EL MERCADER DE VENECIA
Antaño, cuando las profesiones y oficios se respetaban y mantenían un cierto nivel de dignidad, los actores ingleses solían formarse en la Royal Shakespeare Company. El paso por las tablas formaba a ese actor inglés excelente que, después, en el cine, daba sensacionales resultados, tanto en protagonistas como en secundarios.
Parece que otros grandes intérpretes en lengua inglesa sienten la necesidad de hacer el camino inverso. Consagrados por la crítica y el público, famosos hasta en el último rincón del planeta, diríase que sienten cierto impulso, la obligación de probarse. Y se revisten, entonces, los ropajes de los grandes personajes del Bardo. Se demuestran, en suma, a sí mismos, que son actores, asumiendo el riesgo de medirse con patrones rigurosos. Al Pacino ha escogido, en el cine, la piel que ya eligiera Dustin Hoffmann en las tablas de Broadway: la del judío Shylock.
Soberbia interpretación la de quien, para siempre y para muchos, será Michael Corleone, en mitad de una adaptación decorosa, con grandísimo reparto y en la que, en palabras del propio director, sobresale Venecia no ya como decorado, sino casi como un actor más. Trabajo que rebosa oficio, de esos tan difíciles de hacer en España, precisamente porque eso es lo que falta, oficio. Respeto por uno mismo, por el esfuerzo y por la tarea. Se deja ver con mucho gusto, la verdad.
Pocas obras son susceptibles de lecturas tan diversas en función del momento como El Mercader de Venecia. Y es que ni cuando era lo que hoy llamaríamos políticamente correcto, Shakespeare era simple. En “El Mercader”, todo sucede comme il faut –entre los siglos XVI y XVII, claro-, el judío, avaro hasta la abyección, es burlado por los cristianos que son espejo de las mejores virtudes –amistad, generoso desprendimiento...- y las relaciones amorosas siguen mansamente las líneas marcadas por la ortodoxia: señor con señora, criado con criada. Pero nada es tan fácil. El estremecedor monólogo de Shylock (“¿acaso no tiene ojos un judío?”... “si nos ofendéis, ¿no habremos de vengarnos?”) ante los ojos incrédulos de los cristianos muestra un Shakespeare fiel a sí mismo.
Hoy debería ser todo diferente. Los virtuosos cristianos se nos aparecen, a estas alturas, amén de racistas, indolentes y descuidados. ¿Qué decir de ese Basanio que, dilapidada su fortuna y por satisfacer sus pretensiones amorosas ante una mujer que no merece, consiente que su amigo se endeude empeñando nada menos que la famosa libra de carne? No puede ser hoy modelo de nada.
Y, sin embargo, el monólogo de Shylock sigue, en cierto sentido, lleno de validez. El antisemitismo no se extingue, sino que se transmuta. El Israel contemporáneo parece el Shylock de las naciones. Ese estado al que se exigen continuamente las muestras de generosidad que nadie más tiene para con él. Que practique una caridad que de ningún modo va a recibir, especialmente con aquellos que ansían más que nada su destrucción. El mundo occidental, como los cristianos que asisten pasmados a los aspavientos de Shylock, parece incrédulo cuando el judío se revuelve y afirma que tiene miedo, sufre, llora, ríe y, por qué no, ansía vengarse, en ocasiones, con tanta legitimidad o ilegitimidad como el gigante norteamericano o esas potencias europeas medianas que se reservan el derecho de castigar o violar la soberanía ajena cuando lo tengan por necesario, por ejemplo.
Occidente parece incapaz para la comprensión y para la compasión, esa que chorrea a menudo con otros. El abandono de Gaza, por ejemplo, se recibe en las capitales de Europa con la frialdad del acto debido. ¿Hay precedentes de generosidad similar en el otro bando?
Otro apunte que puede parecer curioso, pero quizá pertinente. Como queda dicho, Venecia es un gran actor, más que un mero trasfondo, en esta gran obra. La obra se ambienta en el cenit del esplendor de la Serenísima, uno de las organizaciones políticas más singulares e interesantes que ha dado la historia europea.
El juicio en el que se ventila la exigencia de Shylock transcurre ante el Dux. El judío comparece inerme, claro, y sin medio alguno de procurarse por sí mismo una satisfacción. Pero amenaza con la peor de las plagas: la de proclamar a los cuatro vientos que los decretos de Venecia son ineficaces. Amenaza con hacer público que Venecia no respeta sus propias leyes y, por tanto, que los contratos no son eficaces. Esa es, sin duda, la peor de las amenazas a la que podía enfrentarse una república de comerciantes. Comercio, derecho y libertades siempre de la mano, como no podía ser de otro modo.
El Dux opta por hacer cumplir su ley, a sabiendas de que el rigor del judío es desorbitado, antes que aceptar el baldón de infamia sobre su gobierno – y sólo la inteligente intervención de Porcia salvará a Antonio. Es decir, entre los males que representan el excesivo rigor y la arbitrariedad opta por el primero, sabedor de que el precioso bien de la seguridad jurídica es uno de los pilares del buen gobierno.
