual mucho dizque libelista se quedaba sin argumentos. O, simplemente, le escuchaba menos gente, porque es eso lo que molesta, ¿verdad? Deportivos que son, los chicos.

jueves, octubre 27, 2005

(ESTA SERÍA) LA HORA DE LA SOCIEDAD CIVIL

Alberto Recarte ha puesto, en Libertad Digital, a los grandes empresarios de España en general, y de Cataluña en particular ante su responsabilidad – no ante la tontería esa de la “responsabilidad social”, sino ante la verdadera como miembros relevantes de una sociedad. Les conmina a que se atrevan a decir en público lo que dicen en privado, que se atrevan a manifestarse cuando, como suele ocurrir, sus opiniones difieren de las del poder político.

El señor Recarte pide algo que, justo es decirlo, requiere valor. Y es que los empresarios que no son conniventes con el poder político, han de vivir a la fuerza a su sombra, y de sus buenas relaciones con él depende buena parte de su futuro. Así pues, es comprensible. Así explican muchos de los firmantes del famoso manifiesto en pro del estatuto catalán por qué estamparon su nombre. Por no tener problemas, tan sencillo como eso. Al fin y al cabo, es algo a lo que quienes hacen negocios en este país están más que acostumbrados, la adhesión inquebrantable, al menos en público.

En realidad, lo que pide el señor Recarte –que, dicho sea de paso, predica con el ejemplo, puesto que él desempeña su actividad profesional y, al tiempo, no se reprime a la hora de manifestar sus opiniones y, además, de hacerlo en medios no adictos- es nada menos que cortar el verdadero nudo gordiano de la democracia española. Pide, en suma, que la democracia se haga mayor de edad. Pero eso es algo que requiere que algunos valientes den un paso, porque ya hemos conocido alternancias suficientes en el poder como para dar absolutamente por hecho que ningún político va a abonar el terreno para que eso suceda.

Seguro que el señor Rajoy echa mucho de menos quien le ayude a hacer frente a este esperpento de gobierno que padecemos, sobre todo porque anda, probablemente, en lo cierto cuando afirma que es mucha, muchísima la gente que conviene con esa opinión. Pero al señor Rajoy habrá que recordarle que la “regeneración democrática” que su partido prometió durante el felipato jamás se produjo. Llegaron, pasaron, y dejaron los hábitos, usos y maneras como estaban, sin remover ni tocar nada. El hecho de que me refiera al señor Rajoy para censurar a su partido no empece, desde luego, que dé por hecho que lo mínimo que cabe esperar de la política oficial, si es que lo hay, tenga que venir de ese lado, porque en el otro hay una incompatibilidad de raíz que es invencible.

El día en que en España exista una sociedad civil digna de tal nombre, independiente del poder político organizado, el día en que la opinión no se forme, exclusivamente, al dictado de los partidos políticos, el día en que las libertades y la propiedad sean auténticamente tenidas por intocables, el día en que el estado de derecho se imponga de una vez por todas y la justicia sea independiente, el día en que existan mercados libres... El día, en fin, en que este país dé el paso final para convertirse en un país de primera categoría –y no es tanto que el paso sea largo como que parece que, tras andar un largo camino, alguien decidió atornillarnos los pies al suelo-, ese día, y sólo ese, habrá acabado no ya la transición, sino el largísimo viaje que comenzó en las Cortes de Cádiz.

Es un paso muy corto, de veras, porque nuestro país ha avanzado mucho, pero es casi un salto en el vacío para una nación que se ha acostumbrado ya a ser de segunda categoría. Ha sido tanto el tiempo que España lleva estancada en una engañosa modernidad, en la que la apariencia de cambios es tan fuerte que es fácil ignorar que, lamentablemente, subsisten las mismas tendencias subterráneas de antaño, que lo confundimos con la modernidad verdadera. Por desgracia, nos hemos hecho ya a la idea de que este país “es así”, acomodándonos en la indudable prosperidad que nuestro modo de hacer las cosas nos ha traído.

Hay, incluso, quien osa hablar de “modelo español”, como queriendo dar carta de naturaleza teórica a lo que no es sino algo a medio hacer. Es como si, ante un plato al que manifiestamente le falta un rato de calor, alguien pretendiera que, en realidad, ha variado la receta.

Pero no deberíamos olvidar una cosa importante: sólo hay dos posibilidades, ir hacia delante o ir hacia atrás. O profundizamos, de una vez, en la democracia liberal y llevamos el país hacia su madurez, mediante la definitiva implantación de una conciencia cívica y una mentalidad auténticamente democrática, o nos precipitamos hacia la decadencia sin haber alcanzado la cima. Hay quienes ya señalan el camino, pendiente abajo. Como han recordado esta semana, en distintos medios, Germán Yanke y Cayetana Álvarez de Toledo, o el individuo recupera su posición central y retoma la lucha por sus libertades, o va a ser sustituido por la identidad comunal como centro del sistema español. Es decir, o asumimos de una vez la Revolución Francesa en plenitud o regresamos adonde nos quieren llevar, que es de vuelta a una época prerrevolucionaria. Eso es el discurso nacionalista, al que ya ha sucumbido la izquierda.

El régimen zapaterista amenaza con una involución real en todos los órdenes. Pero no estamos condenados a padecerlo. La sociedad, especialmente sus miembros más capaces –aquellos que están en una posición privilegiada para hacerse oír- tienen el deber moral de defenderse. La Constitución Española nos reconoce a todos una multitud de derechos, que van mucho más allá del de votar cada cuatro años. Tenemos libertad de expresión, derecho de manifestación, capacidad de asociación... Sólo nos queda comprender que esos derechos, rectamente interpretados, son también deberes. El conjunto de los derechos, vistos desde la óptica del deber, constituyen la auténtica moral cívica. El derecho a participar se torna así en deber de participación, la libertad de expresión en deber de alzar la voz.

Cuando el poder político se permite el lujo de poner en riesgo, porque le viene en gana, la estabilidad que disfrutamos, cuando se permite el lujo siquiera de plantearse, aunque sea en el más absoluto plano teórico, la más remota posibilidad de privarnos de nuestros bienes, cuando se pretende volver a valorar a la gente por dónde nace o a qué grupo pertenece... parece que es el momento de reaccionar.

martes, octubre 25, 2005

A PROPÓSITO DEL INFORME

Interesante el informe encargado por el Partido Socialista a cuatro expertos sobre el proyecto de estatuto de Cataluña.

Es obvio que está de más hacer aspavientos por la manifiesta contradicción entre la opinión “globalmente positiva” –nótese que ese juicio está, más o menos, justo donde va a terminar de leer la mayoría de los mortales que, comprensiblemente, intentará abstenerse de entrar en los detalles- y el despiece del animal, que ofrece otra imagen. También está fuera de lugar criticar la elusión del asunto más espinoso que, por cierto, se despacha con mención a su “dimensión teorética”, y es que el lenguaje es, sin duda, marca de la casa.

Digo que está de más porque, al fin al cabo, es informe de parte, destinado a placer, en la medida de lo posible y sin que los muy respetables redactores hayan de poner su prestigio al pie de los caballos, a quien lo encargó. Es precisamente desde este punto de vista, esto es, el de que se han hecho todos los malabarismos dialécticos posibles para no ofender, desde el que el informe cobra un valor inusitado.

Se entiende ahora a las claras por qué la mayoría socialnacionalista ha rehusado solicitar informe a los que, normalmente, son los órganos consultivos principales del Estado –el Consejo de Estado, por supuesto, pero también el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal de Cuentas y, dado lo relevante del caso, quizá también la Real Academia de Jurisprudencia-. Y es que, si esto dicen los amigos, ¿qué podría salir de todos esos nidos de fachas, derechosos recalcitrantes, impermeables a la nueva ética revolucionaria y carentes de talante? Imagínense que se llega a elegir algún informante independiente de común acuerdo (es un decir) con la oposición.

No queda títere con cabeza. Es cierto que se plantea como “ajustillos aquí y allá” pero, poco a poco, “aquí y allá” se termina cubriendo la práctica totalidad de las materias relevantes. En todas, absolutamente en todas, hay trazas de conflicto con la Norma Fundamental, cuando no abierta contradicción. Hay que decir, por supuesto, que los juristas han entrado sólo a buscar imposibles, no cosas inconvenientes –ateniéndose, pues, a su función-. Quiero decir que han evaluado el texto con la vara de mínimos. Hay muchos aspectos en el estatuto que pueden ser perfectamente legales, pero eso no los convierte, ni mucho menos, en deseables.

Tal es el cúmulo de cuestiones que tiene uno que preguntarse si el PSC no sabía lo que se traía entre manos. En Cataluña hay, por supuesto, constitucionalistas de prestigio que, en su caso, hubieran podido asesorar a sus señorías. Ya digo, en caso de que cupiera duda, que en muchos casos no cabe. ¿Cuál es, entonces, el fin de este juego? Porque, si partimos de que no es probable que el PSC haya querido presentar un órdago, una especie de desacato solapado, sólo cabe concluir que esto es como un juego, un ballet de pasos ensayados. Una farsa, en suma, una farsa monumental – y esta es la más halagüeña de las hipótesis, quizá.

Ahora ya sí puede decirse que está todo el mundo de acuerdo (en terminología socioprogre, “hay un consenso transversal”) en que esto no cabe en la Constitución. Pero lo evidente del asunto es que nadie se está llevando una sorpresa. Hay, pues, una evidente mala fe en todo este tema. Parece obvio que nadie presenta un texto con la intención manifiesta de que se lo enmienden, sobre todo cuando se presume de que ese texto tiene carácter cuasisagrado, al venir avalado con una mayoría parlamentaria amplísima. Insisto, entonces, ¿cuál demonios es el juego?

