LA SOLUCIÓN FEDERAL
Hace ya algún tiempo que Cebrián ha decretado que España debe convertirse en un estado federal. No es, desde luego, que el ex falangista reconvertido a flagelo de derechosos haya elaborado una teoría sólida que pueda sostener semejante opinión sino que, más bien, se trata de dar cobertura pseudoteórica y pseudojurídica a los intereses a los que sirve el prócer y, si es posible, elaborar, sobre todo, una teoría de la culpabilidad que, pase lo que pase, haga recaer las culpas de todo en la derecha en general y el Partido Popular en particular. Vamos, nada nuevo.
No es el único, ciertamente. La palabra “federal” parece que sigue teniendo un cierto carácter taumatúrgico, mágico en nuestro país. Diga usted “federal” como los magos de los cuentos decían “abracadabra” y los problemas territoriales desaparecerán como por ensalmo, los nacionalistas no se volverán ranas, pero sí ciudadanos satisfechos y leales de corazón al proyecto común. Incluso se resucita a algunos teóricos del federalismo, la plurinacionalidad y qué sé yo cuántas cosas, como Anselmo Carretero –miren ustedes por donde, hace ya años, un amigo que hacía limpieza en su biblioteca, sabedor de mi patológica tendencia a acoger en la mía casi cualquier cosa que venga impresa, me endosó un ejemplar de “los pueblos de España”, una obra de este fulano que nunca jamás pensé volver a oír mencionar-.
Personalmente, la palabra “federalismo” combinada con “España” evoca para mí momentos en los que nuestra congénita predisposición a hacer el ridículo ante el mundo llegó al paroxismo, al ¡viva Cartagena!, las cantonales y nuestra primera república de cuatro presidentes, tan eminentes como breves. La política española decimonónica, casi toda ella esperpéntica, tuvo, mientras se redactaba la constitución federal de 1873, tintes de vodevil.
Algunos querrían ver en el estatuto –el estatuto por antonomasia, claro- una propuesta federalizante. Otros se apresuran a contestar que no, que en todo caso sería una propuesta de confederación. Me atrevo a decir que no es ni lo uno ni lo otro. Es, más bien, un engendro de factura netamente celtibérica sin precedentes en la teoría del estado, me temo, como lo fue en su día nuestro estado de las autonomías – otra realidad impuesta por la fuerza de los hechos, solución (¿?) de compromiso donde las haya que, con el tiempo, en medio de todo el proceso de sacralización de la transición se revistió de los oropeles de los hallazgos teóricos de primer orden, algo que España había dado al mundo de manera tan genuina como la tortilla de patatas, la fregona, los churros, las palabras “liberal” y “guerrilla” o cualquier otro de nuestros inventos más nobles (conste que de “la tortilla” en adelante no hay ápice de ironía en la frase anterior).
Dicen los teóricos que las confederaciones son entes de derecho internacional, en tanto que las federaciones lo son de derecho constitucional. Será por eso que las confederaciones no existen. No sé si las monarquías austriacas –la de Madrid y la de Viena- pudieron calificarse como tales, toda vez que son, en realidad, anteriores al propio concepto de “estado” en su sentido moderno, por lo que malamente pudieron ser tipo de ningún “estado compuesto”. En realidad, tampoco existen las federaciones en su estado puro, si entendemos por tales los entes nacidos de pacto. Ni siquiera es del todo cierto que los Estados Unidos, la federación por antonomasia, hayan nacido, en rigor, de un pacto o, si se prefiere, es muy difícil afirmar que entre el pacto originario –el de las trece colonias- y la república contemporánea no haya solución de continuidad.
Pero no nos perdamos en disquisiciones. El Parlamento de Cataluña no propone una fórmula confederal, porque no pretende que Cataluña se constituya, por el momento, en una realidad de derecho internacional diferente de España y relacionada con ella mediante un tratado. Y tampoco se deriva del estatuto una federalización de España. Lo que se derivaría de la entrada en vigor de la norma propuesta es, sencillamente, una situación privilegiada. Entiéndase esto en sentido estricto, no quiero decir que Cataluña quede mejor ni peor, sino que su estatus jurídico sería privi-legiado, esto es, regulado por una “lex privata” no homologable a la de las demás comunidades autónomas.
Es decir, del “federalismo asimétrico”, esa contradicción en los términos de Maragall, hemos arribado ya a la asimetría. Pero no hay federalismo, ni lo habrá ni, en rigor, salvo Cebrián, nadie quiere que lo haya.
