FERBLOG

jueves, septiembre 29, 2005

MARRUECOS

No creo descubrir ningún secreto de estado ni haber hallado una clave geoestratégica fundamental para la política exterior española si digo que el mayor, y quizá único, enemigo exterior de España es el vecino del sur. Y, por favor, ahórrenme quienes quieran contradecirme las tonterías correctas de siempre. Ya sé que, cuando decimos “Marruecos” no nos estamos refiriendo al pueblo marroquí, que no creo que tenga nada de particular contra los españoles más allá de las cuitas normales de la vecindad, sino al repulsivo régimen político que ese pueblo padece, con su reyezuelo a la cabeza.

A fecha de hoy, que yo sepa, ninguna otra potencia mantiene reivindicación alguna sobre ninguna parte de nuestro territorio nacional ni amenaza la tranquilidad de nuestros compatriotas – sí, me refiero a ceutíes y melillenses, que son tan españoles como un señor de Zaragoza, pongo por caso y por si a alguno se le olvida.

La diplomacia socialista –que toda la vida ha sido muy coherente en sus complejos- siempre abogó por la denominada “teoría del colchón de intereses”. Esto es, la idea es forrar al comendador de los creyentes de pasta para que caiga en la cuenta de que va en su interés llevarse bien con los españoles y que, por tanto, nada mejor que la paz y la cooperación.

Con carácter general, las dictaduras, teocráticas y de las otras, suelen llevar una política de “coge el dinero y corre”, es decir, trinca la guita que te ofrece el panoli de turno y, después, dóblale la apuesta. Marruecos no es, para nada, una excepción. El sátrapa de Rabat dispone de distintos medios para hostigar a las autoridades españolas, y los usa a su voluntad y en las dosis que estima oportunas. ¿Alguien puede creerse que en un país donde no se caga una mosca sin que se entere quien tiene que enterarse, puedan aparecer en la frontera española oleadas de subsaharianos como por ensalmo? Es evidente que el efecto llamada provocado por la estúpida política de inmigración de nuestro gobierno explica parte de la afluencia pero, sencillamente, si las autoridades marroquíes hiciesen lo que tienen que hacer, los legítimos sueños de quienes están dispuestos a poner sus vidas en manos de las mafias serían menos realizables.

Las plazas del norte de África no destacan por la superabundancia de espacio. Es relativamente fácil provocar una situación social tensa. Y eso, el moro lo sabe. Lo sabe perfectamente, y está dispuesto a explotarlo, sin duda.

Abandonamos el Sáhara con el rabo entre las piernas, y hemos abandonado a los saharauis treinta años después, para terminar de consumar la infamia; cumplimos mansamente con cuantas cuotas se nos imponen; subimos a sus tripulantes a nuestros barcos y construimos mezquitas a su gente, tan poquito manipulada en nuestro propio suelo por asociaciones altamente sospechosas de colaborar con sus servicios. Además, tampoco hacemos preguntas incómodas ni seguimos la línea del qui prodest, pese a que es tan evidente quién salió más beneficiado de nuestra última tragedia. ¿Qué más hemos de hacer para que el moro nos perdone?

Con nuestra maldita manía de hacernos perdonar por existir, quizá algún día nos demos cuenta de que, a fuerza de ceder, nuestros antagonistas ya esperan que lo demos todo. Los nacionalistas que digamos, de una vez, que no somos una nación y el reyecito marroquí que nos repleguemos para siempre al territorio peninsular, tras esta breve excursión de quinientos años por tierras que, sin duda, Dios tenía guardadas para que un día fueran su reino.

Sé que es mal momento para reivindicar una política de firmeza. Por añadidura, no es fácil. Dicen los estudiosos que, con excepción de la frontera entre las dos Coreas, no hay raya más dramática en el mundo que la hispanomarroquí. En ningún otro sitio, ni siquiera entre México y los todopoderosos Estados Unidos, un simple paso supone tal diferencia de nivel de vida. Es sencillo orientar el odio de quienes se ven obligados, todos los días, a mirar desde el otro lado de la valla.

Pero hay que terminar de una vez con esta actitud vergonzante. Para empezar, el rey y el presidente del gobierno podrían visitar las ciudades autónomas. He ahí una buena ocasión de que nuestro presidente –lo digo sin ironía- extienda de veras “derechos de ciudadanía”: el derecho de nuestros conciudadanos a ver a sus máximos representantes institucionales, a que hablen con ellos y transmitan a quien tiene que oírlo que España está dispuesta a defender sus fronteras y a sus ciudadanos. Es difícil pero, a la larga, quizá dé mejor resultado que chorrear baba en encuentros de “amistad fraterna” a la sombra de la Giralda.

miércoles, septiembre 28, 2005

VÍNCULOS ESTRATÉGICOS

Eduardo Zaplana estableció una relación –más bien se sumó a una idea ya lanzada por otros-, por supuesto más allá de la mera coincidencia temporal, que pudo escocer, y mucho: “ETA quiere estar presente en la semana del estatuto”. No sé si existe una intención por parte de la banda de coordinar acontecimientos, pero no cabe la menor duda de que, en efecto, ambas cuestiones están ligadas.

Antes de que se escandalicen los correctos, conviene decir que esa relación no la ha establecido ETA, sino el propio Gobierno de la Nación. Ahora sí, si quieren, escandalícense, que hay sobradas razones para ello.

No hace falta ser muy listo para caer en la cuenta de que lo que ante ETA se abre no es un mejor tratamiento para sus presos a cambio de su rendición. Si fuera eso, podríamos esperar que tenemos ETA para rato –bueno, para el rato que esa banda de descerebrados pudiera aguantar la presión policial, que ese es su curso natural de extinción-, sencillamente porque esa oportunidad la ha tenido ETA siempre, y jamás la ha querido. La oferta, no sabemos si ya expresa, pero desde luego sí tácita, de ZP es que ahora, sí, el estado está dispuesto a pagar precio político, en forma de una alteración de las reglas del juego.

Lo que ocurre es que el adocenamiento de los españoles es bestial, pero no tanto como para tragar que ese cambio de las reglas del juego se haga a la vasca, es decir, con tan poca delicadeza como la que caracterizaba, y caracteriza, al malhadado Plan Ibarretxe: “lo mío, mío, y lo tuyo, de los dos –y eso, de momento, que como me cabree, te privaré para siempre de mi grata presencia”. Ese es el enunciado, más o menos. Y así no se va a ninguna parte.

Sin duda, si alguien podía dar una muestra de cómo hacer bien las cosas, esos eran los catalanes, los hermanos listos. El proceso catalán tenía un indudable carácter de ejemplo (conste, sin ápice de ironía, que algunos, entre los que me cuento, sí creímos durante muchos años que habría una “vía catalana” cabal y sensata – y es que el mito del “seny” ha sido de los últimos en caer). Así fue presentado: los partidos catalanes –con la responsabilidad que les caracteriza- elaborarían un estatuto que fuese tan lejos como fuera posible y ZP se pondría de lado. Después, nos vamos a la mesa del Norte y se lo enseñamos: “¿lo veis, animales, lo veis?...”

Rodríguez Zapatero está plenamente dispuesto a desmontar España de facto, aunque no puede hacerlo de iure, porque el partido se le subleva. Por eso tuvo que añadir la delirante condición a su promesa de aprobar lo que viniera de Barcelona, “siempre que fuese constitucional”. El propio Jordi Sevilla puso el dedo en la llaga, claro: es que la constitucionalidad no es una concesión graciosa, es el mínimo indispensable para entrar a evaluar lo verdaderamente relevante, que es que el estatuto, como toda ley, no sea contraria a los intereses generales.

Así pues, hay un vínculo estratégico clarísimo. Si el estatuto catalán no sale adelante, o si, saliendo adelante tiene recortes tan sustanciales que lo convierten en una mansa ley del estado español, Zapatero perdería buena parte de su credibilidad. Hasta donde está ahora ya habían llegado sus antecesores, pero él se presenta como algo distinto: como el tipo que es capaz de dar el paso de cargarse del todo el marco de convivencia del 78. Si resulta que, al final, se pone tiquismiquis con el derecho, la constitución, o que los españoles también son personas y tienen sus sentimientos (¿merecen esos sentimientos ser respetados?), pues resultará que es lo mismo de siempre.

Y aquí entra ETA, que se arroga, con gusto, el nuevo papel que graciosamente se le ofrece: el de árbitro y tutor de la nuevas situación política. ETA toca el silbato y, si las cosas no le gustan, sacará tarjeta amarilla.

martes, septiembre 27, 2005

¿QUIÉN TEME A ZP? (2)

Mi artículo de anteayer, “¿Quién teme a ZP?” recibió cumplida réplica de mi amigo Pepe –no sé si darle ya claramente el título de “coblogger” o, directamente, invitarle a que abramos uno conjunto con “fuego cruzado”-, que, como de costumbre, honra a esta casa con la discrepancia. Digo a veces que me agrada mucho recibir comentarios de signo opuesto –que cumplan con los mínimos, claro- y no pretendo halagar a nadie. Si algo caracteriza a los blogs liberales es que suelen estar abiertos a todo hijo de vecino para que diga lo que quiera, y no quisiera yo que este fuese menos.

Viene a decir, en síntesis, mi corresponsal que lo del “miedo a ZP” es una sobrerreacción de lo más injustificada. Que lo que nos molesta a los derechosos es que nos ha pinchado el globo, vamos. Que, en efecto, el chico no es muy listo ni muy brillante, pero que tampoco abundan los lumbreras por estos pagos (en esto no puedo sino darle la razón) y que le aplico la táctica de recurrir siempre a las tonterías que dice, caricaturizándolo, cuando la verdad es que todos decimos tonterías –algunos hasta las escribimos- y, sobre todo, no hay político que se libre. Dice Pepe que, no habiendo entrado yo en cuestiones de fondo, en suma, lo que digo es que ZP me cae mal, y que no hay mayor razón para ello.

Pero es que creo que mi buen amigo marra el tiro: yo he dicho que, a mí, ZP me da miedo, no que me caiga como un tiro – que también, pero comprendo que esto no viene al caso, porque tampoco creo que él quisiera salir de cañas conmigo. Muy al contrario, sí he pretendido, precisamente, entrar en el fondo de la cuestión. El Esdrújulo no me parece tonto, ni mucho menos, y tampoco es que me preocupe en exceso lo que dice. Me preocupa lo que hace.

Porque lo que sí me parece nuestro presidente es un iluminado, un fuera de serie en el peor sentido de la palabra, que por ahí iba mi crítica. Mi fundamental problema, la razón de mis miedos, es que me hace sentir inseguro. Me hace temer, y mucho, por el futuro de mi país (y sé que no soy el único, es más, estoy más que convencido de que no todos los que pensamos así estamos, en general, en el mismo bando), porque no ha conseguido que confíe en que, ante determinados vendavales, haga lo que pueda por resistir sino que, antes al contrario, parece que los agita. Para muestra un botón, ¿es normal que el presidente de un Gobierno esté actuando de muñidor del acuerdo para que salga adelante un estatuto que –incluso en el supuesto de que fuera constitucional- tiene visos de ser lesivo para el interés general? ¿Acaso no sería más lógico esperar que quien tiene a su cargo la defensa de ese mismo interés hiciera cuanto estuviese en su mano porque semejante amenaza fuese conjurada? No hay que tener miedo de los ataques, cuando hay que echarse a temblar es cuando tienes la sospecha de que careces de defensas. Y ese parece ser el caso.

Daré unas cuantas razones por las que, a mi juicio, mis temores están más que justificados y por las que, creo, se sustenta la afirmación de que este chico es de temer (e insisto en que me temo que esta afirmación la suscribe mucho socialista).

La primera es que carece de un discurso político digno de tal nombre. He dicho más de una vez que Zapatero es la nada. Carece por completo de principios, y con esto no quiero decir que sea indecente –no tengo ningún motivo para dudar de su honradez personal, desde luego- sino que no tiene ninguna directriz identificable. Es evidente que esta vacuidad no es accidental, sino que está buscada. ¿Para qué constreñirse a uno mismo cuando –mediando una muy correcta política de imagen- es más que suficiente con unas vaporosas frases hechas? Es verdad que los políticos españoles no se han caracterizado nunca por unos discursos intelectualmente rigurosos ni por explicarse demasiado, pero sí daban unos mínimos. Al menos, eran identificables las rayas que no estaban dispuestos a cruzar. Porque un tipo que dice buscar “la comodidad de todos”, ¿qué modelo de estado quiere? –está por oírsele algo más allá de su repugnancia por los conceptos cerrados-; alguien que dice que su política consiste en “promover nuevos derechos de ciudadanía”, ¿dónde pone los límites a la actuación del estado?... Y así un largo etcétera que lleva a concluir que, en realidad, el presidente no se ha comprometido jamás a nada tangible ni se ha impuesto límite alguno. Ese relativismo, ese nihilismo total que algunos encuentran irritante porque no contiene respuestas yo lo encuentro aterrador porque caben todas, precisamente.

