RECORTES (Y 3): LA CULTURA O LA ENFERMEDAD CONTEMPORÁNEA
El último “recorte” al que me quería referir es un artículo de Álvaro Delgado Gal en ABC, creo que el pasado domingo, por otra parte concordante o, cuando menos, bien acompañado por una reciente tercera de Valentí Puig. El tema: la cultura o, por usar una expresión menos amplia, el nivel cultural del país. Delgado Gal planteaba la cuestión en términos generales, mientras que Puig se refería, más bien al nivel cultural de lo que antes –en tiempos de la Pardo Bazán, de cuyos salones literarios coruñeses hablaba el periodista- se llamaba la “burguesía” y hoy denominamos “clase media ilustrada” o “clase media” a secas. En uno y otro caso, es claro que la preocupación es la misma: la sima profunda en la que se encuentra el nivel cultural español, y especialmente el de la médula espinal de su sociedad. Y este es un problema de los que podríamos denominar “estructurales”, básicos, fundamentales... en román paladino, un problema muy importante.
No se trata, claro, sólo del nivel de instrucción, que éste, en promedio, es más alto que nunca –insisto en que hablo en promedio, quiero decir, simplemente, que en estos momentos conviven en España las generaciones de españoles más instruidos, sin perjuicio del muy preocupante dato de que, de esas generaciones, probablemente la más instruida no es la última- sino de la increíble simpleza y falta de solvencia intelectual que caracteriza todos los ámbitos de lo que, en sentido lato, se viene entendiendo por cultura, pensamiento incluido, por supuesto.
Es cierto que se trata de una enfermedad europea, y aun occidental. Hanna Arendt denunció, en su día, que el romanticismo fue poco menos que la época de la irresponsabilidad institucionalizada (y de esos barros, aquellos lodos, claro). La época en que se podía hacer o decir cualquier cosa con ánimo de que los demás le reconocieran validez. Me pregunto qué hubiera pensado de nuestra realidad contemporánea. En el terreno del arte, creo que fue Gombrich el que dijo que nuestra época es la de la superabundancia y la glorificación de la mediocridad. Es pues, digo, un problema general. Pero ataca con más fuerza a países que, como España, no dispusieron nunca de una cultura-base moderna y bien trabada, es decir, que contaban con muy poco que destruir. Casi cabría afirmar que, mientras en otros países cabe hablar de una des-culturización, en el nuestro se trata, más bien, de una culturización incompleta.
En el terreno del pensamiento, vivimos, sin duda, en una época caracterizada por la falta absoluta de rigor, a la que se añade la dictadura de lo políticamente correcto. Si unimos a esto la menesterosa situación de nuestra universidad –poblada, en el campo de las disciplinas humanísticas, de una verdadera colección de nulidades- tenemos el cóctel para que la deshonestidad campe por sus fueros. Se escribe y se publica más que nunca, pero es muy difícil encontrar algo que no sean lugares comunes, por no hablar de opiniones sinceras. Más aún, por alguna razón que se me escapa, los intelectuales españoles parecen incapaces de expresarse con un mínimo de valentía. Se esconden en un engolamiento académico del que parece excluida toda afirmación medianamente polémica. Carecemos, pues, de una intelectualidad que pueda, realmente, desempeñar el papel de conciencia de una sociedad manifiestamente adocenada. Y, desde luego, si alguien quiere opiniones comprometidas, hará mejor en buscarla en los periódicos, nunca en los libros, y menos en los libros de los catedráticos.
Este temor al conflicto, a las ideas contrapuestas y a las afirmaciones rotundas, a las que la industria de la intelectualidad se pliega sin ningún rubor es el caldo de cultivo ideal para unos políticos intelectualmente planos. Mortalmente aburridos, por añadidura. Ello por no hablar de los que, como Zapatero o Carod Rovira, son auténticos profesionales de la nadería, capaces no ya de emplear pocas ideas, sino de prescindir de ellas por completo.
En el panorama de las artes –o de la cultura en el sentido del ministerio del ramo- no es mejor. Aquí también el rigor brilla por su ausencia y, por tanto, se parte de que todo es aceptable. En una entrevista reciente, el director de la Sinfónica de la Comunidad de Madrid afirmaba, con valor digno de encomio, que no se podía comparar el pop y el rock con la música verdaderamente culta –es decir, con la que requiere un esfuerzo previo de familiarización por parte del oyente-. La afirmación podrá discutirse y, desde luego, nada impide que el pop y el rock nos gusten mucho, por lo menos a algunos. Lo importante es que este músico profesional apuntaba a algo que hoy se soslaya: que no todo es igual, que no todo es lo mismo.
Esa capacidad de distinción se ha perdido, con toda probabilidad porque nadie quiere acometer -en medio de un ambiente en el que el esfuerzo no se valora- la tarea de formarse un criterio. Pero es obvio que si Bette Davies era actriz, las niñas que salen en “al salir de clase”, salvo honrosas excepciones, no pueden serlo. Se deduce por simple comparación. Si aplicamos el mismo nombre a ambas cosas, nuestro sistema se está empobreciendo gravemente.
Este panorama va del pensamiento a la gastronomía, pasando por el cine y la arquitectura. Ausencia total de rigor, de capacidad de calificación. Como en el romanticismo, todo el mundo puede hacer o decir cosas con aspiración de que sean reconocidas como válidas, porque parece ser que la única prueba que hay que pasar es la de la propia voluntad: si quieres, puedes (algunos, hasta escribimos blogs).
