A PROPÓSITO DEL INFORME
Interesante el informe encargado por el Partido Socialista a cuatro expertos sobre el proyecto de estatuto de Cataluña.
Es obvio que está de más hacer aspavientos por la manifiesta contradicción entre la opinión “globalmente positiva” –nótese que ese juicio está, más o menos, justo donde va a terminar de leer la mayoría de los mortales que, comprensiblemente, intentará abstenerse de entrar en los detalles- y el despiece del animal, que ofrece otra imagen. También está fuera de lugar criticar la elusión del asunto más espinoso que, por cierto, se despacha con mención a su “dimensión teorética”, y es que el lenguaje es, sin duda, marca de la casa.
Digo que está de más porque, al fin al cabo, es informe de parte, destinado a placer, en la medida de lo posible y sin que los muy respetables redactores hayan de poner su prestigio al pie de los caballos, a quien lo encargó. Es precisamente desde este punto de vista, esto es, el de que se han hecho todos los malabarismos dialécticos posibles para no ofender, desde el que el informe cobra un valor inusitado.
Se entiende ahora a las claras por qué la mayoría socialnacionalista ha rehusado solicitar informe a los que, normalmente, son los órganos consultivos principales del Estado –el Consejo de Estado, por supuesto, pero también el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal de Cuentas y, dado lo relevante del caso, quizá también la Real Academia de Jurisprudencia-. Y es que, si esto dicen los amigos, ¿qué podría salir de todos esos nidos de fachas, derechosos recalcitrantes, impermeables a la nueva ética revolucionaria y carentes de talante? Imagínense que se llega a elegir algún informante independiente de común acuerdo (es un decir) con la oposición.
No queda títere con cabeza. Es cierto que se plantea como “ajustillos aquí y allá” pero, poco a poco, “aquí y allá” se termina cubriendo la práctica totalidad de las materias relevantes. En todas, absolutamente en todas, hay trazas de conflicto con la Norma Fundamental, cuando no abierta contradicción. Hay que decir, por supuesto, que los juristas han entrado sólo a buscar imposibles, no cosas inconvenientes –ateniéndose, pues, a su función-. Quiero decir que han evaluado el texto con la vara de mínimos. Hay muchos aspectos en el estatuto que pueden ser perfectamente legales, pero eso no los convierte, ni mucho menos, en deseables.
Tal es el cúmulo de cuestiones que tiene uno que preguntarse si el PSC no sabía lo que se traía entre manos. En Cataluña hay, por supuesto, constitucionalistas de prestigio que, en su caso, hubieran podido asesorar a sus señorías. Ya digo, en caso de que cupiera duda, que en muchos casos no cabe. ¿Cuál es, entonces, el fin de este juego? Porque, si partimos de que no es probable que el PSC haya querido presentar un órdago, una especie de desacato solapado, sólo cabe concluir que esto es como un juego, un ballet de pasos ensayados. Una farsa, en suma, una farsa monumental – y esta es la más halagüeña de las hipótesis, quizá.
Ahora ya sí puede decirse que está todo el mundo de acuerdo (en terminología socioprogre, “hay un consenso transversal”) en que esto no cabe en la Constitución. Pero lo evidente del asunto es que nadie se está llevando una sorpresa. Hay, pues, una evidente mala fe en todo este tema. Parece obvio que nadie presenta un texto con la intención manifiesta de que se lo enmienden, sobre todo cuando se presume de que ese texto tiene carácter cuasisagrado, al venir avalado con una mayoría parlamentaria amplísima. Insisto, entonces, ¿cuál demonios es el juego?
La conclusión, me temo, es que el Partido Socialista y sus terminales catalanes, sencillamente –acompañado por sus adláteres, pero esto va de suyo- se cisca en las instituciones españolas, incluido, por supuesto, el Parlamento de Cataluña. Se cisca en nosotros, en nuestros acuerdos básicos y en nuestro derecho. No es verdad que las mayorías tengan para ellos ningún valor especial. De hecho, cabe preguntarse si, para esta gente, el ordenamiento jurídico y el entramado institucional es algo más que el escenario en el que se desarrolla el teatro de la política. Si querían mantener un debate sobre posibles caminos alternativos para el futuro de España, cosa muy saludable, lo propio es alquilar un hotel con una buena sala de convenciones. Alguien perpetra un desafuero y luego pretende arreglarlo confundiendo el Parlamento con un casino o con el ateneo, un lugar donde se puede debatir por debatir – para despistados, en el Parlamento se legisla, se controla, se vigila... y para todo eso se debate, pero el debate no es un fin en sí mismo; los diputados presentan sus propuestas con ánimo de que tengan efecto, no para ser premiados en unos juegos florales.
Tiene narices que estos señores se pasen la vida repartiendo carnets de demócrata –aunque bien pensado, si el PNV y Carrillo pueden permitirse el lujo, no veo por qué Pepiño Blanco, que al fin y al cabo no tiene pasado alguno (bastante complicado tiene lo del presente) y no es medio nazi, que se sepa, se tiene que abstener-. Porque una y otra vez volvemos a lo mismo: el socialismo, al menos el español, concibe el estado de derecho como medio, no como fin. Según dice César Alonso de los Ríos, eso se debe a que ese valor supremo que los demás otorgamos al marco institucional –que no es un medio, sino una regla, algo externo al juego y nunca parte del juego mismo- lo ocupa para ellos el partido. Es posible que así sea. Yo creo, más bien, que no tienen sentido de la democracia, más allá de su dimensión formal. Quizá por eso ignoran que la buena fe le es consustancial.
Aunque es de mal gusto recordárselo, quizá se deba a que ni tenían ese sentido de origen, ni nadie les ha exigido nunca que aprendan, así que es normal.
