COMISIONES DE INVESTIGACIÓN
Las Cortes de Castilla-La Mancha han dado comienzo a lo que, con toda probabilidad, se convertirá en un episodio más de la triste historia de las comisiones de investigación parlamentarias en España, que vienen manejándose a caballo entre lo simplemente inútil y lo manifiestamente bochornoso.
Es indiferente que la comisión se dedique a investigar asuntos de gravedad y con trascendencia general, como la desdichada del 11M o puramente políticos, referidos al comportamiento de los propios miembros de la Cámara en cuestión, como fue el caso de la comisión del “caso Tamayo” (el de la “trama inmobiliaria”, ¿recuerdan?). Algo de positivo sí que tienen, sobre todo cuando, como ocurrió con la de Madrid, son televisadas. Permiten ver a las claras el ínfimo nivel intelectual de muchos diputados regionales, habitualmente silentes, y que parecen incapaces de expresarse siquiera en un español correcto. Si la política nacional no destaca por su categoría, la regional y local es un auténtico drama, esa es la verdad, y algún día habrá que reflexionar sobre por qué sucede eso.
El contraste con la comisión del 11S en Estados Unidos, el extracto de cuyas conclusiones se convirtió en un éxito de ventas, traducidas a varios idiomas, y que incluía algunas recomendaciones de carácter positivo e indudable trascendencia, es manifiesto. ¿Por qué no funcionan, en España, las comisiones de investigación?, ¿por qué no sirve para nada ese mecanismo que está planteado como una fórmula indispensable de transparencia? ¿por qué terminan, invariablemente, convertidas en un diálogo de sordos? En mi opinión, hay varias razones para ello, más allá de la mera incompetencia y mala fe de las personas que, sin duda, desempeña un importante papel. Y la más importante de estas razones tiene carácter estructural.
Las comisiones de investigación no funcionan en nuestro país porque son incompatibles con la naturaleza que, ahora mismo, tiene la institución parlamentaria. Parece condición sine qua non para que se desarrolle una investigación de cualquier naturaleza un cierto distanciamiento entre el investigador y el objeto investigado. En caso contrario, parece claro que prejuicios, ideas preconcebidas y, sobre todo, intereses de parte, harán muy difícil llegar a conclusiones sensatas. El Parlamento sólo investiga asuntos con trascendencia política, por razones obvias y, por tanto, en última instancia, suele terminar “investigando” actuaciones del poder ejecutivo. El que se pueda salir con bien de ese trance requiere, como condiciones necesarias, por tanto, una efectiva separación de poderes y un alto grado de racionalidad en la actuación de los legisladores. Ninguna de las dos condiciones se cumple en el caso del parlamento español y, por consiguiente, tampoco se da el necesario distanciamiento. Si la comisión en cuestión termina concluyendo algo que no siendo conocido de antemano sea, además, útil, será de chiripa.
La separación de poderes, entre legislativo y ejecutivo, sencillamente, no existe en los sistemas parlamentarios. Bagehot decía que, en el sistema inglés, el gobierno (el gabinete) no era sino un comité de los Comunes –su comité ejecutivo-. Hoy en día, toda vez que las tornas se han invertido, puede decirse que la institución parlamentaria es un comité que el ejecutivo emplea para hacer leyes, por un lado, y que los partidos emplean para escenificar ciertos aspectos de la lucha política –no todos, desde luego, porque hoy la lucha política tiene muchos más frentes-. El compromiso de la mayoría con el gobierno que sustenta es total y, en la medida en que el principio de mayoría ha de trasladarse a todas las reuniones de parlamentarios –comisiones incluidas- el pretendido debate en busca de la verdad termina convirtiéndose en una especie de “juicio político” en el que unos intentan atacar al gobierno y otros lo protegen, exactamente igual que sucede en las votaciones del pleno y cabe decir que con resultado igual de previsible. ¿Es razonable prever que una mayoría a cuya existencia debe el gobierno su estabilidad, censure su actuación?... Nótese que el sistema americano, en el que la división de poderes es mucho más estricta, en el que sí existe una separación real entre el Presidente y la Legislatura, tiene muchas más posibilidades de éxito a este respecto.
Tampoco el debate parlamentario tiene ya mucho de racional. Las reglas de funcionamiento son simples y muy rígidas. Nadie convence a nadie en una discusión en el hemiciclo ni en las comisiones. Por lo mismo, nadie convence a nadie de que tal o cual conclusión es más correcta. Los parlamentarios hace ya mucho que no hablan para la bancada de enfrente, sino para la opinión pública, normalmente manipulando sus prejuicios y creencias.
Un último factor que, desde luego, influye, es el propio prestigio de las instituciones. Siendo la cámara de los Comunes una asamblea que funciona en muchos aspectos de modo similar al Congreso de los Diputados (obsérvese que, de nuevo, el Senado importa bien poco) es indudablemente más respetada por los partidos políticos y por la ciudadanía. Ello influye, sin duda, en el ánimo de comisionados y comparecientes. El grado de postración de nuestra institución parlamentaria hace complicado que los partidos políticos decidan soslayar su método habitual de trabajo sólo por no dañar aún más su prestigio.
