¿Y QUIÉN LE DICE "NO" A JEFFERSON?
Esta mañana, consultando la prensa electrónica, y más exactamente El Confidencial Digital, me encuentro con un artículo de Carlos Sánchez, basado en una conocida cita de Jefferson. El que fuera uno de los padres de la Constitución por antonomasia –la de los Estados Unidos, sí- sugería la conveniencia de acometer cambios en los textos constitucionales una vez por generación, cada veinte o veinticinco años, al menos en los tiempos de Jefferson. Creo que solía apoyar su tesis con el comentario de que los muertos no pueden gobernar sobre los vivos. En una palabra, Jefferson nos recordaba que, en cualquier momento del tiempo, la Nación –hoy sinónimo de “pueblo” y en tiempos de Jefferson no tanto- en ese momento existente es titular de la soberanía y no puede ni debe estar constreñida por nada.
Partiendo, decía, de la referencia al político norteamericano, Sánchez ataca el tabú de la reforma constitucional en España y sugiere, claro, que la cuestión autonómica debería ser revisada y no meramente ignorada. Refuerza Sánchez su argumentación apuntando, certeramente, que durante el período de vigencia de nuestro Texto del 78, otros países han acometido reformas, en algunos casos en ocasiones múltiples (en puridad, cabe decir que nosotros también hicimos una reforma, pequeñita, pero reforma, que hizo posible que nuestros conciudadanos oriundos de otros países comunitarios puedan ser alcaldes de sus localidades).
Podría objetarse al argumento de Sánchez que las reformas a las que hace referencia en países como Bélgica, Grecia, Suecia, etc., son comparativamente menores. Simples actualizaciones de la arquitectura institucional que no afectan en exceso al sistema. Ni siquiera en el caso de Francia, que procedió a una reforma de cierta profundidad en 2003, si las fechas no me fallan. Los constitucionalistas dirían que estos países han realizado cambios en la constitución, pero no de constitución (y, por cierto, los propios Estados Unidos han realizado veintialguna enmiendas en 200 años, no mucho, sobre todo si tenemos en cuenta que las 10 primeras, el Bill of Rights, se adoptaron de una vez). Algunas de las posibles reformas que se proponen para España sí son verdaderos cambios de constitución, en tanto que sí alteran de raíz los fundamentos del estado. Pero esto no empece para que la premisa mayor sea cierta: el pueblo es soberano para cambiar aquello que prefiera, sea importante o no importante –la cuestión de si existen o no límites a ese poder no es de interés a nuestros efectos, ahora.
Los cambios constitucionales no son sólo posibles, sino, a veces, hasta convenientes. Todas las leyes han de adaptarse a la realidad social sobre la que se aplican. Sólo dos matices habría que hacer: que el cambio resultara efectivamente oportuno (aquello de la “mano temblorosa” que tanto gusta de recordar Jiménez de Parga) y no se pueda llegar a otra solución por vía de interpretación o modificando piezas menores del ordenamiento, y que se respete, en todo caso, el procedimiento. Por añadidura, hay que suponer cumplido el principio democrático, que impide que ninguna reforma tenga carácter de “necesaria” esto es, nadie puede presentarse ante el Parlamento en la convicción de que “lo suyo” tiene que salir adelante.
Y aquí llegamos a la médula del problema. Sánchez acierta al plantear el nivel correcto para la discusión. Lo que algunos pretenden es realizar un cambio tan profundo de la arquitectura constitucional de España que, en justicia, merecería un debate de rango apropiado. Entonces, ¿a qué disfrazarlo de la simple discusión de unas leyes orgánicas como son los estatutos de autonomía?
Los que nos declaramos defensores de la Constitución actual –al menos algunos- no somos defensores de ninguna cláusula de intangibilidad, ni creemos que el modelo de estado haya de estar cerrado de una vez y para siempre. No se puede criticar a nadie por proponer un cambio en la Carta Magna o por pretender un orden político diferente, siempre que se respeten los cauces establecidos al efecto. Lo que sí es criticable es la actitud de quienes pretenden que los demás comulguemos con ruedas de molino, que nos creamos que “esto no es lo que parece” y que aquí no va pasar nada más que lo del Senado y lo del niño de Leti, si es que pasa algún día.
Pedir que los debates se mantengan en sede adecuada no es negar que esos debates puedan producirse. Otra cosa es que quienes no se sienten en exceso respaldados o apoyados por la razón hagan lo posible por mantener la discusión en el nivel que ellos creen controlar. Y es que en la elección del campo se libra ya media batalla – que no sé si lo dijo Sun Tzu, pero no creo que tuviera problemas para haberlo suscrito. Pero la democracia es lo que tiene, que es en buena medida, aunque no sólo, un conjunto de reglas de procedimiento, reglas que no se pueden subvertir, porque entonces llegamos al caos.