La conclusión, me temo, es que el Partido Socialista y sus terminales catalanes, sencillamente –acompañado por sus adláteres, pero esto va de suyo- se cisca en las instituciones españolas, incluido, por supuesto, el Parlamento de Cataluña. Se cisca en nosotros, en nuestros acuerdos básicos y en nuestro derecho. No es verdad que las mayorías tengan para ellos ningún valor especial. De hecho, cabe preguntarse si, para esta gente, el ordenamiento jurídico y el entramado institucional es algo más que el escenario en el que se desarrolla el teatro de la política. Si querían mantener un debate sobre posibles caminos alternativos para el futuro de España, cosa muy saludable, lo propio es alquilar un hotel con una buena sala de convenciones. Alguien perpetra un desafuero y luego pretende arreglarlo confundiendo el Parlamento con un casino o con el ateneo, un lugar donde se puede debatir por debatir – para despistados, en el Parlamento se legisla, se controla, se vigila... y para todo eso se debate, pero el debate no es un fin en sí mismo; los diputados presentan sus propuestas con ánimo de que tengan efecto, no para ser premiados en unos juegos florales.

Tiene narices que estos señores se pasen la vida repartiendo carnets de demócrata –aunque bien pensado, si el PNV y Carrillo pueden permitirse el lujo, no veo por qué Pepiño Blanco, que al fin y al cabo no tiene pasado alguno (bastante complicado tiene lo del presente) y no es medio nazi, que se sepa, se tiene que abstener-. Porque una y otra vez volvemos a lo mismo: el socialismo, al menos el español, concibe el estado de derecho como medio, no como fin. Según dice César Alonso de los Ríos, eso se debe a que ese valor supremo que los demás otorgamos al marco institucional –que no es un medio, sino una regla, algo externo al juego y nunca parte del juego mismo- lo ocupa para ellos el partido. Es posible que así sea. Yo creo, más bien, que no tienen sentido de la democracia, más allá de su dimensión formal. Quizá por eso ignoran que la buena fe le es consustancial.

Aunque es de mal gusto recordárselo, quizá se deba a que ni tenían ese sentido de origen, ni nadie les ha exigido nunca que aprendan, así que es normal.

lunes, octubre 24, 2005

LA ÉTICA DE LA CENSURA

Leo hoy en prensa digital que el Partido Popular estaría, a estas alturas, razonando sobre la conveniencia de presentar una moción de censura. Según dicen los diarios, el cónclave de Génova anda algo tibio, y la medida no cuenta con partidarios fervientes, pero tampoco con furibundos detractores. Según se dice, don Mariano y los suyos andarían echando sus cuentas, todo en función, claro, de qué suceda con el estatuto –el estatuto par excellence, tanto que al PNV le va a dar un sarpullido cualquier día, y es que cuando nada menos que Cataluña entra en juego, y si callan las pistolas, otros asuntos cobran su verdadera dimensión-. Todo el mundo sabe que, normalmente, una moción de censura presentada por la oposición contra un ejecutivo con respaldo parlamentario está destinada a perderse, no se aspira a cambiar el gobierno, sino a realizar un gesto político que, entre otras cosas, tiene la virtud de residenciar por unas horas toda la atención del país en el Parlamento. Pero siempre está bien, si se puede, que alguien más que el proponente la apoye, por aquello de que la derrota no sea muy amplia.

El estatuto puede, a mi juicio, tener tres finales, de más a menos probable. El primero es que el texto salga adelante con unos cuantos cambios –los aceptables para ERC y, probablemente, ya pactados-, viciado de inconstitucionalidad pero transferida la responsabilidad de su fracaso al PP y al Tribunal Constitucional. El segundo es un rechazo en votación final, con los votos de PSOE y PP –lo que abriría el camino a unas elecciones generales con perspectivas aceptables para el socialismo y todavía mejores para España-. El tercero es que salga adelante con cambios suficientes para ser constitucional, o sea, vuelto del revés, abriendo una posible crisis entre el Gobierno y sus socios catalanes, pero también mejores perspectivas electorales para el Partido Socialista y, de nuevo, para el país. Las repercusiones exclusivamente catalanas de las diferentes soluciones pueden ser, también, diversas.

Se dirá, no sin razón, que los tres escenarios –insisto, el segundo y tercero mucho menos probables que el primero- son muy diferentes. Es totalmente cierto. Pero sea cual sea el resultado, creo que Zapatero se ha hecho más que acreedor a la moción, y ésta debería ser presentada por simple decencia política, sea cual sea el resultado y sean cuales sean los apoyos que se puedan recabar. Obsérvese que, por utilizar un símil penal, Rodríguez Zapatero ha perpetrado ya los algunos de los mayores atentados esperables de un gobernante –sólo le supera el ínclito Maragall-, aunque esté por ver si en grado de consumación o sólo de tentativa (bien entendido que la tentativa de la falta mayor comprenderá, seguro, faltas menores).

Y es que las tentativas son, y deben ser, punibles. Un argumento muy zapateril, y reiterado hasta la saciedad por los voceros de la izquierda es que, aquí “aún no ha pasado nada”. Se refieren, claro, a que falta la consumación. Es cierto que, hasta que el oficial al mando del pelotón no dice “fuego” (lo que suele ir seguido, por lo común, de la detonación – que todo hay que precisarlo), técnicamente, no se ha fusilado a nadie, pero no creo que a la víctima potencial le convenza el argumento de que los pasos previos, que deben crear bastante desasosiego, hayan de despacharse con un pelillos a la mar.

La confianza en la estabilidad institucional y constitucional de un país es, en sí misma, un bien. Y un bien que debe ser protegido. Es más, puede decirse que el rol principal del gobernante no consiste tanto en un hacer como en un no hacer, no tanto en aplicar la ley como en constituirse en garante de que la ley será aplicada. En proteger, por tanto, la confianza en el bien, incluso más que el bien en sí mismo, ya digo, suponiendo que ambas nociones sean escindibles.

Que Zapatero carece de convicciones claras, por no decir que sus convicciones son un verdadero homenaje a la confusión parece claro. No hace mucho, un comentarista nada sospechoso de andar escorado a estribor reconocía sin tapujos que sus fundamentos ideológicos son escasos y es probable que los que tiene sean profundamente indeseables. Es algo en lo que convienen propios y extraños. La diferencia, claro, está en las consecuencias que se extraen de semejante análisis.

Si se comparte el planteamiento que acabo de hacer hace un momento, es decir, si se cree en la importancia de ese rol que el gobernante ha de desempeñar como sostén de la estabilidad –las más veces, insisto, por inacción, por simple ejercicio pasivo de auctoritas- o, puesto en términos menos académicos, si se cree que el gobernante, aunque carezca de soluciones, debería procurar no convertirse en la misma raíz de los problemas. Insisto, si se parte de estas convicciones, sólo puede concluirse que nuestro Presidente está profundamente inhabilitado para seguir en tan alta magistratura.

No puede liderar ningún grupo humano quien cuestiona permanentemente los fundamentos que son razón de la existencia de ese mismo grupo, haciéndolo, además, del modo menos serio posible (los correctos dirán que es sano promover debates, y es cierto, pero ¿qué tienen que ver los debates con el esperpento diario que vivimos?). No puede pretender ser la tabla de salvación quien agujereó adrede el casco de la nave. No puede ser garante de nada quien declara abiertamente que nada le agradaría más en la vida que ser un torbellino de cambios, la mayoría de las veces innecesarios e irreflexivos. No puede, en fin, dirigir ninguna actividad colectiva quien, sencillamente, carece de norte, carece de planes y carece de ideas, quien sólo puede ofrecer un recetario de ocurrencias por todo equipaje intelectual. No puede, en fin, gobernar un país que se pretende serio quien se define a sí mismo a base de tópicos.

Debería, voluntariamente, ceder el paso a quienes, dentro de su propio partido, están mucho más capacitados que él para ejercer un cargo que, a todas luces, le sobrepasa. Ya está bien de gracias. Quizá a él todo esto le parezca divertido. Si es así, que cuente en otra entrevista a Marie Claire, o a otra publicación igualmente prestigiosa en el campo del pensamiento, su experiencia como gobernante. Sin duda, habrá a quien le interese la reforma operada en la Moncloa para que luzca un estilo más zen.

Si no cede el paso, ni sus compañeros de partido –los primeros obligados, no se olvide- se lo exigen, la oposición está en la obligación democrática de emplear los recursos a su alcance para procurar una alternancia. Al menos, para intentar transmitir la idea de que existe alternativa. No es una cuestión de táctica. Es una exigencia ética y política de primer orden.

domingo, octubre 23, 2005

LA LECCIÓN DE SARTORI

De los Premios Príncipe de Asturias de este año, polémicas deportivas aparte, destacaría dos, por lo especialmente apropiados, a mi juicio.

