FRANCIA
De Francia se ha llegado a decir, con toda la razón del mundo, que es una idea necesaria para la civilización. Vamos, que, si no existiera, habría que inventarla mañana mismo. La “rama francesa” de nuestra cultura es, junto con la anglosajona y la germánica, uno de sus pilares fundamentales. Por añadidura, desde una perspectiva española, por cercanía y por influencia, ese ascendiente de Francia se redobla. Hemos podido aprender mucho de nuestros vecinos –a veces, ese sano sentimiento de emulación no ha rendido los frutos necesarios precisamente porque, al ser llevado al extremo de la pura sumisión por algunos, generaba un rechazo irracional en otros. Ni siquiera los anglófilos convencidos podemos negarnos a reconocer los inmensos méritos de la que tenía a gala considerarse la “nation par excellence”. Es más, si mañana, Dios no lo quiera, desapareciera Francia, se le podría aplicar aquello que, dicen, dijo Napoleón de sí mismo, más o menos: “conquisté países y gané innumerables batallas... pero se me recordará por mi Código Civil”. Así fue; Napoleón fracasó en su empeño como fracasara Luis XIV, y Francia volvió a sus fronteras originales, pero el aún vigente código de 1804 sigue ahí, presente en espíritu en toda la legislación liberal de buena parte de la Europa continental, España incluida, por supuesto.
Por eso provoca especial tristeza contemplar el espectáculo que hoy ofrece Francia al mundo. Leo en prensa que el gobierno encabezado por Dominique de Villepin –ese gentleman políglota y poeta de suaves maneras que demuestra cómo se puede ser fino y cultivado y, al tiempo, rancio hasta la médula- pretende blindar sus empresas estratégicas de la agresión exterior. Me refiero a muy decentes y honradas compras, no a agresiones de gente armada... Impresentable.
Francia es, en estos momentos, uno de los mayores obstáculos con los que Europa puede encontrarse para desplegar las fuerzas que le permitan sobrevivir con cierta dignidad en la nueva coyuntura mundial. Cuando todo apunta a que es necesario reexaminar en profundidad los ejes básicos sobre los que gira la política europea –el dichoso “modelo europeo”- Francia se encierra sobre sí misma. El gigantesco conglomerado de intereses, a menudo bastardos, en el que se han convertido la sociedad y el estado franceses reacciona de la peor manera posible.
Leí no hace mucho un editorial en Le Figaro, del que lamento no recordar el nombre del firmante, que pintaba un panorama desolador, y acusaba directamente a la clase política. Es verdad que la clase política se ha convertido en un verdadero problema. Una de las mayores dificultades que se pueden llegar a plantear en una democracia es que la clase política se vuelva homogénea, que todos los políticos terminen resultando parecidos. Ese fenómeno está sucediendo en Francia, donde izquierda y derecha forman un continuo definido, en la práctica, por el estatismo, el conservadurismo en el peor sentido de la palabra, el nacionalismo y la corrupción.
Ante una situación así, el electorado es consciente de que, bajo la sopa de letras a la que se enfrenta en cada elección no se encuentra ninguna alternativa real. Entonces el campo está libre para todo tipo de extravagancias que, en el fondo, cabe entender como clamores por un cambio. En Francia, el fenómeno se concreta en los erráticos resultados de las últimas consultas electorales. ¿Es consciente Chirac, por ejemplo, de que su situación, su respaldo por el ochenta por cien del electorado, tiene tintes muy comunes a la situación de Néstor Kirchner? –en su caso fue que los electores tuvieron que elegir entre él y el suicidio, en el del inefable mandatario argentino, que su rival hizo mutis por el foro en una maniobra impresentable-. Hace falta ser ZP para estar cómodo con semejante situación.
Siempre queda un rayo de esperanza, porque es complicado matar un espíritu tan rebelde como el francés. Francia no es España, y la inmensidad del pesebre no quita para que siempre hayan existido y existan intelectuales libres, voces contestatarias y pensamiento digno de tal nombre (lean, por cierto, el Diario de Fin de Siglo, de Revel y podrán hallar el esperpento continuado de un año en la vida francesa, contada con inteligencia y sentido del humor). La sociedad francesa está viva, y es posible que salga adelante, si escucha a su propia conciencia. Tiene que vencer, para ello, la tendencia a la autocomplacencia y al ombliguismo que es la clave de que esos políticos vivan en simbiosis con la sociedad que gobiernan, fagocitándola y destruyéndola. Martín Ferrand atribuía a Baura, creo, el chascarrillo de que, como en Francia, no se concibe que un académico sea mal escritor ni que un ministro sea tonto, nunca faltan allí talentos y lumbreras. Al menos mientras haya Academia y haya Gobierno, y ya se encargan unos y otros de que eso continúe sucediendo.
En el blog “Desde el Exilio” se hacían eco de unas declaraciones de Sarkozy en el que, por vez primera, instaba a sus conciudadanos... a ser humildes. A aprender algo, a terminar con esa grandeur de déficit desbocado y paro creciente. Pero Sarkozy es, hoy por hoy, sólo una promesa de poco alcance. La política francesa sigue en manos del gris Villepin y, sobre todo mientras ese ente indefinible que es el PS intenta salir de sus contradicciones internas, bajo la égida de un hombre que personifica –y en esto, sí, cumple su función de jefe de estado a la perfección- la decadencia de la nación que encabeza. La “France qui Tombe” es Jaques Chirac y Jaques Chirac es la Francia que se hunde. La propia longevidad personal y política convierte a los presidentes en trasuntos igualmente ajados de esta V República que nació vieja. El elenco de los máximos mandatarios franceses –Degaulle, Pompidou, Giscard, Mitterand y el propio Chirac-, sus figuras, sus retratos, sus discursos, acusan la enfermedad de Francia.
