FERBLOG

miércoles, agosto 31, 2005

"RACA, RACA..."

Ya está la prensa de Madrid -qué fijación, oye- tomándola con Juanjo y su "raca, raca..." (patentado a medias por él y a medias por Peridis). Otra vez rasgándose las vestiduras, todo porque Juanjo sigue a lo suyo. Sólo se conoce un caso similar de manía persecutoria, que es el de Carod Rovira. Y es que parece que en Madrid lo que cabrea es la gente sincera. Si dices lo que piensas, la lías. La sinceridad se lleva muy mal, y por eso hay quien dice que es de mala educación. Ya lo decía Quevedo, aquello del "¿nunca se ha de decir lo que se siente...?".

Mal que nos pese, la actitud no puede ser más estúpida. Imagínense ustedes que son el entrenador de un equipo de fútbol con la banda derecha hecha un coladero. Una aciaga tarde de domingo, el delantero contrario se pasa el partido entrando a placer, banda arriba, banda abajo, como Pedro por su casa. Somanta de pases y goles (ocasiones de peligro, que se dice ahora). ¿Irían ustedes al entrenador del equipo contrario a exigirle que retirara a su bravo delantero? Intuyo que no. A nadie se le ocurriría semejante cosa. Lo indicado es, más bien, una buena sesión de psicología con nuestra propia defensa - ponerles a parir, que se decía antes de que Valdano revolucionara todo esto.

No es problema de Juanjo el que alguien nos haya hecho creer que las cosas en Euskadi estaban cambiando. Él ha perdido diputados, sí, pero me concederán que la lectura de la correlación de fuerzas en la Cámara de Vitoria no da para muchas alegrías. Juanjo, por tanto, persevera y sigue en lo suyo. Es cierto que algunos de sus muchachos optaron por quedarse en casa, pero eso no es una buena noticia, sino todo lo contrario -desde nuestro punto de vista, digo- porque por cada tibio que se queda viendo la tele, hay al menos uno al que el plan se le queda corto y pide que se mejore. O eso dice la aritmética.

Va a hablar con Batasuna. Pues sí, ¿qué pasa? Si los de Batasuna se hablan ahora con las mejores familias. De aquí a nada, no hay fiesta que se precie sin Otegi o Permach -casi prefiero al primero, que parece más jocoso-. Hoy por hoy, estos muchachos prestigian cualquier casa bien. Al fin y al cabo, cuando las cosas eran como debían ser y se veraneaba en San Sebastián, la calidad de uno venía dada por sus relaciones. ¿Alguien se atreve a decir que estos muchachos están mal relacionados? Es verdad que frecuentan algunas amistades peligrosas, pero no es menos cierto que hay mucha gente fetén que parece estar loca porque se las presenten.

No es Juanjo el que ha tomado la iniciativa. En realidad, lo que Juanjo quiere es no quedarse fuera de juego. Y esto es ya el "más difícil todavía". El zapaterismo es lo que tiene. Que se lo digan a Artur Mas, que el día que se puso a hacer su campaña electoral se encontró con que todo lo promisble ya lo había prometido Maragall... con los votos de los emigrantes. Comprenderán ustedes que, ante semejante cintura política, se impone la audacia.

¿A qué demonios estamos jugando? Menos mal que Juanjo siempre está en su sitio. Por un momento, pensé que me estaba perdiendo el partido.

martes, agosto 30, 2005

FRANCIA

De Francia se ha llegado a decir, con toda la razón del mundo, que es una idea necesaria para la civilización. Vamos, que, si no existiera, habría que inventarla mañana mismo. La “rama francesa” de nuestra cultura es, junto con la anglosajona y la germánica, uno de sus pilares fundamentales. Por añadidura, desde una perspectiva española, por cercanía y por influencia, ese ascendiente de Francia se redobla. Hemos podido aprender mucho de nuestros vecinos –a veces, ese sano sentimiento de emulación no ha rendido los frutos necesarios precisamente porque, al ser llevado al extremo de la pura sumisión por algunos, generaba un rechazo irracional en otros. Ni siquiera los anglófilos convencidos podemos negarnos a reconocer los inmensos méritos de la que tenía a gala considerarse la “nation par excellence”. Es más, si mañana, Dios no lo quiera, desapareciera Francia, se le podría aplicar aquello que, dicen, dijo Napoleón de sí mismo, más o menos: “conquisté países y gané innumerables batallas... pero se me recordará por mi Código Civil”. Así fue; Napoleón fracasó en su empeño como fracasara Luis XIV, y Francia volvió a sus fronteras originales, pero el aún vigente código de 1804 sigue ahí, presente en espíritu en toda la legislación liberal de buena parte de la Europa continental, España incluida, por supuesto.

