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lunes, octubre 17, 2005

LAS 8 VÍAS DE SAN ZP

San Anselmo y Santo Tomás, entre otros, allá en la “oscura” Edad Media –estoy con el escritor italiano Luciano de Crescenzo (autor de una breve y muy amena Storia della Filosofia Medioevale), cuando dice que, si la Edad Media fue “oscura” habrá que averiguar quién apagó la luz- se aplicaron a demostrar, mediante razonamientos lógicos, nada menos que la existencia de Dios. Y hay que reconocer que es un auténtica lástima que dichos razonamientos estuvieran sustentados en peticiones de principio un tanto inaceptables, porque muchos de ellos eran verdaderamente bellos y, como mínimo, resultaban en hermosos términos para referirse al Creador, de manera que, a los ya poéticos –y filosóficamente densos- calificativos bíblicos se añadieron otros como el de “primera causa incausada” y similares. El de Aquino firmó no una, sino varias de estas perlas.

En definitiva, todos esta elucubraciones terminaban siendo, en esencia, voluntaristas. Es decir, se terminaba concluyendo que Dios existe “quod erat demonstrantur” por su necesidad. Puedo pensar en la perfección de perfecciones, ergo dicha perfección de perfecciones existe y no puede ser sino Dios, ¿cómo, si no, ha podido anidar semejante noción en mi razón? En fin, cosas de Santos, pero conviene no olvidar que el gran Descartes termina su fenomenal construcción (esa que empieza por el pienso, “luego existo”... y termina concluyendo que nada puedo saber a ciencia cierta) rompiendo el solipsismo con un sonoro patinazo lógico, al recurrir, de nuevo, al buen Dios para que, en suma, se constituya en garante de mi capacidad de discernir lo verdadero de lo falso.

Si nuestro Esdrújulo poseyera una fracción infinitesimal de la cultura de Santo Tomás, o fuera, al menos, de verbo florido, cabría esperar que sus famosas 8 vías hacia la conciliación de la nación catalana y la nación española concluyeran, al menos, en algo estéticamente aceptable. Pero conociendo al andoba, cabe esperar ocho paridas de infarto, normalmente en ese pseudoespañol tan cansino en el que perpetra sus alocuciones (la primera víctima de este temporal que nos está cayendo es, cómo no, la lengua, el español y, por lo que se ve, también el catalán).

Que el empeño es imposible lo dice la lógica. Alguien ha escrito este fin de semana que entre la nación catalana y la nación española se plantea una incompatibilidad de raíz. No pueden existir ambas a la vez en (el plano jurídico, claro) y subsistir, al tiempo, el edificio constitucional. Lo hemos recordado ya muchas veces –y, por cierto, no es que este blog sea precisamente original, hay bibliotecas enteras de tratados y sentencias del Tribunal Constitucional como para empapelar la Moncloa que dan fe de ello-: “nación”, en la Constitución, es sinónimo de “pueblo español” y, por tanto, es la palabra que se emplea para designar al soberano único, porque unitario es nuestro estado. Si empleáramos cualquier otro término para designar al pueblo español en su conjunto, ipso facto, ese término quedaría afectado de una reserva total, impuesta por el concepto que designa.

Ya razonamos en esta bitácora –y lo hemos podido leer últimamente- que la dichosa frase “nación de naciones” es increíblemente equívoca, y sólo es conciliable con la actual Constitución española sobre la base de que “nación” no signifique lo mismo –yendo, obviamente, la diferencia más allá de la entidad territorial designada- en el término calificado (nación) y en el calificativo (de naciones).

Por tanto, ZP no tiene, ni puede tener, fórmula de conciliación alguna. Tendrá, todo lo más, una fórmula transaccional en la que, necesariamente, una de las dos partes interesadas habrá de ceder ante la otra. Toda solución que iguale Cataluña a España es, por eso mismo, inconstitucional, porque estará calificando a una entidad no soberana con el término que, en nuestra Ley Fundamental, está reservado a España. Toda solución que mantenga el status quo actual, es decir, a Cataluña como ente diferenciado –y obviamente subordinado- a España será insatisfactorio para quienes dicen haber hecho de este, de que Cataluña sea una nación, un objetivo irrenunciable.

Caben, pues, dos soluciones. O bien la “fórmula” es una imbecilidad de calibre mayor, una ofensa a la inteligencia de dimensión, incluso, más alta de lo habitual o bien el Presidente del Gobierno se apresta, en efecto, a transar.

A los fundamentalistas del diálogo, esto les puede parecer maravilloso, claro. Y en esto se parecen a San Anselmo y a Santo Tomás. También están impelidos por la necesidad. La necesidad de resolver el problema catalán. La necesidad del “algo hay que hacer”. Igual que la “imposibilidad” de una serie infinita de causas llevaba per se a la existencia de una causa incausada, nuestros apóstoles del pensamiento fofo han asumido, sin discusión, que la plena legitimidad de la parte nacionalista conduce, inapelablemente, a una fórmula transaccional. Han asumido, pues, que se debe transar nada menos que sobre la misma naturaleza de nuestro estado.

Esto es grave porque implica, a mi juicio, un desnortamiento político importante. Implica una dinámica sin fin, una consagración plena del infantilismo político que representa un nacionalismo, en cuya virtud todo aquello que el nacionalista necesita “es”, obviando que entre deseos y realidades media un salto importante –igual que los santos medievales obviaban graciosamente que entre sus bellos razonamientos y sus corolarios se abría una sima ontológica-. Pero lo es mucho más porque nadie se atreve a plantear las cosas con esta crudeza.

¿Por qué demonios ZP no se deja de tonterías y dice, a las claras, que no cree que la estructura constitucional de España sea adecuada a su estructura real?, ¿por qué no dice, abiertamente, que la Constitución del 78, para él, no está vigente? Le asiste todo el derecho del mundo a pensarlo, como a Santo Tomás le asistía el derecho a creer en Dios.

Es probable que eso le condujera a una posición política incómoda, o con insuficiente respaldo, vaya usted a saber. Pero le evitaría hacer el ridículo.