LIBERALISMO, SOCIEDAD Y RESPONSABILIDAD
En un artículo titulado “¿se mueve la sociedad civil?”, publicado en el blog que lleva el sugestivo título de “Embajador en el Infierno”, tienen la amabilidad de referirse a mi post del jueves pasado, a su vez titulado “(esta sería) la hora de la sociedad civil” . Si por mi comentarista fuese, peligraría mi candidatura al Nobel, porque no parece que, a su juicio, la pieza merezca pasar a los anales de la literatura, ya que la encuentra “demasiado lleno [el artículo] de lugares comunes y mitos liberales”.
Naturalmente, el gentil lector es absolutamente dueño de pensar lo que tenga por conveniente, y no traigo a colación su texto para defender el mío de su crítica. Más bien, me interesa comentar el siguiente párrafo:
“...estoy de acuerdo con FMH cuando dice que ya es hora de que alguno de los supuestos líderes de la sociedad civil (por ejemplo los empresarios) hagan frente a alguna de sus responsabilidades sociales.
Lo que me extraña es que un liberal diga precisamente eso, cuando para un liberal el papel social del empresario es inexistente, cuando el empresario lo único que debe hacer es procurar la maximización del beneficio de su empresa. ¿A qué van a exigirles ahora que se metan en cuestiones sociales?. Menuda incongruencia. Otra vez el sistema es el problema.”
¿Somos, pues, incongruentes los liberales? Es posible que así sea, pero al menos este liberal no ve contradicción alguna entre sus convicciones y el realizar un llamamiento a que ciertas personas de relevancia den un paso al frente en algunos momentos. Quizá las cosas merezcan una explicación, porque el tema tiene interés. Al fin y al cabo, está muy extendido el tópico de que los liberales somos unos señores que querríamos convertir al mundo en el escenario de una novela de Dickens, poco más o menos, y no me parece justo. Vayamos por partes.
En condiciones normales, sí que es razonablemente cierto que los liberales, al menos algunos, pensamos que lo mejor que podemos hacer por nuestros semejantes –es decir, la mejor manera que tenemos de cumplir con el papel social que todos tenemos (porque todos tenemos uno, sólo existimos en sociedad y, por tanto, nuestra vida tiene una incuestionable dimensión social)- es desempeñar correctamente los roles que nos tocan, pensando primordialmente en cuidar de nosotros mismos y dejando que actúe la mano invisible, que es una forma poética de aludir a la división del trabajo. En este sentido, es verdad que nada mejor puede hacer un empresario por su sociedad que maximizar su beneficio y, como consecuencia, crear empleo y riqueza para él y, por mor del proceso de remuneración de los factores a través de las transacciones voluntarias en un mercado libre, para los demás. La dichosa “responsabilidad social” tan en boga es, por tanto, y a mi modesto entender, una soberana memez políticamente correcta producto de los reciclajes sucesivos del aparato conceptual de quienes, al fin y al cabo, piensan que las empresas no deberían existir.
Ya digo, esto es así en condiciones normales. Es tan simple como que lo mejor que puede hacer un jugador de fútbol para que funcione su equipo es desarrollar bien la tarea encomendada. Supuesto que los jugadores del equipo contrario hagan lo propio, el resultado será un partido que discurrirá correctamente. Ahora bien, entre el juego del fútbol y el juego del desempeño de tareas en una sociedad democrática hay una diferencia fundamental, y es que en la sociedad democrática son los propios jugadores los que concurren al diseño de las reglas. Esto es, la definición de reglamento no es externa al juego mismo.
Este carácter autorreglamentado de la sociedad democrática implica que todos estamos llamados, al tiempo, a ser jugadores y árbitros. Hobbes, por ejemplo, pensaba que la función arbitral había de desarrollarse exactamente igual que en cualquier otro juego, y por eso se debía poner todo el poder de reglamentar y sancionar en manos del irresistible Leviatán.
Las revoluciones liberales consistieron, en esencia, en eso. En acordar que, en adelante, las reglas del juego iban a imponerlas los propios jugadores. El problema es que esa definición de las reglas, por desgracia, no queda en una tarea propia del momento originario. La experiencia muestra, bien a las claras, que la atención a las reglas ha de mantenerse de forma permanente.