El primero es el concedido a los institutos difusores de las grandes lenguas europeas (la Alliance Française, el British Council y los institutos Goehte, Dante, Cervantes y Camoens – creo, salvo error, que los cito por orden de antigüedad): el francés, el inglés, el alemán, el italiano, el español y el portugués. En una época en la que sólo parece haber encanto en lo mínimo, en la que se busca lo original y lo que prima es la defensa de las formas de expresión minoritarias, cuando no marginales, este reconocimiento concedido a la columna vertebral de la cultura europea ha de ser forzosamente bienvenido. Es cierto, además, aunque suene a tópico, que esas instituciones son la embajada más amable de los respectivos países, una invitación a conocer no sólo la lengua, sino también la cultura que viaja con ella. Es verdad que, en este tiempo en que el estudio de los idiomas es una necesidad, más que un placer, tal dimensión queda disminuida por contraste con la aproximación puramente funcional a la lengua. Quienes se acercan a esos institutos –sobre todo, claro, a aquellos que enseñan los idiomas mayoritarios- buscan, sobre todo, adquirir la lengua como “simple” medio de comunicación. Pero, afortunadamente, la buena enseñanza de un idioma jamás es aséptica, algo del mundo que encierra la lengua nos llega con ella. Aprender lenguas, pues, implica participar un poco de la cosmovisión de otros. Premio justificado, pues, en muchas y buenas razones.

El segundo premio es el concedido a Giovanni Sartori. Sartori es uno de los genuinos representantes de la dignidad cultural de Italia y, por extensión, de la dignidad cultural de Europa. Al igual que aun en la peor de las inundaciones asoman aún las agujas de las iglesias y las torres de los ayuntamientos, la marea de molicie y pensamiento débil que ha encenagado el continente deja entrever, por fortuna, muestras de rigor, de pensamiento digno de tal nombre y, en suma, de motivo para la esperanza. Incluso en países como Francia o Italia que no pasan, sin duda, por su mejor momento, es posible entrar en las librerías y reconfortarse con la visión de una cultura que aun no está muerta, que tiene pulso y que permite pensar que se puede salir del marasmo, que el vigor de la sociedad europea se terminará imponiendo a la losa estatista.

En un breve y bello discurso, el politólogo dijo, con toda razón, que a lo largo de su vida había atendido a muchos temas y enseñado muchas materias. Pero una y otra vez ha vuelto a su sana obsesión: la democracia, su funcionamiento, su vigencia, en suma, su posibilidad. Hay que decir, claro, que cuando Sartori habla de la democracia se refiere a la democracia liberal, a la democracia con libertades que es, aún, el canon europeo de forma de gobierno, por más que la práctica y mucha teoría parezcan llevarnos a dudar de esa afirmación. La democracia, sí, y no ningún sucedáneo degenerado en nombre de vaya usted a saber qué “-ismo”.

Apuntó Sartori a lo que, a su juicio, son dos falacias: la ligazón entre (ausencia de) democracia y pobreza y la supuesta incompatibilidad entre la democracia, como producto genuinamente occidental, y ciertos patrones culturales.

Muy oportuno el apunte del maestro, ahora que están tan de moda razones que, como la del dichoso “mar de injusticia” vienen a querer decir, en suma, que ya no merece la pena continuar luchando por el paradigma de los derechos humanos. No hace mucho, una profesora americana cuyo nombre lamento no recordar, afirmaba contemplar con pasmo la facilidad con la que los europeos parecen renunciar al teórico objetivo de un mundo donde las libertades sean patrimonio común. Antes bien, llevados de una mentalidad desarrollada durante la guerra fría pero que, al cabo, enlazaba muy bien con su visión colonial y eurocéntrica de toda la vida, se diría que quieren mantener el status quo, con muy pocos países disfrutando de regímenes que, más o menos, se acomodan a lo que pomposamente llamamos “derechos universales” mientras el resto tienen que soportar dictaduras y sistemas horribles. La aspiración es que esas dictaduras sean suficientemente tolerables como para establecer con ellas una “alianza de civilizaciones”.

La ligadura entre democracia y renta per cápita no es nada nueva. De hecho, algún ministro de Franco se atrevió a poner precio a la nuestra, situándola en los dos mil dólares per cápita. Como quiera que, al morir el dictador, habíamos rebasado esa cifra, la democracia se tornó inevitable. Miserable argumento –ciertamente muy aceptable a quienes procedan de una concepción marxista- que ignora una multitud de factores. Aún hay quien aplica la misma línea argumental a América Latina. Se soslaya, claro, como recordó Sartori, que la democracia arraigó en Europa, a trancas y barrancas, en países más pobres que las ratas –un argumento muy válido que suele recordar Rodríguez Braun, ¿alguien es consciente de que los ricos también fueron pobres?-. La misma España, claro, conoció regímenes mucho más próximos a los estándares europeos que el franquismo en épocas más menesterosas. Falso, pues, rotundamente falso. La pobreza no justifica, per se, la existencia de dictaduras, cleptocracias, instituciones degradadas, violencia y, en fin, regímenes políticos de baja calidad.

Más enjundia y fundamento tiene la relación entre democracia y sistema de valores occidental. Ambos conceptos están tan imbricados que parece imposible que arraigue el uno sin el otro. Y los valores occidentales pueden chocar con muchas culturas. Sin embargo, tampoco aquí hay, quizá razones para que la comodidad, so capa de pesimismo, nos lleve a aceptar un pactismo que, de hecho, condene a masas inmensas de población a no conocer jamás el elemental derecho de la libre determinación personal. Sartori aduce cómo, mediando la imposición inicial, es cierto, pudo arraigar en el Japón una democracia que, siendo extraña a la cultura nipona, nada tiene que envidiar a las occidentales. Habló también el italiano de cómo la India, con todas las imperfecciones que se quiera, mantuvo y mantiene funcionando la democracia más grande del mundo. Los europeos, instalados en una miseria moral galopante, tendemos a minusvalorar hechos como ese, el que, periódicamente, mil millones de personas vayan a las urnas, con todas las imperfecciones que se quiera, para elegir a sus gobernantes. Preferimos, claro, afirmar que es imposible que Irak cuente con unas instituciones medianamente democráticas y cuando, luego, vemos a los iraquíes votar por miles, decimos que no saben, realmente, lo que hacen. Por eso es menester llegar cuanto antes a una “alianza de civilizaciones” que estabilice las cosas, o sea, que retenga a los terroristas en su propio suelo.

Sartori es, a mi juicio, todo un referente de pensamiento moderno, laico y sólido. Es verdad que el modelo, cada día, enfrenta nuevos retos. Saber afrontarlos sin abandonarlo es la clave. Para rendirnos no necesitamos pensadores. Nos basta con nuestros políticos.

Enhorabuena a Sartori. Enhorabuena a los Príncipe de Asturias, porque es el premiado quien dignifica al premio.

sábado, octubre 22, 2005

LAS RAZONES DE CATALUÑA

La ola de rechazo generada por el inaceptable trágala que constituyen las mal llamadas propuestas de reforma estatutaria está teniendo como efecto más evidente el que se pierdan de vista las legítimas razones que, sin duda, asisten a algunas comunidades autónomas, y destacadamente a Cataluña. Lógicamente, esto es vendido por la prensa adicta no como un rechazo a las formas, sino como un rechazo esencial a los mismos pueblos que las proponen.

Un servidor no oculta que, si de él dependiera, el estado español sería mucho más centralista de lo que lo es hoy –estoy con Martín Ferrand cuando se declaraba jacobino a fuer de liberal-. Pero, como la mayor parte de quienes así piensan, soy consciente de que estoy en minoría y, sobre todo, de que el modelo avalado en el 78 no es ese. Así pues, a tragar tocan o, en otros términos, a asumir que hay que instalarse en la lógica del estado autonómico, que es el que hay y el que nadie parece dispuesto a cambiar.

Instalados en esas claves, no cabe duda de dos cosas. La primera es que las comunidades autónomas pueden tener razón en estar quejosas, porque es cierto que, sobre todo cuando gobernaron los hoy adalides del pluritodo –en lo que, más que otra etapa parece haber sido otra vida- el Estado hizo cuanto pudo por expandir sus competencias al máximo, probablemente haciendo uno uso algo abusivo de la “legislación básica” (esto es, se intentó remediar la deficiente técnica legislativa empleada en la Constitución –donde no se hizo debidamente esa reserva de materias absoluta que planteó juiciosamente Rajoy- mediante parches y cataplasmas). La segunda es que el marco financiero, probablemente, es inadecuado y debe ser profundamente revisado. Cataluña, en este último sentido, no tiene toda la razón, y quizá la revisión debería ir incluso más lejos de lo que ellos mismos quieren, pero tiene alguna, sí, y se le debe reconocer.

La reparación de ambas cuestiones puede hacerse sin necesidad de atentar a los fundamentos del Estado. Y sí que es cierto que las comunidades autónomas están en su derecho de exigir que esa negociación se abra y se desarrolle lealmente. Aunque también deberían estar dispuestas a aceptar ciertas exigencias.

Ahora bien, dicho lo anterior, sería muy de agradecer que las comunidades autónomas se atuvieran a un principio esencial, que es distinguir lo negociable dentro del modelo de la negociación del modelo mismo. Ambas cosas, desde luego, son posibles, a condición de que se haga con transparencia suficiente.

Se puede, claro, proponer ajustes al modelo existente, llegando incluso a agotarlo. Es verdad que el modelo no permite ir mucho más lejos en cuanto a las cosas que se pueden hacer, pero sí que es cierto que, aun no permitiendo hacer más cosas puede permitir hacerlas de manera diferente. Esto es especialmente cierto en lo tocante a las cuestiones financieras.

Y se puede, también, proponer un cambio de modelo. Se puede, legítimamente, promover un cambio en la configuración constitucional de España. Y se puede promover, también, la desaparición de España misma. Simplemente, hay que tener el valor de decirle eso, a las claras, a los ciudadanos catalanes y al resto de los españoles. A partir de ahí podrían suceder muchas cosas, pero nadie podría acusar a nadie de falta de transparencia. Porque lo que deslegitima la pretensión no es su contenido, sino el hecho de que se presente con engaño, con subterfugios.