Por eso provoca especial tristeza contemplar el espectáculo que hoy ofrece Francia al mundo. Leo en prensa que el gobierno encabezado por Dominique de Villepin –ese gentleman políglota y poeta de suaves maneras que demuestra cómo se puede ser fino y cultivado y, al tiempo, rancio hasta la médula- pretende blindar sus empresas estratégicas de la agresión exterior. Me refiero a muy decentes y honradas compras, no a agresiones de gente armada... Impresentable.

Francia es, en estos momentos, uno de los mayores obstáculos con los que Europa puede encontrarse para desplegar las fuerzas que le permitan sobrevivir con cierta dignidad en la nueva coyuntura mundial. Cuando todo apunta a que es necesario reexaminar en profundidad los ejes básicos sobre los que gira la política europea –el dichoso “modelo europeo”- Francia se encierra sobre sí misma. El gigantesco conglomerado de intereses, a menudo bastardos, en el que se han convertido la sociedad y el estado franceses reacciona de la peor manera posible.

Leí no hace mucho un editorial en Le Figaro, del que lamento no recordar el nombre del firmante, que pintaba un panorama desolador, y acusaba directamente a la clase política. Es verdad que la clase política se ha convertido en un verdadero problema. Una de las mayores dificultades que se pueden llegar a plantear en una democracia es que la clase política se vuelva homogénea, que todos los políticos terminen resultando parecidos. Ese fenómeno está sucediendo en Francia, donde izquierda y derecha forman un continuo definido, en la práctica, por el estatismo, el conservadurismo en el peor sentido de la palabra, el nacionalismo y la corrupción.

Ante una situación así, el electorado es consciente de que, bajo la sopa de letras a la que se enfrenta en cada elección no se encuentra ninguna alternativa real. Entonces el campo está libre para todo tipo de extravagancias que, en el fondo, cabe entender como clamores por un cambio. En Francia, el fenómeno se concreta en los erráticos resultados de las últimas consultas electorales. ¿Es consciente Chirac, por ejemplo, de que su situación, su respaldo por el ochenta por cien del electorado, tiene tintes muy comunes a la situación de Néstor Kirchner? –en su caso fue que los electores tuvieron que elegir entre él y el suicidio, en el del inefable mandatario argentino, que su rival hizo mutis por el foro en una maniobra impresentable-. Hace falta ser ZP para estar cómodo con semejante situación.

Siempre queda un rayo de esperanza, porque es complicado matar un espíritu tan rebelde como el francés. Francia no es España, y la inmensidad del pesebre no quita para que siempre hayan existido y existan intelectuales libres, voces contestatarias y pensamiento digno de tal nombre (lean, por cierto, el Diario de Fin de Siglo, de Revel y podrán hallar el esperpento continuado de un año en la vida francesa, contada con inteligencia y sentido del humor). La sociedad francesa está viva, y es posible que salga adelante, si escucha a su propia conciencia. Tiene que vencer, para ello, la tendencia a la autocomplacencia y al ombliguismo que es la clave de que esos políticos vivan en simbiosis con la sociedad que gobiernan, fagocitándola y destruyéndola. Martín Ferrand atribuía a Baura, creo, el chascarrillo de que, como en Francia, no se concibe que un académico sea mal escritor ni que un ministro sea tonto, nunca faltan allí talentos y lumbreras. Al menos mientras haya Academia y haya Gobierno, y ya se encargan unos y otros de que eso continúe sucediendo.

En el blog “Desde el Exilio” se hacían eco de unas declaraciones de Sarkozy en el que, por vez primera, instaba a sus conciudadanos... a ser humildes. A aprender algo, a terminar con esa grandeur de déficit desbocado y paro creciente. Pero Sarkozy es, hoy por hoy, sólo una promesa de poco alcance. La política francesa sigue en manos del gris Villepin y, sobre todo mientras ese ente indefinible que es el PS intenta salir de sus contradicciones internas, bajo la égida de un hombre que personifica –y en esto, sí, cumple su función de jefe de estado a la perfección- la decadencia de la nación que encabeza. La “France qui Tombe” es Jaques Chirac y Jaques Chirac es la Francia que se hunde. La propia longevidad personal y política convierte a los presidentes en trasuntos igualmente ajados de esta V República que nació vieja. El elenco de los máximos mandatarios franceses –Degaulle, Pompidou, Giscard, Mitterand y el propio Chirac-, sus figuras, sus retratos, sus discursos, acusan la enfermedad de Francia.