Zapatero es de temer porque desprecia los consensos básicos de la sociedad española. Con su idea de la “mayoría social” –trasunto sociológico, se conoce, de su esperpéntica mayoría parlamentaria, convierte en “minoría” a buena parte de la gente que forma parte de la línea medular de la sociedad. El presidente no reconoce más nación que la formada por los que simpatizan con él. Sólo así puede explicarse ese empeño en encontrar acomodo a los “incómodos” como tarea primordial. Sólo ignorando a los “cómodos” del otro lado –que son muchos- puede eludirse la conclusión de que la inmensa mayoría real está más que cómoda con nuestro modelo de país, y más bien no está por la labor de hacer más esfuerzos de los imprescindibles porque los pocos discrepantes se encuentren a gusto. Con todo, no está escrito que los consensos hayan de ser siempre los mismos, pero sí que para seguir siendo consensos han de ser amplios –porque eso es consenso, amplia mayoría-.

Quizá me equivoqué, en efecto, al afirmar que a ZP la oposición le molesta. Lo que le molesta, parece, es el modelo del 78, supongo que por razones psicológicas en las que prefiero no entrar. Y quiere cambiarlo por otro, pero lograrlo pasa por negarle un sitio a una amplia capa de españoles. Ese es el dilema: el modelo que satisfaría al presidente, probablemente, no alcanzaría consenso –entre otras cosas, porque parece basado en decirles a los españoles que son algo así como un inmenso error histórico, que la nación a la que creen pertenecer ni siquiera existe-, y cualquier solución consensuada será insatisfactoria.

Zapatero es, por último, de temer, ya digo, porque es increíblemente pretencioso. Parece que se cree capaz de resolver, de un plumazo, algunos de los más grandes problemas de la sociedad española. Pero su altanería resulta sospechosa... porque no parece atreverse a decir cómo. Dicen que lo que la derecha teme es que, al final, resuelva los acertijos que nadie pudo resolver. Puede que sí. Pero habrá que reconocer que, ante el fracaso de las sucesivas generaciones, quizá sea legítimo sospechar que quien dice haber hallado la solución esté haciendo trampas. Alcanzar la “paz” con ETA, por ejemplo, en sí no es difícil, basta con darle la razón. Contentar a Carod Rovira no es complicado, basta con romper el modelo constitucional. Y tampoco es difícil, qué se yo, solventar el problema de la financiación autonómica: basta con darle a cada consejero de economía una hermosa chequera llena de cheques en blanco y... hacerse cargo, claro.

Y es que los problemas sólo lo son relativamente. Lo son, más bien, porque imponemos ciertas condiciones para que sean aceptables las soluciones. Zapatero da soluciones, sí, pero parece ignorar las condiciones.

Eso podría resumir todo lo que llevamos dicho. Zapatero parece ignorar las condiciones. Parece ignorar que no se inventa el mundo cada mañana. Y esa clase de gente es de lo más peligrosa. Se llaman descubridores del Mediterráneo... ya se sabe, el mar de las Civilizaciones.

lunes, septiembre 26, 2005

EL MERCADER DE VENECIA

Antaño, cuando las profesiones y oficios se respetaban y mantenían un cierto nivel de dignidad, los actores ingleses solían formarse en la Royal Shakespeare Company. El paso por las tablas formaba a ese actor inglés excelente que, después, en el cine, daba sensacionales resultados, tanto en protagonistas como en secundarios.

Parece que otros grandes intérpretes en lengua inglesa sienten la necesidad de hacer el camino inverso. Consagrados por la crítica y el público, famosos hasta en el último rincón del planeta, diríase que sienten cierto impulso, la obligación de probarse. Y se revisten, entonces, los ropajes de los grandes personajes del Bardo. Se demuestran, en suma, a sí mismos, que son actores, asumiendo el riesgo de medirse con patrones rigurosos. Al Pacino ha escogido, en el cine, la piel que ya eligiera Dustin Hoffmann en las tablas de Broadway: la del judío Shylock.

Soberbia interpretación la de quien, para siempre y para muchos, será Michael Corleone, en mitad de una adaptación decorosa, con grandísimo reparto y en la que, en palabras del propio director, sobresale Venecia no ya como decorado, sino casi como un actor más. Trabajo que rebosa oficio, de esos tan difíciles de hacer en España, precisamente porque eso es lo que falta, oficio. Respeto por uno mismo, por el esfuerzo y por la tarea. Se deja ver con mucho gusto, la verdad.

Pocas obras son susceptibles de lecturas tan diversas en función del momento como El Mercader de Venecia. Y es que ni cuando era lo que hoy llamaríamos políticamente correcto, Shakespeare era simple. En “El Mercader”, todo sucede comme il faut –entre los siglos XVI y XVII, claro-, el judío, avaro hasta la abyección, es burlado por los cristianos que son espejo de las mejores virtudes –amistad, generoso desprendimiento...- y las relaciones amorosas siguen mansamente las líneas marcadas por la ortodoxia: señor con señora, criado con criada. Pero nada es tan fácil. El estremecedor monólogo de Shylock (“¿acaso no tiene ojos un judío?”... “si nos ofendéis, ¿no habremos de vengarnos?”) ante los ojos incrédulos de los cristianos muestra un Shakespeare fiel a sí mismo.

Hoy debería ser todo diferente. Los virtuosos cristianos se nos aparecen, a estas alturas, amén de racistas, indolentes y descuidados. ¿Qué decir de ese Basanio que, dilapidada su fortuna y por satisfacer sus pretensiones amorosas ante una mujer que no merece, consiente que su amigo se endeude empeñando nada menos que la famosa libra de carne? No puede ser hoy modelo de nada.

Y, sin embargo, el monólogo de Shylock sigue, en cierto sentido, lleno de validez. El antisemitismo no se extingue, sino que se transmuta. El Israel contemporáneo parece el Shylock de las naciones. Ese estado al que se exigen continuamente las muestras de generosidad que nadie más tiene para con él. Que practique una caridad que de ningún modo va a recibir, especialmente con aquellos que ansían más que nada su destrucción. El mundo occidental, como los cristianos que asisten pasmados a los aspavientos de Shylock, parece incrédulo cuando el judío se revuelve y afirma que tiene miedo, sufre, llora, ríe y, por qué no, ansía vengarse, en ocasiones, con tanta legitimidad o ilegitimidad como el gigante norteamericano o esas potencias europeas medianas que se reservan el derecho de castigar o violar la soberanía ajena cuando lo tengan por necesario, por ejemplo.

Occidente parece incapaz para la comprensión y para la compasión, esa que chorrea a menudo con otros. El abandono de Gaza, por ejemplo, se recibe en las capitales de Europa con la frialdad del acto debido. ¿Hay precedentes de generosidad similar en el otro bando?

Otro apunte que puede parecer curioso, pero quizá pertinente. Como queda dicho, Venecia es un gran actor, más que un mero trasfondo, en esta gran obra. La obra se ambienta en el cenit del esplendor de la Serenísima, uno de las organizaciones políticas más singulares e interesantes que ha dado la historia europea.

El juicio en el que se ventila la exigencia de Shylock transcurre ante el Dux. El judío comparece inerme, claro, y sin medio alguno de procurarse por sí mismo una satisfacción. Pero amenaza con la peor de las plagas: la de proclamar a los cuatro vientos que los decretos de Venecia son ineficaces. Amenaza con hacer público que Venecia no respeta sus propias leyes y, por tanto, que los contratos no son eficaces. Esa es, sin duda, la peor de las amenazas a la que podía enfrentarse una república de comerciantes. Comercio, derecho y libertades siempre de la mano, como no podía ser de otro modo.

El Dux opta por hacer cumplir su ley, a sabiendas de que el rigor del judío es desorbitado, antes que aceptar el baldón de infamia sobre su gobierno – y sólo la inteligente intervención de Porcia salvará a Antonio. Es decir, entre los males que representan el excesivo rigor y la arbitrariedad opta por el primero, sabedor de que el precioso bien de la seguridad jurídica es uno de los pilares del buen gobierno.

Cuatrocientos años después, hay quien aún no se ha enterado. Y es que sería muy recomendable que algunos de nuestros próceres leyeran a Shakespeare, la historia de Venecia... o cualquier cosa que no fueran libros de autoayuda y cultura zen.

domingo, septiembre 25, 2005

¿QUIÉN TEME A ZP?

La política es un arte, no una ciencia. Es una actividad práctica, algo parecido a una técnica heurística para resolver problemas siempre cambiantes y, en este sentido, nunca puede decirse que esté todo inventado. Cabe, sin duda, la originalidad.

Por otra parte, la imagen que asimila al político al gestor y las infantiles comparaciones entre el cuerpo político y la empresa –no digamos ya la familia- son ridículas por reduccionistas. De hecho, son una de las mayores tonterías que jamás se le han ocurrido a la derecha y de las que sigue enganchada. No, un político no es sólo un gestor ni un funcionario, ni el liderazgo político es reducible al liderazgo gerencial.

Dicho todo eso, no es menos cierto que la política debería tener algo de previsible, al menos en el seno de una sociedad democrática y de libertades que, por serlo, ha de haberse dado a sí misma un estado de derecho como marco jurídico. Quiero decir que el campo de actuación de los políticos está razonablemente acotado y, por eso mismo, sus movimientos deben ser medianamente esperables o, cuando menos, comprensibles. El gran mérito de las sociedades occidentales, hasta la fecha, ha sido precisamente ese: no el de haber convertido la política en una actividad científica, administrativa o funcionarial sino el de haberla embridado, sometido a cauces conforme a las técnicas del derecho y la legitimación derivada del sufragio.

El político está constreñido por las reglas jurídicas que, sin impedirle hacer muchas cosas, si le imponen un determinado procedimiento para hacerlas. El derecho actúa como límite y también como aviso: las materias para las que el derecho impone cauces más onerosos son, precisamente, aquellas que se consideran más delicadas – los contrapoderes que, por definición, deben existir en un estado de derecho son alertados por esos procedimientos especiales.

Y el político está también vinculado por su legitimidad de origen. Se debe a un electorado a cuya composición y opinión debe atender. Cuando, además, gobierna, su mandato le obliga a tomar en cuenta al cuerpo social entero, tanto al que le apoyó en la contienda electoral como al que no. Es en extremo difícil saber qué es, de verdad, lo que la gente piensa y quiere –es muy ingenuo entender que al votar estampa su firma, sin más, en un programa- pero he ahí, precisamente, el saber hacer del político. Lo que los griegos denominaban prudencia.

Todo este largo prólogo viene, una vez más, a cuento de manifestar mi profundo temor ante los políticos que, como Hugo Chávez o José Luis Rodríguez Zapatero –Pasqual Maragall, también, a su manera- parecen querer romper el molde. Nuestro presidente del gobierno, en particular, apasiona a algunos y disgusta a otros casi hasta el borde del odio. Hay quienes le consideran un estulto sin precedentes y hay quienes, por el contrario, le creen muy largo de entendederas. No falta quien le ve auténticamente providencial, un renovador del que la política española andaba muy necesitada. Pues a mí, señores, me asusta.

Me asusta porque, como digo, no le considero previsible. Está fuera de los marcos normales. Bajo su égida puede pasar de todo. Es verdad que, gracias a Dios, no está solo en el mundo y, al final, el rumbo de los acontecimientos es la resultante de muchas fuerzas, algunas de signo contrapuesto. Esto no es Venezuela –pobre país, Señor- y, por tanto, Zapatero no puede darse el gusto, al estilo de su amigo el coronel golpista, de refundar el estado a su antojo –sí parece por la labor de refundarlo al antojo de otros-, de convertir una democracia imperfecta en un régimen indescriptible.

Serán obsesiones mías, pero reconozcan conmigo que este tipo no cuadra. ¿Conocen algún otro líder de país civilizado que hable igual que él? Miren a izquierda y a derecha, da igual. El gran teatro de la política occidental tiene actores para todos los gustos, de Bush, el justiciero, a Berlusconi, el cínico, pasando por el demagogo Schröder... Ninguno de ellos es capaz de obviar tanto a su audiencia, de mostrar tantísimo adanismo político. Hay ciertas cosas que ni los más caraduras dicen, por pudor. Las aspiraciones a la “paz perpetua” no se proclaman por nadie, aunque solo sea por decencia, por respeto a la historia y a los hechos.

