PERPETUUM MOBILE
Hace unos días, en un programa de televisión sobre el problema del agua, la ministra Narbona hizo una afirmación, preguntada por el asunto de los trasvases, que, al menos a mí, me resultó demoledora. Dijo la doña, más o menos, que no tenía ningún sentido que el Levante español anduviera dependiendo de si llueve o no a quinientos kilómetros. Que lo suyo era que cada uno se buscara la vida y, poco más o menos, intentara solucionar el problema en su territorio en la medida de lo posible. Esto es, ni corta ni perezosa, Narbona acababa de introducir –en los mismos morros del presidente Camps, que estaba enfrente- el “principio de territorialidad” en la gestión del agua. Es evidente que, asumido este principio, la pregunta de si existe o no agua suficiente en España tiene una respuesta muy diferente: dependerá de lo que te llueva, hermano.
Amén de preocupante en sí –este asunto es, con mucho, de los más graves que nos traemos entre manos- el planteamiento de Narbona es muy ilustrativo de cómo maneja la izquierda el debate político en nuestro país y como, traspuesto a otros ámbitos, este modo de ver las cosas puede tener consecuencias imprevisibles.
En realidad, Narbona no se cree una palabra de lo que está diciendo o, mejor, es probable que se lo crea Narbona, pero no la gran mayoría de los militantes de su partido. No es que Narbona tenga, en absoluto, una nueva teoría acerca de cómo deben distribuirse los recursos en España. Es solo que necesita una coartada al haber perpetrado una decisión que, sabe, ha sido dolorosa para los españoles que viven en las regiones más necesitadas de agua. Y puesto que los argumentos técnicos no dan mucho de sí, pues se recurre al argumento político. Ya hemos llegado a la teoría de la suficiencia de los territorios... y a un palmario ejemplo de la irresponsabilidad política más absoluta.
Si el socialismo gobernante se atuviera a sus principios más tradicionales, toda vez que las alegrías en política económica le están vedadas, se encontraría con que carece por completo de un modelo de estado diferente del de “la derecha”. Antes al contrario, se encontraría con que, por coherencia, quizá debería estar abogando por una recentralización de competencias en aras de la solidaridad, lo que, en este país de conceptos trastocados parecería situarle “a la derecha de la derecha”. Y eso es inaceptable. Al estilo de Narbona con los trasvases, para poder “no ser de derechas”, que es el único norte real del socialismo español, sólo queda la huida hacia delante. Lo contrario implicaría, simplemente, tener que gobernar bien y dejar oxidarse el maná de la ventaja de origen. Si se trata solo de alternancia, esos varios cuerpos de partida con los que la izquierda empieza las carreras estarían inevitablemente abocados a disminuir.
El socialismo ha dejado de ser constitucionalista –por lo menos, buena parte de su dirigencia así lo intenta, no sin resistencias-, ha dejado de apoyar el consenso del 78 exactamente por las mismas razones que los nacionalistas han dejado de apoyar sus viejos estatutos: porque ya no sirve para mantener un statu quo ventajoso. La alianza que muchos ven contra natura tiene bastante de natural, pues. Unos y otros, en un marco estable y sin cambios, se verían obligados, simplemente, a gobernar. Un poco como estos gestores que, cada año, incorporan a sus balances una nueva operación fastuosa, una gran adquisición, una gran enajenación... de suerte que los balances de dos años consecutivos jamás son comparables. Nunca puede enjuiciarse un año de gestión desnuda. Hagan ustedes abstracción de excentricidades en estos dos años y vean a qué conclusión llegan.