Ya digo. Puede que sea curable. Y sería muy deseable que tuviese curación, porque Francia es una especie de condición mínima de existencia de Europa. Uno de los elementos imprescindibles. Todo lo que allí sucede tiene repercusiones en el resto del continente y, cómo no, en España, aunque sólo sea porque algunos de nuestros políticos siguen mirándose en ella, pero también porque, como observaba un historiador francés, no hay dos países cuyas historias estén más entrelazadas.

lunes, agosto 29, 2005

¿Y QUIÉN LE DICE "NO" A JEFFERSON?

Esta mañana, consultando la prensa electrónica, y más exactamente El Confidencial Digital, me encuentro con un artículo de Carlos Sánchez, basado en una conocida cita de Jefferson. El que fuera uno de los padres de la Constitución por antonomasia –la de los Estados Unidos, sí- sugería la conveniencia de acometer cambios en los textos constitucionales una vez por generación, cada veinte o veinticinco años, al menos en los tiempos de Jefferson. Creo que solía apoyar su tesis con el comentario de que los muertos no pueden gobernar sobre los vivos. En una palabra, Jefferson nos recordaba que, en cualquier momento del tiempo, la Nación –hoy sinónimo de “pueblo” y en tiempos de Jefferson no tanto- en ese momento existente es titular de la soberanía y no puede ni debe estar constreñida por nada.

Partiendo, decía, de la referencia al político norteamericano, Sánchez ataca el tabú de la reforma constitucional en España y sugiere, claro, que la cuestión autonómica debería ser revisada y no meramente ignorada. Refuerza Sánchez su argumentación apuntando, certeramente, que durante el período de vigencia de nuestro Texto del 78, otros países han acometido reformas, en algunos casos en ocasiones múltiples (en puridad, cabe decir que nosotros también hicimos una reforma, pequeñita, pero reforma, que hizo posible que nuestros conciudadanos oriundos de otros países comunitarios puedan ser alcaldes de sus localidades).

Podría objetarse al argumento de Sánchez que las reformas a las que hace referencia en países como Bélgica, Grecia, Suecia, etc., son comparativamente menores. Simples actualizaciones de la arquitectura institucional que no afectan en exceso al sistema. Ni siquiera en el caso de Francia, que procedió a una reforma de cierta profundidad en 2003, si las fechas no me fallan. Los constitucionalistas dirían que estos países han realizado cambios en la constitución, pero no de constitución (y, por cierto, los propios Estados Unidos han realizado veintialguna enmiendas en 200 años, no mucho, sobre todo si tenemos en cuenta que las 10 primeras, el Bill of Rights, se adoptaron de una vez). Algunas de las posibles reformas que se proponen para España sí son verdaderos cambios de constitución, en tanto que sí alteran de raíz los fundamentos del estado. Pero esto no empece para que la premisa mayor sea cierta: el pueblo es soberano para cambiar aquello que prefiera, sea importante o no importante –la cuestión de si existen o no límites a ese poder no es de interés a nuestros efectos, ahora.

Los cambios constitucionales no son sólo posibles, sino, a veces, hasta convenientes. Todas las leyes han de adaptarse a la realidad social sobre la que se aplican. Sólo dos matices habría que hacer: que el cambio resultara efectivamente oportuno (aquello de la “mano temblorosa” que tanto gusta de recordar Jiménez de Parga) y no se pueda llegar a otra solución por vía de interpretación o modificando piezas menores del ordenamiento, y que se respete, en todo caso, el procedimiento. Por añadidura, hay que suponer cumplido el principio democrático, que impide que ninguna reforma tenga carácter de “necesaria” esto es, nadie puede presentarse ante el Parlamento en la convicción de que “lo suyo” tiene que salir adelante.

Y aquí llegamos a la médula del problema. Sánchez acierta al plantear el nivel correcto para la discusión. Lo que algunos pretenden es realizar un cambio tan profundo de la arquitectura constitucional de España que, en justicia, merecería un debate de rango apropiado. Entonces, ¿a qué disfrazarlo de la simple discusión de unas leyes orgánicas como son los estatutos de autonomía?

Los que nos declaramos defensores de la Constitución actual –al menos algunos- no somos defensores de ninguna cláusula de intangibilidad, ni creemos que el modelo de estado haya de estar cerrado de una vez y para siempre. No se puede criticar a nadie por proponer un cambio en la Carta Magna o por pretender un orden político diferente, siempre que se respeten los cauces establecidos al efecto. Lo que sí es criticable es la actitud de quienes pretenden que los demás comulguemos con ruedas de molino, que nos creamos que “esto no es lo que parece” y que aquí no va pasar nada más que lo del Senado y lo del niño de Leti, si es que pasa algún día.