Tampoco conozco nadie, en el mundo occidental, insisto, que ejerza el liderazgo político de manera similar. Y aquí también hay para todos los gustos, desde los que, aunque solo sea por tradición, como Blair, no tienen más remedio que sujetarse a ciertas pautas de racionalidad –es decir, no tienen más cáscaras que dar explicaciones, dar cuenta de por qué hacen lo que hacen- hasta los que, altaneros, son impertinentes y despectivos, como nuestro Aznar de la última hora. Pero ¿conocen ustedes a alguno que plantee algo así como “confíen en mí, porque soy bueno y simpático”?

Es posible que obre así quien, al fin y al cabo, pretende quedarse quietecito y, efectivamente, va a poner cara de no haber roto un plato porque no piensa romper nada. El que hace de su mandato un pasar. Pero no quien acomete iniciativas de tal riesgo que pueden poner seriamente en cuestión nada menos que la integridad del estado en el que gobierna. Cualquiera que actuara así en un país civilizado –en el dudoso supuesto de que eso fuera posible- estaría afónico de dar explicaciones, es más, estaría sudando la gota gorda en busca de apoyos, complicidades y, en suma, de no estar solo si vienen mal dadas. Pero este elemento no hace nada de eso. Al parecer, basta y sobra con su “optimismo antropológico”.

He dicho muchas veces que el presidente no está en situación tan menesterosa como su número de diputados puede dar a entender. Bueno, quizá si lo está –por patrones políticos normales, lo estaría- pero no se siente así. Se siente el líder de la “nueva mayoría” –la suma de los suyos, que son legión, eso es verdad, más todas las excrecencias de nuestro sistema político-, que identifica con la nación por las bravas o, al menos, con la nación que merece ser tenida en cuenta. Dicen los que pretenden seguir comprendiendo la política española como si siguiera sin haber Pirineos que, a la hora de la verdad, “se dará cuenta” de que no puede hacer nada sin pactar con la oposición que es la alternativa.

Me atrevo a decir que, quienes así piensan, no han entendido por qué este tío es de temer. Precisamente, porque cree, entre otras muchas cosas, que se puede vivir sin oposición. Porque no se ve a sí mismo, me temo, como el líder transitorio de una nación democrática, sino como una ventura que nos ha hecho el Cielo y a la que sería ridículo que nos resistiéramos.

Da terror.

viernes, septiembre 23, 2005

REACCIONES IMPROCEDENTES

Sobre el recurso de inconstitucionalidad planteado por el Partido Popular se podrá pensar lo que se quiera, tanto en el terreno político como en el puramente jurídico. Pero hay reacciones que, por venir de cierta gente, resultan sorprendentes. Si es cierto lo que leo y oigo, hay, al menos, dos que me resultan muy llamativas.

La primera es una que se atribuye a nuestro ministro de Justicia, Juan Fernando López Aguilar, al que yo tengo por un competente jurista y, más exactamente, por un buen constitucionalista –materia que, creo, se ha dedicado a enseñar y que no debería tener tan olvidada como su compañero López Garrido-. Dice el Sr. López Aguilar que el recurso del PP carece de fundamento porque, al fin y al cabo, la ley de marras “no restringe derechos de nadie”. Vamos, que el ministro de Justicia se apunta a la “doctrina Gundisalvo” del “a usted qué más le da”. Y, en efecto, es posible que el tema sea intrascendente pero, lo que se está discutiendo es la constitucionalidad, y lo que López Aguilar pretende insinuar es que, por esa razón, el recurso carece de base.

Curiosa interpretación esta por la cual la Constitución, cuando emplea un término, no hace más que impedir la restricción del precepto a subconjuntos –hasta aquí todo normal, donde la Constitución dice “los españoles tienen derecho a...” no cabe restringir el derecho sólo a los extremeños, pongamos por caso-, pero no la ampliación del mismo a conjuntos más amplios. Por esa regla de tres, nada impediría extender, digamos, a los noruegos, el derecho de sufragio activo en las elecciones generales puesto que, al fin y al cabo, lo que la Constitución dice es que ese derecho corresponde a los españoles, pero no que no puedan disfrutarlo los escandinavos.

Como, evidentemente, esto es absurdo, confío en que yo haya leído una mala trascripción de las palabras de quien es nada menos que ministro de Justicia y Notario Mayor del Reino y en que la abogacía del estado ande más ducha en su argumentación ante el Constitucional.

La segunda reacción, esta plenamente execrable, corresponde, cómo no, a nuestro inefable Rubalcaba. Afirmó el portavoz socialista que, si el recurso prospera, “el PP habría quitado derechos a parte de la población” lo que “no tiene precedentes”. Y es que hace falta ser demagogo.

Observen la jugada. Si el TC aprecia el recurso y concluye que la ley es inconstitucional eso prueba... lo fachas y malnacidos que son los del PP. Vamos, una reacción totalmente mafiosa. En buena lógica, quien debería tener un problema, y grave, en ese supuesto sería el Gobierno y, de paso, los grupos parlamentarios que apoyaron la ley. En todo caso, como afirmaba el otro día, tampoco pasaría nada irremediable. Bastaría con reformar la Constitución, en su caso.

Pero la cuestión es que Rubalcaba –quien, por cierto, parece no tenerlas todas consigo, cosa lógica habida cuenta de la cantidad de dudas que esta ley ha suscitado entre los técnicos- anticipa la que, sin duda, será la reacción de la jauría en el supuesto de que el TC falle en su contra. Simplemente, lo presentarán como una vergonzosa conspiración homofóbica del PP, algo intolerable. Con toda probabilidad, nadie cargará contra los responsables del desaguisado.

Esta forma pervertida de entender el estado de derecho es la típica de los que, de fiesta hasta altas horas de la madrugada... la toman con el vecino que reclama su derecho al descanso y consigue que la policía ponga las cosas en su sitio.

Típicamente de izquierdas, vamos. Las cautelas del estado de derecho están ahí para hacer uso de ellas sólo cuando es “oportuno”. Alguien me recordaba el otro día que hay un partido –este muy, muy de derechas- que suele razonar así. ¿Adivinan quién?... Acertaron: el PNV. ¿O no es ese mundo el que acusa a los jueces de “torpedear el proceso de paz” por hacer su trabajo? Claro, se me olvidaba que algunos destacados representantes del partido de Rubalcaba, últimamente, piensan lo mismo.

jueves, septiembre 22, 2005

HISPANISTAS

La palabra “hispanista” tiene para mí resonancias ambiguas.

De un lado, sin duda, resonancias positivas, porque designa a la legión de científicos, historiadores y humanistas que, no siendo españoles, han dedicado a España y al mundo hispánico, a nuestra historia, nuestra cultura, nuestra lengua y nuestro arte lo mejor de su quehacer. En especial en lo relativo a la historia moderna y contemporánea, su profundo esfuerzo ha contribuido decisivamente a elaborar una historiografía española digna de tal nombre, y a salvar las profundas deficiencias en que el atraso, la falta de medios y, cómo no, las carencias del ambiente habían sumido a los estudios patrios. Las razones por las que cada uno de ellos decidió, un buen día, acometer su tarea, son varias. Desde la genuina fascinación por algún aspecto de lo español –al menos, si hemos de creer a Jonathan Brown, por ejemplo, una visita al Prado fue para él como la caída camino de Damasco; desde ese día vive subyugado por un Velázquez en el que ha llegado a ser el más consumado especialista- o el simple devenir de la carrera académica –algo así debió pasarle a Elliot, que inicialmente iba a dedicarse a Suecia, hasta que cayó en la cuenta de que, allende el Pirineo, quedaba una de las grandes naciones de Europa con su historia casi enteramente por escribir, es decir, un diamante en bruto para un joven profesor- pasando, cómo no, por la no aceptación de las respuestas al uso (el germen de toda ciencia) para preguntas obvias del cómo y el porqué el país que entró en la modernidad más rápido que ningún otro, aparentemente, salió de ella para volver a perderse en su rincón perdido de la Europa suroccidental.

Nunca agradeceremos lo bastante a todos estos científicos su contribución a que nos conozcamos mejor. Aunque a más de uno le resulten un tanto antipáticos por su tendencia a tirar mitos por tierra, a cargarse tópicos como el de la “anormalidad” histórica o a concluir que, simplemente, este es un país normal y corriente donde algunas cosas, qué duda cabe, se hicieron mal.

Pero el término “hispanista” tiene también resonancias negativas. La primera, quizá, es que suena mucho a “experto en rarezas”. Al fin y al cabo, no hay “britanistas” ni “francesistas” –sí hubo sovietólogos y hay vaticanistas y africanistas- pero, sobre todo, es que también se arroga esa denominación una patulea de cantamañanas, caraduras y pretendidos estudiosos que han hecho del “amor por España” su forma de vida. Ian Gibson es un arquetipo de lo que comento. El hispanista progre

Al contrario que el hispanista científico, el hispanista progre es un perpetuador de la imagen de España como país anormal. Por eso le gusta. Son esos que nos recuerdan que “estamos perdiendo nuestra esencia” a medida que sube la renta per cápita y andamos en auto en vez de en burro. Para estos capullos, España debería seguir siendo siempre el escenario donde suceden los grandes dramas de la historia contemporánea. Para estos herederos de Mériméé, no bastó que nos desangráramos, sino que, en la medida de sus fuerzas, pretenden seguir hurgando en nuestras heridas, para que la fiesta no decaiga.

No son diferentes a todos estos progres enamorados de la revolución cubana que, incapaces de hacer la guerra en su propia casa, elogian cualquier totalitarismo en casa ajena. Estos burgueses hartos de bien comer y de bien vivir a los que sus lugares no les ofrecen emociones suficientemente fuertes. Igual que para sus abuelos, siempre estaba España para colmar sus sueños. Un lugar que la razón no visita y donde nada sucede por cauces normales.

Y, encima, hay gente suficientemente imbécil como para conceder que esta gente puede sentir un genuino amor por nuestro país. Para empezar, no se ama lo que no se conoce, y a la vista está que muchos de ellos, todo lo más, tienen una visión hemipléjica. La gran virtud del ajeno, del que viene de lejos, es su mayor facilidad para la imparcialidad, su menor tendencia a elegir bando. Estos capullos vienen ya con el bando elegido de casa, y es siempre el correcto, claro. Son tan correctos, que ciertos medios los hacen de plantilla.

A veces, ser español ya es algo suficientemente duro, pero se lleva con dignidad, siempre que no se te cruce algún hispanista. Entonces darías algo por ser islandés.

AGUIRRE SE EQUIVOCA, Y GRAVEMENTE

Los lectores de esta bitácora saben que un servidor siente especial simpatía por la presidente de la Comunidad de Madrid, simpatía que se agranda ahora que la jauría la tiene claramente en su punto de mira, que ha osado desafiar al amo del mundo (mira tú por donde, en efecto, “no hubo cojones” para negarle a él una televisión de pago, pero los atributos testiculares fueron perfectamente prescindibles a la hora de decirle que no a su tele local) y que se está batiendo el cobre con el comisario Montilla.

Pero Aguirre se ha equivocado, y se ha equivocado gravemente, al cuestionar la oportunidad del recurso de inconstitucionalidad a la ley de los matrimonios homosexuales. Quiero decir que se equivoca, claro, porque piensa que la ley es inconstitucional – otra cosa sería que pensara lo contrario, en cuyo caso, bien haría en expresar su discrepancia. Se equivoca ella y se equivocan todos los que en el PP se abonan a la tesis de la oportunidad política.

Es verdad que, al final, la cosa quedó en agua de borrajas. El rollo cumplió perfectamente su función de servir para que alguno demuestre lo progresista que es y para que Zerolo haya podido dar la tabarra un poquito. Pero parece que, a la hora de la verdad, nuestros homosexuales pasan olímpicamente de la vicaría. Dicen los abogados de la cosa que, no obstante, sean 25 ó 25.000, lo importante es el fuero y no el huevo. Lo importante es que “tengan el derecho” y allá ellos si quieren no ejercerlo. Todo es muy cierto, y es verdad, entonces, que podría no merecer la pena, en términos políticos, hacer sangre.

Pero el cumplimiento de la ley es algo fundamental. Tan fundamental que no puede ceder ante consideraciones de oportunidad. Para concluir que la aplicación de la ley es algo contingente, no nos hacía falta la señora Aguirre. Ya teníamos al PSOE, a Jueces para la Democracia y demás organizaciones del universo progre. Yo creía que la señora Aguirre y su partido se presentaban como defensores del estado de derecho frente a quienes, por el contrario, defienden que ese estado ha de tener límites difusos, hábiles y mudables en función de si conviene o no conviene. Algunos creemos en el estado de derecho de lunes a domingo. La izquierda, sólo los lunes, miércoles y viernes.