Es obvio que está de más hacer aspavientos por la manifiesta contradicción entre la opinión “globalmente positiva” –nótese que ese juicio está, más o menos, justo donde va a terminar de leer la mayoría de los mortales que, comprensiblemente, intentará abstenerse de entrar en los detalles- y el despiece del animal, que ofrece otra imagen. También está fuera de lugar criticar la elusión del asunto más espinoso que, por cierto, se despacha con mención a su “dimensión teorética”, y es que el lenguaje es, sin duda, marca de la casa.
Digo que está de más porque, al fin al cabo, es informe de parte, destinado a placer, en la medida de lo posible y sin que los muy respetables redactores hayan de poner su prestigio al pie de los caballos, a quien lo encargó. Es precisamente desde este punto de vista, esto es, el de que se han hecho todos los malabarismos dialécticos posibles para no ofender, desde el que el informe cobra un valor inusitado.
Se entiende ahora a las claras por qué la mayoría socialnacionalista ha rehusado solicitar informe a los que, normalmente, son los órganos consultivos principales del Estado –el Consejo de Estado, por supuesto, pero también el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal de Cuentas y, dado lo relevante del caso, quizá también la Real Academia de Jurisprudencia-. Y es que, si esto dicen los amigos, ¿qué podría salir de todos esos nidos de fachas, derechosos recalcitrantes, impermeables a la nueva ética revolucionaria y carentes de talante? Imagínense que se llega a elegir algún informante independiente de común acuerdo (es un decir) con la oposición.
No queda títere con cabeza. Es cierto que se plantea como “ajustillos aquí y allá” pero, poco a poco, “aquí y allá” se termina cubriendo la práctica totalidad de las materias relevantes. En todas, absolutamente en todas, hay trazas de conflicto con la Norma Fundamental, cuando no abierta contradicción. Hay que decir, por supuesto, que los juristas han entrado sólo a buscar imposibles, no cosas inconvenientes –ateniéndose, pues, a su función-. Quiero decir que han evaluado el texto con la vara de mínimos. Hay muchos aspectos en el estatuto que pueden ser perfectamente legales, pero eso no los convierte, ni mucho menos, en deseables.
Tal es el cúmulo de cuestiones que tiene uno que preguntarse si el PSC no sabía lo que se traía entre manos. En Cataluña hay, por supuesto, constitucionalistas de prestigio que, en su caso, hubieran podido asesorar a sus señorías. Ya digo, en caso de que cupiera duda, que en muchos casos no cabe. ¿Cuál es, entonces, el fin de este juego? Porque, si partimos de que no es probable que el PSC haya querido presentar un órdago, una especie de desacato solapado, sólo cabe concluir que esto es como un juego, un ballet de pasos ensayados. Una farsa, en suma, una farsa monumental – y esta es la más halagüeña de las hipótesis, quizá.
Ahora ya sí puede decirse que está todo el mundo de acuerdo (en terminología socioprogre, “hay un consenso transversal”) en que esto no cabe en la Constitución. Pero lo evidente del asunto es que nadie se está llevando una sorpresa. Hay, pues, una evidente mala fe en todo este tema. Parece obvio que nadie presenta un texto con la intención manifiesta de que se lo enmienden, sobre todo cuando se presume de que ese texto tiene carácter cuasisagrado, al venir avalado con una mayoría parlamentaria amplísima. Insisto, entonces, ¿cuál demonios es el juego?
La conclusión, me temo, es que el Partido Socialista y sus terminales catalanes, sencillamente –acompañado por sus adláteres, pero esto va de suyo- se cisca en las instituciones españolas, incluido, por supuesto, el Parlamento de Cataluña. Se cisca en nosotros, en nuestros acuerdos básicos y en nuestro derecho. No es verdad que las mayorías tengan para ellos ningún valor especial. De hecho, cabe preguntarse si, para esta gente, el ordenamiento jurídico y el entramado institucional es algo más que el escenario en el que se desarrolla el teatro de la política. Si querían mantener un debate sobre posibles caminos alternativos para el futuro de España, cosa muy saludable, lo propio es alquilar un hotel con una buena sala de convenciones. Alguien perpetra un desafuero y luego pretende arreglarlo confundiendo el Parlamento con un casino o con el ateneo, un lugar donde se puede debatir por debatir – para despistados, en el Parlamento se legisla, se controla, se vigila... y para todo eso se debate, pero el debate no es un fin en sí mismo; los diputados presentan sus propuestas con ánimo de que tengan efecto, no para ser premiados en unos juegos florales.
Tiene narices que estos señores se pasen la vida repartiendo carnets de demócrata –aunque bien pensado, si el PNV y Carrillo pueden permitirse el lujo, no veo por qué Pepiño Blanco, que al fin y al cabo no tiene pasado alguno (bastante complicado tiene lo del presente) y no es medio nazi, que se sepa, se tiene que abstener-. Porque una y otra vez volvemos a lo mismo: el socialismo, al menos el español, concibe el estado de derecho como medio, no como fin. Según dice César Alonso de los Ríos, eso se debe a que ese valor supremo que los demás otorgamos al marco institucional –que no es un medio, sino una regla, algo externo al juego y nunca parte del juego mismo- lo ocupa para ellos el partido. Es posible que así sea. Yo creo, más bien, que no tienen sentido de la democracia, más allá de su dimensión formal. Quizá por eso ignoran que la buena fe le es consustancial.
Aunque es de mal gusto recordárselo, quizá se deba a que ni tenían ese sentido de origen, ni nadie les ha exigido nunca que aprendan, así que es normal.
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