Pedir que los debates se mantengan en sede adecuada no es negar que esos debates puedan producirse. Otra cosa es que quienes no se sienten en exceso respaldados o apoyados por la razón hagan lo posible por mantener la discusión en el nivel que ellos creen controlar. Y es que en la elección del campo se libra ya media batalla – que no sé si lo dijo Sun Tzu, pero no creo que tuviera problemas para haberlo suscrito. Pero la democracia es lo que tiene, que es en buena medida, aunque no sólo, un conjunto de reglas de procedimiento, reglas que no se pueden subvertir, porque entonces llegamos al caos.

Si el señor Maragall, por decir alguien, cree tener razones que avalen una reforma del Título VIII o de lo que le parezca oportuno, sólo tiene que hacer lo que la Constitución prescribe y juntar votos suficientes para lograr que se apruebe. Sería deseable, por otra parte, que el señor Maragall y otros como él tuvieran, en su caso, la templanza suficiente para aguantar contrapropuestas, que muy bien podría haberlas.

Nadie quiere, en rigor, tener ese debate en estos términos. De ahí ese interés en fijar cada uno su “ámbito de decisión”. Mi “ámbito de decisión” está constituido siempre por esa porción del cuerpo político que, en general, tiende a darme la razón. El infantilismo nacionalista –porque el nacionalismo es, en esencia, eso, un infantilismo político- pinta, de otro modo, la situación de injusta. Más aún, suelen acusarnos a los demás de hacer sofismas insoportables. Nos declaramos favorables a las reformas constitucionales en la seguridad de que “los españoles” lo tenemos todo controlado, es decir, no tenemos objeciones a que se abra ese proceso de reforma porque estamos seguros de que nunca va a concluir contra nuestras tesis.

Para empezar, en un país donde la seriedad no es un valor en alza, uno nunca puede estar seguro de eso pero, obviando esta circunstancia, esa acusación revela la verdadera raíz del problema. La disconformidad con las reglas del juego democrático. Sólo estoy conforme con aquellas reglas en las que mis aspiraciones políticas –las de ahora, porque las pretéritas son otra cosa- son viables. He aquí la muestra de infantilismo, el no conformarse con la realidad. Porque lo que no es admisible, en ningún caso, es una redefinición del cuerpo político que puede decidir en cada momento. Si el pueblo español, en un acto de soberanía y previa conformidad de los catalanes, decide conceder la independencia a Cataluña, bendito sea Dios, pero es inadmisible que los catalanes se declaren independientes o que el resto de los españoles decidan expulsarles. No hay sistema político en el que tal cosa sea posible, porque es contrario no ya al principio de la integridad territorial de las naciones, sino a algo mucho más profundo: a la misma esencia del principio asociativo que subyace a éstas, incluso a la misma posibilidad del derecho.

Jefferson estaba en lo cierto, qué duda cabe, al menos en eso. Y porque estaba en lo cierto y la Constitución (de nuevo, mayúscula por antonomasia) podía y puede reformarse, porque existía un cauce para todas las aspiraciones –otra cosa es que todas sean viables en un momento dado-, una generación más tarde, los Estados Unidos pudieron defender con toda legitimidad el orden establecido, basándose en que nadie podía arrogarse el derecho de cambiarlo unilateralmente.

domingo, agosto 28, 2005

GRÀCIA - SANTS

Los altercados, en algunos casos auténticas batallas campales, en algunos barrios de Barcelona durante las fiestas empiezan a convertirse en una desagradable costumbre. Tras las algaradas de Gràcia, vinieron las de Sants.

Pensaba en ello el otro día, mientras caminaba por el centro de Madrid, fijándome, como suelo hacerlo, en un detalle: no queda ya persiana, cristal, cierre de local, lienzo, trozo de pared... que no haya sido embellecido por los grafiteros, conforme a su muy particular opinión acerca de cuál debe ser la estética de las ciudades. No importa si la calle es o no de las más nobles de la ciudad, si el edificio así adornado es una tienda, clínica o museo y si los visitantes pueden llevarse una pésima impresión. Por lo visto, lo primero y principal es, siempre, dar salida a los impulsos de uno, cuando, donde y como se lo indique su libérrimo criterio.

No puedo evitar preguntarme qué demonios está pasando. Cuál es la razón de esta especie de asalvajamiento generalizado, de esta falta de respeto por los demás, por la autoridad –que, a diferencia de lo que podía ocurrir en tiempos pretéritos, es ahora plenamente legítima-, por la propiedad ajena, incluida la común.

El asunto apunta, cómo no, a la hecatombe generalizada del sistema educativo. La escuela o, por ser más precisos, el proceso de escolarización (que no incumbe sólo a centros y maestros, sino también a padres y a otros miembros de la comunidad) tiene tres objetivos básicos: transmitir conocimientos, desarrollar las habilidades sociales e instruir en los elementos fundamentales de la estructura social (derechos, deberes, relaciones...). Empieza a estar bastante claro que el fracaso alcanza a los tres.