Ya digo. Puede que sea curable. Y sería muy deseable que tuviese curación, porque Francia es una especie de condición mínima de existencia de Europa. Uno de los elementos imprescindibles. Todo lo que allí sucede tiene repercusiones en el resto del continente y, cómo no, en España, aunque sólo sea porque algunos de nuestros políticos siguen mirándose en ella, pero también porque, como observaba un historiador francés, no hay dos países cuyas historias estén más entrelazadas.
Por eso provoca especial tristeza contemplar el espectáculo que hoy ofrece Francia al mundo. Leo en prensa que el gobierno encabezado por Dominique de Villepin –ese gentleman políglota y poeta de suaves maneras que demuestra cómo se puede ser fino y cultivado y, al tiempo, rancio hasta la médula- pretende blindar sus empresas estratégicas de la agresión exterior. Me refiero a muy decentes y honradas compras, no a agresiones de gente armada... Impresentable.
Francia es, en estos momentos, uno de los mayores obstáculos con los que Europa puede encontrarse para desplegar las fuerzas que le permitan sobrevivir con cierta dignidad en la nueva coyuntura mundial. Cuando todo apunta a que es necesario reexaminar en profundidad los ejes básicos sobre los que gira la política europea –el dichoso “modelo europeo”- Francia se encierra sobre sí misma. El gigantesco conglomerado de intereses, a menudo bastardos, en el que se han convertido la sociedad y el estado franceses reacciona de la peor manera posible.
Leí no hace mucho un editorial en Le Figaro, del que lamento no recordar el nombre del firmante, que pintaba un panorama desolador, y acusaba directamente a la clase política. Es verdad que la clase política se ha convertido en un verdadero problema. Una de las mayores dificultades que se pueden llegar a plantear en una democracia es que la clase política se vuelva homogénea, que todos los políticos terminen resultando parecidos. Ese fenómeno está sucediendo en Francia, donde izquierda y derecha forman un continuo definido, en la práctica, por el estatismo, el conservadurismo en el peor sentido de la palabra, el nacionalismo y la corrupción.
Ante una situación así, el electorado es consciente de que, bajo la sopa de letras a la que se enfrenta en cada elección no se encuentra ninguna alternativa real. Entonces el campo está libre para todo tipo de extravagancias que, en el fondo, cabe entender como clamores por un cambio. En Francia, el fenómeno se concreta en los erráticos resultados de las últimas consultas electorales. ¿Es consciente Chirac, por ejemplo, de que su situación, su respaldo por el ochenta por cien del electorado, tiene tintes muy comunes a la situación de Néstor Kirchner? –en su caso fue que los electores tuvieron que elegir entre él y el suicidio, en el del inefable mandatario argentino, que su rival hizo mutis por el foro en una maniobra impresentable-. Hace falta ser ZP para estar cómodo con semejante situación.
Siempre queda un rayo de esperanza, porque es complicado matar un espíritu tan rebelde como el francés. Francia no es España, y la inmensidad del pesebre no quita para que siempre hayan existido y existan intelectuales libres, voces contestatarias y pensamiento digno de tal nombre (lean, por cierto, el Diario de Fin de Siglo, de Revel y podrán hallar el esperpento continuado de un año en la vida francesa, contada con inteligencia y sentido del humor). La sociedad francesa está viva, y es posible que salga adelante, si escucha a su propia conciencia. Tiene que vencer, para ello, la tendencia a la autocomplacencia y al ombliguismo que es la clave de que esos políticos vivan en simbiosis con la sociedad que gobiernan, fagocitándola y destruyéndola. Martín Ferrand atribuía a Baura, creo, el chascarrillo de que, como en Francia, no se concibe que un académico sea mal escritor ni que un ministro sea tonto, nunca faltan allí talentos y lumbreras. Al menos mientras haya Academia y haya Gobierno, y ya se encargan unos y otros de que eso continúe sucediendo.
En el blog “Desde el Exilio” se hacían eco de unas declaraciones de Sarkozy en el que, por vez primera, instaba a sus conciudadanos... a ser humildes. A aprender algo, a terminar con esa grandeur de déficit desbocado y paro creciente. Pero Sarkozy es, hoy por hoy, sólo una promesa de poco alcance. La política francesa sigue en manos del gris Villepin y, sobre todo mientras ese ente indefinible que es el PS intenta salir de sus contradicciones internas, bajo la égida de un hombre que personifica –y en esto, sí, cumple su función de jefe de estado a la perfección- la decadencia de la nación que encabeza. La “France qui Tombe” es Jaques Chirac y Jaques Chirac es la Francia que se hunde. La propia longevidad personal y política convierte a los presidentes en trasuntos igualmente ajados de esta V República que nació vieja. El elenco de los máximos mandatarios franceses –Degaulle, Pompidou, Giscard, Mitterand y el propio Chirac-, sus figuras, sus retratos, sus discursos, acusan la enfermedad de Francia.
Ya digo. Puede que sea curable. Y sería muy deseable que tuviese curación, porque Francia es una especie de condición mínima de existencia de Europa. Uno de los elementos imprescindibles. Todo lo que allí sucede tiene repercusiones en el resto del continente y, cómo no, en España, aunque sólo sea porque algunos de nuestros políticos siguen mirándose en ella, pero también porque, como observaba un historiador francés, no hay dos países cuyas historias estén más entrelazadas.
1 Comments:
Pues yo soy optimista, Rajoy parece que se va a poner,de un momento a otro, a cantar algun articulo de la Ley Hipotecaria...
By Anónimo, at 7:17 p. m.
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