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domingo, agosto 28, 2005

GRÀCIA - SANTS

Los altercados, en algunos casos auténticas batallas campales, en algunos barrios de Barcelona durante las fiestas empiezan a convertirse en una desagradable costumbre. Tras las algaradas de Gràcia, vinieron las de Sants.

Pensaba en ello el otro día, mientras caminaba por el centro de Madrid, fijándome, como suelo hacerlo, en un detalle: no queda ya persiana, cristal, cierre de local, lienzo, trozo de pared... que no haya sido embellecido por los grafiteros, conforme a su muy particular opinión acerca de cuál debe ser la estética de las ciudades. No importa si la calle es o no de las más nobles de la ciudad, si el edificio así adornado es una tienda, clínica o museo y si los visitantes pueden llevarse una pésima impresión. Por lo visto, lo primero y principal es, siempre, dar salida a los impulsos de uno, cuando, donde y como se lo indique su libérrimo criterio.

No puedo evitar preguntarme qué demonios está pasando. Cuál es la razón de esta especie de asalvajamiento generalizado, de esta falta de respeto por los demás, por la autoridad –que, a diferencia de lo que podía ocurrir en tiempos pretéritos, es ahora plenamente legítima-, por la propiedad ajena, incluida la común.

El asunto apunta, cómo no, a la hecatombe generalizada del sistema educativo. La escuela o, por ser más precisos, el proceso de escolarización (que no incumbe sólo a centros y maestros, sino también a padres y a otros miembros de la comunidad) tiene tres objetivos básicos: transmitir conocimientos, desarrollar las habilidades sociales e instruir en los elementos fundamentales de la estructura social (derechos, deberes, relaciones...). Empieza a estar bastante claro que el fracaso alcanza a los tres.

La antipedagogía progre no sólo ha producido un cataclismo en los niveles de instrucción, sino una significativa cantidad de seres asociales. Seres que parecen creer que todo cuanto les rodea, personas y cosas, empezando por sus padres y terminando por los bancos de la calle, están al servicio de sus sacrosantos derechos que, por lo que se ve, son absolutos y no tienen correlativos deberes. Cualquier clase de limitación o cortapisa es, por tanto, ilegítima, y se le puede oponer incluso la violencia. No es de extrañar que, llegados a la edad adulta, estos elementos pasen a militar en movimientos o partidos que se caracterizan por hacer de eso un fundamento básico de su ideología, como el tan traído y llevado movimiento “okupa”, instalado desde hace años en Barcelona.

Si a un tipo, a las tres de la mañana, un policía municipal le sugiere que se calle por respeto a los vecinos que duermen y el tipo lo interpreta como una agresión, es que el tipo no ha interiorizado los patrones mínimos de la convivencia. Cualquiera que viva en una ciudad como Madrid podrá comprobar que es una especie de enfermedad social.

Son actitudes muy difíciles de combatir como no sea desde la educación, porque parece claro que tienen mala solución desde la simple represión. Puede decirse, con razón, que las perspectivas de sanción, penal o administrativa, no son intimidantes –aunque se puede mejorar mucho cuando la sanción se dirige a quien tiene más capacidad de ser motivado, como suele ser el papá del animalito-. Uno no suele refrenarse del gustazo –sobre todo cuando va cocido- de quemar un contenedor, pongamos por caso, por unos pocos euros de multa que, de todos modos, no cree que vaya a pagar. Pero lo cierto es que el hecho en sí reviste mucha menos gravedad que otros y, por tanto, el endurecimiento de sanciones podría llevarnos a una loca falta de proporcionalidad. Es el drama de la “delincuencia de baja intensidad”. Es poco grave, sí, si consideramos hechos aislados pero, al tiempo y como fenómeno social, hay pocas cosas que deterioren más la calidad de vida y la convivencia. Un barrio con algaradas frecuentes es un lugar imposible, aunque las conductas individuales sean cosa de poca monta, al menos comparadas con otras barbaridades de las que, probadamente, es capaz el ser humano.