A esto me refería al hablar de la responsabilidad social de los empresarios, o de cualquiera de nosotros. Naturalmente, esa responsabilidad es tanto mayor cuanto mayores son nuestros medios. No es preciso decir, claro, que esta responsabilidad deberá estar atendida, antes que nada, por nuestro propio interés. Hemos de cuidarnos de nuestras libertades –prestando la debida atención a los delicados mecanismos inventados para conservarlas- de igual modo y por las mismas razones que hemos de atender a la conservación de nuestro patrimonio, a nuestro bienestar y al de los nuestros.
La ética de los deberes, a la que tan aficionados somos algunos liberales, es consecuencia necesaria de la propia existencia de las libertades. Basta un rápido vistazo a las páginas de la historia para caer en la cuenta de que dichas libertades no han sido concedidas gratia et amore. Antes al contrario, son el resultado de una conquista. La primera exposición de la ética de los deberes la encontramos en la Oración Fúnebre de Pericles – si los liberales laicos tuviéramos un Evangelio, ese texto sería nuestro Libro de San Mateo, o así. El estratego hace allí un canto a los atenienses, y expone la que, a su juicio, era su principal característica: a diferencia de otros pueblos de la Hélade, los atenienses cuidan de sus libertades –por la elemental razón de que las tienen y las quieren seguir teniendo-, y entienden como un auténtico mandato el participar en los asuntos públicos, cada uno en la medida de sus capacidades. Entre los griegos, sólo los atenienses habían abandonado, pues, la que Hegel denominaba era infantil del despotismo para entrar en la madurez del pueblo libre.
El pueblo libre lo es porque, al tiempo, es responsable. Es adulto. Por eso el estado del bienestar socialdemócrata es, en el fondo, una especie de senectud. Alcanzada, con la Ilustración (Kant) la mayoría de edad, los socialistas de todos los partidos quieren ahora que los pueblos se entreguen, de nuevo, a una ética de derechos sin deberes, que conlleva, necesariamente, la enajenación de las libertades. Conlleva la entrega, de nuevo, de los poderes arbitrales al Leviatán, limitándose, en adelante, a jugar el juego conforme a las reglas.
Caigo en la cuenta de que acabo de soltar otra buena ración de mitos liberales. Qué se le va a hacer.
Naturalmente, el gentil lector es absolutamente dueño de pensar lo que tenga por conveniente, y no traigo a colación su texto para defender el mío de su crítica. Más bien, me interesa comentar el siguiente párrafo:
“...estoy de acuerdo con FMH cuando dice que ya es hora de que alguno de los supuestos líderes de la sociedad civil (por ejemplo los empresarios) hagan frente a alguna de sus responsabilidades sociales.
Lo que me extraña es que un liberal diga precisamente eso, cuando para un liberal el papel social del empresario es inexistente, cuando el empresario lo único que debe hacer es procurar la maximización del beneficio de su empresa. ¿A qué van a exigirles ahora que se metan en cuestiones sociales?. Menuda incongruencia. Otra vez el sistema es el problema.”
¿Somos, pues, incongruentes los liberales? Es posible que así sea, pero al menos este liberal no ve contradicción alguna entre sus convicciones y el realizar un llamamiento a que ciertas personas de relevancia den un paso al frente en algunos momentos. Quizá las cosas merezcan una explicación, porque el tema tiene interés. Al fin y al cabo, está muy extendido el tópico de que los liberales somos unos señores que querríamos convertir al mundo en el escenario de una novela de Dickens, poco más o menos, y no me parece justo. Vayamos por partes.