Las gentes con memoria histórica ven en los acontecimientos de estos días un intento de regreso al modelo que estaba en la cabeza del constituyente, un modelo asimétrico, mucho más próximo al estado regional italiano –en el terreno de los principios- que a un estado genuinamente compuesto. Recordemos que en la república transalpina hay regiones de estatuto especial (las islas, el Valle de Aosta y el Trentino-Alto Adigio, si no me falla la memoria) y regiones de estatuto común. Bien es cierto que los laxos términos de la Constitución no prescribían de manera necesaria el modelo del que hablo, pero tampoco el finalmente cerrado por los sucesivos estatutos y la doctrina del Tribunal Constitucional (inciso: otra de las cosas que se dicen últimamente, y que son erróneas es que España no tiene modelo territorial, eso podía ser cierto en 1978, pero no lo es hoy, en absoluto, otra cosa es que el modelo esté insuficientemente estabilizado o que no se considere cerrado).
La generalización por el régimen felipista –en la época en la que Chez Polanco se dedicaban a menesteres distintos de la fina teoría política- del sistema autonómico sentó al catalanismo político cual patada en la entrepierna. El socialismo, entonces con una envidiable, o más bien excesiva, claridad de ideas vino a afirmar que ser de Gerona era tan políticamente irrelevante como ser de Logroño, y que las únicas diferencias tenían que ser las derivadas de la cultura, el idioma y todo eso que, por lo que se ve todo el mundo encuentra tan fundamental como para dar la vida pero manifiestamente insuficiente a la hora de fijar el marco político.
Hay quien dice, no sin fundamento, que los catalanes siguen concibiendo España como la suma de Cataluña y Castilla. En este sentido, sí que puede que sea cierto que aspiran a un modelo de corte confederal, bien entendido que la otra parte contratante no sería España, sino “el resto de España”, la España castellanocéntrica. En todo caso, no cabe duda de que el nacionalismo catalán no está dispuesto a aceptar una Cataluña puesta en el saco de todos los demás.
Cebrián se equivoca, pues. Su receta federalista –igualitaria por definición (bueno, así es en general, salvo que él disponga de un concepto de federalismo tan peculiar como el que su patrón tiene de la competencia)- no conduce a la satisfacción de las aspiraciones a las que dice pretender dar cauce. Deberá estrujarse un poco más las meninges. Aunque en el fondo le importa una higa, porque ya sabemos que él no va buscando la solución a ningún problema, sino un chivo expiatorio.
No es el único, ciertamente. La palabra “federal” parece que sigue teniendo un cierto carácter taumatúrgico, mágico en nuestro país. Diga usted “federal” como los magos de los cuentos decían “abracadabra” y los problemas territoriales desaparecerán como por ensalmo, los nacionalistas no se volverán ranas, pero sí ciudadanos satisfechos y leales de corazón al proyecto común. Incluso se resucita a algunos teóricos del federalismo, la plurinacionalidad y qué sé yo cuántas cosas, como Anselmo Carretero –miren ustedes por donde, hace ya años, un amigo que hacía limpieza en su biblioteca, sabedor de mi patológica tendencia a acoger en la mía casi cualquier cosa que venga impresa, me endosó un ejemplar de “los pueblos de España”, una obra de este fulano que nunca jamás pensé volver a oír mencionar-.
Personalmente, la palabra “federalismo” combinada con “España” evoca para mí momentos en los que nuestra congénita predisposición a hacer el ridículo ante el mundo llegó al paroxismo, al ¡viva Cartagena!, las cantonales y nuestra primera república de cuatro presidentes, tan eminentes como breves. La política española decimonónica, casi toda ella esperpéntica, tuvo, mientras se redactaba la constitución federal de 1873, tintes de vodevil.
Algunos querrían ver en el estatuto –el estatuto por antonomasia, claro- una propuesta federalizante. Otros se apresuran a contestar que no, que en todo caso sería una propuesta de confederación. Me atrevo a decir que no es ni lo uno ni lo otro. Es, más bien, un engendro de factura netamente celtibérica sin precedentes en la teoría del estado, me temo, como lo fue en su día nuestro estado de las autonomías – otra realidad impuesta por la fuerza de los hechos, solución (¿?) de compromiso donde las haya que, con el tiempo, en medio de todo el proceso de sacralización de la transición se revistió de los oropeles de los hallazgos teóricos de primer orden, algo que España había dado al mundo de manera tan genuina como la tortilla de patatas, la fregona, los churros, las palabras “liberal” y “guerrilla” o cualquier otro de nuestros inventos más nobles (conste que de “la tortilla” en adelante no hay ápice de ironía en la frase anterior).