En primer lugar, lo característico de un estado democrático de derecho es, siempre, la reversibilidad de las situaciones. Nada es inamovible, salvo la democracia misma y los derechos fundamentales. Quiero decir con esto que quien acude al Tribunal Constitucional demanda del mismo un pronunciamiento jurídico sobre la vía empleada para lograr un objetivo político, nada más. Si el TC concluye que, en efecto, la ley es inconstitucional, siempre está la vía de reformar la Constitución –en este caso, sólo habría que rogar que la reforma del artículo 32 se hiciera en castellano correcto, y no recurriendo a uno de estos espesísimos textos progres-. Insisto, no es tan dramático. Nada mejor para comprobar el compromiso con la causa. Es más, ahora sabemos cuál es la verdadera dimensión de la demanda social. Lo dicho.

En segundo lugar, hora es ya de poner coto a lo que está sucediendo. Hora es ya de empezar a poner algún freno al insulto continuado a las formas y al derecho en que se está convirtiendo la gestión de la mayoría socialnacionalista. La malhadada ley de los matrimonios homosexuales venía ya, de entrada, tachada de posible inconstitucionalidad por el propio Consejo de Estado, el Consejo General del Poder Juicial y por la Real Academia de Jurisprudencia (las referencias a la Academia de la Lengua, mejor obviarlas, porque quien no se detiene ante la Constitución, mal se va postrar de hinojos ante el Diccionario). La mesa del Congreso se ha avenido a tramitar el penúltimo despropósito de ERC –la extensión de la oficialidad del catalán a todo el territorio- como se avino a tomar en consideración el Plan Ibarretxe, con manifiesto desprecio de que, en ambos casos, implican, o pueden implicar, modificaciones constitucionales y, por tanto, han de ser presentados por los cauces oportunos.

Habrá quien piense, cómo no, que todo esto son cosas de leguleyos. Y es cierto que leyes inconstitucionales, las hay, lo que implica que los grupos parlamentarios o quienes, en general, estuvieran legitimados para ello, hicieron dejación grave de funciones –es verdad que basta que haya “consenso”, o sea, que buena parte de la Cámara acuerde perpetrar el desafuero para que los demás quedemos inermes (salvo algún juez rumboso tenga ocasión y se anime)-. Pero ni los errores pasados justifican los presentes ni, desde luego, es cosa menor.

El respeto a los procedimientos está tan íntimamente asociado a la naturaleza del estado de derecho que es legítimo preguntarse si hay algo más en esa naturaleza. Sin procedimientos y sin orden jurídico, el estado es poder desnudo, pura fuerza bruta, violencia institucionalizada y sin freno. Así de claras son las cosas.

Por tanto, mi estimada señora Aguirre, con su referencia a la “oportunidad política” se ha puesto usted a la altura de ZP. Creo que sólo pensarlo le bastará para enmendarse.

martes, septiembre 20, 2005

¡HUYAMOS!, NOS QUIEREN HACER FELICES

Un conocido mío, preclaro él, barrunta que, en el futuro, es posible que nos espere una nueva suerte de totalitarismo del que, una vez más, es probable que sólo se libren aquellos países que han sido capaces de desarrollar una moral pública digna de tal nombre – los anglosajones. Yo no sé si soy o quiero ser escéptico y, desde luego, aún no quiero ponerme fatalista, pero empiezo a ver que, al menos por lo que a España se refiere, puede acabar teniendo razón.

Si algo debemos agradecer a nuestros sufridos amigos catalanes es que el gobierno que padecen está sirviendo para abrir los ojos a muchos. Para alertar de los auténticos peligros a los que nos enfrentamos. Hoy por hoy, sólo un Partido Popular que aún tiene muchos votos nos libra de que lo que es una especie de tripartito embrionario –el pacto socialnacionalista de Madrid- se pudiera convertir en el primo de Zumosol del experimento de Barcelona. Por sus obras los conoceréis, y por sus propuestas, también. Y ahí está el proyecto de estatut.

Encalle o no el instrumento que se pretende desarrollar, lo cierto es que, por lo que de él vamos conociendo, es una buena carta de presentación. Dime que instrumento jurídico dices necesitar y te diré cuál es tu programa de gobierno. Pues bien, ese programa es aterrador. Perdidos, como estamos, en el debate de la constitucionalidad o no constitucionalidad y sobre si Cataluña es o no una nación, se nos pasan cosas quizá más estremecedoras, como la inmensa cantidad de artículos del texto o las extravagancias que contiene. El ánimo de control sobre todo lo que en Cataluña se mueve y respira (y lo que no)... por el bien de los catalanes.

Como hemos comentado en otras ocasiones, la izquierda se ha rehecho muy bien de los golpes que, en buena lógica, podrían haberla mandado al desván de la historia. Y tiene nueva oferta. Ya no la destrucción del capitalismo y el estado liberal, sino su “superación”. Como dice nuestro inefable ZP: “más derechos de ciudadanía”. Lo mismo que Chaves, más o menos.

Me temo que nuestro estado, nuestra comunidad autónoma, ya no quieren limitarse a controlar nuestros movimientos, imponernos una ideología y transferir nuestra renta a veces a quien lo necesita y a veces a quien no. Ahora quiere hacernos felices. Extender y completar “nuestra ciudadanía”. Nuestros políticos se van a volver aún más “activos”.

Los teóricos hacen su parte, como decíamos el otro día. Montesquieu, muerto y enterrado. Las viejas declaraciones de derechos son ya insuficientes, hacen falta nuevas generaciones. Los parlamentos ya no son lo que eran, son simples decorados mediáticos para que podamos observar al líder... todo eso hemos de admitirlo como normal. Igual que hemos de admitir como normal que todos los estratos de poderes a los que estamos sometidos pugnen por traernos bienestar y felicidad, todos a nuestra costa y todos con la misma herramienta: la política.

La política va a dejar de ser el arte de gestionar cabalmente lo existente para convertirse en una actividad creadora. Nos van a hacer “más ciudadanos”, lo queramos o no.

Esos mismos teóricos suelen hablar del liberalismo, del estado liberal, como antiguallas. Como algo obviamente inútil, insuficiente para lograr esa mayor ciudadanía. Insisto, como a Chaves, al que todo le estorba. ¿Qué es el derecho, al cabo, para constreñir su alma de benefactor, de voluntarioso prócer, padre de la patria nueva? Aquí somos más comedidos, menos exuberantes pero, a veces, parecidos.

Que los viejos liberales del XVIII están muertos no lo duda nadie. Que su mensaje es ahora más actual que nunca, tampoco. Los acontecimientos de estas semanas, el estatut de la locura, el espectáculo de los reguladores capturados, el Montilla gendarme que manda los guardias al díscolo, el discurso delirante de ZP y su superación del terrorismo “con derechos”... todo eso pone de manifiesto que la tarea sigue siendo exactamente la misma.

¡Huyamos! Nos quieren hacer felices.

lunes, septiembre 19, 2005

ALEMANIA: ENHORABUENA A LA IZQUIERDA

A falta de mayores detalles, todo apunta a que la fórmula “sonría, por favor”, ha vuelto a funcionar, esta vez en Alemania. Al menos, Merkel ha sido capaz de ganar, pero lo ha hecho “a lo PP”, es decir, con una ventaja insuficiente. Queda abierto el juego de las coaliciones y habrá que ver cuántos pactos, a priori imposibles, se cierran. Según los analistas, toda promiscuidad es posible en el Bundestag, por lo que las combinaciones que se barruntan son enormemente variopintas. Desde luego, tampoco se descartan unas nuevas elecciones.

Dos cosas deben matizarse: como decíamos ayer, gobierne quien gobierne, es muy dudoso que pueda sustraerse a la necesidad de acometer profundas reformas y, por otra parte, claro, que nada es, en Alemania, tan dramático como en España. Van a cambiar, en todo caso, de gobierno, no de régimen, y todos los partidos, sin excepción, tienen el denominador común de la lealtad constitucional. Aunque los alemanes, a veces, desesperen, no deberían minusvalorar el potente sustrato institucional que disfrutan, que para nosotros quisiéramos algunos. Por otra parte, lo peor que se pueden encontrar es un gobierno inútil, no algo sustancialmente diferente, como padecemos en España.

Bien, la pregunta, cómo no es, ¿qué le ha fallado a Merkel? Pues todo apunta a que lo que le ha fallado es su poca capacidad de caer simpática. Al menos, eso decían las encuestas, que pueden haberse equivocado en el resultado final, pero no en las tendencias (Merkel baja, Schröder sube). Empieza a ser patológico esto de que los europeos voten por la cara –lo digo en sentido literal- a candidatos de cuya capacidad dudan, incluso en detrimento de otros más capaces, a su propio juicio. Los alemanes daban mejores notas a Merkel en casi todos los aspectos... pero prefieren a Schröder. Cosas veredes. Conviene no minusvalorar, claro, el puro factor de inercia. A la hora de la verdad, la resistencia al cambio en las sociedades europeas es notable. Es tal el poder de la administración, la omnipresencia que puede alcanzar el poderoso, que descabalgarle exige una dura labor de zapa. Aquí una vez más, por desgracia, los españoles somos el contraejemplo (bueno, salvo porque alguien hizo toda la labor de zapa a la vez) – a última hora porque bien que costó echar en buena lid al que había hecho méritos sobrados para ello.

Es cierto, por otra parte, que el Schröder de los últimos tiempos no es el de sus inicios. A última hora, parecía haberse enterado de por dónde iban los tiros. Estaba y está dispuesto a hacer cambios, pero a ritmo de izquierdas, claro. Alguien ha escrito estos días que el Bundeskanzler es un político de campaña, no un político de gobierno, y a la vista está que lo de ganar elecciones se le da mejor que gobernar. Dichosos los alemanes, porque su primer ministro, al menos, tiene alguna habilidad reconocible. Pero no parece el tipo más adecuado para pilotar las grandes reformas que necesita Alemania. Merkel debería recibir la oportunidad de intentarlo, al menos.

El resultado no es bueno para Europa, eso seguro. Ni Francia ni Alemania muestran buenos síntomas. Digamos que podemos constatar dos hechos: los europeos saben ya cuál es la única senda por la que, racionalmente, pueden transitar –este es el hecho positivo- pero no se han decidido, todavía, a emprender el viaje. Cada minuto que pierdan corre en su contra. La dupla Europa-estado de bienestar se asemeja, cada vez más, a esas parejas ya tocadas por el desamor. Lo único sensato es la ruptura rápida y que cada cual empiece a hacer su vida, cuanto antes.

Un gobierno alemán débil o ideológicamente imposible no es el mejor primer paso. Enhorabuena a la izquierda –ZP se congratula-: parece que va a poder estorbar unos años más.

domingo, septiembre 18, 2005

ALEMANIA: LA CONCIENCIA DEL CAMBIO

La suerte está echada, que dijo el romano – al menos siempre que el juego de las mayorías no obligue a arrojar los dados de nuevo antes de lo debido. A la hora de escribir estas líneas, los alemanes están decidiendo la composición del Bundestag para la próxima legislatura. Es cosa que, desde luego, es compete solo a ellos, pero nos interesa a todos los demás (inciso: ha estado bien que el resto de los interesados no nos hayamos arrogado esta vez un derecho de “participación a distancia”; a diferencia de los americanos en 2004, los teutones no se han visto conminados a votar por este o no votar por aquel – y eso que el interés del resto de los europeos debería ser muy vivo). Tendremos tiempo, a partir de mañana, de analizar resultados.

Acuérdense, los oráculos han predicho que Merkel será Canciller, con toda probabilidad. Ahora bien, no se sabe a ciencia cierta qué tipo de gobierno encabezará, si el que ella quiere –socialcristianos, socialcristianos bávaros y liberales- o el que no le quede más remedio –todo lo anterior más socialdemócratas, en “gran coalición”-. Merkel dice no querer la gran coalición, y hay motivos de higiene política para no desearla; una gran coalición supone la negación de la dinámica normal gobierno-oposición. Según se ha conocido estos días, la Ley Fundamental da claves para, en su caso, echar de nuevo la bola a rodar si es preciso (si el Canciller sólo obtiene mayoría simple en la tercera votación, el Presidente Federal puede optar entre seguir adelante o convocar nuevas elecciones, si teme por la estabilidad y viabilidad del futuro gobierno). Conviene que Merkel no se engañe –que seguro que no lo hace-. Aparte de las muy serias dudas que puede llegar a suscitar una maniobra que conduzca a nuevas elecciones, los notables de su partido no están por la labor de tirar por la borda un posible premio de coalición. Hace unos días, el propio Wolfgang Shaüble, que podría ser ministro de exteriores, en una entrevista, rechazaba, en principio, la fórmula de “grossekoalition” pero no decía que fuese imposible.

Lo dicho, eso a partir de mañana. Pero la campaña nos deja algunas cosas dignas de mención.