Si el señor Maragall, por decir alguien, cree tener razones que avalen una reforma del Título VIII o de lo que le parezca oportuno, sólo tiene que hacer lo que la Constitución prescribe y juntar votos suficientes para lograr que se apruebe. Sería deseable, por otra parte, que el señor Maragall y otros como él tuvieran, en su caso, la templanza suficiente para aguantar contrapropuestas, que muy bien podría haberlas.
Nadie quiere, en rigor, tener ese debate en estos términos. De ahí ese interés en fijar cada uno su “ámbito de decisión”. Mi “ámbito de decisión” está constituido siempre por esa porción del cuerpo político que, en general, tiende a darme la razón. El infantilismo nacionalista –porque el nacionalismo es, en esencia, eso, un infantilismo político- pinta, de otro modo, la situación de injusta. Más aún, suelen acusarnos a los demás de hacer sofismas insoportables. Nos declaramos favorables a las reformas constitucionales en la seguridad de que “los españoles” lo tenemos todo controlado, es decir, no tenemos objeciones a que se abra ese proceso de reforma porque estamos seguros de que nunca va a concluir contra nuestras tesis.
Para empezar, en un país donde la seriedad no es un valor en alza, uno nunca puede estar seguro de eso pero, obviando esta circunstancia, esa acusación revela la verdadera raíz del problema. La disconformidad con las reglas del juego democrático. Sólo estoy conforme con aquellas reglas en las que mis aspiraciones políticas –las de ahora, porque las pretéritas son otra cosa- son viables. He aquí la muestra de infantilismo, el no conformarse con la realidad. Porque lo que no es admisible, en ningún caso, es una redefinición del cuerpo político que puede decidir en cada momento. Si el pueblo español, en un acto de soberanía y previa conformidad de los catalanes, decide conceder la independencia a Cataluña, bendito sea Dios, pero es inadmisible que los catalanes se declaren independientes o que el resto de los españoles decidan expulsarles. No hay sistema político en el que tal cosa sea posible, porque es contrario no ya al principio de la integridad territorial de las naciones, sino a algo mucho más profundo: a la misma esencia del principio asociativo que subyace a éstas, incluso a la misma posibilidad del derecho.
Jefferson estaba en lo cierto, qué duda cabe, al menos en eso. Y porque estaba en lo cierto y la Constitución (de nuevo, mayúscula por antonomasia) podía y puede reformarse, porque existía un cauce para todas las aspiraciones –otra cosa es que todas sean viables en un momento dado-, una generación más tarde, los Estados Unidos pudieron defender con toda legitimidad el orden establecido, basándose en que nadie podía arrogarse el derecho de cambiarlo unilateralmente.
Partiendo, decía, de la referencia al político norteamericano, Sánchez ataca el tabú de la reforma constitucional en España y sugiere, claro, que la cuestión autonómica debería ser revisada y no meramente ignorada. Refuerza Sánchez su argumentación apuntando, certeramente, que durante el período de vigencia de nuestro Texto del 78, otros países han acometido reformas, en algunos casos en ocasiones múltiples (en puridad, cabe decir que nosotros también hicimos una reforma, pequeñita, pero reforma, que hizo posible que nuestros conciudadanos oriundos de otros países comunitarios puedan ser alcaldes de sus localidades).
Podría objetarse al argumento de Sánchez que las reformas a las que hace referencia en países como Bélgica, Grecia, Suecia, etc., son comparativamente menores. Simples actualizaciones de la arquitectura institucional que no afectan en exceso al sistema. Ni siquiera en el caso de Francia, que procedió a una reforma de cierta profundidad en 2003, si las fechas no me fallan. Los constitucionalistas dirían que estos países han realizado cambios en la constitución, pero no de constitución (y, por cierto, los propios Estados Unidos han realizado veintialguna enmiendas en 200 años, no mucho, sobre todo si tenemos en cuenta que las 10 primeras, el Bill of Rights, se adoptaron de una vez). Algunas de las posibles reformas que se proponen para España sí son verdaderos cambios de constitución, en tanto que sí alteran de raíz los fundamentos del estado. Pero esto no empece para que la premisa mayor sea cierta: el pueblo es soberano para cambiar aquello que prefiera, sea importante o no importante –la cuestión de si existen o no límites a ese poder no es de interés a nuestros efectos, ahora.
Los cambios constitucionales no son sólo posibles, sino, a veces, hasta convenientes. Todas las leyes han de adaptarse a la realidad social sobre la que se aplican. Sólo dos matices habría que hacer: que el cambio resultara efectivamente oportuno (aquello de la “mano temblorosa” que tanto gusta de recordar Jiménez de Parga) y no se pueda llegar a otra solución por vía de interpretación o modificando piezas menores del ordenamiento, y que se respete, en todo caso, el procedimiento. Por añadidura, hay que suponer cumplido el principio democrático, que impide que ninguna reforma tenga carácter de “necesaria” esto es, nadie puede presentarse ante el Parlamento en la convicción de que “lo suyo” tiene que salir adelante.