La transparencia es, pues, una primera condición ineludible. La segunda es la aceptación de la propia esencia de una dinámica negociadora. Los nacionalismos tienen siempre en la boca la palabra “negociación”, pero raramente se dan cuenta de que no muestran una predisposición a negociar nada más que el calendario de consecución de sus objetivos. Creo que sólo el mundo árabe, respecto a Israel, tiene un sentido más extraño de la palabra “negociación” (recuérdese que el premio para Israel en el dichoso plan saudí que hizo que algunos diplomáticos europeos se deshicieran en elogios era... ¡el reconocimiento de la existencia de la otra parte negociadora! - ).

¿Realmente se rechazan las pretensiones de Cataluña? Quizá Cataluña debiera probar a plantearlas en forma jurídicamente adecuada y, sobre todo, a mostrar buena fe mediante una oferta que pueda resultar aceptable. Lo demás suena a búsqueda de un derecho permanente a la queja.

viernes, octubre 21, 2005

EL PP Y SUS ALTERNATIVAS

Cayetana Álvarez de Toledo, la columnista de El Mundo hacía anteayer un análisis muy juicioso acerca de la situación del PP en esta coyuntura. Es verdad que el difícil trance por el que pasan el Gobierno y sus extensiones, que se refleja en las encuestas de opinión, ha devuelto, no sin razón, los ánimos a la parroquia de estribor, pero conviene no confiarse, desde luego, no minusvalorar las aristas del asunto ni, por supuesto, minusvalorar la capacidad de reacción del medio socialnacionalista, que es mucha.

Me imagino que algo habrá pensado Rajoy de todo esto, y habrá dedicado sus buenas horas a meditar cómo navegar por aguas tan procelosas, pero, poniéndose en su piel, a la vista está que no es nada fácil.

De entrada, los acontecimientos han demostrado, sobradísimamente, que ya no es de buen sentido presuponer barrera alguna ética, patriótica o pura y simplemente jurídica para la actuación de la alegre muchachada zapateril. No hay “rayas rojas”. Absolutamente ninguna. Es verdad que en las filas socialistas hay mucho gritón y mucho rebelde, pero conviene desengañarse, ninguno de ellos abandonará el barco hasta que no quede la más mínima posibilidad de salvación. Y, hoy por hoy, hace frío en la casa de Ferraz, pero mucho más frío hace fuera. Así pues, las tensiones en ese lado no deberían ser muy tenidas en cuenta.

Así pues, ¿qué hacer? Dicho sea de paso, por si fuera necesario, hablo del trámite parlamentario del estatuto catalán –que, ya se sabe, no es un problema de los españoles, pero es que nos gusta hablar de ello-. No hay posición exenta de riesgo, pero creo, sinceramente, que el PP debería adoptar una línea intermedia, participando en el debate, pero no tomando parte en las votaciones.

En realidad, lo plenamente coherente sería no participar en absoluto. El PP proclama, con justeza, que todo esto es un fraude de ley y, por tanto, la participación, siquiera sea en grado mínimo, implica un grado de corresponsabilidad. Pero, amén de que no cabe descartar –más bien podemos estar casi seguros- que el TC dé por bueno el procedimiento, en cuyo caso los argumentos jurídicos perderían fuerza en este momento, eso es ponérselo demasiado fácil al aparato prisaico.

Es cierto que los voceros de Polanco y mucho izquierdoso despistado, algunos de buena fe, están deseando que se demuestre de una vez por todas que, al cabo, esto es culpa de la derecha, porque sería lo único que podría reconciliar su conciencia con la realidad. En definitiva, no es que ZP sea una especie de pirómano peligroso, sino que el pobre hace cuanto puede por remediar desgracias larvadas, sin duda, en el horrible aznarato y que la actitud obstruccionista del PP se empeña en conducir al desastre. ZP no es la causa de nuestros males sino, antes al contrario, el remedio. Esto es inevitable, qué duda cabe, pero también puede haber grados. A fin de cuentas, la perpetua y la pena de muerte no son exactamente lo mismo.

¿Por qué entiendo que será más lógico que el PP no participe, en absoluto, en ninguna votación –excepto, claro, la votación de totalidad que la ley requerirá, preceptivamente, por su carácter orgánico-? Porque no es difícil entrever que esas votaciones van a acabar siendo un auténtico delirio. En los casos en los que el PSOE no quiera cambiar nada, pues nada hay que decir, ya que el resto de la banda está por respetar el estatuto tal cual. Pero en aquellos aspectos en los que el PSOE sí pretenda cambiar algo (por ejemplo, en el dichoso concepto de “nación”) la aritmética dice que no podrá hacerlo sin el concurso del PP, porque sus socios votarán en contra, previsiblemente – atentos a todo esto, porque puede ser el paroxismo del esperpento.

Es cierto que si el PSOE no recibe el apoyo del PP a los cambios, puede acusar al partido adversario de incoherente ya que, de un lado, denuncia insistentemente la inconstitucionalidad del texto pero, de otro, negaría su apoyo a enmiendas destinadas a corregir esa inconstitucionalidad. Pero lo contrario supone una incoherencia aún mayor, cual es participar, de hecho, de la estrategia socialista y, por tanto, del planteamiento de que “con cierto maquillaje” el estatuto va para adelante.

Y es que, al final, la conclusión va a ser la misma, salvo que una tormenta venida de Cataluña descargue una tromba en la Carrera de San Jerónimo. El estatuto será aprobado con rebajas –con las que, probablemente, se conformará, en otro acto de generosidad infinita y paciencia sin límites, preñado de seny, la austera representación catalana, siempre tan moderada-, pero, salvo milagro, seguirá siendo inconstitucional (especialmente si, como se puede leer en algún diario electrónico, el Gobierno sólo quiere, realmente, modificar el capítulo de financiación y algún otro aspecto muy hiriente) y, por tanto, terminará en las manos del Tribunal Constitucional. A partir de ahí, Dios sabe qué puede suceder (otro día examinaremos cuáles pueden ser los resultados de una sentencia declarando la inconstitucionalidad del texto). Pero el PP saldrá con cartas para jugar la baza siguiente.

La baza siguiente sería un eventual referéndum en Cataluña, en el que las posibilidades constitucionalistas, claro, pasan por movilizar a toda la gente, mucha, que no suele votar en las autonómicas. Será un intento desesperado, claro, pero es imprescindible que el Partido Popular llegue en condiciones de ser el abogado de la Constitución en juicio tan desigual.

miércoles, octubre 19, 2005

LA MESA DEL CONGRESO

La Mesa del Congreso de los Diputados ha tomado la decisión, previsible a la vista del precedente del Plan Ibarretxe –no todo es malo en el zapaterismo, al menos existe cierta coherencia de conducta-, de admitir a trámite el proyecto de estatuto de Cataluña como tal estatuto.

Aduce la Mesa que no le compete enjuiciar la constitucionalidad o inconstitucionalidad del texto, ya que esta cuestión es materia reservada al TC y, por tanto, que no procede la petición del PP de que el documento se tramite como propuesta de reforma constitucional. De por qué no se solicita, pese a las dudas existentes, informe a otras instancias consultivas tan relevantes como el Consejo de Estado no parece darse razón. Bien pensado, es obvio, porque ya me dirán qué puede esperarse de esos nidos de fachas inmovilistas que pueblan los organismos consultivos. El régimen está ya harto de que toda esa legión de leguleyos no termine de impregnarse del aire de los nuevos tiempos y se siga aferrando a sus librotes y sus repertorios de jurisprudencia, ¡aquí la única fuente que hay que consultar es a Suso de Toro o, si no está disponible, a Rubert de Ventós!

En fin, letrados tienen las Cortes, y muy buenos, que podrán sustentar la interpretación de la Mesa. Puede, además, que el propio TC esté de acuerdo –aunque sólo sea por aquello de apartar de sí semejante cáliz hasta el momento en que ya sea del todo imposible eludirlo, cosa que tiene todas las trazas de suceder porque, hoy por hoy, todo apunta a que el estatuto saldrá de las Cortes tan inconstitucional como entró- pero, humildemente, me parece inadmisible.

Es verdad que el Reglamento del Congreso dice que a la Mesa sólo le compete “calificar” los documentos, y eso puede entenderse de muchos modos. Es verdad que no se dice que le corresponda enjuiciar ex ante la constitucionalidad –ni tan siquiera los vicios más groseros-, pero, más allá de que el artículo 9 de la Carta Magna proclame solemnemente la vinculación a ella de todos los poderes públicos –es decir, que estos deberán tener la Constitución presente en su actuar y defenderla siempre-, modestamente, quisiera que alguien con más competencia que yo, que hay muchos, me aclarara algunos extremos.

¿Puede entenderse “calificar” un documento como analizar, pura y simplemente, su perfección externa –en el caso que nos ocupa, que venga, efectivamente, remitido conforme al procedimiento correspondiente y acompañado de los antecedentes preceptivos-? Si esto es así, ¿cómo se comprende que, por ejemplo, el Reglamento encomiende a la Mesa que verifique si una determinada ley deberá tramitarse como orgánica? Que se sepa, eso no puede hacerse de otro modo que mediante un examen de su contenido material, o más exactamente mediante un contraste de dicho contenido con los artículos relevantes de la Constitución que crean las correspondientes reservas. Entonces, ¿debe la Mesa entrar a enjuiciar aquellas leyes sospechosas de intentar pasar por ordinario lo que es orgánico –recuérdese que el procedimiento es diferente- pero debe abstenerse de entrar a evaluar el contenido de los documentos cuyo proponente titule “propuesta de reforma de estatuto de autonomía”?