En primer lugar, cabe decir que ha sido una campaña política, en el mejor sentido del término. No ha habido más remedio que hablar de los problemas reales de Alemania, siquiera para oponerse a las propuestas del otro. Esta vez, George W. no le ha regalado a nadie la campaña hecha y las lluvias han llegado antes de tiempo. Seguro que Schröder hubiera preferido una campaña a lo ZP, pero cinco millones de parados oficiales no permiten girar en torno a la nada. Lo más interesante, sin duda, aquello de lo que la CDU ahora parece querer desdecirse: la propuesta de una reforma fiscal en profundidad abanderada por Kirchoff, el “profesor de Heidelberg”. Hacía mucho tiempo que no se oía nada tan valiente en la política europea. A quien pretenda que ya teníamos la propuesta de Miguel Sebastián, habrá que recordarle la diferencia entre una propuesta seria y un globo sonda. La propuesta del profesor está articulada, es completa y abarca el derecho fiscal prácticamente, en su integridad. No se trata de aplicar el “tipo único”, sin más (así dicho, resulta una idea zapateril, algo hueco y, en sí mismo, con poco sentido) sino de reformar todo el sistema impositivo.

En segundo lugar, los mecanismos de ataque-defensa empleados por unos y otros muestran a las claras cuál es la enfermedad europea. El patrón español no es tan extraño, al cabo. El SPD se muestra reaccionario, conservador, opuesto a los cambios, demostrando que el auténtico “conservadurismo” europeo está en la izquierda. Naturalmente, se muestra también mentiroso, porque, a la hora de la verdad, con mejor o peor conciencia, acometerá reformas. Por último, la derecha se acobarda a las primeras de cambio.

Llama la atención, otra vez, el comportamiento de la ciudadanía europea. Uno de los efectos más notables del “estado de bienestar” ha sido el adocenamiento general, el acobardamiento ante las palabras. Una campaña como la que ha llevado a Koizumi a una victoria sin precedentes en Japón –basada en la idea, hasta cierto punto lógica, de que si tenemos problemas, algo habremos de hacer para resolverlos- es desaconsejada por los asesores áulicos de todos los candidatos de derecha en Europa. “Miénteles”, parecen querer decir, “haz lo que tengas que hacer, pero no se lo digas”. Haz, pues, como el SPD. Curiosamente, eso mismo le aconsejaban a Vargas Llosa sus asesores en aquellas elecciones que le disputó al todavía no sátrapa Fujimori. Sus consejeros le recordaban la inconveniencia de anunciar a la población un “shock económico”, por tanto, se trataba, simplemente de que lo negara. Eso mismo hizo Fujimori –Vargas se negó a mentir-, y le batió en la elección. Por supuesto, luego llegó la política de ajuste.

Los pueblos europeos empiezan a parecerse a aquellas señoras virtuosas de antaño con las que, a la hora de la verdad, podía hacerse de todo. Pero era de extremo mal gusto llamar a las cosas por su nombre. Esta sociedad nuestra, tan políticamente correcta, de puro formal, es remilgada.

Los alemanes, por fuerza, han de saber que las reformas son necesarias, en la economía y en el sistema institucional. Pero parecen no querer hablar de ello. Prefieren que se les hable de “millonarios y enfermeras” antes que enfrentarse a la dura realidad.

Creo que hay que ser optimistas con Alemania. Mucho, si gana Merkel y mucho menos si lo hace Schröder. Pero incluso en este último caso, tengo para mí que el resultado será el mismo, aunque lleve más tiempo. Eso sí, será sin hablar de ello.

sábado, septiembre 17, 2005

JUECES PARA LA DEMOCRACIA: LOS ENTERRADORES DE MONTESQUIEU

El “mundo progresista”, ramificado por todos los sectores de la sociedad, puede ser descrito a través de múltiples imágenes, quizá a más gráfica es un pulpo. Si la cabeza de ese mundo es el grupo de comunicación que marca su norte en buena medida, no cabe duda de que su ramificación judicial es Jueces para la Democracia.

Esta asociación es, como todo el mundo sabe, minoritaria –lo cual no es de extrañar porque, siendo el bien más preciado y el orgullo corporativo de la judicatura, precisamente, la independencia, no sería muy lógico que la mayoría de los togados terminaran militando en una especie de sindicato vertical forense-. Por eso, una de sus tareas fundamentales es asegurarse una sobrerrepresentación que no le corresponde. Pero cuando no dedica a eso sus afanes, se dedica a producir ideología y a dañar cuanto puede a la ya maltrecha Justicia española.

En consecuencia, no puede extrañar nada la penúltima perla de uno de sus voceros que, más o menos, vino a decir que el derecho hay que aplicarlo teniendo en cuenta el contexto político. En resumidas cuentas, que es de mal gusto hostigar a quienes están a punto de ser –si no lo están siendo ya- invitados de honor en la ceremonia del despiece de nuestro estado de derecho (otros lo denominan “proceso de paz”).La Asociación se muestra, una vez más, en perfecta sintonía con el resto de los brazos del pulpo. Es posible que, en breve, le organicen un homenaje a Rafa Díaz Usabiaga –viejo conocido de todos los que venimos siguiendo “el conflicto” desde hace ni se sabe-, que parece ser el orden de moda, según el infame López.

Por si alguien –algún editorialista de El País o así- pretende ligar semejante bestialidad con algún debate teórico de cierto pote como el de la interpretación del derecho y si el derecho debe o no aplicarse en sintonía con el contexto social, conviene señalar que no hablamos de lo mismo. Aplicar hoy el derecho “en sintonía con el contexto político” implica no aplicarlo. En resumen, lo que Jueces para la Democracia le pide a la judicatura no es que aplique el derecho de conformidad con la realidad que le ha tocado vivir, sino que no estorbe. Transmite, pues, los deseos del Esdrújulo.

Nada sorprendente, pues JpD no hace sino aplicar la concepción progre del estado de derecho. Todos los brazos del pulpo lo conciben igual. El derecho no es para el mundo socialista más que la continuación de la política por otros medios. Cuando Alfonso Guerra dijo aquello de que Montesquieu había muerto no exageraba ni decía ninguna tontería. La separación de poderes es algo que, para la izquierda, carece de interés, e incluso de sentido. Por eso a Caffarel se le hacía tan natural que, toda vez que su partido ostenta la mayoría en el Congreso, pueda, también, orientar ideológicamente la televisión pública.

No es nuevo. Es más, los teóricos del equipo, que los hay, ponen todo su empeño en demostrar que, en efecto, el “estado liberal” es algo superado, algo que la altura de los tiempos dejó atrás hace ya muchos años. Porque el estado liberal, en el que el derecho es el marco de la política, y no su continuación, es una rémora, un impedimento que no permite desarrollar auténticas políticas de izquierda, auténticas políticas de intervención permanente en la vida de las personas y los pueblos.

Si se aplica el derecho, Polanco no puede tener una televisión en abierto, Otegi puede tener que ir a la cárcel y los estatutos son meras leyes orgánicas. En última instancia, uno de los dos términos ha de ceder. Y la izquierda exige que ceda el derecho, que no es más, entonces, que una camisa de fuerza que restringe las oportunidades de “progreso”.

Es de todos conocido que a la izquierda siempre se le ha hecho imprescindible controlar dos pilares de nuestra sociedad (la cuestión de los medios de comunicación la obvio porque en este caso no es que la izquierda controle a ciertos medios, sino que es ciertos medios o, si se prefiere, es controlada por ellos): el mundo cultural-educativo y el poder judicial. Una universidad adicta, una educación secundaria postrada y una cultura que no es más que un mecanismo de propaganda son esenciales para un control ideológico, para el mantenimiento de la superlegitimidad de la que tantas veces hemos hablado y un poder judicial sometido para anular de una vez por todas la indeseable separación de poderes –recuérdese que, en el sistema parlamentario, los otros dos (legislativo y ejecutivo) son uno por construcción-.

En un sistema como el español, carente por completo de otros “checks and balances”, una judicatura compuesta por jueces independientes y profesionales es la única esperanza de quienes creemos que Montesquieu está algo añoso, incluso ajado, pero vive y es robusto. Que ha de ser redefinido, probablemente, pero no eliminado. La izquierda no cree en ello, porque su dichoso estado social no es sino un estado totalitario con derechos (perdóneseme el oxímoron). Un estado-herramienta al servicio de una determinada cosmovisión, no un estado-marco.

Jueces para la Democracia es su caballo de Troya. O la metástasis en el órgano judicial, como ustedes prefieran.

viernes, septiembre 16, 2005

SEBASTIAN HAFFNER: UN AUTOR IMPRESCINDIBLE

Acabo de leer el último libro, hasta donde yo conozco, publicado por Destino, de Sebastian Haffner (1907-1999). Se titula Alemania: Jekyll y Hyde (1933: el nazismo visto desde dentro). Para los que aún no lo conozcan, permítanme recomendarles a este autor, alemán de nacimiento y compromiso, exiliado por razones perfectamente descriptibles –por decencia, básicamente-, al Reino Unido. Imprescindible su soberbia “Historia de un alemán”, pero también sus “Anotaciones sobre Hitler” y su breve y penetrante biografía de Winston Churchill (todas en la misma editorial).

El libro que les cito, en perfecta sintonía con otros de tema alemán, presenta una incisiva radiografía de Alemania en el punto álgido del nazismo. Quizá a algunos no les descubra nada pero, como mínimo, merece atención la fecha en la que fue escrito. Haffner traza con precisión el retrato de la Alemania sojuzgada... en 1940, que es la fecha de primera publicación en Inglaterra. La prosa de Haffner es sencilla, elegante y precisa. Apunta en palabras claras ideas que ayudan a desentrañar el misterio que aún nos afanamos en entender: ¿cómo fue posible? Desde el verdadero y profundo amor por una patria que surge del conocimiento auténtico (no de la glorificación absurda ni del pesimismo irracional), Haffner muestra, a quien quisiera verlo, el rostro complejo de Alemania. No la exculpa, claro, pero tampoco permite que los demás se libren alegremente de sus responsabilidades. Reprocha, con toda razón, a los abogados de las “políticas de apaciguamiento” (recordemos que la sima de la indecencia en la que tenemos sobradas razones para sospechar que hoy chapotean con regusto algunos de nuestros socialistas fue hollada hace ya tiempo por otras mentes “preclaras”) uno de los peores crímenes: el de haber robado la esperanza a los que no tenían ya más que eso. Haciéndose acreedores al desprecio de las generaciones posteriores, los entonces dirigentes de Francia e Inglaterra privaron a los pocos alemanes que aún hubieran podido resistir de la razón principal para ello: la expectativa de una ayuda exterior –Haffner juzgaba, y el tiempo le dio la razón, que sólo un impulso externo podría derribar al régimen nazi.

Quizá lo más aterrador que se puede entrever en el cuadro pintado por Haffner, algo por otra parte corroborado luego por otros estudios, es que todo el esfuerzo intelectual de comprensión, todas las horas invertidas en buscar una respuesta convincente a la pregunta de cómo fue posible que el país más civilizado de Europa –idea esta, por cierto, sobre la que Haffner también tiene sus propias e interesantes opiniones- retrocediera a la más absoluta de las barbaries puede ser un modo de eludir la trágica evidencia de que tras todo eso no hay... nada. O, quizá, todo lo más, mecanismos mucho más sencillos de lo que quisiéramos.

Hubo factores coadyuvantes, sí, y tuvieron su influencia. Pero ninguno de ellos tiene poder explicativo suficiente. Ninguno de ellos es, por sí mismo, causal. Nada es explicable si no se hubiese cruzado en el camino de los alemanes la figura infernal de Adolf Hitler. Y aquí, de nuevo, la nada. No había nada especial en este infradotado, como no fuera su instinto de supervivencia, su odio animal. Hitler es un personaje absurdo. Lo cual nos lleva a varias conclusiones, a cual más inquietante, a saber: primero: que, una vez más, se demuestra el poder de la singularidad, la capacidad de los pocos para imponerse a los muchos (inciso: quedan falsadas de nuevo las interpretaciones marxistas o, en general, simplificadoras), segundo: que el azar desempeña un importante papel en la historia –consecuencia inmediata de lo anterior ya que, en sí, no hay vida humana singular que no sea contingente; siempre que algo depende de alguien en concreto, puede afirmarse que, en términos históricos, es tanto como decir que ocurre por casualidad- y tercero: no es ya que en la vida sucedan cosas absurdas, carentes de todo fundamento lógico y racional, sino que, por añadidura, suelen pasar relativamente a menudo.