La antipedagogía progre no sólo ha producido un cataclismo en los niveles de instrucción, sino una significativa cantidad de seres asociales. Seres que parecen creer que todo cuanto les rodea, personas y cosas, empezando por sus padres y terminando por los bancos de la calle, están al servicio de sus sacrosantos derechos que, por lo que se ve, son absolutos y no tienen correlativos deberes. Cualquier clase de limitación o cortapisa es, por tanto, ilegítima, y se le puede oponer incluso la violencia. No es de extrañar que, llegados a la edad adulta, estos elementos pasen a militar en movimientos o partidos que se caracterizan por hacer de eso un fundamento básico de su ideología, como el tan traído y llevado movimiento “okupa”, instalado desde hace años en Barcelona.

Si a un tipo, a las tres de la mañana, un policía municipal le sugiere que se calle por respeto a los vecinos que duermen y el tipo lo interpreta como una agresión, es que el tipo no ha interiorizado los patrones mínimos de la convivencia. Cualquiera que viva en una ciudad como Madrid podrá comprobar que es una especie de enfermedad social.

Son actitudes muy difíciles de combatir como no sea desde la educación, porque parece claro que tienen mala solución desde la simple represión. Puede decirse, con razón, que las perspectivas de sanción, penal o administrativa, no son intimidantes –aunque se puede mejorar mucho cuando la sanción se dirige a quien tiene más capacidad de ser motivado, como suele ser el papá del animalito-. Uno no suele refrenarse del gustazo –sobre todo cuando va cocido- de quemar un contenedor, pongamos por caso, por unos pocos euros de multa que, de todos modos, no cree que vaya a pagar. Pero lo cierto es que el hecho en sí reviste mucha menos gravedad que otros y, por tanto, el endurecimiento de sanciones podría llevarnos a una loca falta de proporcionalidad. Es el drama de la “delincuencia de baja intensidad”. Es poco grave, sí, si consideramos hechos aislados pero, al tiempo y como fenómeno social, hay pocas cosas que deterioren más la calidad de vida y la convivencia. Un barrio con algaradas frecuentes es un lugar imposible, aunque las conductas individuales sean cosa de poca monta, al menos comparadas con otras barbaridades de las que, probadamente, es capaz el ser humano.

Esto no quiere decir, desde luego, que las Autoridades no puedan hacer absolutamente nada. En primer lugar, por supuesto, está la aplicación de los mínimos represivos que sí están previstos. Una cosa es que uno no tema en exceso la sanción o la intervención policial y otra es que tenga la práctica certeza de que su conducta va a quedar impune, porque sabe que la policía no va a intervenir o que lo va a hacer más tarde, cuando ya la juerga haya empezado a perder el puntillo –fenómeno frecuente, antaño, en las calles de Euskadi y que ahora se repite merced a la política social-nacionalista: desde el momento en que se avista un ertzaina hasta que sus jefes le ordenan ponerse manos a la obra, uno sabe que cuenta con media hora, más o menos.

Otra medida que puede ser útil para terminar con ciertos comportamientos es no alentarlos. El consistorio barcelonés, por ejemplo, tiene numerosos concejales que sienten abierta simpatía por el movimiento okupa –como algunos jueces-, es decir, que no ven con malos ojos la invasión de la propiedad ajena. El concepto progre de “cultura” es también muy apropiado para el caso. Parecen aplicarlo en un sentido antropológico estricto, de suerte que toda actividad humana distinta de hacer las necesidades fisiológicas básicas (en algún caso, también estas, como acreditan algunas exposiciones) entra en la definición. Hagas lo que hagas, por tanto, siempre habrá alguien al que le parecerá una “manifestación cultural”. Así, si uno es capaz de pintar de colorines toda la flota de cercanías de Renfe, lo habitual es que su concejal de cultura quiera hacerle una retrospectiva, no que le busque para que tenga la bondad de reparar el daño. Una cacerolada a las cuatro de la mañana es un concierto de percusión, y no hay festival de cine, danza o teatro que no tenga su festival “alternativo” –para el que, lamentablemente, no suele haber locales previstos (que suelen estar ocupados por el alternativo del alternativo)- que, en ocasiones, ¡también está subvencionado!

Hay gente con altas responsabilidades que, en el fondo, no es tan diferente de los alborotadores de Gràcia o los grafiteros de Madrid. Tiene, más o menos, la misma cultura de los derechos –salvo cuando la cosa afecta a los suyos, claro- y, por tanto, difícilmente puede decirse que está preparada para realizar su labor. Antes al contrario, se convierten en una fuente de legitimación permanente. Uno de los aspectos más graves de la conducta del Pepito Piscinas de ERC, por ejemplo, es la noción que transmite: si uno tiene derechos los ejerce y punto, con desprecio absoluto por el procedimiento y sin ninguna consideración para con las razones que puedan asistir a los demás.