Esta querencia a convertir la política en un perpetuum mobile no es nueva. Fue ensayada con relativo éxito por los regímenes totalitarios, que se caracterizaron siempre por ser un “cambio perpetuo”, una “revolución permanente” frente a la calma adocenada de la “democracia burguesa y liberal” (inciso: eso asegura el nuevo estatut de Cataluña, terreno para que los poderes públicos hagan que la fiesta no decaiga nunca). Haffner le veía, incluso, el lado cómico hablando de su pobre Alemania. Veía cómo la gente quedaba pasmada ante lo que “hacían” los nazis. Nadie sabía contestar, a ciencia cierta, qué era lo que “hacían”, simplemente “hacían”, hacían, hacían sin parar. Nunca se vio gente más trabajadora que los nazis, esa es la verdad. Nunca se vio más gente corriendo de un lado a otro como si fuera a apagar un fuego, para “hacer”.
Y el caso es que funcionó. Funcionó muy bien. Los nazis consiguieron presentarse a sí mismos como los que “hacían” y, por tanto, todos los demás quedaron automáticamente convertidos en los indeseables inmovilistas, incapaces de hacer frente a “los problemas”.
Los medios de comunicación adictos, por su parte, son los encargados de crear ese “estado de necesidad”. En efecto, bueno, el plan Ibarretxe, el estatuto catalán, son inconstitucionales, Ceuta y Melilla son españolas pero... ¿hace eso desaparecer “el conflicto”? ¿cómo vamos a resolver “el problema”? Hasta ahora, los editoriales del diario oficial solían, cuando menos, hacer ciertas concesiones al estado de derecho, pero ya se empiezan a oír voces cansadas del “es inconstucional”. Gentes que proclaman que “no se puede” decir permanentemente que “es inconstitucional”. Algunos, incluso, consideran especialmente pueril ese agarrarse al derecho como a un clavo ardiendo para no enfrentar el “problema político”. Recuerdo la pregunta de la impresentable Iglesias en un debate televisivo: “y si Ibarretxe convoca un referéndum y lo gana, ¿qué?”.
Como en el caso de los nazis, la cosa cunde. Hay montones de españoles de buena fe que empiezan a asumir su parte de la culpa. Empiezan a plantearse que “algo habrá que hacer”, no, simplemente, por una muy legítima y deseable intención de mejorar lo que sea mejorable –que eso siempre es posible- sino con una cierta angustia, una sincera disposición a reparar las afrentas que, realmente, no entienden muy bien dónde, cuándo y cómo se produjeron pero que, en última instancia, “ahí están”. Hay, también, la vana ilusión de que el próximo paso sea el que nos lleve a la calma, lo que manifiesta incomprensión hacia el fenómeno. El partido del perpetuum mobile ha impuesto, pues, algo así como el “principio de territorialidad” de Narbona, una precondición para el debate, que es la aceptación, por todos, de que hay algo que debatir.
Hay quien dice que este estado de cosas está provocando una cierta crisis de identidad en el Partido Popular. Un cierto miedo a estar quedando fuera de la historia. ¿Y si ZP es, en efecto, el Mesías? ¿y si es verdad que ha venido a redimirnos de nuestro histórico empecinamiento en el error que dura ya más de quinientos años? Los complejos históricos de la derecha entran en juego. Se ven a sí mismos, dentro de veinticinco años, en programas de televisión que les motejan como “el búnker” y afirman cómo, pese a su oposición, fue venturosamente posible una España nueva.
Por el contrario, es ahora cuando Rajoy y sus menesterosas huestes tienen la ocasión de hacer algo por su país, precisamente, no cediendo. No hace falta ser muy listo para distinguir esta coyuntura de la de la Transición. En aquella hora se trataba de salvar España, no de cargársela. En última instancia, para salir de dudas, siempre quedan las ideas. Supongamos que el camino territorial apuntado en el estatuto fuera el correcto, ¿alguien quiere, de veras, que semejante texto sea la constitución de su patria, abarque esta noción lo que abarque?