Dios me libre de establecer comparaciones odiosas, pero la lectura del libro de Haffner me llevó instintivamente a pensar en la España contemporánea –y en otros ejemplos, que los ha habido, los hay y los habrá, de cómo lo absurdo, lo manifiestamente irracional, se enseñorea de la vida de los pueblos y las personas-. Me llevó, una vez más, a temer por todos aquellos que siguen diciéndose a sí mismos que determinadas cosas como, por ejemplo, un proceso de descomposición de nuestro país “no pueden suceder”.

Me pregunto qué demonios quiere decir “no pueden”. Supongo que, en definitiva, quienes así hablan, que no son pocos, quieren decir que eso es absurdo y que las cosas absurdas no suceden. Los catedráticos de economía ya han demostrado, por ejemplo, que la secesión de Euskadi no parece ser beneficiosa para los propios vascos. Ítem más, la presencia de elementos no democráticos en ese lugar –que no sólo sobrevivirían al proceso secesionista, sino que resultarían reforzados- hace temer por los derechos individuales incluso más que lo que se debe temer siempre que el nacionalismo es una fuerza política preponderante. Así pues, hay buenas razones para tentarse la ropa. ¿Es eso motivo suficiente para concluir que semejante cosa no puede suceder? Si nos atenemos a la historia, parece que no. Obvio decir que entre la sociedad vasca y la sociedad alemana descrita por Haffner hay muchas diferencias, pero también ciertas similitudes. También él nos explica que, como por otra parte era de esperar, tampoco allí había blanco y negro (pese a que, en rigor, hubiera debido haberlo, y aquí está la clave de la degeneración moral: lo que a los alemanes se les planteaba no era una elección política ordinaria, sino la disyuntiva de elegir entre el mal absoluto o cualquier otra cosa), sino una amplia gama de actitudes – como le gusta decir al PNV, entre “los extremos”... entre los extremos, se dan todos los grados de la indecencia, claro.

¿Acaso no ocupa, hoy, la presidencia del gobierno, un personaje manifiestamente poco capaz? Ya sé que los políticos españoles no son para tirar cohetes, sin excepción pero, ¿es lógico que haya llegado tan arriba uno de los más inanes? Hasta entre los poco dotados hay clases. Es posible que los dirigentes del partido socialista hayan urdido un plan maquiavélico para, de entre ellos, elegir uno particularmente mediocre, mientras los más válidos se dedican a otros menesteres más remuneradores, más discretos o yo qué sé. Es posible que todo sea el resultado de una auténtica conspiración. Pero quizá todo esto no es más que una forma de no querer aceptar que las cosas absurdas suceden. Y ahí está, en la ONU, un tipo que nunca debió pasar de secretario regional de cuarta categoría (ahora que lo pienso, la ONU tampoco es tan mal foro para él – bueno ustedes me entienden...).

A veces, Dios escribe con renglones torcidos y... el resultado es un texto torcido, claro.

jueves, septiembre 15, 2005

RECORTES (Y 3): LA CULTURA O LA ENFERMEDAD CONTEMPORÁNEA

El último “recorte” al que me quería referir es un artículo de Álvaro Delgado Gal en ABC, creo que el pasado domingo, por otra parte concordante o, cuando menos, bien acompañado por una reciente tercera de Valentí Puig. El tema: la cultura o, por usar una expresión menos amplia, el nivel cultural del país. Delgado Gal planteaba la cuestión en términos generales, mientras que Puig se refería, más bien al nivel cultural de lo que antes –en tiempos de la Pardo Bazán, de cuyos salones literarios coruñeses hablaba el periodista- se llamaba la “burguesía” y hoy denominamos “clase media ilustrada” o “clase media” a secas. En uno y otro caso, es claro que la preocupación es la misma: la sima profunda en la que se encuentra el nivel cultural español, y especialmente el de la médula espinal de su sociedad. Y este es un problema de los que podríamos denominar “estructurales”, básicos, fundamentales... en román paladino, un problema muy importante.

No se trata, claro, sólo del nivel de instrucción, que éste, en promedio, es más alto que nunca –insisto en que hablo en promedio, quiero decir, simplemente, que en estos momentos conviven en España las generaciones de españoles más instruidos, sin perjuicio del muy preocupante dato de que, de esas generaciones, probablemente la más instruida no es la última- sino de la increíble simpleza y falta de solvencia intelectual que caracteriza todos los ámbitos de lo que, en sentido lato, se viene entendiendo por cultura, pensamiento incluido, por supuesto.

Es cierto que se trata de una enfermedad europea, y aun occidental. Hanna Arendt denunció, en su día, que el romanticismo fue poco menos que la época de la irresponsabilidad institucionalizada (y de esos barros, aquellos lodos, claro). La época en que se podía hacer o decir cualquier cosa con ánimo de que los demás le reconocieran validez. Me pregunto qué hubiera pensado de nuestra realidad contemporánea. En el terreno del arte, creo que fue Gombrich el que dijo que nuestra época es la de la superabundancia y la glorificación de la mediocridad. Es pues, digo, un problema general. Pero ataca con más fuerza a países que, como España, no dispusieron nunca de una cultura-base moderna y bien trabada, es decir, que contaban con muy poco que destruir. Casi cabría afirmar que, mientras en otros países cabe hablar de una des-culturización, en el nuestro se trata, más bien, de una culturización incompleta.

En el terreno del pensamiento, vivimos, sin duda, en una época caracterizada por la falta absoluta de rigor, a la que se añade la dictadura de lo políticamente correcto. Si unimos a esto la menesterosa situación de nuestra universidad –poblada, en el campo de las disciplinas humanísticas, de una verdadera colección de nulidades- tenemos el cóctel para que la deshonestidad campe por sus fueros. Se escribe y se publica más que nunca, pero es muy difícil encontrar algo que no sean lugares comunes, por no hablar de opiniones sinceras. Más aún, por alguna razón que se me escapa, los intelectuales españoles parecen incapaces de expresarse con un mínimo de valentía. Se esconden en un engolamiento académico del que parece excluida toda afirmación medianamente polémica. Carecemos, pues, de una intelectualidad que pueda, realmente, desempeñar el papel de conciencia de una sociedad manifiestamente adocenada. Y, desde luego, si alguien quiere opiniones comprometidas, hará mejor en buscarla en los periódicos, nunca en los libros, y menos en los libros de los catedráticos.

Este temor al conflicto, a las ideas contrapuestas y a las afirmaciones rotundas, a las que la industria de la intelectualidad se pliega sin ningún rubor es el caldo de cultivo ideal para unos políticos intelectualmente planos. Mortalmente aburridos, por añadidura. Ello por no hablar de los que, como Zapatero o Carod Rovira, son auténticos profesionales de la nadería, capaces no ya de emplear pocas ideas, sino de prescindir de ellas por completo.

En el panorama de las artes –o de la cultura en el sentido del ministerio del ramo- no es mejor. Aquí también el rigor brilla por su ausencia y, por tanto, se parte de que todo es aceptable. En una entrevista reciente, el director de la Sinfónica de la Comunidad de Madrid afirmaba, con valor digno de encomio, que no se podía comparar el pop y el rock con la música verdaderamente culta –es decir, con la que requiere un esfuerzo previo de familiarización por parte del oyente-. La afirmación podrá discutirse y, desde luego, nada impide que el pop y el rock nos gusten mucho, por lo menos a algunos. Lo importante es que este músico profesional apuntaba a algo que hoy se soslaya: que no todo es igual, que no todo es lo mismo.

Esa capacidad de distinción se ha perdido, con toda probabilidad porque nadie quiere acometer -en medio de un ambiente en el que el esfuerzo no se valora- la tarea de formarse un criterio. Pero es obvio que si Bette Davies era actriz, las niñas que salen en “al salir de clase”, salvo honrosas excepciones, no pueden serlo. Se deduce por simple comparación. Si aplicamos el mismo nombre a ambas cosas, nuestro sistema se está empobreciendo gravemente.

Este panorama va del pensamiento a la gastronomía, pasando por el cine y la arquitectura. Ausencia total de rigor, de capacidad de calificación. Como en el romanticismo, todo el mundo puede hacer o decir cosas con aspiración de que sean reconocidas como válidas, porque parece ser que la única prueba que hay que pasar es la de la propia voluntad: si quieres, puedes (algunos, hasta escribimos blogs).

Una cultura no ya de la tolerancia, sino de la no exigencia que, unida a unos medios económicos sin precedentes supone el caldo de cultivo para una legión de oportunistas, caraduras y tipos sin escrúpulos que en un medio más riguroso no sobrevivirían, sea en la política, en la cátedra o en el mundo del arte.

martes, septiembre 13, 2005

RECORTES (2): SOLUCIONES PROGRES

El segundo artículo que me anoté para comentar es una tribuna aparecida en El País del jueves, 8. La firmaba un abogado cuyo nombre lamento no recordar. Normalmente, cuando me engancho al buque insignia de Polanco es porque ya no me queda nada más que leer, y uno suele abordarlo con cierta desgana. Pero, mira tú por donde, este artículo de opinión con firma que digo me pareció bien, al menos al principio.

Y es que empezaba muy bien. Abordaba la famosa cuestión de la palabra “nación”, con un gran rigor lingüístico y jurídico. Continué leyendo, convencido de haber encontrado poco menos que una perla en mitad de la masa informe del pensamiento único. El artículo decía, en efecto que, se le busquen las vueltas que se le busquen, el término “nación” en el seno de la Constitución tiene un significado meridianamente claro y unívoco. Y ello se debe a que la Constitución es, ante todo, una norma jurídica, una ley hecha para ser cumplida. Por tanto, participa de esa facultad que tienen las normas jurídicas de crear la realidad. Es nación lo que la Constitución dice que es nación. Punto. El debate político podrá seguir hasta que se quiera, pero no ha lugar a discusión en el terreno del derecho.

Hasta aquí todo bien. El autor sacaba, pues, las consecuencias lógicas. Si la Constitución dice que la Nación es España, se sigue que no lo es ninguna de sus partes, porque así está definido. Insisto, bien.

Pero aquí viene la cabriola. Puesto que esa definición es unívoca y, por tanto, políticamente molesta, propone el andoba que se elimine en el texto toda referencia a naciones... ¡España incluida! Vamos, que, según el dicho, o j... todos o matamos a la p..., pero en fino.

Es una forma de acabar un bonito y riguroso artículo con una supina tontería. Se podrá, si se desea, evitar el nomen iuris, “nación”. Se podrá cambiar de significante, pero seguirá siendo necesario –si se pretende que la realidad siga siendo, más o menos, la que es (porque no me pareció entender que el tipo propusiera cambios sustanciales en el orden de cosas derivado de la Constitución)- referirse de algún modo al sujeto constituyente. Porque ese, y no otro, es el trasfondo de la reserva de denominación “nación” para el pueblo español. Es una forma de expresar la idea de que sólo el pueblo español, en su conjunto, es el soberano. Es una forma de afirmar que el estado es unitario, porque el sujeto constituyente es único.

En fin, se podrá opinar de la propuesta lo que se quiera. A mí, ya digo, me parece una tontería. Pero no la traigo a colación tanto por su contenido como porque me parece un auténtico arquetipo de pensamiento progre, muy en la línea del amigo Caldera y su renuencia a que la bandera nacional ondee en la Plaza de Colón, por si ofende. No deja de ser curioso, por otra parte, que en la interpretación que este señor tiene, en última instancia, del nacionalismo es de lo menos halagüeña, ¿la desaparición de España como nación aplacaría el dolor de que Cataluña o Euskadi no lo sean?

Parece evidente que hay dos formas de terminar una guerra. Una es ganarla, la otra es rendirse (que es lo mismo, pero vuelto por pasiva). Nuestros progres parecen tener una predisposición genética a rendir plaza a la primera ocasión que se les presente. Renuncian, si es preciso, hasta al carnet de identidad, todo sea por la paz perpetua y la alianza de civilizaciones.

Recuerdo que, en su momento, Maragall insinuó, a propósito de no sé qué tema deportivo, que para jugar con Cataluña, el resto de España no podría seguir llamándose España, sino que debería cambiar de nombre. Pese a lo certero de la observación –al fin y al cabo, es ontológicamente imposible que Cataluña y España jueguen a nada, a no ser que se permitiera a los catalanes elegir bando, ya que en caso contrario, el combinado será de no-catalanes, pero no de españoles, en rigor- a todos nos dio mucha risa. La sola idea de que España tuviera que abdicar de su propio nombre para satisfacer las querencias de unos cuantos pareció ridícula.