Cuatrocientos años después, hay quien aún no se ha enterado. Y es que sería muy recomendable que algunos de nuestros próceres leyeran a Shakespeare, la historia de Venecia... o cualquier cosa que no fueran libros de autoayuda y cultura zen.
Parece que otros grandes intérpretes en lengua inglesa sienten la necesidad de hacer el camino inverso. Consagrados por la crítica y el público, famosos hasta en el último rincón del planeta, diríase que sienten cierto impulso, la obligación de probarse. Y se revisten, entonces, los ropajes de los grandes personajes del Bardo. Se demuestran, en suma, a sí mismos, que son actores, asumiendo el riesgo de medirse con patrones rigurosos. Al Pacino ha escogido, en el cine, la piel que ya eligiera Dustin Hoffmann en las tablas de Broadway: la del judío Shylock.
Soberbia interpretación la de quien, para siempre y para muchos, será Michael Corleone, en mitad de una adaptación decorosa, con grandísimo reparto y en la que, en palabras del propio director, sobresale Venecia no ya como decorado, sino casi como un actor más. Trabajo que rebosa oficio, de esos tan difíciles de hacer en España, precisamente porque eso es lo que falta, oficio. Respeto por uno mismo, por el esfuerzo y por la tarea. Se deja ver con mucho gusto, la verdad.
Pocas obras son susceptibles de lecturas tan diversas en función del momento como El Mercader de Venecia. Y es que ni cuando era lo que hoy llamaríamos políticamente correcto, Shakespeare era simple. En “El Mercader”, todo sucede comme il faut –entre los siglos XVI y XVII, claro-, el judío, avaro hasta la abyección, es burlado por los cristianos que son espejo de las mejores virtudes –amistad, generoso desprendimiento...- y las relaciones amorosas siguen mansamente las líneas marcadas por la ortodoxia: señor con señora, criado con criada. Pero nada es tan fácil. El estremecedor monólogo de Shylock (“¿acaso no tiene ojos un judío?”... “si nos ofendéis, ¿no habremos de vengarnos?”) ante los ojos incrédulos de los cristianos muestra un Shakespeare fiel a sí mismo.
Hoy debería ser todo diferente. Los virtuosos cristianos se nos aparecen, a estas alturas, amén de racistas, indolentes y descuidados. ¿Qué decir de ese Basanio que, dilapidada su fortuna y por satisfacer sus pretensiones amorosas ante una mujer que no merece, consiente que su amigo se endeude empeñando nada menos que la famosa libra de carne? No puede ser hoy modelo de nada.
Y, sin embargo, el monólogo de Shylock sigue, en cierto sentido, lleno de validez. El antisemitismo no se extingue, sino que se transmuta. El Israel contemporáneo parece el Shylock de las naciones. Ese estado al que se exigen continuamente las muestras de generosidad que nadie más tiene para con él. Que practique una caridad que de ningún modo va a recibir, especialmente con aquellos que ansían más que nada su destrucción. El mundo occidental, como los cristianos que asisten pasmados a los aspavientos de Shylock, parece incrédulo cuando el judío se revuelve y afirma que tiene miedo, sufre, llora, ríe y, por qué no, ansía vengarse, en ocasiones, con tanta legitimidad o ilegitimidad como el gigante norteamericano o esas potencias europeas medianas que se reservan el derecho de castigar o violar la soberanía ajena cuando lo tengan por necesario, por ejemplo.
Occidente parece incapaz para la comprensión y para la compasión, esa que chorrea a menudo con otros. El abandono de Gaza, por ejemplo, se recibe en las capitales de Europa con la frialdad del acto debido. ¿Hay precedentes de generosidad similar en el otro bando?
Otro apunte que puede parecer curioso, pero quizá pertinente. Como queda dicho, Venecia es un gran actor, más que un mero trasfondo, en esta gran obra. La obra se ambienta en el cenit del esplendor de la Serenísima, uno de las organizaciones políticas más singulares e interesantes que ha dado la historia europea.
El juicio en el que se ventila la exigencia de Shylock transcurre ante el Dux. El judío comparece inerme, claro, y sin medio alguno de procurarse por sí mismo una satisfacción. Pero amenaza con la peor de las plagas: la de proclamar a los cuatro vientos que los decretos de Venecia son ineficaces. Amenaza con hacer público que Venecia no respeta sus propias leyes y, por tanto, que los contratos no son eficaces. Esa es, sin duda, la peor de las amenazas a la que podía enfrentarse una república de comerciantes. Comercio, derecho y libertades siempre de la mano, como no podía ser de otro modo.
El Dux opta por hacer cumplir su ley, a sabiendas de que el rigor del judío es desorbitado, antes que aceptar el baldón de infamia sobre su gobierno – y sólo la inteligente intervención de Porcia salvará a Antonio. Es decir, entre los males que representan el excesivo rigor y la arbitrariedad opta por el primero, sabedor de que el precioso bien de la seguridad jurídica es uno de los pilares del buen gobierno.