Si quieres algo, lo coges, si te apetece algo, lo haces. Está justificado que aparques en doble fila porque tienes prisa o te viene bien, puedes pintar en una pared porque es sólo eso, una pared, y el derecho de su propietario a tenerla limpia debe ceder ante el tuyo a expresar lo que llevas dentro... entras en unos grandes almacenes y te llevas un jamón, erigiéndote en juez y dirimiendo qué derecho de propiedad es digno de respeto y cual no (robar es quitarle la pensión a la abuela, pero no quitarle un jamón al Corte Inglés, ¿no?). En fin, al igual que los próceres de ERC, todos tenemos derecho, en cada momento, a decidir qué situaciones son merecedoras de respeto y cuales no. A decidir, en suma quién duerme y quién no duerme en Gràcia.

Tenemos un problema y es grave... así, va a ser difícil tener la fiesta en paz.

sábado, agosto 27, 2005

A PROPÓSITO DEL PP

En un foro de debate en Baleares, la periodista Cayetana Álvarez de Toledo –que es no ya una de las grandes promesas, sino una de las grandes realidades de nuestro periodismo de opinión- se sumó al coro de quienes piden una derecha “liberal y moderna” y dijo creer que el Partido Popular puede estar en condiciones de ganar las próximas elecciones generales, a condición de que mejore su estrategia de comunicación. Estoy profundamente de acuerdo con el deseo, y comparto la afirmación, con algún matiz que diré.

Hay que comprender que el PP es un partido destinado a aglutinar todas las sensibilidades de la derecha que, disociadas entre sí, tendrían mucho más difícil llegar a constituir una mayoría en algún momento. En este sentido, los liberales no podemos aspirar a que ese partido se nos ajuste como un guante. Siempre estaremos, por tanto, viviendo en corral parcialmente ajeno a la hora de depositar nuestro voto. Nótese que doy por hecho que los liberales españoles, en general, terminaríamos siendo votantes del PP, toda vez que el de enfrente, el PSOE, no da hoy los mínimos exigibles de seriedad, pero eso no tendría por qué ser así. En condiciones normales, el PP podría verse obligado a competir por la familia liberal. El hecho de que los deméritos ajenos sean insuficientes para invertir las tornas no debería ocultar el hecho de que el partido de la derecha se está beneficiando –de cara al mantenimiento de su “suelo electoral”- de un socialismo esperpéntico.

Dicho lo anterior, tampoco creo que el PP ofrezca un panorama equilibrado. No sé si en los órganos del partido, pero sí en su proyección pública, existe un predominio claro del “alma demócrata-cristiana” que se debería intentar corregir, en palabras y en hechos. No es sólo una cuestión de oportunidad electoral –insisto, hoy por hoy, no creo que el PP tenga que hacer mucho esfuerzo por competir con éxito por los segmentos de la burguesía ilustrada y secularizada- sino, efectivamente, un problema de modernización en el mejor sentido de la palabra.

No puede ser que la voz no ya predominante, sino casi única, de la derecha española esté integrada por sectores próximos a la Conferencia Episcopal, y lo afirmo sin negar en absoluto cuanto de valioso hay en ellos y, desde luego, el impagable servicio que esos sectores realizan, en condiciones de desventaja, para que el pensamiento único, siendo dominante, no arrolle.

Hay todo un pensamiento laico –que no laicista-, liberal, atlantista, con referencias históricas propias y comprometido con el orden constitucional que puede servir de base para desarrollar en España un proyecto de derecha distinto, que no opuesto ni enfrentado, al tradicional. En mi opinión, Mariano Rajoy debería volver los ojos a ese pensamiento, que tiene representantes en su propio partido.

La izquierda española es de una endeblez intelectual tan brutal que asombra cómo puede mantenerse en pie. No hay, prácticamente, debate de fondo que pueda resistir sin graves daños. En particular, el zapaterismo se caracteriza por una carencia total de ideas dignas de tal nombre. Es, en esencia, una colección de eslóganes. Y la acción de gobierno, como no podía ser de otra manera, refleja esa nada profunda , ese insulto a la inteligencia continuado que tan bien se manifiesta en cada intervención pública de nuestro amado líder. Se añade, cómo no, el problema de la provisionalidad, de la accidentalidad que caracterizó el origen de la gloriosa revolución que hoy disfrutamos, pero conviene no engañarse, el pensamiento zapateril no es pensamiento, y ni a base de horas, ni de meses ni de años puede parir un programa de gobierno coherente. De donde no hay no se puede sacar.