Una cultura no ya de la tolerancia, sino de la no exigencia que, unida a unos medios económicos sin precedentes supone el caldo de cultivo para una legión de oportunistas, caraduras y tipos sin escrúpulos que en un medio más riguroso no sobrevivirían, sea en la política, en la cátedra o en el mundo del arte.
No se trata, claro, sólo del nivel de instrucción, que éste, en promedio, es más alto que nunca –insisto en que hablo en promedio, quiero decir, simplemente, que en estos momentos conviven en España las generaciones de españoles más instruidos, sin perjuicio del muy preocupante dato de que, de esas generaciones, probablemente la más instruida no es la última- sino de la increíble simpleza y falta de solvencia intelectual que caracteriza todos los ámbitos de lo que, en sentido lato, se viene entendiendo por cultura, pensamiento incluido, por supuesto.
Es cierto que se trata de una enfermedad europea, y aun occidental. Hanna Arendt denunció, en su día, que el romanticismo fue poco menos que la época de la irresponsabilidad institucionalizada (y de esos barros, aquellos lodos, claro). La época en que se podía hacer o decir cualquier cosa con ánimo de que los demás le reconocieran validez. Me pregunto qué hubiera pensado de nuestra realidad contemporánea. En el terreno del arte, creo que fue Gombrich el que dijo que nuestra época es la de la superabundancia y la glorificación de la mediocridad. Es pues, digo, un problema general. Pero ataca con más fuerza a países que, como España, no dispusieron nunca de una cultura-base moderna y bien trabada, es decir, que contaban con muy poco que destruir. Casi cabría afirmar que, mientras en otros países cabe hablar de una des-culturización, en el nuestro se trata, más bien, de una culturización incompleta.
En el terreno del pensamiento, vivimos, sin duda, en una época caracterizada por la falta absoluta de rigor, a la que se añade la dictadura de lo políticamente correcto. Si unimos a esto la menesterosa situación de nuestra universidad –poblada, en el campo de las disciplinas humanísticas, de una verdadera colección de nulidades- tenemos el cóctel para que la deshonestidad campe por sus fueros. Se escribe y se publica más que nunca, pero es muy difícil encontrar algo que no sean lugares comunes, por no hablar de opiniones sinceras. Más aún, por alguna razón que se me escapa, los intelectuales españoles parecen incapaces de expresarse con un mínimo de valentía. Se esconden en un engolamiento académico del que parece excluida toda afirmación medianamente polémica. Carecemos, pues, de una intelectualidad que pueda, realmente, desempeñar el papel de conciencia de una sociedad manifiestamente adocenada. Y, desde luego, si alguien quiere opiniones comprometidas, hará mejor en buscarla en los periódicos, nunca en los libros, y menos en los libros de los catedráticos.
Este temor al conflicto, a las ideas contrapuestas y a las afirmaciones rotundas, a las que la industria de la intelectualidad se pliega sin ningún rubor es el caldo de cultivo ideal para unos políticos intelectualmente planos. Mortalmente aburridos, por añadidura. Ello por no hablar de los que, como Zapatero o Carod Rovira, son auténticos profesionales de la nadería, capaces no ya de emplear pocas ideas, sino de prescindir de ellas por completo.
En el panorama de las artes –o de la cultura en el sentido del ministerio del ramo- no es mejor. Aquí también el rigor brilla por su ausencia y, por tanto, se parte de que todo es aceptable. En una entrevista reciente, el director de la Sinfónica de la Comunidad de Madrid afirmaba, con valor digno de encomio, que no se podía comparar el pop y el rock con la música verdaderamente culta –es decir, con la que requiere un esfuerzo previo de familiarización por parte del oyente-. La afirmación podrá discutirse y, desde luego, nada impide que el pop y el rock nos gusten mucho, por lo menos a algunos. Lo importante es que este músico profesional apuntaba a algo que hoy se soslaya: que no todo es igual, que no todo es lo mismo.
Esa capacidad de distinción se ha perdido, con toda probabilidad porque nadie quiere acometer -en medio de un ambiente en el que el esfuerzo no se valora- la tarea de formarse un criterio. Pero es obvio que si Bette Davies era actriz, las niñas que salen en “al salir de clase”, salvo honrosas excepciones, no pueden serlo. Se deduce por simple comparación. Si aplicamos el mismo nombre a ambas cosas, nuestro sistema se está empobreciendo gravemente.
Este panorama va del pensamiento a la gastronomía, pasando por el cine y la arquitectura. Ausencia total de rigor, de capacidad de calificación. Como en el romanticismo, todo el mundo puede hacer o decir cosas con aspiración de que sean reconocidas como válidas, porque parece ser que la única prueba que hay que pasar es la de la propia voluntad: si quieres, puedes (algunos, hasta escribimos blogs).
Una cultura no ya de la tolerancia, sino de la no exigencia que, unida a unos medios económicos sin precedentes supone el caldo de cultivo para una legión de oportunistas, caraduras y tipos sin escrúpulos que en un medio más riguroso no sobrevivirían, sea en la política, en la cátedra o en el mundo del arte.
1 Comments:
Estimado Fernando: Poco que comentar sobre un artículo tan rotundo como sincero. Para mayor abundamiento de tu valentía, deberías de pronunciar algún nombre propio en el campo de la literatura. Desde las páginas de la revista "La Fiera Literaria" se está realizando una durísma crítica de la actual novela española. No comparto el tono ni el estilo de la publicación, pero si el fondo de su denuncia. Saludos y mis felicitaciones. Gonzalo.
By Anónimo, at 3:54 p. m.
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