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sábado, octubre 29, 2005

LAS LENGUAS, SEGÚN IRENE LOZANO

Acabo de leer el libro “Lenguas en Guerra” del que es autora Irene Lozano, y que ha merecido el Premio Espasa de Ensayo 2005. Se trata de una obra breve –se lee de una sentada-, bellamente escrita y, a mi juicio, claramente merecedora del galardón.

Con espíritu de síntesis, precisión y sin academicismos innecesarios, es decir, siguiendo las líneas maestras de lo que ha de ser un buen ensayo, la periodista y filóloga presenta, de entrada, las verdades del barquero en torno a la lengua en general y a las lenguas en particular. Nos recuerda Lozano hasta qué punto lo humano viene determinado por lo lingüístico, ya que, antes que nada, somos el mono que habla; cómo el lenguaje y su adquisición es un fenómeno mitad natural, mitad cultural –estamos en buena medida programados para adquirir una lengua, cuál sea esa lengua es algo bastante accidental. Pero, sin duda, su tesis central es la de la inocencia de las lenguas, el hecho de que, por sí, ni marcan ni están marcadas.

Sostiene Lozano que, aun siendo cierto que con una lengua viaja una determinada cultura y, posiblemente, una cosmovisión, es esta la que determina aquella, y no la revés. Apunta, en un ejemplo muy concreto, que Nietzsche no hubiera podido operar, con su pensamiento, una transformación en la lengua alemana de haber estado determinado por ésta. Las lenguas tendrían, pues, el carácter del instrumental del artesano. Afirmar que la lengua nos condiciona sería tanto como pretender que el carpintero lo es porque en su taller hay herramientas apropiadas para trabajar la madera; antes al contrario, porque el carpintero trabaja la madera, se procura la impedimenta necesaria. Así pues, como mínimo, la relación es biunívoca.

Con estas premisas, Lozano aborda la situación lingüística de España, tornándose su ensayo, creo, muy tributario de los espléndidos “El Paraíso Políglota” y “Lengua y Patria” del malogrado Lodares –ambos, libros absolutamente imprescindibles para quien quiera analizar cómo hemos llegado hasta aquí en materia de lenguas-, entre otras fuentes. Se ve la autora, de nuevo, en la obligación de denunciar las grandes mentiras que se han dicho siempre sobre el español, y cómo la manipulación política y la desdichada historia de España, especialmente en el siglo XX, lo han conducido a su paradójica situación de lengua universal, pujante y, desde luego, única posible a la hora de lograr que los españoles se entiendan entre sí –o que, al menos, discutan sin necesidad de interpretación- pero no lengua cuidada ni bienamada, denunciada como ajena en territorios que hace siglos que la tienen como propia.

Los españoles asistimos, sin pasmo aparente por nuestra parte, en materia de lenguas y con el asunto de las lenguas regionales, a uno de los espectáculos más increíbles jamás vistos por estos pagos europeos. Dentro del despropósito general en que ha devenido el estado autonómico, las políticas lingüísticas trascienden el sinsentido para entrar, decididamente, en el dominio de lo totalitario, todo sobre la base de la malhadada noción de “lengua propia” que, por supuesto, nada tiene de científico-lingüística (los lingüistas adjetivan “lengua” con muchas palabras –en particular, con una perspectiva sociológica cabe, incluso, hablar de “lenguas nacionales”-, pero jamás “propia”), sino que es plenamente política. La artera noción de la “lengua propia” logra, como es habitual en el nacionalismo –muy avezado en la manipulación de las palabras- dar carta de naturaleza, con capacidad de generar consecuencias, a un estado de cosas que sólo existe en la mente de algunos y que da lugar a situaciones tan chocantes como la del euskera que, en el momento de ser definido como “lengua propia”, y aún hoy, es lengua totalmente minoritaria, y aun ausente desde hace siglos de algunas zonas geográficas del País Vasco.

Lozano repasa brevemente las definiciones que, en los estatutos de autonomía y en las sucesivas leyes de normalización y política lingüísticas de Cataluña, Galicia, el País Vasco, las Islas Baleares y la Comunidad Valenciana se hacen de las respectivas “lenguas propias” y su rol. Salvo excepciones, como la valenciana –quizá porque la comunidad jamás ha sido gobernada por nacionalistas, que allí son marginales y, sobre todo, porque amplias zonas del territorio son y han sido siempre monolingües en español- las palabras que en los textos normativos y en los preámbulos se dedican a las pobres lenguas (qué culpa tendrán) son propias de la más rancia legislación franquista de los años 40. Lo cual no deja de ser paradójico, en un país donde dedicar la mitad de los calificativos con que se adorna, por ejemplo, al catalán al español provocaría, amén de indignación a algunos, vergüenza a todos los políticamente correctos, a los que vendría inmediatamente a la mente aquello de que “siempre fue la lengua compañera del Imperio” –afirmación de Nebrija mal traída y peor entendida que, por lo demás, es una monumental falsedad si se pretende predicarla del español-.

Deja sin abordar Lozano –y espero que lo haga en futuras obras- las consecuencias de la mezcla entre esta desdichada política lingüística, cuyo fin primordial no es tanto potenciar la “lengua propia” como subrayar la ajenidad de la común, que es el español, para que, en efecto, sea verdad que la lengua es compañera del imperio, pero de imperios mínimos y casi domésticos -y, sobre todo, favorecer a determinadas gentes sobre otras y garantizar el acceso a puestos y regalías de unos en detrimento de otros, aunque sean más capaces-, y la hecatombe educativa propiciada por la Logse.

La suma de bilingüismo a la fuerza y educación decadente da como resultado individuos que pueden exhibir la rareza de ser aún menos duchos en su lengua propia que en español. Esto es, en España se está forjando ese concepto sin precedentes del analfabeto bilingüe. Como, además, todos los estudiantes han de cursar una tercera lengua, incluso más extranjera que el español, podemos aportar al mundo gente que, por ejemplo, siendo incompetente en gallego, no pueda ni plantearse trabajar fuera de Lugo por no saber español y, además, tampoco sepa nada de inglés. Hay que reconocer que, pasando en el colegio sólo diez años, no está mal.

Al fin y al cabo, los nacionalistas son defensores de la tradición. Y cabe recordar que lo tradicional es, precisamente, esto, una masa mal ilustrada que habla una lengua minoritaria y una colección de señoritos que, bien educados en la vernácula para hablar con el servicio y, sobre todo, para preterir a los forasteros a la hora de recibir canonjías, dominan muy bien el español para tratar con la clientela y, además, emplean los veranos en viajes para aprender también el inglés, el francés o el alemán, que está muy bien.

Cuesta, pero se va consiguiendo. Y es que estos cabrones de los liberales casi nos imponen otras cosas, pero hicimos lo de siempre... chivarnos al párroco.

1 Comments:

  • Busquese "los españoles y los euskaldunes" de Joxe Azurmendi y leaselo. Le adelanto que esa obra no ganaría el premio Espasa aunque se hubiera escrito en español

    By Anonymous Anónimo, at 11:39 a. m.  

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