Es cierto que, terminado el proceso legislativo, hay leyes que son inconstitucionales y, por tanto, pueden ser recurridas y, en su caso, derogadas por el TC. Ahora bien, la existencia de ese control último, ¿legitima que los grupos políticos, el gobierno o quien sea, hagan propuestas que saben a ciencia cierta que son inconstitucionales sin proponer, al tiempo, una reforma de la Constitución? Obsérvese que en el caso que nos ocupa, ya nadie discute, ni tan siquiera en Cataluña, seriamente, que el estatuto propuesto es inconstitucional. ¿Por qué demonios hace alguien una propuesta que sabe a ciencia cierta que no es viable? La Mesa, por supuesto, no lo ignora. ¿Alguien ha caído en la cuenta del absoluto sinsentido en el que estamos metidos? Es más, ¿qué sentido tiene, entonces, el propio trámite de admisión?

El trámite de admisión existe, sencillamente, porque existen diferentes procedimientos legislativos en función de la materia tratada. Por eso debe hacerse una calificación rigurosa de los documentos. En caso contrario, el trámite no sería más que una verificación administrativa, perfectamente al alcance de los funcionarios al cuidado del registro de la Cámara.

Cabe hacer, por tanto, dos precisiones:

La primera es que el derecho no suele prever absurdos. No suele prever su propia perversión. Por eso, una conducta aparentemente absurda suele encubrir un fraude. Nadie hace completamente a sabiendas una propuesta inviable, salvo que tenga la sospecha de que tal inviabilidad es solo aparente, porque alguien se va a ocupar de que la razón de la misma sea oportunamente soslayada. Todos sabemos –por supuesto, los socialistas también- que se quiere violentar la Constitución. Es más, así ha sido proclamado por el Presidente del gobierno, que se ha mostrado dispuesto a hacer cuanto esté en su mano para hacer que sea posible lo que no debería serlo. Y todos, excepto el PP, van a prestar de grado su colaboración para que este monumental fraude se consume.

La segunda es que no hay ordenamiento que resista el vaciamiento de su espíritu, ni ordenamiento que pueda subsistir sólo en su letra. El sentimiento jurídico y la lealtad constitucional exigen, para que la Constitución se sostenga, que la interpretación de quienes han de aplicarla sea siempre “pro constitución”. La Mesa del Congreso ha dado un buen ejemplo de cómo cargar contra la ley desde dentro de la ley misma. Y esto, señores, es una auténtica aberración.

La expresión “estado de derecho”, tomada en su literalidad, es una soberana memez. Todos los estados, o son de derecho –de algún derecho- o no son. El estado es el derecho hecho persona (jurídica). Pero todos sabemos que, en realidad, esa expresión está llena de un significado que trasciende la mera yuxtaposición de términos. Cuando Rodríguez Zapatero y sus adláteres hablan de “estado de derecho” es cada día más evidente que quieren señalar que en España hay leyes, reglamentos, jueces y fiscales... como también los hubo en épocas pretéritas. Lo que ocurre es que en épocas pretéritas las leyes estaban huérfanas de legitimidad, los reglamentos eran de factura tan impecable como vacíos de alma y jueces y fiscales eran muy obedientes.

Obsérvese la paradoja. El estado franquista fue liquidado a través de una fórmula jurídica plenamente ajustada a la letra de unas leyes, con la finalidad –por lo demás loable- de destrozar su espíritu, en el supuesto de que alguno tuvieran o, si se prefiere, de llenar la oquedad de ese vacío de legitimidad con un alma democrática. También fue un presidente de las Cortes el ingeniero del asunto. Parece que ha creado escuela. Curioso país este en el que los ingenieros... vuelan los puentes.

martes, octubre 18, 2005

MULTICULTURALISMO

José María Aznar bramó hace unos días contra el multiculturalismo, al que acusó poco menos que de raíz de todos nuestros males. Lo cierto es que es una pena que el ex presidente muestre, últimamente, esa tendencia a emplear un tono apocalíptico (vamos, como si fuera un blogger del montón, pensarán algunos) que pone fáciles las descalificaciones. Quizá la raíz de nuestros males no sea tanto el multiculturalismo como una mezcla de elementos de la que éste es sólo uno más. En fin, para referencias más finas, ahí está Sartori, que ya abordó el tema en “la sociedad multiétnica” hace algunos años.

Éste es, sin duda, el debate más apasionante de nuestro tiempo, y el que, quizá, de no ser porque estamos más ocupados generando anticuerpos contra la gripe zapatero-maragallina, debería merecer nuestra atención también en España.

El término “multiculturalismo” es algo equívoco, claro. Designa tanto una forma indeseable de relativismo como, sin mayores connotaciones, doctrinas, estudios, análisis, etc. enfocados a la gestión de la multiculturalidad. Esta última, la multiculturalidad, es algo mucho más claro, porque es un hecho. No hay más que poner un pie en la calle, incluso en países antaño tan homogéneos como España, para darse cuenta de qué es eso de la multiculturalidad: ni más, ni menos que el hecho evidente de la convivencia, en el seno de un mismo cuerpo social, de paradigmas culturales diversos.

El debate es viejo, muy viejo. De hecho, hasta no hace muchos años –pocos más de los que abarca el concepto “historia” para un estudiante (ya saben, una unidad mínima de aprendizaje) de la Logse- se creía a pies juntillas que una sociedad implicaba un único conjunto de creencias y valores, una única cosmovisión, en definitiva. La identidad entre el cuerpo político y la forma de ver la vida era un principio político esencial que, según es sabido, llevaba a que monarcas y gobernantes que, por lo demás, no tenían el más mínimo interés en homogeneizar leyes, lenguas y costumbres en sus reinos, reaccionaran sin atisbo de misericordia ante cualquier desliz que pudiera afectar a la fe o a las convicciones políticas comunes.

Esto venía siendo así desde tiempo inmemorial. De hecho, los griegos creyeron siempre que una ciudad, una polis, es antes que nada una comunidad de creencias –no un territorio o un conjunto cualquiera de personas-. Tanto que quien escogía profesar otras creencias, adoptar otro paradigma de vida, debía, al tiempo, buscar otra ciudad, porque no podía continuar siendo ciudadano. No otro es, en suma, el cargo principal que pesó sobre Sócrates y fundamentó su sentencia. El filósofo fue acusado de “impiedad”, crimen nefando para los griegos, porque cuestionaba las bases mismas de la convivencia. Atenas nos mostró, pues, la primera evidencia de que democracia y libertades –como nosotros las entendemos- no son, ni mucho menos, la misma cosa. Que puede haber democracia y no libertades es, pues, obvio.

Este estado de cosas se mantuvo inalterado hasta las revoluciones americana y francesa, o sea, hasta las postrimerías del XVIII. Hasta esa fecha, en Occidente se pensaba que la preservación del orden exigía la comunidad de cosmovisión. En el colmo de la tolerancia –por ejemplo, en Francia bajo el Edicto de Nantes o en otras épocas- llegó a aceptarse que uno pudiera, en privado, discrepar o profesar alguna creencia diferente a la general de la comunidad pero, desde luego, no era habitual que tal creencia pudiese mostrarse externamente y, en todo caso, debía tratarse siempre de algo minoritario.

Los revolucionarios llegaron, en fin, con la intención de emancipar al individuo y de disociar el orden público –la moral pública- de la moral privada. Esto es, decretaron que no incumbía al estado entrar en lo que cada cual pensara y que el poder político en nada tenía que interferir en la forma en que cada uno viera la vida, siempre que esa forma de ver la vida y sus manifestaciones externas fuesen compatibles con la libertad de los demás y el normal funcionamiento de las instituciones. Estos bellos principios pasaron de los textos revolucionarios a las constituciones y a las declaraciones, primero occidentales y luego universales.

De manera que, sin aparentes rupturas, las sociedades occidentales pasaron a existir sobre una pluralidad de paradigmas culturales... teórica. Porque lo cierto es que esos excelentes principios estaban fundamentados en que, de hecho, la pluralidad de formas de ver la vida era razonablemente escasa, esto es, se podía ser fácilmente multiculturalista porque las sociedades no eran, de hecho, multiculturales o, al menos, no lo eran en una medida suficiente. Las creencias de la mayor parte de la población eran muy razonablemente compatibles. Por ello tenían pleno sentido frases tan tontas como aquella que decía que los españoles no eran racistas... obviando el pequeño detalle de que en nuestro país, hace diez o quince años, no había más extranjeros que los americanos de las bases.

La multiculturalidad real viene, pues, a poner a prueba nuestro sistema de principios. No es cuestión, claro, de abogar por el retorno a la época prerrevolucionaria, pero tampoco puede despacharse el asunto de manera frívola, a lo progre –porque, dicho sea de paso, la gente en la cola del Alphaville también es muy homogénea, con lo que la percepción de la multiculturalidad que tienen algunos es un tanto sesgada-, con superficialidad. Esta es una cuestión extremadamente importante.

La tensión entre una sociedad con paradigmas plurales y una moral pública –en el sentido más amplio- que, de hecho, está inspirada en uno, y solo uno, de ellos sólo puede salvarse de dos maneras: derogando esa moral pública –lo cual implica, de hecho, renunciar a muchos los múltiples logros que esa moral ha posibilitado- u obligando a alguna de las morales privadas a replegarse al ámbito de la más estricta intimidad.