Sin embargo, todos los días se nos ofrecen muestras de que no lo es tanto. Al fin y al cabo, la propuesta que comento es del mismo tenor. ¿Acaso no parece que el protocolo de Moncloa se ha propuesto que la bandera española no ondee jamás en solitario (observen ustedes que o bien está acompañada de las autonómicas o bien de la europea, pero nunca salvo –por el momento, porque lo prohíben las ordenanzas, pero todo se andará- en actos militares, luce sola)? No veo, sinceramente, porque se puede ceder el más importante símbolo nacional y, sin embargo, hay que conservar intacta la camiseta con la que Zarra batió a la soberbia Albión.

En última instancia, estas “soluciones geniales” van en la línea aplicada por nuestro presidente: los objetivos políticos justifican arrumbar todo aquello que estorbe. Aunque lo que estorbe sea la calificación constitucional de nuestro país o el derecho mismo. Pues bien, frente a la doctrina maquiavélica de “el fin justifica los medios” conviene tener presente la admonición churchilliana: “por evitar el deshonor... ahora tenéis el deshonor y tendréis también la guerra”.

Y es que no deja de resultar paradójico que quienes, con frecuencia, descalifican los debates “nominalistas” o “sobre palabras”, aquellos que han hecho del atender a “la realidad” –viejos ecos marxistas- la piedra angular de su pensamiento, a la hora de la verdad crean en los poderes taumatúrgicos del diálogo o la simple manipulación de textos. Muy al estilo de los antiguos, no resuelven los problemas, sino que los exorcizan.

Y luego se llaman a sí mismos "modernos".

lunes, septiembre 12, 2005

RECORTES (1): CATALUÑA, LA MALQUERIDA

En los últimos días, he leído en diferentes periódicos algunos artículos que me han llamado la atención, y que quisiera ir comentando. Serán, concretamente, tres.

El primero es uno de los editoriales de La Vanguardia del pasado miércoles, 7 –sí, ya sé que está algo pasado de fecha, pero el interés de la cuestión no es del todo coyuntural-. El insigne rotativo barcelonés reaccionaba frente a la contestación que había merecido en los diarios y mentideros de la Villa y Corte el lanzamiento de la dichosa OPA de tintes sexuales (Gabarró dixit) de Gas Natural sobre Endesa (inciso: no tengo mayor interés en comentar los pormenores de esta operación, pero reconocerán ustedes conmigo que tiene su gracia eso de que en España puedan existir operaciones “puramente económicas”; incluso lo de que se lancen ofertas públicas de adquisición –como en los países con mercados de verdad- y pongamos cara de sorpresa, y tal, tiene su guasa; más o menos como la de que alguien conjeture si los precios van a subir o bajar... ¡en un sector en el que se regulan por decreto!).

Lo importante del caso –que, por cierto, ha llamado la atención, en este mismo sentido, del director de ABC, a juzgar por lo que ayer se pudo leer- es que el periódico fundado por el Conde de Godó se acogía a la idea de: “no nos quieren porque somos catalanes”. Más concretamente, planteaba, en impecable razonamiento formal, que tiene bemoles que cierta gente se pase la vida insistiendo hasta la extenuación sobre la recontraespañolidad de Cataluña (por cierto, en La Vanguardia no escriben “Cataluña” sino “Catalunya”, lo que no tendría nada de particular de no ser porque, como todo el mundo sabe, es un periódico en castellano; hasta donde yo conozco, la toponimia oficial aún nos autoriza a usar la “ñ” para referirnos al Principado, ¿estoy en un error?) y luego esa misma gente se encabrone porque “vienen los catalanes”. La pregunta sería, entonces, si la caverna mesetaria reaccionaría igual si el grupo adquirente-semental (sigo con Gabarró) fuese, digamos, extremeño. En resumidas cuentas, lo de siempre: anticatalanismo, marginación de Cataluña. Los trogloditas que habitamos esta parte de la Península queremos una Cataluña achantada, sometida y sin perfil propio.

En efecto, La Vanguardia no yerra en que debería darnos igual de qué región procediera el oferente-inseminador. Es más, debería sernos del todo indiferente si es español, extranjero o mediopensionista. No puede traernos al fresco, no obstante, si el comprador-pichabrava es público o privado, porque nuestro sector energético ya fue público con Suanzes, y para este viaje no hacían falta tantas alforjas. Pero, incluso, en este último caso, tanto da la Caixa d’Estalvis i Pensions de Barcelona como el Monte de Huelva o Gaz de France. La raíz del problema hay que buscarla en otro sitio. Más bien en la reedición de episodios desdichados como la tonta “crisis del cava” (o de cómo un imbécil es capaz de desatar un vendaval).

Estoy con el director de ABC: no puede reclamar racionalidad en el comportamiento ajeno quien manifiesta un total desprecio por la misma en el propio. La justificada queja de La Vanguardia y los ayes de la clase empresarial catalana serían mucho más creíbles si, de vez en cuando, reclamaran con igual insistencia que quienes atentan contra la imagen pública de Cataluña o, si se prefiere, contra la imagen de marca de Cataluña en el resto de España –seguro que incluso quienes no sienten afecto alguno por sus conciudadanos pueden llegar a entender que deben respetarlos como clientes- contuvieran sus ímpetus.

Quizá, entonces, podrían entender que no son recomendables presentaciones agresivas de la cuestión, como la realizada por el Periódico, primera voz en hablar de “catalanización” del sector energético nacional. No tiene sentido quejarse de que se interprete, por otros, como derrota, lo que algunos de los nuestros venden como victoria. Si “nosotros” ganamos, es que “ellos” pierden. Esto parece claro, ¿no? Insisto, las voces sensatas, que también las hay, venden que ganamos “todos” –que es mucho más tragable-, pero esas voces sensatas se oyen vagamente, en mitad de un coro vociferante de hinchas del catalanismo.

Podrían entender el daño que hace la apropiación de símbolos que, como el Barcelona, contribuían a hacer de Cataluña un país abierto. Los cretinos que se empeñan en ver en el equipo azulgrana el “ejército de una nación sin estado” –encabezados por un presidente empeñado en paletizar todo lo que pueda- ignoran que lo que en realidad tienen entre manos es una auténtica multinacional. Sus propios complejos no les dejan verlo.

Podrían, en fin, darse cuenta de que su región es hoy gobernada por una clase política que, concentrada en “hacer país” no para de tirar piedras sobre su propio tejado. Oscilando entre el ridículo despropósito y la simple pérdida de tiempo. Un gobierno que consigue, no sin esfuerzo –porque los demás españoles, contra lo que pueda pensar la legión de tarados de siempre, tienen a los catalanes por gente inteligente y su reputación no es fácil de destruir- provocar el rechazo en buena parte del resto de España y, por desgracia, sí, animar las vísceras de quienes están, a este lado, tan deseosos de confrontación como en el otro.

Una imagen vale más que mil palabras, ¿le dejaría usted la llave del gas a Carod Rovira? Pues eso.

martes, septiembre 06, 2005

KATRINA, ALEMANIA Y EL FEDERALISMO

Si este país se dirigiera con la cabeza en vez de con otras partes del cuerpo, y si los votantes fuéramos capaces de sacarnos algún día de encima nuestro pasotismo y nuestra indolencia, que hace perfectamente posible que nuestros políticos sigan haciendo la guerra por su cuenta mientras nosotros somos conscientes de ello, quizá encontraríamos tiempo para echar un vistazo a nuestro alrededor y sacar algunas conclusiones.

El primer centro de nuestro interés debería ser Alemania. Ese país que en tantas cosas ha sido nuestro modelo es uno de los prototipos de sistema federal y, por consiguiente, debería merecer la atención de quienes no dejan de mentar el federalismo como quien habla del bálsamo de fierabrás, una suerte de técnica de organización y articulación capaz de solventar de un plumazo todos los problemas. No digo yo que no pueda, el federalismo, resolver algunos problemas, pero puede ser al precio de crear otros y muy graves. Como recordaba, recientemente, creo que Zarzalejos en una tercera de ABC, empiezan a surgir voces muy críticas con el sistema federal alemán. Un sistema, se dice, en el que nadie puede decir “sí”, pero todo el mundo parece poder decir “no”.

La aspiración federalista consiste en que el poder central no tenga nada que decir y, por tanto, cuando es necesario que diga algo... resulta que es mudo.

Hay, en estos días, voces que se dejan oír cada vez más alto, clamando por reformas en el sistema federal alemán ante la constatación de que, aun cuando puede que el sistema en sí mismo no sea un problema, no contribuye a solucionar asuntos que sí lo son. Y he aquí otro principio que conviene no soslayar: las instituciones políticas deben probar que son útiles, no basta con que no estorben. Con seguridad, siempre hemos de procurar desprendernos de aquellos artificios que agravan las dificultades, pero es igualmente razonable no mantener, cuando menos potenciar, aquellos que, sin dañar, tampoco benefician porque, en el mejor de los casos, siempre serán caros de mantener. Tampoco tiene un sentido excesivo reformar las instituciones inútiles hasta que se puedan casar con una necesidad real. Nuestro senado es un buen ejemplo de lo que estoy diciendo, pero hay otros, múltiples.

La segunda idea sobre la que quisiera hoy abundar tiene que ver con el otro sistema federal por excelencia: el de los Estados Unidos. Concretamente, con la demostrada capacidad de la gobernadora de Luisiana para mimetizarse, para desaparecer por completo y dejar al gobierno federal en el centro de toda la crítica. Por supuesto, nada hay de malo en que el gobierno federal reciba la crítica que merece por su deficiente respuesta ante la catástrofe, pero ello no exime a los que tienen otras responsabilidades de pechar con ellas.

El proceso es natural. El presidente Bush es una víctima mediática mucho más apetecible. Al fin y al cabo, ¿quién es la señora Blanco?, ¿a quién le dice nada su cara? El problema es que la señora Blanco es muy importante en el estado que gobierna. Pero las instancias intermedias resultan muy apropiadas para guarecerse cuando hay quien dé sombra por encima.

Parece, entonces, que aquello del “mejor cuanto más cerca” se revela, por enésima vez, como una falacia. No es cierto, con carácter general, que “mejor cuanto más autogobierno”. En el caso español, no necesariamente más autonomía se traduce en mayor bienestar o mayor avance relativo. Algunas comunidades autónomas reclaman más autogobierno para poder recuperar puestos en las listas de riqueza y desarrollo relativos. Cataluña era la región más rica de España cuando recibió la autonomía, ¿cómo es que no se ha salido ahora que tiene más capacidad de autogobierno que nunca en su historia?

No, no es cierto que la administración más cercana sea siempre la más adecuada para gestionar según que cosas y según qué problemas. Lo que sí se cumple, como una ley de hierro, es que el grado de transparencia y la calidad del control disminuyen a medida que nos acercamos al ciudadano. Nadie rinde más cuentas en los Estados Unidos que el presidente Bush, de eso no cabe la menor duda, porque ningún periodista está más pendiente de nadie que de él. A ningún ciudadano le interesa más lo que diga el gobernador de su estado que lo que diga el Presidente. Y por eso, su incompetencia, cuando se produce, parece subsumir toda la de los escalones inferiores de la administración.

La cuestión es que, probablemente, exista un óptimo de descentralización, política y administrativa. Y hoy, en España, muchos parecen dar por hecho, como de costumbre sin mediar la más mínima discusión, que ese óptimo se encuentra en un extremo. Sólo así es posible entender ese continuo poner el carro delante de los bueyes, en cuya virtud más (en número) y más cercanas administraciones serán fantásticas para resolver problemas que hoy no tenemos, pero que alguien se encargará de crear.

Entre tanto, ¿dónde diablos está la gobernadora de Luisiana?

domingo, septiembre 04, 2005

A VUELTAS CON LA DERECHA

Hace unos cuantos días analizaba yo la famosa afirmación de que España es un país “sociológicamente de izquierdas”, lo que a mi juicio es cierto en un sentido muy general y menos dramático de lo que a primera vista parece. El artículo terminaba con la idea de que semejante estado de cosas hubiera sido imposible sin el concurso de la derecha, cuyo comportamiento a lo largo de todos estos años tiene también mucho que ver con sus actuales hándicaps, con esa especie de “techo de cristal” tan difícil de romper.

Y es que toda la tarea, a la que no quito mérito, de los dirigentes nacionales de la derecha española ha parecido ir encaminada a la formación de lo que hoy tenemos, un partido razonablemente instalado en el juego y, sobre todo, unido. Pero eso no es lo mismo que una derecha fuerte, porque parece que ese instalarse en el juego implica, al tiempo, una aceptación de limitaciones autoimpuestas.

Hay que acudir de nuevo, cómo no, al franquismo para encontrar la raíz histórica de algunos de los problemas que ahora mismo aquejan a nuestra derecha. A quienes encuentren cansina esta recurrente referencia, hablemos de la izquierda, de la derecha o del lucero del alba, me temo que he decirles que no hay más remedio. El franquismo supuso un trauma sin paralelo en el mundo occidental –sólo los países de Europa del este han padecido algo parecido-, y no me refiero tanto al rigor represivo de la dictadura en sí sino a lo que supuso de ruptura con todo lo anterior, de hiato en la historia de España. El franquismo hace que España descarrile, se aparte del curso normal de su historia como jamás lo había hecho antes. Jamás nuestro país padeció un régimen más anacrónico, en menor sintonía con todo lo que constituía su entorno natural.