Cuatrocientos años después, hay quien aún no se ha enterado. Y es que sería muy recomendable que algunos de nuestros próceres leyeran a Shakespeare, la historia de Venecia... o cualquier cosa que no fueran libros de autoayuda y cultura zen.
7 Comments:
Algunos sí leen al Bardo de Strafford, aunque no hay rastro de que su lectura haya sido provechosa para su ejecutoria pública. Hay que suponer que Federico Trillo lo ha hecho con detenimiento, pues presentó una tesis doctoral durante su mandato como Presidente del Congreso sobre no recuerdo exactamente qué aspectos jurídicos en la obra de Shakespeare. Curioso, por cierto, este país donde el desempeño de las más altas magistraturas del Estado le deja a uno tiempo para tarea tan absorbente y delicada como escribir una tesis. Si no recuerdo mal, Rodrigo Rato también leyó la suya mientras fue Vicepresidente del Gobierno. Ni uno ni otro caso merecieron comentarios públicos sobre tal dedicación a tiempo parcial en puestos tan comprometidos; menos aún sobre las eventuales perturbaciones e interferencias que los cargos de tan ilustres doctorandos pudieran ejercer en el juicio de los correspondientes tribunales académicos. Será la bula esa que sueles decir que disfruta la izquierda en España, a la que nadie pasa nunca cuentas.
By Anónimo, at 8:49 p. m.
¡Cuánto me alegro de leerte de nuevo por estos pagos, caballero!
Ciertamente, me inclino más por la hipótesis de que las tesis en cuestión no recibieron demasiada dedicación por parte de los doctorandos - y, a partir de ahí, todo son especulaciones.
No es imprescindible entrar con tanta profundidad. Una lectura meditada, bastaría. Pero, ya se sabe, hay quien prefiere a los nuevos gurús (¿gurúes?) de la Costa Oeste y su doctrina sobre la gente "creativa".
Lo dicho, bienvenido.
By FMH, at 8:58 a. m.
Excelente artículo en el que la política es tan sólo un tema más. Además, muy bella e inspiradora película.
By Anónimo, at 10:24 a. m.
Pepe, ya decimos algunos que la educación está muy mal, pero tu no quieres creernos.
By Anónimo, at 10:26 a. m.
Que está mal nadie con ojos en la cara lo duda, Mercedes. Sobre lo que solemos discrepar es más bien en la jerarquía de los factores que han llevado a esa situación y -quizá no tanto- en las estrategias para enderezar el rumbo. Ese es un terreno en el que cuanto más se apearan los políticos de las consignas -que no de las ideas- y más se aplicaran a acotar acuerdos y disensos más saldríamos ganando todos.
Por cierto, Fernando, ayer cometí la temeridad de reivindicar a Zapatero en un comentario a tu post anterior que quizá te haya pasado inadvertido. La vertiginosa acumulación de la red.
By Anónimo, at 11:25 a. m.
Ni mucho menos me ha pasado inadvertido. Tendrás cumplida respuesta, pero eso requiere cierto tiempo y ordenar ideas.
By FMH, at 11:47 a. m.
Felicito al autor del blog por la exposición que ha hecho acerca de esta soberbia película basada en la excelente obra del gran Shakespeare.
De la interpretación de Al Pacino, solo comentar que se come a quien se le ponga por delante haga el papel que haga. En este caso la película consta de unas excelentes interpretaciones, fotografía impecable y una ambientación muy cuidada de la época. El famoso monólogo de Shylock (Paccino) más teatral que cinematográfico hace que esta película, quizá poco reconocida hoy en día, pero espero que en el futuro se la reconozca como una de las mejores. Esta cinta me sorprendió por su calidad. Reconozco ser reacio al cine que se hace hoy en día pero ante una excelente película no tengo más que aplaudir. Entre tanta basura de efectos especiales una obra de esta calidad es una extrañeza.
FMH, desgraciadamente se lee poco y se entiende menos.Comentas al final de tu excelente exposición que 400 años después de estrenarse esta obra no se ha aprendido nada. ¿Conoces a algún gobernante que aprenda del pasado?. Si así fuera, Europa se podía haber ahorrado la SGM que no fue más que una repetición de la PGM con idénticos actores principales y casi en las mismas posiciones.
Shakespeare en sus obras nos habla de personajes y de caracteres que son perfectamente exportables a nuestra y a cualquier época. Al fin y al cabo, vemos si leemos las relaciones políticas en cualquier civilización que se repiten los mismos errores en todos los tiempos.
Si aprendiéramos de nuestros errores nos ahorraríamos muchos disgustos.
Tomemeos a cualquiera de los personajes de las obras de Shakespeare y trasladémoslos a nuestros días. Salvo por las vestimentas y por el decorado les veríamos hacer exactamente lo mismo.
By MIQUEL, at 11:53 a. m.
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