Esta tensión, dicho sea de paso, está presente y, en cierto modo, prevista, en las declaraciones de derechos, que no otorgan el mismo grado de protección al derecho del individuo a poseer sus convicciones más íntimas y a que estas no sean agredidas y al derecho a manifestarlas, a conducirse conforme a ellas. Pero ni siquiera esta separación es tan fácil como parece. Hay cierta contradicción –como era de esperar- entre los múltiples pronunciamientos que sacralizan la esfera personal el individuo y, al tiempo, promueven una educación orientada a la tolerancia – pero la tolerancia es un valor, y su aprendizaje requiere, en múltiples ocasiones, operar sobre el sistema general de valores de algunos individuos y, quizá, entrar en contradicción con él.

No hay respuestas fáciles, y mucho menos desde el paradigma liberal que es, precisamente, el que se discute –estas cuestiones ponen al liberalismo político, sin duda, ante algunas de sus más graves dificultades teóricas-. Pero estamos hablando, auténticamente, de una cuestión de supervivencia. Tema, pues, no apto para zetapés.

lunes, octubre 17, 2005

LAS 8 VÍAS DE SAN ZP

San Anselmo y Santo Tomás, entre otros, allá en la “oscura” Edad Media –estoy con el escritor italiano Luciano de Crescenzo (autor de una breve y muy amena Storia della Filosofia Medioevale), cuando dice que, si la Edad Media fue “oscura” habrá que averiguar quién apagó la luz- se aplicaron a demostrar, mediante razonamientos lógicos, nada menos que la existencia de Dios. Y hay que reconocer que es un auténtica lástima que dichos razonamientos estuvieran sustentados en peticiones de principio un tanto inaceptables, porque muchos de ellos eran verdaderamente bellos y, como mínimo, resultaban en hermosos términos para referirse al Creador, de manera que, a los ya poéticos –y filosóficamente densos- calificativos bíblicos se añadieron otros como el de “primera causa incausada” y similares. El de Aquino firmó no una, sino varias de estas perlas.

En definitiva, todos esta elucubraciones terminaban siendo, en esencia, voluntaristas. Es decir, se terminaba concluyendo que Dios existe “quod erat demonstrantur” por su necesidad. Puedo pensar en la perfección de perfecciones, ergo dicha perfección de perfecciones existe y no puede ser sino Dios, ¿cómo, si no, ha podido anidar semejante noción en mi razón? En fin, cosas de Santos, pero conviene no olvidar que el gran Descartes termina su fenomenal construcción (esa que empieza por el pienso, “luego existo”... y termina concluyendo que nada puedo saber a ciencia cierta) rompiendo el solipsismo con un sonoro patinazo lógico, al recurrir, de nuevo, al buen Dios para que, en suma, se constituya en garante de mi capacidad de discernir lo verdadero de lo falso.

Si nuestro Esdrújulo poseyera una fracción infinitesimal de la cultura de Santo Tomás, o fuera, al menos, de verbo florido, cabría esperar que sus famosas 8 vías hacia la conciliación de la nación catalana y la nación española concluyeran, al menos, en algo estéticamente aceptable. Pero conociendo al andoba, cabe esperar ocho paridas de infarto, normalmente en ese pseudoespañol tan cansino en el que perpetra sus alocuciones (la primera víctima de este temporal que nos está cayendo es, cómo no, la lengua, el español y, por lo que se ve, también el catalán).

Que el empeño es imposible lo dice la lógica. Alguien ha escrito este fin de semana que entre la nación catalana y la nación española se plantea una incompatibilidad de raíz. No pueden existir ambas a la vez en (el plano jurídico, claro) y subsistir, al tiempo, el edificio constitucional. Lo hemos recordado ya muchas veces –y, por cierto, no es que este blog sea precisamente original, hay bibliotecas enteras de tratados y sentencias del Tribunal Constitucional como para empapelar la Moncloa que dan fe de ello-: “nación”, en la Constitución, es sinónimo de “pueblo español” y, por tanto, es la palabra que se emplea para designar al soberano único, porque unitario es nuestro estado. Si empleáramos cualquier otro término para designar al pueblo español en su conjunto, ipso facto, ese término quedaría afectado de una reserva total, impuesta por el concepto que designa.

Ya razonamos en esta bitácora –y lo hemos podido leer últimamente- que la dichosa frase “nación de naciones” es increíblemente equívoca, y sólo es conciliable con la actual Constitución española sobre la base de que “nación” no signifique lo mismo –yendo, obviamente, la diferencia más allá de la entidad territorial designada- en el término calificado (nación) y en el calificativo (de naciones).

Por tanto, ZP no tiene, ni puede tener, fórmula de conciliación alguna. Tendrá, todo lo más, una fórmula transaccional en la que, necesariamente, una de las dos partes interesadas habrá de ceder ante la otra. Toda solución que iguale Cataluña a España es, por eso mismo, inconstitucional, porque estará calificando a una entidad no soberana con el término que, en nuestra Ley Fundamental, está reservado a España. Toda solución que mantenga el status quo actual, es decir, a Cataluña como ente diferenciado –y obviamente subordinado- a España será insatisfactorio para quienes dicen haber hecho de este, de que Cataluña sea una nación, un objetivo irrenunciable.

Caben, pues, dos soluciones. O bien la “fórmula” es una imbecilidad de calibre mayor, una ofensa a la inteligencia de dimensión, incluso, más alta de lo habitual o bien el Presidente del Gobierno se apresta, en efecto, a transar.

A los fundamentalistas del diálogo, esto les puede parecer maravilloso, claro. Y en esto se parecen a San Anselmo y a Santo Tomás. También están impelidos por la necesidad. La necesidad de resolver el problema catalán. La necesidad del “algo hay que hacer”. Igual que la “imposibilidad” de una serie infinita de causas llevaba per se a la existencia de una causa incausada, nuestros apóstoles del pensamiento fofo han asumido, sin discusión, que la plena legitimidad de la parte nacionalista conduce, inapelablemente, a una fórmula transaccional. Han asumido, pues, que se debe transar nada menos que sobre la misma naturaleza de nuestro estado.

Esto es grave porque implica, a mi juicio, un desnortamiento político importante. Implica una dinámica sin fin, una consagración plena del infantilismo político que representa un nacionalismo, en cuya virtud todo aquello que el nacionalista necesita “es”, obviando que entre deseos y realidades media un salto importante –igual que los santos medievales obviaban graciosamente que entre sus bellos razonamientos y sus corolarios se abría una sima ontológica-. Pero lo es mucho más porque nadie se atreve a plantear las cosas con esta crudeza.

¿Por qué demonios ZP no se deja de tonterías y dice, a las claras, que no cree que la estructura constitucional de España sea adecuada a su estructura real?, ¿por qué no dice, abiertamente, que la Constitución del 78, para él, no está vigente? Le asiste todo el derecho del mundo a pensarlo, como a Santo Tomás le asistía el derecho a creer en Dios.

Es probable que eso le condujera a una posición política incómoda, o con insuficiente respaldo, vaya usted a saber. Pero le evitaría hacer el ridículo.

domingo, octubre 16, 2005

ORTEGA O LA DIGNIDAD DE PENSAR EN ESPAÑOL

Celebramos en estos días el cincuentenario de la muerte de don José Ortega y Gasset. Aunque al menos parte de la parroquia liberal le tiene siempre presente, creo que conviene parar un segundo a reflexionar sobre su figura. Pocos son los homenajes que, en comparación con su talla, se le están tributando. Es verdad que en estos días se procede a una reedición de sus obras completas que es, quizá, el mejor recuerdo, pero no por esperable es más comprensible el silencio mezquino de la Administración española, tan dada a efemérides y conmemoraciones de cuanto de prescindible y frívolo hay en el mundo. Supongo que el propio Ortega habría recordado, con dicho castellano, que es imposible que un olmo dé peras.

No deja de ser una ironía del destino que la conmemoración llegue en este momento, auténticamente funesto, en la que un gobierno irresponsable, nacido de la desgracia, hace plenamente actuales sus palabras acerca del estatuto de Cataluña en aquellas Cortes de la República, tan florentinas en las formas como ásperas en el fondo de los debates. En estos días sale a la calle el libro que recoge, extraídas del diario de sesiones, las intervenciones de Ortega y Azaña – ilustrativas ambas. Corría 1932. Sin duda, si el filósofo madrileño pudiera seguir la actual polémica, sabría cuan certero resultó su diagnóstico, todo tendría para él un aire de déja vu (todo, claro, excepto la insultante falta de patriotismo, que no exhibieron nunca quienes, por lo demás, discrepaban en todo).

Ortega reunió en su persona dimensiones que lo convierten, quizá, en el último gran humanista que ha dado nuestro país. Filósofo, escritor, divulgador, político... nada verdaderamente humano le era ajeno. A mi juicio, sin duda, es la figura cimera del pensamiento político español del siglo pasado, y todo apunta a que, si las cosas siguen como pintan, no tendrá igual tampoco en el presente, aunque solo sea porque, merced a la política educativa ideada por el genio socialista y no enmendada por la cobardía popular, viene ahora una generación de españoles que cree que Ortega y Gasset es simplemente una calle llena de tiendas pijas.

