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domingo, octubre 23, 2005

LA LECCIÓN DE SARTORI

De los Premios Príncipe de Asturias de este año, polémicas deportivas aparte, destacaría dos, por lo especialmente apropiados, a mi juicio.

El primero es el concedido a los institutos difusores de las grandes lenguas europeas (la Alliance Française, el British Council y los institutos Goehte, Dante, Cervantes y Camoens – creo, salvo error, que los cito por orden de antigüedad): el francés, el inglés, el alemán, el italiano, el español y el portugués. En una época en la que sólo parece haber encanto en lo mínimo, en la que se busca lo original y lo que prima es la defensa de las formas de expresión minoritarias, cuando no marginales, este reconocimiento concedido a la columna vertebral de la cultura europea ha de ser forzosamente bienvenido. Es cierto, además, aunque suene a tópico, que esas instituciones son la embajada más amable de los respectivos países, una invitación a conocer no sólo la lengua, sino también la cultura que viaja con ella. Es verdad que, en este tiempo en que el estudio de los idiomas es una necesidad, más que un placer, tal dimensión queda disminuida por contraste con la aproximación puramente funcional a la lengua. Quienes se acercan a esos institutos –sobre todo, claro, a aquellos que enseñan los idiomas mayoritarios- buscan, sobre todo, adquirir la lengua como “simple” medio de comunicación. Pero, afortunadamente, la buena enseñanza de un idioma jamás es aséptica, algo del mundo que encierra la lengua nos llega con ella. Aprender lenguas, pues, implica participar un poco de la cosmovisión de otros. Premio justificado, pues, en muchas y buenas razones.

El segundo premio es el concedido a Giovanni Sartori. Sartori es uno de los genuinos representantes de la dignidad cultural de Italia y, por extensión, de la dignidad cultural de Europa. Al igual que aun en la peor de las inundaciones asoman aún las agujas de las iglesias y las torres de los ayuntamientos, la marea de molicie y pensamiento débil que ha encenagado el continente deja entrever, por fortuna, muestras de rigor, de pensamiento digno de tal nombre y, en suma, de motivo para la esperanza. Incluso en países como Francia o Italia que no pasan, sin duda, por su mejor momento, es posible entrar en las librerías y reconfortarse con la visión de una cultura que aun no está muerta, que tiene pulso y que permite pensar que se puede salir del marasmo, que el vigor de la sociedad europea se terminará imponiendo a la losa estatista.

En un breve y bello discurso, el politólogo dijo, con toda razón, que a lo largo de su vida había atendido a muchos temas y enseñado muchas materias. Pero una y otra vez ha vuelto a su sana obsesión: la democracia, su funcionamiento, su vigencia, en suma, su posibilidad. Hay que decir, claro, que cuando Sartori habla de la democracia se refiere a la democracia liberal, a la democracia con libertades que es, aún, el canon europeo de forma de gobierno, por más que la práctica y mucha teoría parezcan llevarnos a dudar de esa afirmación. La democracia, sí, y no ningún sucedáneo degenerado en nombre de vaya usted a saber qué “-ismo”.

Apuntó Sartori a lo que, a su juicio, son dos falacias: la ligazón entre (ausencia de) democracia y pobreza y la supuesta incompatibilidad entre la democracia, como producto genuinamente occidental, y ciertos patrones culturales.

Muy oportuno el apunte del maestro, ahora que están tan de moda razones que, como la del dichoso “mar de injusticia” vienen a querer decir, en suma, que ya no merece la pena continuar luchando por el paradigma de los derechos humanos. No hace mucho, una profesora americana cuyo nombre lamento no recordar, afirmaba contemplar con pasmo la facilidad con la que los europeos parecen renunciar al teórico objetivo de un mundo donde las libertades sean patrimonio común. Antes bien, llevados de una mentalidad desarrollada durante la guerra fría pero que, al cabo, enlazaba muy bien con su visión colonial y eurocéntrica de toda la vida, se diría que quieren mantener el status quo, con muy pocos países disfrutando de regímenes que, más o menos, se acomodan a lo que pomposamente llamamos “derechos universales” mientras el resto tienen que soportar dictaduras y sistemas horribles. La aspiración es que esas dictaduras sean suficientemente tolerables como para establecer con ellas una “alianza de civilizaciones”.

La ligadura entre democracia y renta per cápita no es nada nueva. De hecho, algún ministro de Franco se atrevió a poner precio a la nuestra, situándola en los dos mil dólares per cápita. Como quiera que, al morir el dictador, habíamos rebasado esa cifra, la democracia se tornó inevitable. Miserable argumento –ciertamente muy aceptable a quienes procedan de una concepción marxista- que ignora una multitud de factores. Aún hay quien aplica la misma línea argumental a América Latina. Se soslaya, claro, como recordó Sartori, que la democracia arraigó en Europa, a trancas y barrancas, en países más pobres que las ratas –un argumento muy válido que suele recordar Rodríguez Braun, ¿alguien es consciente de que los ricos también fueron pobres?-. La misma España, claro, conoció regímenes mucho más próximos a los estándares europeos que el franquismo en épocas más menesterosas. Falso, pues, rotundamente falso. La pobreza no justifica, per se, la existencia de dictaduras, cleptocracias, instituciones degradadas, violencia y, en fin, regímenes políticos de baja calidad.

Más enjundia y fundamento tiene la relación entre democracia y sistema de valores occidental. Ambos conceptos están tan imbricados que parece imposible que arraigue el uno sin el otro. Y los valores occidentales pueden chocar con muchas culturas. Sin embargo, tampoco aquí hay, quizá razones para que la comodidad, so capa de pesimismo, nos lleve a aceptar un pactismo que, de hecho, condene a masas inmensas de población a no conocer jamás el elemental derecho de la libre determinación personal. Sartori aduce cómo, mediando la imposición inicial, es cierto, pudo arraigar en el Japón una democracia que, siendo extraña a la cultura nipona, nada tiene que envidiar a las occidentales. Habló también el italiano de cómo la India, con todas las imperfecciones que se quiera, mantuvo y mantiene funcionando la democracia más grande del mundo. Los europeos, instalados en una miseria moral galopante, tendemos a minusvalorar hechos como ese, el que, periódicamente, mil millones de personas vayan a las urnas, con todas las imperfecciones que se quiera, para elegir a sus gobernantes. Preferimos, claro, afirmar que es imposible que Irak cuente con unas instituciones medianamente democráticas y cuando, luego, vemos a los iraquíes votar por miles, decimos que no saben, realmente, lo que hacen. Por eso es menester llegar cuanto antes a una “alianza de civilizaciones” que estabilice las cosas, o sea, que retenga a los terroristas en su propio suelo.

Sartori es, a mi juicio, todo un referente de pensamiento moderno, laico y sólido. Es verdad que el modelo, cada día, enfrenta nuevos retos. Saber afrontarlos sin abandonarlo es la clave. Para rendirnos no necesitamos pensadores. Nos basta con nuestros políticos.

Enhorabuena a Sartori. Enhorabuena a los Príncipe de Asturias, porque es el premiado quien dignifica al premio.

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