El PP ya ha cometido errores serios bajo el influjo del perpetuum mobile, como el presentarse como abanderado de reformas estatutarias que nadie quiere pero son “correctas”. Pero aún está a tiempo de salvar lo fundamental. Y lo fundamental no es ninguna unidad sacrosanta, ni un modelo territorial dado –obsérvese lo que digo, ninguno es fundamental o, si se prefiere, cualquiera puede ser potencialmente válido, y eso incluye muy legítimos sistemas más cercanos que el actual al estado centralizado-. Lo fundamental es evitar que se enseñoree de la política española, para siempre, la irracionalidad, la huida permanente hacia delante. Lo fundamental es que cese este continuo escapar de sus responsabilidades que la clase política consigue poniéndose a hacer malabarismos con la arquitectura del estado.
Lo fundamental es lograr que el que quiera romper España lo tenga que decir así, a las claras, y no so capa de supuestos viajes “hacia el reconocimiento de la pluralidad”. Y, sí, probablemente es hora de anunciar también alguna propuesta, pero eso será materia de otro artículo.
Amén de preocupante en sí –este asunto es, con mucho, de los más graves que nos traemos entre manos- el planteamiento de Narbona es muy ilustrativo de cómo maneja la izquierda el debate político en nuestro país y como, traspuesto a otros ámbitos, este modo de ver las cosas puede tener consecuencias imprevisibles.
En realidad, Narbona no se cree una palabra de lo que está diciendo o, mejor, es probable que se lo crea Narbona, pero no la gran mayoría de los militantes de su partido. No es que Narbona tenga, en absoluto, una nueva teoría acerca de cómo deben distribuirse los recursos en España. Es solo que necesita una coartada al haber perpetrado una decisión que, sabe, ha sido dolorosa para los españoles que viven en las regiones más necesitadas de agua. Y puesto que los argumentos técnicos no dan mucho de sí, pues se recurre al argumento político. Ya hemos llegado a la teoría de la suficiencia de los territorios... y a un palmario ejemplo de la irresponsabilidad política más absoluta.
Si el socialismo gobernante se atuviera a sus principios más tradicionales, toda vez que las alegrías en política económica le están vedadas, se encontraría con que carece por completo de un modelo de estado diferente del de “la derecha”. Antes al contrario, se encontraría con que, por coherencia, quizá debería estar abogando por una recentralización de competencias en aras de la solidaridad, lo que, en este país de conceptos trastocados parecería situarle “a la derecha de la derecha”. Y eso es inaceptable. Al estilo de Narbona con los trasvases, para poder “no ser de derechas”, que es el único norte real del socialismo español, sólo queda la huida hacia delante. Lo contrario implicaría, simplemente, tener que gobernar bien y dejar oxidarse el maná de la ventaja de origen. Si se trata solo de alternancia, esos varios cuerpos de partida con los que la izquierda empieza las carreras estarían inevitablemente abocados a disminuir.
El socialismo ha dejado de ser constitucionalista –por lo menos, buena parte de su dirigencia así lo intenta, no sin resistencias-, ha dejado de apoyar el consenso del 78 exactamente por las mismas razones que los nacionalistas han dejado de apoyar sus viejos estatutos: porque ya no sirve para mantener un statu quo ventajoso. La alianza que muchos ven contra natura tiene bastante de natural, pues. Unos y otros, en un marco estable y sin cambios, se verían obligados, simplemente, a gobernar. Un poco como estos gestores que, cada año, incorporan a sus balances una nueva operación fastuosa, una gran adquisición, una gran enajenación... de suerte que los balances de dos años consecutivos jamás son comparables. Nunca puede enjuiciarse un año de gestión desnuda. Hagan ustedes abstracción de excentricidades en estos dos años y vean a qué conclusión llegan.