Y eso nos conduce al segundo aspecto apuntado certeramente por Álvarez de Toledo: el problema de la comunicación. Alguien dijo, a través de un símil muy correcto, que el PP, durante ocho años, gobernó pero no reinó. Y es verdad. El problema de la comunicación, la conexión entre el partido y una gran masa social, no es nuevo. Persiste en la oposición porque existió en el gobierno. El socialismo lo sabe y lo explota. De hecho, sugiere, velada y arteramente, una solución, a través de la “teoría de la crispación”. Los socialistas saben de sobra que muchos dirigentes del PP, en el fondo, se mueren porque les aplaudan en una gala de los Goya, ya saben que morderán con facilidad ese cebo.

Se sigue, a menudo, que “mejorar la comunicación” es “no crispar”. Eso es, evidentemente, falso. La política de comunicación correcta no consiste en hacerle la vida cómoda al rival político. En la denuncia y en la crítica lo que se ha de buscar es un fundamento veraz y, raramente, una oportunidad política –sí, existen ocasiones en las que el superior interés del país exige envainársela, pero son pocas- pero no el gusto o disgusto del gobierno y sus adláteres. En este sentido, una política de oposición sensata buscará maximizar el eco de los aciertos propios y los desaciertos ajenos. Y no se puede negar que, en este sentido, el gobierno socialista deja hueco para tirar no con bala, sino con obús.

Una política de comunicación correcta no puede aspirar, pongamos por caso, a que la gente del cine cambie de parecer, porque eso es imposible. Más bien se trata de que algunos podamos tener la convicción de que, si el PP vuelve a gobernar algún día, esa sangría se terminará y más de uno tendrá que empezar a trabajar para vivir... o que el que quiera insultar a la mitad de los españoles tendrá que hacer lo con su dinero.

El PP tiene muchos activos que explotar, entre ellos el de ser el único partido constitucionalista de España. Debe empezar a venderse, ya.

jueves, agosto 25, 2005

Y LUEGO DIRÁN QUE ES CAROD...

Leo en la edición digital de El País que Pascual Maragall afirmó ayer, en 11 puntos, sus ideas básicas en torno a lo que debería ser el contenido del estatuto catalán. Al parecer, los expuso en una reunión de un grupo de opinión del PSC que encabeza el ex secretario general, Raimon Obiols –aquel que fuera durante tantos años el Pulidor de Anquetil-Pujol-. Extraigo sólo tres de ellos: 1. Cataluña es una nación en el Estado Español, 2. La Generalitat restablecida en 1931 nunca ha dejado de existir, sea en suelo propio o en el exterior y 3. Cataluña considera a España como una nación de naciones y al Estado Español como un estado de carácter federal. Espero haber transcrito razonablemente bien y me confío, claro, a la precisión del reportero que tomó nota de las palabras del Honorable. Digo que tomo solo estos tres porque son los más frontalmente opuestos a la Constitución. El resto no es que no revistan interés, pero son cosa menor o, en todo caso, sustentada en los puntos principales.

Ni que decir tiene que Maragall puede pensar lo que le dé la gana y concebir Cataluña, España y lo que quiera como tenga por conveniente. Pero una de dos, o su estatuto es conforme con esos principios tal como quedan enunciados o es conforme con la Constitución, y no hay tercero posible. Porque, siendo todo lo aceptables que se quiera desde cualquier otro punto de vista, las tres afirmaciones anteriores son jurídicamente insostenibles, a mi juicio. Ni una mesa del Congreso presidida por Marín debería poder admitir a trámite, como tal estatuto, un texto que se presente en esos términos –si bien una vez que Ibarretxe hizo lo que hizo, creo que el procedimiento de admisión podría, sencillamente, suprimirse-. El procedimiento por el que Maragall debería intentar su reforma es el del artículo 168 de la CE.

La primera en la frente: Cataluña es una nación. Como se ha señalado reiteradamente, aunque a nuestro Esdrújulo no le guste porque es poco chachi, y aunque el término “nación” sea increíblemente polisémico y, por añadidura, problemático en todos los terrenos, su univocidad es bien clara en nuestra Constitución. No hay más Nación, jurídicamente hablando, que España, que es la organización política representativa del único soberano: el pueblo español. El constituyente, además, lo puso en el artículo 2, que está en el Título Preliminar, por lo que cuesta un rato cambiarlo. Y es que con todo lo meliflua y cambiante que es la política, el derecho es un rato terco, qué le vamos a hacer. Carece de talante.