Y aquí llegamos a la médula del problema. Sánchez acierta al plantear el nivel correcto para la discusión. Lo que algunos pretenden es realizar un cambio tan profundo de la arquitectura constitucional de España que, en justicia, merecería un debate de rango apropiado. Entonces, ¿a qué disfrazarlo de la simple discusión de unas leyes orgánicas como son los estatutos de autonomía?
Los que nos declaramos defensores de la Constitución actual –al menos algunos- no somos defensores de ninguna cláusula de intangibilidad, ni creemos que el modelo de estado haya de estar cerrado de una vez y para siempre. No se puede criticar a nadie por proponer un cambio en la Carta Magna o por pretender un orden político diferente, siempre que se respeten los cauces establecidos al efecto. Lo que sí es criticable es la actitud de quienes pretenden que los demás comulguemos con ruedas de molino, que nos creamos que “esto no es lo que parece” y que aquí no va pasar nada más que lo del Senado y lo del niño de Leti, si es que pasa algún día.
Pedir que los debates se mantengan en sede adecuada no es negar que esos debates puedan producirse. Otra cosa es que quienes no se sienten en exceso respaldados o apoyados por la razón hagan lo posible por mantener la discusión en el nivel que ellos creen controlar. Y es que en la elección del campo se libra ya media batalla – que no sé si lo dijo Sun Tzu, pero no creo que tuviera problemas para haberlo suscrito. Pero la democracia es lo que tiene, que es en buena medida, aunque no sólo, un conjunto de reglas de procedimiento, reglas que no se pueden subvertir, porque entonces llegamos al caos.
Si el señor Maragall, por decir alguien, cree tener razones que avalen una reforma del Título VIII o de lo que le parezca oportuno, sólo tiene que hacer lo que la Constitución prescribe y juntar votos suficientes para lograr que se apruebe. Sería deseable, por otra parte, que el señor Maragall y otros como él tuvieran, en su caso, la templanza suficiente para aguantar contrapropuestas, que muy bien podría haberlas.
Nadie quiere, en rigor, tener ese debate en estos términos. De ahí ese interés en fijar cada uno su “ámbito de decisión”. Mi “ámbito de decisión” está constituido siempre por esa porción del cuerpo político que, en general, tiende a darme la razón. El infantilismo nacionalista –porque el nacionalismo es, en esencia, eso, un infantilismo político- pinta, de otro modo, la situación de injusta. Más aún, suelen acusarnos a los demás de hacer sofismas insoportables. Nos declaramos favorables a las reformas constitucionales en la seguridad de que “los españoles” lo tenemos todo controlado, es decir, no tenemos objeciones a que se abra ese proceso de reforma porque estamos seguros de que nunca va a concluir contra nuestras tesis.
Para empezar, en un país donde la seriedad no es un valor en alza, uno nunca puede estar seguro de eso pero, obviando esta circunstancia, esa acusación revela la verdadera raíz del problema. La disconformidad con las reglas del juego democrático. Sólo estoy conforme con aquellas reglas en las que mis aspiraciones políticas –las de ahora, porque las pretéritas son otra cosa- son viables. He aquí la muestra de infantilismo, el no conformarse con la realidad. Porque lo que no es admisible, en ningún caso, es una redefinición del cuerpo político que puede decidir en cada momento. Si el pueblo español, en un acto de soberanía y previa conformidad de los catalanes, decide conceder la independencia a Cataluña, bendito sea Dios, pero es inadmisible que los catalanes se declaren independientes o que el resto de los españoles decidan expulsarles. No hay sistema político en el que tal cosa sea posible, porque es contrario no ya al principio de la integridad territorial de las naciones, sino a algo mucho más profundo: a la misma esencia del principio asociativo que subyace a éstas, incluso a la misma posibilidad del derecho.
Jefferson estaba en lo cierto, qué duda cabe, al menos en eso. Y porque estaba en lo cierto y la Constitución (de nuevo, mayúscula por antonomasia) podía y puede reformarse, porque existía un cauce para todas las aspiraciones –otra cosa es que todas sean viables en un momento dado-, una generación más tarde, los Estados Unidos pudieron defender con toda legitimidad el orden establecido, basándose en que nadie podía arrogarse el derecho de cambiarlo unilateralmente.
2 Comments:
Excelente anotación. Y únicamente por no decir solo eso:
> '[...] Los cambios constitucionales no son sólo posibles, sino, a veces, hasta convenientes.'
Ese 'a veces' nos dice que también en ocasiones esos cambios son inconvenientes. Esa puede ser toda la cuestión.
By Anónimo, at 8:26 p. m.
Y quién decide el cambio. ¿Todos los españoles?¿Los catalanes?¿Los del bajo Llobregat?
Quizás un referendum en Vascongadas sería favorable a la independencia pero seguro que en Álava no.
A lo mejor en Málaga opinamos favorablemente a la independencia de Cataluña o a la supresión de la autonomía andaluza.
Lo que seguro que no son buenas son las prisas.
By Anónimo, at 1:27 p. m.
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