Esta querencia a convertir la política en un perpetuum mobile no es nueva. Fue ensayada con relativo éxito por los regímenes totalitarios, que se caracterizaron siempre por ser un “cambio perpetuo”, una “revolución permanente” frente a la calma adocenada de la “democracia burguesa y liberal” (inciso: eso asegura el nuevo estatut de Cataluña, terreno para que los poderes públicos hagan que la fiesta no decaiga nunca). Haffner le veía, incluso, el lado cómico hablando de su pobre Alemania. Veía cómo la gente quedaba pasmada ante lo que “hacían” los nazis. Nadie sabía contestar, a ciencia cierta, qué era lo que “hacían”, simplemente “hacían”, hacían, hacían sin parar. Nunca se vio gente más trabajadora que los nazis, esa es la verdad. Nunca se vio más gente corriendo de un lado a otro como si fuera a apagar un fuego, para “hacer”.
Y el caso es que funcionó. Funcionó muy bien. Los nazis consiguieron presentarse a sí mismos como los que “hacían” y, por tanto, todos los demás quedaron automáticamente convertidos en los indeseables inmovilistas, incapaces de hacer frente a “los problemas”.
Los medios de comunicación adictos, por su parte, son los encargados de crear ese “estado de necesidad”. En efecto, bueno, el plan Ibarretxe, el estatuto catalán, son inconstitucionales, Ceuta y Melilla son españolas pero... ¿hace eso desaparecer “el conflicto”? ¿cómo vamos a resolver “el problema”? Hasta ahora, los editoriales del diario oficial solían, cuando menos, hacer ciertas concesiones al estado de derecho, pero ya se empiezan a oír voces cansadas del “es inconstucional”. Gentes que proclaman que “no se puede” decir permanentemente que “es inconstitucional”. Algunos, incluso, consideran especialmente pueril ese agarrarse al derecho como a un clavo ardiendo para no enfrentar el “problema político”. Recuerdo la pregunta de la impresentable Iglesias en un debate televisivo: “y si Ibarretxe convoca un referéndum y lo gana, ¿qué?”.
Como en el caso de los nazis, la cosa cunde. Hay montones de españoles de buena fe que empiezan a asumir su parte de la culpa. Empiezan a plantearse que “algo habrá que hacer”, no, simplemente, por una muy legítima y deseable intención de mejorar lo que sea mejorable –que eso siempre es posible- sino con una cierta angustia, una sincera disposición a reparar las afrentas que, realmente, no entienden muy bien dónde, cuándo y cómo se produjeron pero que, en última instancia, “ahí están”. Hay, también, la vana ilusión de que el próximo paso sea el que nos lleve a la calma, lo que manifiesta incomprensión hacia el fenómeno. El partido del perpetuum mobile ha impuesto, pues, algo así como el “principio de territorialidad” de Narbona, una precondición para el debate, que es la aceptación, por todos, de que hay algo que debatir.
Hay quien dice que este estado de cosas está provocando una cierta crisis de identidad en el Partido Popular. Un cierto miedo a estar quedando fuera de la historia. ¿Y si ZP es, en efecto, el Mesías? ¿y si es verdad que ha venido a redimirnos de nuestro histórico empecinamiento en el error que dura ya más de quinientos años? Los complejos históricos de la derecha entran en juego. Se ven a sí mismos, dentro de veinticinco años, en programas de televisión que les motejan como “el búnker” y afirman cómo, pese a su oposición, fue venturosamente posible una España nueva.
Por el contrario, es ahora cuando Rajoy y sus menesterosas huestes tienen la ocasión de hacer algo por su país, precisamente, no cediendo. No hace falta ser muy listo para distinguir esta coyuntura de la de la Transición. En aquella hora se trataba de salvar España, no de cargársela. En última instancia, para salir de dudas, siempre quedan las ideas. Supongamos que el camino territorial apuntado en el estatuto fuera el correcto, ¿alguien quiere, de veras, que semejante texto sea la constitución de su patria, abarque esta noción lo que abarque?