Se ha dicho a menudo que, como pensador, es de talla mediana. No convengo con esa opinión. Sí puede decirse, creo, que no fue un filósofo altamente especulativo, ni un gran creador de sistemas. En ese sentido, es cierto que no estuvo a la pretendida altura del pensamiento de su tiempo pero, ¿estamos seguros de que eso es un defecto? No pretendo, ni mucho menos, ser experto en estas lides pero, ¿acaso no cabe, legítimamente, preguntarse si, desde esas alturas de la abstracción, puede verse algo más claro el panorama de la tierra, esta de aquí abajo, donde habitamos los mortales?

Algunas nociones orteguianas son herramientas explicativas tan potentes como imprescindibles para comprender la vida humana y, sobre todo, su dimensión política. Casi todas sus obras merecen por derecho propio figurar en los anales del pensamiento europeo e internacional, pero sobre todo una: la Rebelión de las Masas. La claridad de entendimiento de Ortega y la profundidad de su análisis resultan sobrecogedoras. No es un libro de tema español, sino que reviste un interés general, y quizá por eso es conocido y citado en círculos intelectuales verdaderamente selectos. Casi ningún otro ensayo escrito en español ha merecido una atención semejante fuera de las fronteras del mundo hispánico.

Fue, ciertamente, un intelectual en el sentido más noble del término. Es decir, un analista riguroso y comprometido con la verdad, no un paniaguado de nadie. Catedrático desde joven, en absoluto se refugió cobardemente en los oropeles y salvaguardas de una academia mucho menos endogámica entonces, sino que entró decidido en el terreno de la prensa diaria y el ensayo. Los vehículos de comunicación del intelectual verdadero con la sociedad a la que sirve. Fundador de la Revista de Occidente y alma de El Sol, hizo cuanto pudo por que la sociedad española dispusiera de unos medios de comunicación a la altura de los tiempos.

Su prosa le sitúa entre los mejores escritores en español del siglo, a mi entender, sobre todo entre los que cultivaron el dificilísimo género del ensayo. No cabe ninguna duda de que hubiera merecido todos los grandes premios literarios instituidos con posterioridad a su muerte –está casi tan claro como que los comemierdas que pululan por los jurados hubieran hecho cuanto hubiera estado en su mano por negárselos-, y su presencia hubiera honrado la nómina del Cervantes, el Príncipe de Asturias o, incluso, el Nobel de literatura (bien pensado, no sé si esto último es realmente un honor).

Estuvo siempre con la libertad, con España y con Europa –si hemos de creerle, con Europa por estar con España. Fue anglófilo convencido, además, en el sentido de que creía, con certeza, que el mundo anglosajón estaba muchos años por delante de la Europa continental en desarrollo político. Todas esas convicciones le convierten, sin duda, en rara avis en el pensamiento español, y aun en el occidental. Recordemos que de los años 30 a esta parte, lo que se ha llevado, lo que se estila en Europa, es ser prototalitario. En tiempos de Ortega y hasta unos cuantos años después, de forma abierta y, desde la ruina del experimiento soviético, de manera más sutil – bueno, siempre quedan amigos de la “vía directa”, para qué nos vamos a engañar, pero los más tiran por los vericuetos de “lo social”. El intelectual europeo medio, en el continente, y con honrosas excepciones, ha sido enemigo acérrimo de las libertades. Paradojas de la vida, la libertad existe (en la medida que existe) hoy a pesar de algunas de las mejores cabezas de Europa, y no gracias a ellas. Dicho sea de paso, me temo que no ha sido ajena a este fenómeno esa búsqueda de las “alturas especulativas”.

En lo político, Ortega es, también sin duda, el mejor exponente de lo que se ha dado en llamar “la tercera España”. Esa España –a la que pertenecen también Madariaga, Besteiro y algunos otros- sucesivamente traicionada por monarquía, república y dictadura. Esa España que se encuentra, ahora, en trance de ser traicionada también por la democracia, ahora en manos de los que ya la traicionaron una vez (sí, esa izquierda que tanto gusta de identificar a la derecha con el pasado, al obrar así se hace heredera de tan pesada carga). Por eso mismo, Ortega, que sería, probablemente, venerado en cualquier otro país de la dimensión del nuestro, tan falto de figuras señeras a las que honrar, no es querido por la izquierda, pero tampoco por la derecha.

La derecha tradicional, claro, no le considera patrimonio propio (la reivindicación de Azaña por Aznar, por cierto, y su silencio absoluto respecto a Ortega le hace mil veces acreedor a la menesterosa situación de su partido). Al fin y al cabo, es un liberal, europeísta y anglófilo –republicano, por lo demás-, ajeno, por tanto, a la línea dominante en ese campo. De la izquierda, mejor no hablar.

Puede que, al fin y al cabo, sea ese el mejor síntoma de su validez.

sábado, octubre 15, 2005

CUMBRE IBEROAMERICANA

El espectáculo de las resoluciones abiertamente procastristas de la Cumbre Iberoamericana de Salamanca prueba, a las claras, que los que afirman que nos encontramos frente al peor gobierno español desde Calomarde marran el tiro. La sola comparación ofende a cuantos gobiernos han regido los destinos de nuestro país –y téngase presente que, en ocasiones, estos han sido incluso dos a la vez-. El ministerio Zapatero no es un gobierno, sino que empieza a ser una patología. Una suerte de enfermedad de la que ya solo cabe desear que no sea mortal de necesidad, aunque los síntomas no dan pie a muchas alegrías.

Parece evidente que el jefe del ejecutivo sólo se ve superado en idiocia, en ensimismamiento y en ausencia de conexión mental con la realidad del país por el canciller y alguno de sus secretarios de estado. Moratinos y sus asesores carecen de igual en el amplio panorama de la diplomacia mundial. No se conoce ningún otro ejemplo semejante de tercermundismo... en un país del primer mundo. Y es que, para desdicha de Moratinos y alguno de sus adláteres, sobre todo gracias a que la gente como ellos no ha accedido al gobierno sino hasta fecha muy reciente, España es un país desarrollado y, asimismo hasta hace muy poco, incardinado en la órbita de Occidente.

El próximo gobierno español, si es que lo hay, sudará la gota gorda no ya para devolver (o dar, que no quiero herir sensibilidades) a España un puesto digno en la escena de las naciones, concordante con nuestro peso económico, sino para alcanzar algún lugar decente entre las potencias medias –concepto que abarca desde Italia hasta Bélgica, por citar sólo ejemplos europeos, por lo que caben muchos estadios intermedios-.

El solo hecho de haber puesto las relaciones exteriores de la décima potencia económica mundial, el quinto país de la Unión Europea por población, uno de los principales inversores mundiales en Iberoamérica, cofundador del euro, signatario de todos los tratados relevantes que ligan a las naciones civilizadas, uno de los estados más viejos del mundo y, en fin, un país que acredita embajadores desde que se inventó esta figura en manos de ese ente indescriptible que atiende por Moratinos y mantenerlo tras desastres como el de la Cumbre es razón más que suficiente para que el líder de la oposición presente una moción de censura.

La Cumbre Iberoamericana, por lo demás, va a terminar como se preveía, como un acto de “turismo presidencial”, según ajustada descripción del presidente Uribe. Nada inhabitual, por lo demás porque ¿cuándo han producido algo fructífero estos encuentros? Se dirá, no sin razón, que una reunión general de mandatarios iberoamericanos es algo valioso en sí mismo, pero eso parece manifiestamente insuficiente para justificar el dispendio que se obliga a hacer a algunas naciones que se cuentan entre las más menesterosas del planeta. Dicen que el nuevo Secretariado Permanente en manos de Iglesias, con su dotación presupuestaria algo raquítica, pero con su tarea continuada, puede hacer que la cosa dé más de sí. Hasta ahora, la verdad, sólo son productivas para Castro –mucho, porque el tío ni se molesta en ir, sino que manda un esbirro, que siempre sale más barato.

El caso es que es muy difícil.

Es muy difícil, en primer lugar, porque la comunidad lingüística en torno al español y al portugués apenas puede disimular la gran heterogeneidad que caracteriza al mundo iberoamericano. Algunas naciones como Bolivia centran su atención en salir de un subdesarrollo profundo que, en algunos aspectos, las acerca más al infierno africano que a aquellos estados con los que comparte frontera. Otras, como Argentina, pugnan por no salirse, realmente, de la estela de la civilización, por no caer en la sima de la descomposición final de lo que fue un gran país –y no es sólo una cuestión de mantener una digna renta per cápita-. Brasil está llamado a desempeñar, si quiere y es capaz de poner en orden su casa, un papel de potencia mundial; nadie está en condiciones de disputar su papel en el Cono Sur, y parece destinado a ser la verdadera “voz de América Latina” en grandes foros (si algún día ser reforma el Consejo de Seguridad, he aquí un candidato en boca de muchos para una silla permanente). México, en fin –la primera potencia hispánica- parece determinado a resolver sus cuitas, anclándose definitivamente a América del Norte, y su gran vecino está por la labor de que así sea (y es que el Tío Sam no es idiota, y está dispuesto a darle a México lo que no le va a dar nunca a nadie más). Agendas muy diferentes, por lo que se ve.

Por otra parte, ni las naciones iberoamericanas están dispuestas a ser una caja de resonancia que aumente varias veces el peso real de España en el mundo ni España está en condiciones de subirse a esos hombros –ni aunque ZP nos hiciera mañana el favor a todos de retirarse de la política para siempre-. Una de las razones por las que la comunidad iberoamericana no existe como tal es la falta de capacidad de nuestro país para liderarla. Carecemos del prestigio necesario.

