NO ES UNA ANÉCDOTA
No es que Pedro Jota sea santo de mi completa devoción, aunque no tenga más remedio que reconocer que su diario ha desempeñado y desempeña un papel imprescindible en nuestra democracia, y es verdad que el profundo patetismo de ciertos elementos de ERC, su ridiculez supina, hace que sus conductas inviten no tanto a la indignación como a la ironía, si no a la carcajada abierta.
Pero nada de esto debe llevarnos a la confusión. Aunque pudiéramos consolarnos pensando que fuera perpetrada por una colección de tarados encabezada por un enano mental, la entrada ilícita en la piscina del director de El Mundo es algo gravísimo, a lo que no se puede quitar hierro en ningún caso. Y la actitud tolerante del socialismo anticipa lo que puede ser un escándalo de considerables proporciones –siempre que algún juez rumboso tenga a bien cuando menos procesar a esos elementos por lo que tiene toda la pinta de delito flagrante- si el Congreso de los Diputados deniega el suplicatorio correspondiente.
El espantoso aire de normalidad con el que se toman en España conductas completamente inaceptables en cualquier estado de derecho es un signo evidente no de deterioro de la democracia, sino de que la democracia real jamás caló a fondo en el cuerpo político de este país. Sé que la afirmación es muy dura, pero dura es la realidad de que nos hayamos hecho a convivir con el esperpento. Los españoles parecen tolerantes con el abuso de poder y la perversión de las instituciones. En un país donde nadie se escandaliza cuando el presidente del gobierno afirma que “habrá que buscar una solución” a una sentencia incómoda para el mandamás de turno puede, sencillamente, pasar de todo. Todo es posible, esa es la cuestión.
Nuestros constitucionalistas más responsables han cuestionado muy seriamente la institución de la inmunidad parlamentaria en los términos en los que se encuentra en nuestro Texto Fundamental, y es aún discutido cuál es su alcance. Lo cierto es que semejante privilegio –como el similar de la plena irresponsabilidad real-, auténtico resquicio decimonónico, sólo es aceptable en tanto la costumbre constitucional correlativa lo haga compatible con lo que debería ser la ética social y el sentido del orden público en un país civilizado, es decir, la Cámara correspondiente debe conceder siempre el suplicatorio, salvo en los muy contados casos en los que se pueda presuponer intencionalidad política por parte del sujeto requirente.
¿Es cabal que, convencido de la licitud de su conducta, esgrima uno las pruebas de su inmunidad antes de que nadie se las pida? ¿Salen ustedes a bañarse pertrechados de licencias administrativas o con el DNI en la boca? Porque una de dos, o el lugar al que nos acercamos es público y nadie tiene derecho a cortarnos el paso, o alguien tiene, en efecto, derecho a cortarnos el paso y el lugar no es público o, siéndolo, hay alguna razón para que dicho paso esté restringido. Y si la restricción al paso es ilegítima, lo procedente es denunciarlo ante la autoridad administrativa o judicial correspondiente. Para nada de lo anterior se precisa el carnet de parlamentario.
Insisto, son patéticos, mueven a risa y escarnecen con su estupidez las ideas que dicen defender, que en sí mismas pueden ser dignas, aceptables y perfectamente legítimas y a la gente que les vota. Pero salvo que la imbecilidad sea de grado inhabilitante, no exime de responsabilidad, y no por ridícula la conducta es menos grave. Lo que ha ocurrido es gravísimo, y no cabe duda de que es previsible que conductas parecidas se reproduzcan, porque cuando se le coge gusto al matonismo, es difícil dejarlo.
Sencillamente, no podemos cansarnos de denunciarlo ni podemos acostumbrarnos.
Pero nada de esto debe llevarnos a la confusión. Aunque pudiéramos consolarnos pensando que fuera perpetrada por una colección de tarados encabezada por un enano mental, la entrada ilícita en la piscina del director de El Mundo es algo gravísimo, a lo que no se puede quitar hierro en ningún caso. Y la actitud tolerante del socialismo anticipa lo que puede ser un escándalo de considerables proporciones –siempre que algún juez rumboso tenga a bien cuando menos procesar a esos elementos por lo que tiene toda la pinta de delito flagrante- si el Congreso de los Diputados deniega el suplicatorio correspondiente.
El espantoso aire de normalidad con el que se toman en España conductas completamente inaceptables en cualquier estado de derecho es un signo evidente no de deterioro de la democracia, sino de que la democracia real jamás caló a fondo en el cuerpo político de este país. Sé que la afirmación es muy dura, pero dura es la realidad de que nos hayamos hecho a convivir con el esperpento. Los españoles parecen tolerantes con el abuso de poder y la perversión de las instituciones. En un país donde nadie se escandaliza cuando el presidente del gobierno afirma que “habrá que buscar una solución” a una sentencia incómoda para el mandamás de turno puede, sencillamente, pasar de todo. Todo es posible, esa es la cuestión.
Nuestros constitucionalistas más responsables han cuestionado muy seriamente la institución de la inmunidad parlamentaria en los términos en los que se encuentra en nuestro Texto Fundamental, y es aún discutido cuál es su alcance. Lo cierto es que semejante privilegio –como el similar de la plena irresponsabilidad real-, auténtico resquicio decimonónico, sólo es aceptable en tanto la costumbre constitucional correlativa lo haga compatible con lo que debería ser la ética social y el sentido del orden público en un país civilizado, es decir, la Cámara correspondiente debe conceder siempre el suplicatorio, salvo en los muy contados casos en los que se pueda presuponer intencionalidad política por parte del sujeto requirente.
¿Es cabal que, convencido de la licitud de su conducta, esgrima uno las pruebas de su inmunidad antes de que nadie se las pida? ¿Salen ustedes a bañarse pertrechados de licencias administrativas o con el DNI en la boca? Porque una de dos, o el lugar al que nos acercamos es público y nadie tiene derecho a cortarnos el paso, o alguien tiene, en efecto, derecho a cortarnos el paso y el lugar no es público o, siéndolo, hay alguna razón para que dicho paso esté restringido. Y si la restricción al paso es ilegítima, lo procedente es denunciarlo ante la autoridad administrativa o judicial correspondiente. Para nada de lo anterior se precisa el carnet de parlamentario.
Insisto, son patéticos, mueven a risa y escarnecen con su estupidez las ideas que dicen defender, que en sí mismas pueden ser dignas, aceptables y perfectamente legítimas y a la gente que les vota. Pero salvo que la imbecilidad sea de grado inhabilitante, no exime de responsabilidad, y no por ridícula la conducta es menos grave. Lo que ha ocurrido es gravísimo, y no cabe duda de que es previsible que conductas parecidas se reproduzcan, porque cuando se le coge gusto al matonismo, es difícil dejarlo.
Sencillamente, no podemos cansarnos de denunciarlo ni podemos acostumbrarnos.
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