El PP ya ha cometido errores serios bajo el influjo del perpetuum mobile, como el presentarse como abanderado de reformas estatutarias que nadie quiere pero son “correctas”. Pero aún está a tiempo de salvar lo fundamental. Y lo fundamental no es ninguna unidad sacrosanta, ni un modelo territorial dado –obsérvese lo que digo, ninguno es fundamental o, si se prefiere, cualquiera puede ser potencialmente válido, y eso incluye muy legítimos sistemas más cercanos que el actual al estado centralizado-. Lo fundamental es evitar que se enseñoree de la política española, para siempre, la irracionalidad, la huida permanente hacia delante. Lo fundamental es que cese este continuo escapar de sus responsabilidades que la clase política consigue poniéndose a hacer malabarismos con la arquitectura del estado.
Lo fundamental es lograr que el que quiera romper España lo tenga que decir así, a las claras, y no so capa de supuestos viajes “hacia el reconocimiento de la pluralidad”. Y, sí, probablemente es hora de anunciar también alguna propuesta, pero eso será materia de otro artículo.
2 Comments:
Si el Levante no puede depender de si llueve en otras partes de España, como dice la Narbona, propongo lo mismo para Aragón y Cataluña. Así que cuando el Ebro llegue a Tudela, que caven unas zanjas a derecha e izquierda y el cauce del río no llegue a las tierras de Marcelí y Pascualone, los sociatas más solidarios del mundo entero.
By Anónimo, at 1:42 p. m.
Una buena muestra de eso que se conoce como "aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid" (o el Ebro por Zaragoza, tanto da). Vi parte del programa citado (por ciero, no estaría de más reconocer que ver a un ministro discutir con un presidente autonómico de filiación contraria en pìe de igualdad sobre un asunto candente sobre el que hay posiciones encontradas en televisión no era un episodio fácil de imaginar en los tiempos del añorado gobierno anterior), y no creo que la afirmación de Narbona sea extrapolable a una territorialización 'tout court' de cualquier tema. No soy un experto en la materia, pero son muchos los técnicos que piensan que una gestión sostenible del agua requiere impepinablemente que cada territorio tenga en cuenta su potencial hídrico y actúe conforme a él. Eso no significa, desde luego, que la administración central deje a cada cual a su suerte, pero sí que adapte su actuación y su estrategia de inversiones a ese marco. Antes que los grandes trasvases, será necesario pensar en la racionalización y modernización de los regadíos, las plantas desaladoras y otras alternativas.
Se podrá estar más o menos de acuerdo con esa idea, pero meter en el mismo saco por las bravas el agua y los recursos ingresados por vía fiscal es un salto cualitativo que das por tu cuenta, no un ejemplo objetivo de las posiciones gubernamentales.
Sí, sería buena cosa que cada uno dijera lo que tiene que decir, incluso si tal cosa es abogar por correcciones del modelo autonómico en sentido centralizador. También sería buena cosa tomar conciencia de que tal modelo está sin rematar en nuestro ordenamiento actual y, por tanto, condenado a debatirse en un eterno y agotador proceso de negociación que es campo abonado para nuestros insaciables nacionalistas. Poner eso sobre la mesa contribuiría a centrar el debate en terrenos que no les serían tan propicios. Por ejemplo, que, como ha dicho Bono recientemente (en pose más sobria de las que suele frecuentar), es muy respetable lo que el Parlamento de Cataluña resuelva, pero no lo será menos lo que decida el Parlamento de la carrera de San Jerónimo. Mientras las cosas vayan por esos cauces, nadie estará legitimado para quejarse de que se le impone nada; simplemente funcionarán los dispositivos institucionales que el sistema preve. Si alguien quiere romper la baraja que se tiente la ropa y apechugue con las consecuencias. El nacionalismo propende a la histeria, y que esta se concentrara nítidamente en un solo lado del espectro sería muy conveniente. Lo malo es que hay nacionalistas en los dos bandos que tiran de la cuerda, así que me temo lo peor.
By Anónimo, at 7:54 p. m.
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