En condiciones normales, sí que es razonablemente cierto que los liberales, al menos algunos, pensamos que lo mejor que podemos hacer por nuestros semejantes –es decir, la mejor manera que tenemos de cumplir con el papel social que todos tenemos (porque todos tenemos uno, sólo existimos en sociedad y, por tanto, nuestra vida tiene una incuestionable dimensión social)- es desempeñar correctamente los roles que nos tocan, pensando primordialmente en cuidar de nosotros mismos y dejando que actúe la mano invisible, que es una forma poética de aludir a la división del trabajo. En este sentido, es verdad que nada mejor puede hacer un empresario por su sociedad que maximizar su beneficio y, como consecuencia, crear empleo y riqueza para él y, por mor del proceso de remuneración de los factores a través de las transacciones voluntarias en un mercado libre, para los demás. La dichosa “responsabilidad social” tan en boga es, por tanto, y a mi modesto entender, una soberana memez políticamente correcta producto de los reciclajes sucesivos del aparato conceptual de quienes, al fin y al cabo, piensan que las empresas no deberían existir.
Ya digo, esto es así en condiciones normales. Es tan simple como que lo mejor que puede hacer un jugador de fútbol para que funcione su equipo es desarrollar bien la tarea encomendada. Supuesto que los jugadores del equipo contrario hagan lo propio, el resultado será un partido que discurrirá correctamente. Ahora bien, entre el juego del fútbol y el juego del desempeño de tareas en una sociedad democrática hay una diferencia fundamental, y es que en la sociedad democrática son los propios jugadores los que concurren al diseño de las reglas. Esto es, la definición de reglamento no es externa al juego mismo.
Este carácter autorreglamentado de la sociedad democrática implica que todos estamos llamados, al tiempo, a ser jugadores y árbitros. Hobbes, por ejemplo, pensaba que la función arbitral había de desarrollarse exactamente igual que en cualquier otro juego, y por eso se debía poner todo el poder de reglamentar y sancionar en manos del irresistible Leviatán.
Las revoluciones liberales consistieron, en esencia, en eso. En acordar que, en adelante, las reglas del juego iban a imponerlas los propios jugadores. El problema es que esa definición de las reglas, por desgracia, no queda en una tarea propia del momento originario. La experiencia muestra, bien a las claras, que la atención a las reglas ha de mantenerse de forma permanente.
A esto me refería al hablar de la responsabilidad social de los empresarios, o de cualquiera de nosotros. Naturalmente, esa responsabilidad es tanto mayor cuanto mayores son nuestros medios. No es preciso decir, claro, que esta responsabilidad deberá estar atendida, antes que nada, por nuestro propio interés. Hemos de cuidarnos de nuestras libertades –prestando la debida atención a los delicados mecanismos inventados para conservarlas- de igual modo y por las mismas razones que hemos de atender a la conservación de nuestro patrimonio, a nuestro bienestar y al de los nuestros.
La ética de los deberes, a la que tan aficionados somos algunos liberales, es consecuencia necesaria de la propia existencia de las libertades. Basta un rápido vistazo a las páginas de la historia para caer en la cuenta de que dichas libertades no han sido concedidas gratia et amore. Antes al contrario, son el resultado de una conquista. La primera exposición de la ética de los deberes la encontramos en la Oración Fúnebre de Pericles – si los liberales laicos tuviéramos un Evangelio, ese texto sería nuestro Libro de San Mateo, o así. El estratego hace allí un canto a los atenienses, y expone la que, a su juicio, era su principal característica: a diferencia de otros pueblos de la Hélade, los atenienses cuidan de sus libertades –por la elemental razón de que las tienen y las quieren seguir teniendo-, y entienden como un auténtico mandato el participar en los asuntos públicos, cada uno en la medida de sus capacidades. Entre los griegos, sólo los atenienses habían abandonado, pues, la que Hegel denominaba era infantil del despotismo para entrar en la madurez del pueblo libre.
El pueblo libre lo es porque, al tiempo, es responsable. Es adulto. Por eso el estado del bienestar socialdemócrata es, en el fondo, una especie de senectud. Alcanzada, con la Ilustración (Kant) la mayoría de edad, los socialistas de todos los partidos quieren ahora que los pueblos se entreguen, de nuevo, a una ética de derechos sin deberes, que conlleva, necesariamente, la enajenación de las libertades. Conlleva la entrega, de nuevo, de los poderes arbitrales al Leviatán, limitándose, en adelante, a jugar el juego conforme a las reglas.
Caigo en la cuenta de que acabo de soltar otra buena ración de mitos liberales. Qué se le va a hacer.
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