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miércoles, octubre 19, 2005

LA MESA DEL CONGRESO

La Mesa del Congreso de los Diputados ha tomado la decisión, previsible a la vista del precedente del Plan Ibarretxe –no todo es malo en el zapaterismo, al menos existe cierta coherencia de conducta-, de admitir a trámite el proyecto de estatuto de Cataluña como tal estatuto.

Aduce la Mesa que no le compete enjuiciar la constitucionalidad o inconstitucionalidad del texto, ya que esta cuestión es materia reservada al TC y, por tanto, que no procede la petición del PP de que el documento se tramite como propuesta de reforma constitucional. De por qué no se solicita, pese a las dudas existentes, informe a otras instancias consultivas tan relevantes como el Consejo de Estado no parece darse razón. Bien pensado, es obvio, porque ya me dirán qué puede esperarse de esos nidos de fachas inmovilistas que pueblan los organismos consultivos. El régimen está ya harto de que toda esa legión de leguleyos no termine de impregnarse del aire de los nuevos tiempos y se siga aferrando a sus librotes y sus repertorios de jurisprudencia, ¡aquí la única fuente que hay que consultar es a Suso de Toro o, si no está disponible, a Rubert de Ventós!

En fin, letrados tienen las Cortes, y muy buenos, que podrán sustentar la interpretación de la Mesa. Puede, además, que el propio TC esté de acuerdo –aunque sólo sea por aquello de apartar de sí semejante cáliz hasta el momento en que ya sea del todo imposible eludirlo, cosa que tiene todas las trazas de suceder porque, hoy por hoy, todo apunta a que el estatuto saldrá de las Cortes tan inconstitucional como entró- pero, humildemente, me parece inadmisible.

Es verdad que el Reglamento del Congreso dice que a la Mesa sólo le compete “calificar” los documentos, y eso puede entenderse de muchos modos. Es verdad que no se dice que le corresponda enjuiciar ex ante la constitucionalidad –ni tan siquiera los vicios más groseros-, pero, más allá de que el artículo 9 de la Carta Magna proclame solemnemente la vinculación a ella de todos los poderes públicos –es decir, que estos deberán tener la Constitución presente en su actuar y defenderla siempre-, modestamente, quisiera que alguien con más competencia que yo, que hay muchos, me aclarara algunos extremos.

¿Puede entenderse “calificar” un documento como analizar, pura y simplemente, su perfección externa –en el caso que nos ocupa, que venga, efectivamente, remitido conforme al procedimiento correspondiente y acompañado de los antecedentes preceptivos-? Si esto es así, ¿cómo se comprende que, por ejemplo, el Reglamento encomiende a la Mesa que verifique si una determinada ley deberá tramitarse como orgánica? Que se sepa, eso no puede hacerse de otro modo que mediante un examen de su contenido material, o más exactamente mediante un contraste de dicho contenido con los artículos relevantes de la Constitución que crean las correspondientes reservas. Entonces, ¿debe la Mesa entrar a enjuiciar aquellas leyes sospechosas de intentar pasar por ordinario lo que es orgánico –recuérdese que el procedimiento es diferente- pero debe abstenerse de entrar a evaluar el contenido de los documentos cuyo proponente titule “propuesta de reforma de estatuto de autonomía”?

Es cierto que, terminado el proceso legislativo, hay leyes que son inconstitucionales y, por tanto, pueden ser recurridas y, en su caso, derogadas por el TC. Ahora bien, la existencia de ese control último, ¿legitima que los grupos políticos, el gobierno o quien sea, hagan propuestas que saben a ciencia cierta que son inconstitucionales sin proponer, al tiempo, una reforma de la Constitución? Obsérvese que en el caso que nos ocupa, ya nadie discute, ni tan siquiera en Cataluña, seriamente, que el estatuto propuesto es inconstitucional. ¿Por qué demonios hace alguien una propuesta que sabe a ciencia cierta que no es viable? La Mesa, por supuesto, no lo ignora. ¿Alguien ha caído en la cuenta del absoluto sinsentido en el que estamos metidos? Es más, ¿qué sentido tiene, entonces, el propio trámite de admisión?

El trámite de admisión existe, sencillamente, porque existen diferentes procedimientos legislativos en función de la materia tratada. Por eso debe hacerse una calificación rigurosa de los documentos. En caso contrario, el trámite no sería más que una verificación administrativa, perfectamente al alcance de los funcionarios al cuidado del registro de la Cámara.

Cabe hacer, por tanto, dos precisiones:

La primera es que el derecho no suele prever absurdos. No suele prever su propia perversión. Por eso, una conducta aparentemente absurda suele encubrir un fraude. Nadie hace completamente a sabiendas una propuesta inviable, salvo que tenga la sospecha de que tal inviabilidad es solo aparente, porque alguien se va a ocupar de que la razón de la misma sea oportunamente soslayada. Todos sabemos –por supuesto, los socialistas también- que se quiere violentar la Constitución. Es más, así ha sido proclamado por el Presidente del gobierno, que se ha mostrado dispuesto a hacer cuanto esté en su mano para hacer que sea posible lo que no debería serlo. Y todos, excepto el PP, van a prestar de grado su colaboración para que este monumental fraude se consume.

La segunda es que no hay ordenamiento que resista el vaciamiento de su espíritu, ni ordenamiento que pueda subsistir sólo en su letra. El sentimiento jurídico y la lealtad constitucional exigen, para que la Constitución se sostenga, que la interpretación de quienes han de aplicarla sea siempre “pro constitución”. La Mesa del Congreso ha dado un buen ejemplo de cómo cargar contra la ley desde dentro de la ley misma. Y esto, señores, es una auténtica aberración.

La expresión “estado de derecho”, tomada en su literalidad, es una soberana memez. Todos los estados, o son de derecho –de algún derecho- o no son. El estado es el derecho hecho persona (jurídica). Pero todos sabemos que, en realidad, esa expresión está llena de un significado que trasciende la mera yuxtaposición de términos. Cuando Rodríguez Zapatero y sus adláteres hablan de “estado de derecho” es cada día más evidente que quieren señalar que en España hay leyes, reglamentos, jueces y fiscales... como también los hubo en épocas pretéritas. Lo que ocurre es que en épocas pretéritas las leyes estaban huérfanas de legitimidad, los reglamentos eran de factura tan impecable como vacíos de alma y jueces y fiscales eran muy obedientes.

Obsérvese la paradoja. El estado franquista fue liquidado a través de una fórmula jurídica plenamente ajustada a la letra de unas leyes, con la finalidad –por lo demás loable- de destrozar su espíritu, en el supuesto de que alguno tuvieran o, si se prefiere, de llenar la oquedad de ese vacío de legitimidad con un alma democrática. También fue un presidente de las Cortes el ingeniero del asunto. Parece que ha creado escuela. Curioso país este en el que los ingenieros... vuelan los puentes.