En conclusión, yo no esperaría nada de la comisión de Toledo... y es que tampoco pienso que sea muy racional esperarlo.
Es indiferente que la comisión se dedique a investigar asuntos de gravedad y con trascendencia general, como la desdichada del 11M o puramente políticos, referidos al comportamiento de los propios miembros de la Cámara en cuestión, como fue el caso de la comisión del “caso Tamayo” (el de la “trama inmobiliaria”, ¿recuerdan?). Algo de positivo sí que tienen, sobre todo cuando, como ocurrió con la de Madrid, son televisadas. Permiten ver a las claras el ínfimo nivel intelectual de muchos diputados regionales, habitualmente silentes, y que parecen incapaces de expresarse siquiera en un español correcto. Si la política nacional no destaca por su categoría, la regional y local es un auténtico drama, esa es la verdad, y algún día habrá que reflexionar sobre por qué sucede eso.
El contraste con la comisión del 11S en Estados Unidos, el extracto de cuyas conclusiones se convirtió en un éxito de ventas, traducidas a varios idiomas, y que incluía algunas recomendaciones de carácter positivo e indudable trascendencia, es manifiesto. ¿Por qué no funcionan, en España, las comisiones de investigación?, ¿por qué no sirve para nada ese mecanismo que está planteado como una fórmula indispensable de transparencia? ¿por qué terminan, invariablemente, convertidas en un diálogo de sordos? En mi opinión, hay varias razones para ello, más allá de la mera incompetencia y mala fe de las personas que, sin duda, desempeña un importante papel. Y la más importante de estas razones tiene carácter estructural.
Las comisiones de investigación no funcionan en nuestro país porque son incompatibles con la naturaleza que, ahora mismo, tiene la institución parlamentaria. Parece condición sine qua non para que se desarrolle una investigación de cualquier naturaleza un cierto distanciamiento entre el investigador y el objeto investigado. En caso contrario, parece claro que prejuicios, ideas preconcebidas y, sobre todo, intereses de parte, harán muy difícil llegar a conclusiones sensatas. El Parlamento sólo investiga asuntos con trascendencia política, por razones obvias y, por tanto, en última instancia, suele terminar “investigando” actuaciones del poder ejecutivo. El que se pueda salir con bien de ese trance requiere, como condiciones necesarias, por tanto, una efectiva separación de poderes y un alto grado de racionalidad en la actuación de los legisladores. Ninguna de las dos condiciones se cumple en el caso del parlamento español y, por consiguiente, tampoco se da el necesario distanciamiento. Si la comisión en cuestión termina concluyendo algo que no siendo conocido de antemano sea, además, útil, será de chiripa.
La separación de poderes, entre legislativo y ejecutivo, sencillamente, no existe en los sistemas parlamentarios. Bagehot decía que, en el sistema inglés, el gobierno (el gabinete) no era sino un comité de los Comunes –su comité ejecutivo-. Hoy en día, toda vez que las tornas se han invertido, puede decirse que la institución parlamentaria es un comité que el ejecutivo emplea para hacer leyes, por un lado, y que los partidos emplean para escenificar ciertos aspectos de la lucha política –no todos, desde luego, porque hoy la lucha política tiene muchos más frentes-. El compromiso de la mayoría con el gobierno que sustenta es total y, en la medida en que el principio de mayoría ha de trasladarse a todas las reuniones de parlamentarios –comisiones incluidas- el pretendido debate en busca de la verdad termina convirtiéndose en una especie de “juicio político” en el que unos intentan atacar al gobierno y otros lo protegen, exactamente igual que sucede en las votaciones del pleno y cabe decir que con resultado igual de previsible. ¿Es razonable prever que una mayoría a cuya existencia debe el gobierno su estabilidad, censure su actuación?... Nótese que el sistema americano, en el que la división de poderes es mucho más estricta, en el que sí existe una separación real entre el Presidente y la Legislatura, tiene muchas más posibilidades de éxito a este respecto.
Tampoco el debate parlamentario tiene ya mucho de racional. Las reglas de funcionamiento son simples y muy rígidas. Nadie convence a nadie en una discusión en el hemiciclo ni en las comisiones. Por lo mismo, nadie convence a nadie de que tal o cual conclusión es más correcta. Los parlamentarios hace ya mucho que no hablan para la bancada de enfrente, sino para la opinión pública, normalmente manipulando sus prejuicios y creencias.
Un último factor que, desde luego, influye, es el propio prestigio de las instituciones. Siendo la cámara de los Comunes una asamblea que funciona en muchos aspectos de modo similar al Congreso de los Diputados (obsérvese que, de nuevo, el Senado importa bien poco) es indudablemente más respetada por los partidos políticos y por la ciudadanía. Ello influye, sin duda, en el ánimo de comisionados y comparecientes. El grado de postración de nuestra institución parlamentaria hace complicado que los partidos políticos decidan soslayar su método habitual de trabajo sólo por no dañar aún más su prestigio.
En conclusión, yo no esperaría nada de la comisión de Toledo... y es que tampoco pienso que sea muy racional esperarlo.
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