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martes, octubre 18, 2005

MULTICULTURALISMO

José María Aznar bramó hace unos días contra el multiculturalismo, al que acusó poco menos que de raíz de todos nuestros males. Lo cierto es que es una pena que el ex presidente muestre, últimamente, esa tendencia a emplear un tono apocalíptico (vamos, como si fuera un blogger del montón, pensarán algunos) que pone fáciles las descalificaciones. Quizá la raíz de nuestros males no sea tanto el multiculturalismo como una mezcla de elementos de la que éste es sólo uno más. En fin, para referencias más finas, ahí está Sartori, que ya abordó el tema en “la sociedad multiétnica” hace algunos años.

Éste es, sin duda, el debate más apasionante de nuestro tiempo, y el que, quizá, de no ser porque estamos más ocupados generando anticuerpos contra la gripe zapatero-maragallina, debería merecer nuestra atención también en España.

El término “multiculturalismo” es algo equívoco, claro. Designa tanto una forma indeseable de relativismo como, sin mayores connotaciones, doctrinas, estudios, análisis, etc. enfocados a la gestión de la multiculturalidad. Esta última, la multiculturalidad, es algo mucho más claro, porque es un hecho. No hay más que poner un pie en la calle, incluso en países antaño tan homogéneos como España, para darse cuenta de qué es eso de la multiculturalidad: ni más, ni menos que el hecho evidente de la convivencia, en el seno de un mismo cuerpo social, de paradigmas culturales diversos.

El debate es viejo, muy viejo. De hecho, hasta no hace muchos años –pocos más de los que abarca el concepto “historia” para un estudiante (ya saben, una unidad mínima de aprendizaje) de la Logse- se creía a pies juntillas que una sociedad implicaba un único conjunto de creencias y valores, una única cosmovisión, en definitiva. La identidad entre el cuerpo político y la forma de ver la vida era un principio político esencial que, según es sabido, llevaba a que monarcas y gobernantes que, por lo demás, no tenían el más mínimo interés en homogeneizar leyes, lenguas y costumbres en sus reinos, reaccionaran sin atisbo de misericordia ante cualquier desliz que pudiera afectar a la fe o a las convicciones políticas comunes.

Esto venía siendo así desde tiempo inmemorial. De hecho, los griegos creyeron siempre que una ciudad, una polis, es antes que nada una comunidad de creencias –no un territorio o un conjunto cualquiera de personas-. Tanto que quien escogía profesar otras creencias, adoptar otro paradigma de vida, debía, al tiempo, buscar otra ciudad, porque no podía continuar siendo ciudadano. No otro es, en suma, el cargo principal que pesó sobre Sócrates y fundamentó su sentencia. El filósofo fue acusado de “impiedad”, crimen nefando para los griegos, porque cuestionaba las bases mismas de la convivencia. Atenas nos mostró, pues, la primera evidencia de que democracia y libertades –como nosotros las entendemos- no son, ni mucho menos, la misma cosa. Que puede haber democracia y no libertades es, pues, obvio.

Este estado de cosas se mantuvo inalterado hasta las revoluciones americana y francesa, o sea, hasta las postrimerías del XVIII. Hasta esa fecha, en Occidente se pensaba que la preservación del orden exigía la comunidad de cosmovisión. En el colmo de la tolerancia –por ejemplo, en Francia bajo el Edicto de Nantes o en otras épocas- llegó a aceptarse que uno pudiera, en privado, discrepar o profesar alguna creencia diferente a la general de la comunidad pero, desde luego, no era habitual que tal creencia pudiese mostrarse externamente y, en todo caso, debía tratarse siempre de algo minoritario.

Los revolucionarios llegaron, en fin, con la intención de emancipar al individuo y de disociar el orden público –la moral pública- de la moral privada. Esto es, decretaron que no incumbía al estado entrar en lo que cada cual pensara y que el poder político en nada tenía que interferir en la forma en que cada uno viera la vida, siempre que esa forma de ver la vida y sus manifestaciones externas fuesen compatibles con la libertad de los demás y el normal funcionamiento de las instituciones. Estos bellos principios pasaron de los textos revolucionarios a las constituciones y a las declaraciones, primero occidentales y luego universales.

De manera que, sin aparentes rupturas, las sociedades occidentales pasaron a existir sobre una pluralidad de paradigmas culturales... teórica. Porque lo cierto es que esos excelentes principios estaban fundamentados en que, de hecho, la pluralidad de formas de ver la vida era razonablemente escasa, esto es, se podía ser fácilmente multiculturalista porque las sociedades no eran, de hecho, multiculturales o, al menos, no lo eran en una medida suficiente. Las creencias de la mayor parte de la población eran muy razonablemente compatibles. Por ello tenían pleno sentido frases tan tontas como aquella que decía que los españoles no eran racistas... obviando el pequeño detalle de que en nuestro país, hace diez o quince años, no había más extranjeros que los americanos de las bases.

La multiculturalidad real viene, pues, a poner a prueba nuestro sistema de principios. No es cuestión, claro, de abogar por el retorno a la época prerrevolucionaria, pero tampoco puede despacharse el asunto de manera frívola, a lo progre –porque, dicho sea de paso, la gente en la cola del Alphaville también es muy homogénea, con lo que la percepción de la multiculturalidad que tienen algunos es un tanto sesgada-, con superficialidad. Esta es una cuestión extremadamente importante.

La tensión entre una sociedad con paradigmas plurales y una moral pública –en el sentido más amplio- que, de hecho, está inspirada en uno, y solo uno, de ellos sólo puede salvarse de dos maneras: derogando esa moral pública –lo cual implica, de hecho, renunciar a muchos los múltiples logros que esa moral ha posibilitado- u obligando a alguna de las morales privadas a replegarse al ámbito de la más estricta intimidad.

Esta tensión, dicho sea de paso, está presente y, en cierto modo, prevista, en las declaraciones de derechos, que no otorgan el mismo grado de protección al derecho del individuo a poseer sus convicciones más íntimas y a que estas no sean agredidas y al derecho a manifestarlas, a conducirse conforme a ellas. Pero ni siquiera esta separación es tan fácil como parece. Hay cierta contradicción –como era de esperar- entre los múltiples pronunciamientos que sacralizan la esfera personal el individuo y, al tiempo, promueven una educación orientada a la tolerancia – pero la tolerancia es un valor, y su aprendizaje requiere, en múltiples ocasiones, operar sobre el sistema general de valores de algunos individuos y, quizá, entrar en contradicción con él.

No hay respuestas fáciles, y mucho menos desde el paradigma liberal que es, precisamente, el que se discute –estas cuestiones ponen al liberalismo político, sin duda, ante algunas de sus más graves dificultades teóricas-. Pero estamos hablando, auténticamente, de una cuestión de supervivencia. Tema, pues, no apto para zetapés.

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