Dicen los teóricos que las confederaciones son entes de derecho internacional, en tanto que las federaciones lo son de derecho constitucional. Será por eso que las confederaciones no existen. No sé si las monarquías austriacas –la de Madrid y la de Viena- pudieron calificarse como tales, toda vez que son, en realidad, anteriores al propio concepto de “estado” en su sentido moderno, por lo que malamente pudieron ser tipo de ningún “estado compuesto”. En realidad, tampoco existen las federaciones en su estado puro, si entendemos por tales los entes nacidos de pacto. Ni siquiera es del todo cierto que los Estados Unidos, la federación por antonomasia, hayan nacido, en rigor, de un pacto o, si se prefiere, es muy difícil afirmar que entre el pacto originario –el de las trece colonias- y la república contemporánea no haya solución de continuidad.
Pero no nos perdamos en disquisiciones. El Parlamento de Cataluña no propone una fórmula confederal, porque no pretende que Cataluña se constituya, por el momento, en una realidad de derecho internacional diferente de España y relacionada con ella mediante un tratado. Y tampoco se deriva del estatuto una federalización de España. Lo que se derivaría de la entrada en vigor de la norma propuesta es, sencillamente, una situación privilegiada. Entiéndase esto en sentido estricto, no quiero decir que Cataluña quede mejor ni peor, sino que su estatus jurídico sería privi-legiado, esto es, regulado por una “lex privata” no homologable a la de las demás comunidades autónomas.
Es decir, del “federalismo asimétrico”, esa contradicción en los términos de Maragall, hemos arribado ya a la asimetría. Pero no hay federalismo, ni lo habrá ni, en rigor, salvo Cebrián, nadie quiere que lo haya.
Las gentes con memoria histórica ven en los acontecimientos de estos días un intento de regreso al modelo que estaba en la cabeza del constituyente, un modelo asimétrico, mucho más próximo al estado regional italiano –en el terreno de los principios- que a un estado genuinamente compuesto. Recordemos que en la república transalpina hay regiones de estatuto especial (las islas, el Valle de Aosta y el Trentino-Alto Adigio, si no me falla la memoria) y regiones de estatuto común. Bien es cierto que los laxos términos de la Constitución no prescribían de manera necesaria el modelo del que hablo, pero tampoco el finalmente cerrado por los sucesivos estatutos y la doctrina del Tribunal Constitucional (inciso: otra de las cosas que se dicen últimamente, y que son erróneas es que España no tiene modelo territorial, eso podía ser cierto en 1978, pero no lo es hoy, en absoluto, otra cosa es que el modelo esté insuficientemente estabilizado o que no se considere cerrado).
La generalización por el régimen felipista –en la época en la que Chez Polanco se dedicaban a menesteres distintos de la fina teoría política- del sistema autonómico sentó al catalanismo político cual patada en la entrepierna. El socialismo, entonces con una envidiable, o más bien excesiva, claridad de ideas vino a afirmar que ser de Gerona era tan políticamente irrelevante como ser de Logroño, y que las únicas diferencias tenían que ser las derivadas de la cultura, el idioma y todo eso que, por lo que se ve todo el mundo encuentra tan fundamental como para dar la vida pero manifiestamente insuficiente a la hora de fijar el marco político.
Hay quien dice, no sin fundamento, que los catalanes siguen concibiendo España como la suma de Cataluña y Castilla. En este sentido, sí que puede que sea cierto que aspiran a un modelo de corte confederal, bien entendido que la otra parte contratante no sería España, sino “el resto de España”, la España castellanocéntrica. En todo caso, no cabe duda de que el nacionalismo catalán no está dispuesto a aceptar una Cataluña puesta en el saco de todos los demás.
Cebrián se equivoca, pues. Su receta federalista –igualitaria por definición (bueno, así es en general, salvo que él disponga de un concepto de federalismo tan peculiar como el que su patrón tiene de la competencia)- no conduce a la satisfacción de las aspiraciones a las que dice pretender dar cauce. Deberá estrujarse un poco más las meninges. Aunque en el fondo le importa una higa, porque ya sabemos que él no va buscando la solución a ningún problema, sino un chivo expiatorio.
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