Esto no quiere decir, desde luego, que las Autoridades no puedan hacer absolutamente nada. En primer lugar, por supuesto, está la aplicación de los mínimos represivos que sí están previstos. Una cosa es que uno no tema en exceso la sanción o la intervención policial y otra es que tenga la práctica certeza de que su conducta va a quedar impune, porque sabe que la policía no va a intervenir o que lo va a hacer más tarde, cuando ya la juerga haya empezado a perder el puntillo –fenómeno frecuente, antaño, en las calles de Euskadi y que ahora se repite merced a la política social-nacionalista: desde el momento en que se avista un ertzaina hasta que sus jefes le ordenan ponerse manos a la obra, uno sabe que cuenta con media hora, más o menos.

Otra medida que puede ser útil para terminar con ciertos comportamientos es no alentarlos. El consistorio barcelonés, por ejemplo, tiene numerosos concejales que sienten abierta simpatía por el movimiento okupa –como algunos jueces-, es decir, que no ven con malos ojos la invasión de la propiedad ajena. El concepto progre de “cultura” es también muy apropiado para el caso. Parecen aplicarlo en un sentido antropológico estricto, de suerte que toda actividad humana distinta de hacer las necesidades fisiológicas básicas (en algún caso, también estas, como acreditan algunas exposiciones) entra en la definición. Hagas lo que hagas, por tanto, siempre habrá alguien al que le parecerá una “manifestación cultural”. Así, si uno es capaz de pintar de colorines toda la flota de cercanías de Renfe, lo habitual es que su concejal de cultura quiera hacerle una retrospectiva, no que le busque para que tenga la bondad de reparar el daño. Una cacerolada a las cuatro de la mañana es un concierto de percusión, y no hay festival de cine, danza o teatro que no tenga su festival “alternativo” –para el que, lamentablemente, no suele haber locales previstos (que suelen estar ocupados por el alternativo del alternativo)- que, en ocasiones, ¡también está subvencionado!

Hay gente con altas responsabilidades que, en el fondo, no es tan diferente de los alborotadores de Gràcia o los grafiteros de Madrid. Tiene, más o menos, la misma cultura de los derechos –salvo cuando la cosa afecta a los suyos, claro- y, por tanto, difícilmente puede decirse que está preparada para realizar su labor. Antes al contrario, se convierten en una fuente de legitimación permanente. Uno de los aspectos más graves de la conducta del Pepito Piscinas de ERC, por ejemplo, es la noción que transmite: si uno tiene derechos los ejerce y punto, con desprecio absoluto por el procedimiento y sin ninguna consideración para con las razones que puedan asistir a los demás.

Si quieres algo, lo coges, si te apetece algo, lo haces. Está justificado que aparques en doble fila porque tienes prisa o te viene bien, puedes pintar en una pared porque es sólo eso, una pared, y el derecho de su propietario a tenerla limpia debe ceder ante el tuyo a expresar lo que llevas dentro... entras en unos grandes almacenes y te llevas un jamón, erigiéndote en juez y dirimiendo qué derecho de propiedad es digno de respeto y cual no (robar es quitarle la pensión a la abuela, pero no quitarle un jamón al Corte Inglés, ¿no?). En fin, al igual que los próceres de ERC, todos tenemos derecho, en cada momento, a decidir qué situaciones son merecedoras de respeto y cuales no. A decidir, en suma quién duerme y quién no duerme en Gràcia.

Tenemos un problema y es grave... así, va a ser difícil tener la fiesta en paz.

1 Comments:

  • Y ya sabes, si opinas lo contrario es que eres un fascista... De todos modos, el tema esta terriblemente interiorizado en la sociedad y me remito a un ejemplo: en el best seller "El anillo", de Jorge Molist (que por cierto fue altísimo directivo de una multinacional en California, ya sabemos, la patria del capitalismo más salvaje y genocida que drían algunos, y del que recomiendo el libro "Presagio" y no el que comento)el co-protagonista es un profesor universitario de Barcelona metido en el movimiento okupa pero de buen rollo. Cada sociedad elige a sus héroes, así que vamos lanzados...

    By Anonymous Anónimo, at 7:52 p. m.  

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