España siempre deberá tener unas relaciones especiales con América, por historia y por cultura. Pero no se debe perder de vista la verdadera dimensión de nuestro país. De hecho, la situación actual puede calificarse ya de ajustada a esa dimensión. Al fin y al cabo, somos los segundos inversores mundiales en el área, a prudente distancia de los Estados Unidos. Y para nosotros, ser los segundos en algo es mucho, porque no lo somos en casi nada más.

España es, por encima de todo y ante todo, un país europeo. Y en ese contexto, hemos de contar, sobre todo, con nuestras propias fuerzas. Esa idea tan cursi de “ser la voz de Iberoamérica” o lo de “ser el puente” sólo es válido para Iberia y el aeropuerto de Barajas que, sí, son la llave del Atlántico Sur. Ni las naciones iberoamericanas –algunas ya más relevantes en muchos campos que la propia España- necesitan voceros ni, probablemente, Europa tiene un interés excesivo en América Central y del Sur. Dicho sea de paso, nuestros socios comunitarios cuidan de sus propios intereses, y lo hacen muy bien. Iberoamérica y su cercanía idiomática no son ni pueden ser sustitutos de carencias. Parece que nuestros empresarios lo van entendiendo, y saben ya que América no excluye a otras áreas como Asia o Europa del Este, no vinculadas con España por lazos históricos y ni falta que hace.

Nada de lo dicho implica, por supuesto, negar la comunidad cultural sustentada en una lengua compartida. Eso, aparte de una descomunal oportunidad de negocio –como, por cierto, ya han percibido los grandes grupos norteamericanos de comunicación, cuyos balances se formulan en inglés pero que están muy por la labor de entrar en el juego del español- es un valor importante que se debe preservar. Entre otras cosas porque nos interesa a todos, a nosotros y a ellos. Iberoamérica no tiene otra sustancia real que el español y el portugués –sobre todo el primero, por razones demográficas evidentes-. El tener una misma lengua del Río Grande (en realidad, desde la frontera del Canadá) hasta la Tierra del Fuego es un activo de primer orden. Afortunadamente, parece que todas las repúblicas americanas lo han percibido así –sólo la monarquía española parece por la labor de descolgarse-.

España tendría aquí, sí, un liderazgo que desempeñar (inciso: la Academia de la Lengua, tantas veces acusada de inmovilista, hace ya años que entendió que su destino era convertirse en la primus inter pares, por ser la más antigua, de todas las academias del español, magisterio unánimemente aceptado por quienes son ya más dueños del idioma que los propios españoles, y que está dando sensacionales frutos en forma de documentos y pronunciamientos conjuntos que tienden a asegurar una norma culta poderosamente unificada en ambas orillas del Atlántico). Además de que nuestra industria editorial puede contribuir a dar una dimensión mundial a los escritores de cualquiera de los países americanos, nuestro país, por su mayor desarrollo económico, puede convertirse en destino preferente –ya lo es, en realidad- de estudiantes e investigadores, que pueden desarrollar aquí parte de su tarea.

Pero todo eso, claro, exige que Moratinos vuelva a Palestina. A ser posible, peregrinando, que tardará más.

miércoles, octubre 12, 2005

DOCE DE OCTUBRE

Hoy es la Fiesta Nacional de España. Enhorabuena, pues, a todos los españoles. Es cierto que, en un país tan viejo, cada día trae su efeméride. Así, a bote pronto, cómo no citar el 6 de diciembre que es, quizá, el día más importante de nuestra historia reciente, pero también el 19 de marzo en que se aprobó aquella Pepa que, en los pocos períodos en que llegó a regir nuestros destinos, nos puso a la cabeza del constitucionalismo
Decimonónico o, por qué no, el 2 de mayo –hoy fiesta de la Comunidad de Madrid- en que el país vibró, llevado de un sentimiento en buena medida insensato, pero unido. Eso en la nómina gloriosa, pero también se pueden rememorar caídas y derrotas de las que quizá no se aprendió todo lo que se hubiera debido. Trafalgar es un ejemplo que vendría al pelo.

Pero es evidente que ninguna de esas fechas tiene el significado profundo del 12 de octubre. La fecha de inicio de la aventura americana y, por tanto, de la más importante aportación de España a la civilización. Nunca, por ejemplo, nuestros hermanos portugueses, ni tan siquiera en momentos de profunda crisis, ni en la mayor de las postraciones, han llegado a renegar de su epopeya, paralela a la nuestra y de la que se sienten legítimamente orgullosos. Si hay algo que nuestros escolares deberían verdaderamente aprender –amén de todo el Título Preliminar de la Carta Magna, más el principio de igualdad consagrado en el artículo 14- y en lo que deberían creer firmemente es en esto. Deberían ser conscientes de que son hijos de una nación que, como pocas en el mundo, contribuyó a que la civilización europea pudiera salir de su viejo solar, quizá para sobrevivir a Europa misma. Y que eso no es hace mejores que nadie, pero desde luego tampoco peores.

Ese ser mezquino e insignificante que, casualidades de la vida, ocupa hoy la segunda magistratura de nuestro estado –y, sí, al hablar de cierta gente, es bueno llamar al estado sólo eso, “estado”, con toda la frialdad funcionarial que el caso merece- apartaba de sí, no hace mucho, el cáliz del “españolismo”. Ese es, precisamente, el ejemplo a evitar. Ojalá los españoles fueran algo más españolistas, aunque el término haya devenido insulto (bueno, en ciertas zonas del país, hasta el propio gentilicio “español” es ya baldón de infamia, por lo que parece que los españoles ya llevamos la marca de nuestra bajeza inscrita en el DNI, ¿merece, pues, la pena perder el tiempo en luchar contra eso?). Porque es legítimo, porque no es verdad que querer con ponderación a nuestro país y sentir el orgullo de ser español nos iguale a la marea de oligofrénicos que cada día inundan las páginas de nuestros periódicos. Es sensato no querer parecerse a ellos ni a sus pares en otras latitudes y épocas, pero no es imprescindible, para eso, convertirse en un nihilista ni mantener una actitud vergonzante con respecto al propio ser.

Nadie tiene derecho a robarles a los españoles su patrimonio histórico, cultural y su orgullo. Hoy mismo lo afirma Benigno Pendás, y yo lo suscribo. Nadie tiene derecho a robar el derecho a ser español. Hayan sido cualesquiera que hayan sido las vicisitudes por las que ha atravesado, a la vista está que la historia de España, por ahora, acaba bien. Los españoles no tienen por qué asumir que nuestro país y su presente son una especie de monumental error histórico, una gran equivocación, sencillamente porque no es verdad. Se han cometido errores, seguro, pero se ha sabido remediarlos.

Perdimos muchos trenes, qué duda cabe, pero nos hemos aplicado para recuperar el tiempo perdido. Y tenemos muchas cosas de las que ocuparnos como para andar perdiendo el tiempo con bobadas. El examen de conciencia que hubiera que hacer ya se ha hecho. Si aún hoy hay quien siente que nuestra bandera es una ofensa –inciso: bien por el alcalde de La Coruña que ha hecho lo que no debería sorprender, pero no deja de ser meritorio, izar una enseña nacional en su ciudad- o que nuestra lengua le trae malos recuerdos, es ya estrictamente su problema.

Nuestra bandera, nuestras leyes, nuestra lengua, nuestra fiesta nacional... nuestros símbolos y tradiciones son tan válidos como los de cualquier otra nación, incluidas, por cierto, todas aquellas que carecen de estado. Ser español es tan bueno o tan malo como ser francés, danés o filipino, pero también como ser catalán, bretón o corso. A nadie se imponen y a nadie se le exigen profesiones de lealtad y fe –se pide, únicamente, que se respete la ley, pero no se requieren amores-. Tenemos todo el derecho a ello, como tenemos derecho a conmemorar, con toda legitimidad, aquello de lo que nos podemos sentir orgullosos. Por otra parte, miles y miles de españoles que, cada día, dan muestra de su capacidad de conciliar identidades sin ningún atisbo de esquizofrenia son la prueba evidente de que el proyecto es más que válido (impresión que, por cierto, se ve más que reforzada por tantos galeses-británicos, bretones-franceses o bávaros-alemanes que dan fe de lo mismo).

Nelson se yergue en lo alto de su columna y la flota de Su Majestad conmemora sus victorias con paradas navales en las que la corrección política apenas deja lugar al disimulo, la enseña tricolor de México ondea orgullosa en el Zócalo, una maravilla gótica, el monasterio de Batalha rememora los triunfos portugueses, las repúblicas americanas celebran abiertamente los días de sus independencias y el mapa de Europa es una sucesión de malos recuerdos españoles en forma de un sinnúmero de localidades en las que se vertió sangre y en las que hoy se conmemoran victorias y derrotas... ¿debemos los españoles de requerir a ingleses, mexicanos o portugueses mesura en sus manifestaciones? ¿hay que pedirles que arríen sus banderas o dejen de celebrar a sus héroes o sus vírgenes por no herir nuestras sensibilidades? En fin, ¿pide alguien que se moderen las estrofas de Els Segadors? ¿por qué tanta progresía cuyos oídos se ofenden con la sola mención del dolor y la muerte acepta, sin más, que rueden las cabezas castellanas?

Casi nadie nos entiende, esa es la verdad. Casi nadie entiende cómo y por qué somos el único gran país de Europa, y quizá del mundo, en el que los símbolos nacionales son sometidos a discusión y su exhibición produce azoramiento en algunos.

Pero esa discusión debe terminarse y esos algunos siempre pueden elegir salir al campo el 12 de octubre. Aunque nos llamen españolistas. Es más, incluso aunque nos llamen españoles.