La cuestión es que, a mi modo de ver y contemplando las cosas ex post –es decir, no tanto tomando en consideración cómo fueron las cosas durante esa etapa como en qué medida unos y otros quedaron preparados para abordar el futuro- la derecha se llevó la peor parte. El franquismo deshizo por completo la posibilidad de una derecha de corte europeo. Había una derecha franquista, que no es lo mismo. La derecha afronta la democracia completamente huérfana de referentes válidos y sin unas tradiciones políticas en las que insertarse, sin tan siquiera unas siglas y símbolos que reivindicar. Ninguna de las familias ideológicas de la derecha europea tenía en España unos representantes y un discurso articulados. Era, sobre todo, muy notable la ausencia de los liberales, cuya última incursión en nuestra historia –como fermento ideológico de algo y con aporte de alguna figura- fue, quizá, el contubernio de Munich.

Esa carencia de referencias cristaliza en una solución de compromiso: el pragmatismo como norte, cuyo ropaje pseudoideológico es el dichoso “centro”. Es en cierto modo explicable, uno no arma unas ideas de la noche a la mañana. El acomodo hace el resto. Esa solución transitoria y de compromiso se convierte en una situación permanente. Se renuncia a polemizar con la izquierda –hay que decir que, en los años inmediatos a la transición, la izquierda tenía una apariencia de solidez de la que hoy carece, amén de la misma soberbia; vamos, que daba más miedo-, se renuncia a la Política con mayúscula.

Una derecha, pues, que se acomoda en un perfil bajo, en parte porque su propia cohesión interna podría peligrar en caso contrario pero, sobre todo, porque carece de referentes. El único discurso medianamente acabado es, precisamente, el más conservador, como hoy puede verse, sin ir más lejos, en las calles – los más batalladores son quienes, mal que bien, poseen un cuerpo de ideas más o menos terminado. Todo lo demás se diluye en una amalgama de pragmatismo y gestión. Un “hay que hacer las cosas bien”.

Ese “hay que hacer las cosas bien” es una especie de bandera de la derecha aznarí, y lleva en sí su cara y su cruz. Las cosas hay que hacerlas bien, es muy cierto, y esto es en sí un lacónico programa –programa que, dicho sea de paso y a mi juicio, en general, se cumple-, pero ese laconismo resulta irritante por lo que tiene de atajo, de renuncia, de simplificación indebida de los problemas. No, contra lo que decía un político “de centro”, hoy presentador de un programa de televisión y promotor de pseudoiniciativas ciudadanas, no es verdad que los problemas “sean lógicos y no ideológicos”. Esa es otra tentación muy común en la derecha, la de disminuir indebidamente el ámbito de lo político, la de degradar lo político al campo de lo irracional –que eso es lo que en esa frase viene a significar “ideológicos”.

La confusión de los términos esconde, probablemente, miedos e inseguridades. Falta de confianza en las propias posibilidades, la indebida convicción, precisamente, de que “lo político” es el terreno natural de la izquierda. Nada más falso. Y nunca ha sido más falso que ahora.

sábado, septiembre 03, 2005

TRABAJAR LA PROSPERIDAD

El Mundo publicaba ayer un interesante artículo de opinión de uno de sus colaboradores habituales, a la sazón catedrático de economía en la Universidad Politécnica de Madrid. Partiendo de la más que razonable hipótesis de que nos hayamos instalado en un ciclo de precios altos del crudo, ciclo que, por el carácter agotable del recurso, puede ser irreversible, el artículo llamaba la atención sobre algunos puntos de gran interés sobre la situación española en materia energética: merced, entre otras cosas, a una estúpida política antinuclear –que, antes o después veremos revisada, y será divertido ver como nuestros ecocretinos inventan fórmulas para ello- nuestra dependencia del petróleo, recurso del que carecemos por completo de yacimientos, es mucho mayor que la de los países de nuestro entorno; nuestros procesos productivos son intensivos en energía –consumimos más por unidad de PIB y nuestros sistemas de refino están obsoletos.

Otras cuestiones no mencionadas, pero importantes son los justificados motivos para pensar que nuestras redes de distribución eléctrica no parecen suficientes a medio plazo y que, siendo un país altamente dependiente, no somos lo que se dice punteros en investigación de energías alternativas (aunque, hoy por hoy, la única energía alternativa económicamente viable parece que está descubierta: es la innombrable).

No sé si el artículo pecaba o no de catastrofista pero lo que es claro es que, con que las afirmaciones en él contenidas sean válidas en líneas generales, y creo que lo son, estamos frente a un cuello de botella, una hipoteca para nuestro crecimiento futuro.

Hay otras hipotecas de parecida trascendencia, como pueden ser el retraso relativo de nuestras telecomunicaciones, las carencias de la red ferroviaria de transporte de mercancías y, sobre todo, la hecatombe educativa, que puede dañar, que está dañando ya, muy seriamente la calidad de nuestro capital humano – y ese es el cataclismo menos superable de todos.

Traigo a colación todo esto como forma de constatar una realidad por lo demás evidente: este país tiene problemas. Tiene problemas reales, presentes y futuros, que afectan y afectarán a la mayoría de los ciudadanos, por no decir a todos.

Lo sorprendente, claro, no es que España tenga problemas de carácter estructural, porque muchos países los tienen. No hay arcadias perpetuas. Todo país, toda sociedad, por próspera que sea su situación en un momento dado, encontrará siempre debilidades que prevenir. No hay, en realidad, eras de prosperidad perpetua, sino eras de prosperidad cuidada. El país próspero no disfruta, simplemente, su prosperidad, sino que la trabaja. Hasta aquí, no digo más que obviedades. Lo increíble, sin embargo, es la indolencia con que la sociedad española toma todo esto, su especie de narcotización colectiva que lleva no ya a que los problemas reales del país se debatan poco, sino a que no se debatan en absoluto.

Es responsable de esto, claro, la clase política, encabezada por un gobierno nulo, un no-gobierno, un ejecutivo que es un simple error histórico. La clase política no solo no hace nada por abordar los grandes problemas colectivos reales –quizá porque ello pueda implicar también asunciones de responsabilidades que no se desean- sino que los elude inventándose otros diferentes, a poder ser no solucionables, para que den de sí lo imposible. Me temo que hay aquí mucho de la política como juego, como mundo paralelo. Se saben nulos, se saben inútiles o, simplemente, no quieren afrontar ninguna responsabilidad real. El político profesional prefiere problemas profesionales. Cabe pensar que algunos lo hacen, incluso, en la confianza de que ello no va a tener efecto alguno real en la vida de los ciudadanos. La política como espectáculo. Algo que podría ser hasta aceptable si los políticos no controlaran directamente un 40 por cien del PIB e indirectamente todo. Ese podría ser un buen trato, que nos devuelvan los medios para solucionar nuestros problemas por nosotros mismos y, después, que nos entretengan por un módico estipendio.

Pero hay algo más. La clase política actúa así porque opera sobre una sociedad que sigue lamentablemente desvertebrada, que es incapaz de expresarse por sí misma y no puede marcar la agenda de nadie. Una sociedad tiene, debería tener, medios para expresarse, además de las elecciones periódicas. Una sociedad consciente debería ser capaz de movilizarse por sí sola, debería contar con elites capaces de formar opinión y crear debates.

La sociedad española carece de todo eso, y lo pagará caro. No atiende realmente su prosperidad, y por eso no podrá durarle indefinidamente.

viernes, septiembre 02, 2005

LAS PERSONAS NO SON COSAS, VALE... ¿Y?

He leído en “Desde el Exilio” –la corresponsalía blogoliberal en Alemania- que el todavía Canciller Federal Schröder ha dicho que el hombre que podría convertirse en ministro de finanzas en el gobierno Merkel trata a las “personas como objetos”, por la simple razón de que el profesor de Heidelberg al que Merkel le encargaría tal cometido es un liberal que tiene la mala costumbre de salirse de la ortodoxia lingüística progre.

El suceso me recuerda a una intervención de Josep Borrell en la tribuna del Parlamento –creo que ya lo he comentado otras veces- . El Sr. Borrell, en lo que los políticos llaman un debate sobre el empleo (esto es, un debate sobre el paro) le espetó al ahora ex presidente del Gobierno que: “el empleo, señor Aznar, es un derecho, no una mercancía”. La afirmación es prototípica del pensamiento progre. Carece de valor alguno y no aporta un solo dato aprovechable para crear empleo, pero suena bien.

El lenguaje progre está enteramente construido de frases como esas. “Las personas no son cosas”, “el empleo no es una mercancía”... etc. Todos sabemos que el discurso político tiene una gran carga emotiva y que un alto porcentaje de lo que un político dice es retórica –iba a escribir “mera” retórica, pero creo que la retórica es algo que merece respeto-. Pero de ahí a construir un discurso únicamente a base de frases que vienen a ser similares a “un paraguas no es un avión” media un abismo.

José Luis Rodríguez Zapatero representa la sublimación de ese lenguaje, en el sentido de que no sólo emplea esas fórmulas en sus alocuciones más generales, sino que lo hace siempre, en todo momento, en todo lugar. Ha conseguido vaciar por completo su discurso de contenidos. ZP es la nada, el vacío más total. Además, por supuesto, ni siquiera habla bonito, porque los equivalentes que uno puede concebir para “un paraguas no es un avión”, teniendo todos el mismo valor lógico e informativo, pueden adoptar formas más o menos bellas. Dios no llamó a este muchacho por el camino de la oratoria. En realidad, me gustaría saber por qué camino le llamó, y espero enterarme antes de que acabe su carrera política.

En todo caso, lo grave no es que la izquierda no diga nada cuando habla. Allá ellos. Lo grave es que pretende que su discurso vacío, improductivo y circular marque también los límites de lo que los demás pueden decir, proponer e incluso pensar válidamente. De este modo, el lenguaje de la nadería, al convertirse en límite, en canon de validez para el discurso de los demás –canon, en países como España, mansamente aceptado por los adversarios políticos- adquiere una insospechada eficacia... a la hora de conseguir que los problemas se perpetúen.

La izquierda logra que las cosas no cambien, entre otras cosas, porque prohíbe hablar de ellas, por la vía de marcar cuál es el rango posible de opiniones aceptables. Son la nueva inquisición, la nueva Iglesia que marca el terreno del pensamiento aceptable y lo que es definitivamente herético. La derecha suele responder a ello aplicándose con denuedo a intentar solucionar los problemas con las condiciones impuestas, en lugar de redefinir los términos desde el principio, que sería lo juicioso.

La solución a los problemas del “modelo europeo” no se encuentran ya dentro del modelo mismo dictado por los socialistas de todos los partidos. El propio modelo es el problema, y Alemania es el arquetipo de lo que digo. Las soluciones dentro de los estrechos márgenes permitidos por el modelo no lograrán solventar las dificultades, porque esos márgenes son demasiado estrechos.

Alemania y Europa padecen una tremenda tara que es, antes que nada, psicológica. Ese problema es la proscripción de la imaginación. La prohibición de saltarse los límites que marca el nuevo totalitarismo. El miedo de que alguien saque la tarjeta roja de que nuestra solución implica “tratar a las personas como objetos”. Una tarjeta roja que impide pasar a evaluar si, a fin de cuentas, las personas salen o no beneficiadas.

Ayer leí en The Times que la cifra de personas de veintitantos y treintaitantos que abandona el Reino Unido ya no es anecdótica. Le Figaro, no hace mucho, apuntaba a lo mismo respecto a Francia, en un editorial que sonaba a ultimátum: u os tomáis realmente en serio la cuestión o, con toda la lógica del mundo, el mejor capital humano emigrará. La gente joven se plantea seriamente abandonar sus países de origen, salirse de un modelo que se basa en el expolio de las nuevas generaciones. Saben que su contribución al sistema será mucho mayor que lo que recibirán de él. Se da, así, la paradoja de que mientras Europa es la tierra de promisión para los que saben que les dará mucho y no les exigirá nada, se va convirtiendo en una serie de preguntas sin respuesta para aquellos a los que, por razón de edad, no les queda otro rol que el de paganos de la fiesta.

La solución, evidentemente, no pasa por tildar a quienes así piensan de insolidarios, criminales o antipatriotas. Pasa por reequilibrar, y a fondo, el modelo. Por dejar de contestar a cada pregunta, a todas las preguntas que “un paraguas no es un avión”.