Segunda afirmación: la Generalitat de 1931 nunca ha dejado de existir. Bueno. Si se refiriera a la Generalitat histórica, cabría entender la afirmación como un desliz poético. Algo así como que ha existido desde siempre. Pero, jurídicamente, esto no tiene ningún sentido. La Generalitat de 1978 existe única y exclusivamente porque existe la Constitución de 1978 –como la de 1931 debía su entera existencia a la derogada Constitución Republicana-. Como todas las demás instituciones del estado, la Generalitat existe por voluntad del constituyente, en primer lugar y, después, por la voluntad del pueblo catalán, que aceptó sus instituciones de autogobierno al refrendar su estatuto de autonomía. Todos los derechos e instituciones históricos que hayan conservado alguna vigencia o rasgo anterior, del Consejo de Estado a la propia Monarquía han sido actualizados y traen causa y legitimidad del Texto Constitucional. Y nada más.

La tercera afirmación es, de entrada, pretenciosa en su formulación: “Cataluña considera...” ¿Quién es el señor Maragall para arrogarse la voz de Cataluña de esa manera? Por otra parte, el estado Español no se vuelve federal mediante conjuros, ni es susceptible de ser considerado de una u otra manera. El Estado español es como es, como lo tienen definido la Constitución y el Tribunal Constitucional. Se dice, con fundamento, que es un estado cuasifederal o funcionalmente federal, pero se trata de eso, de una afirmación relativa a su funcionalidad, a su manera de funcionar. El estado español no es federal. No nace de ningún pacto entre realidades estatales diferenciadas soberanas en algún momento. Es un estado unitario cuya estructura territorial por no ser no es ni siquiera de derecho necesario. Podría haber sido de otro modo. Cabe recordar que, a diferencia de los ayuntamientos –que, por mandato de la ley, han de cubrir todo el territorio (cada centímetro cuadrado de España ha de pertenecer, necesariamente, a algún ayuntamiento)- las comunidades autónomas eran contingentes múltiples aspectos.

Las afirmaciones de Maragall son, pues, completamente insostenibles desde el punto de vista jurídico, porque suponen una monumental confusión de los conceptos de autonomía y soberanía, una alteración fundamental de la arquitectura constitucional de España. Un estatuto así concebido no podría ser, nunca, un estatuto viable sin una previa revisión constitucional, y una revisión de mucho calado.

Más aún, no es ya que Maragall proponga, so capa de estatuto, un cambio constitucional. Es que propone refundar el estado. La España que él necesita para que quepa su Cataluña es esencialmente distinta a la actual. Supongo –aunque tengo mi propia opinión, claro- que ni mejor ni peor, simplemente, otra. Entre la realidad actual y la que se derivaría de las propuestas de Maragall no median grados, sino saltos cualitativos.

Me imagino que los juristas en nómina se ocuparán de diluir convenientemente todo lo anterior e insertarlo en el texto de manera tal que no haga el debate, ya de entrada, imposible. Pero si el contenido ha de seguir siendo ese, mezcla tan mal con el derecho vigente como el agua y el aceite, así que o bien la proporción de sus ideales que Maragall espera ver convertidos en ley es sustancialmente menor, o espera de quienes tienen que aprobar el texto en Madrid una candidez digna de los Santos Inocentes. O eso, o alguien pretende perpetrar un auténtico desafuero.

Y esta vez no es Carod.

miércoles, agosto 24, 2005

LA DOGMÁTICA LIBERAL

En Hispalibertas se puede seguir en estos días una interesante polémica en torno a la cuestión del “liberalismo auténtico”. Los ensayos de definición y las discusiones doctrinales son siempre apasionantes, y yo mismo inicié hace ya algún tiempo una serie de artículos –que pretendo proseguir- encaminada, más que nada, a aclarar mis propias ideas acerca de qué es ser liberal, pero no dejan de ser eso, discusiones doctrinales.

Un elemento que me asusta bastante es lo que podríamos denominar el liberal ortodoxo o el liberal de libro. Se le reconoce por las opiniones de piñón fijo y el recurso continuo al argumento de autoridad, al estilo escolástico. Suele concluir, por añadidura, que los demás no somos liberales o que carecemos de principios. Y una cosa no tiene nada que ver con la otra. Es cierto que, si uno tiene el capricho de autoadscribirse a un determinado sector del espectro político o de militar en cualquier corriente, parece lógico que comparta unos mínimos con los que también se autoadscriben a las mismas tendencias. Así, por ejemplo, si uno cree de veras que la Cuba castrista es el paraíso en la tierra, será más fácil que encuentre su camino en el Ayuntamiento de Córdoba que en una tertulia de liberales –porque los liberales suelen formar más tertulias que partidos, la verdad.

Me asusta bastante este tipo de liberal como me asusta cualquier dogmatismo de verdad revelada. Me da lo mismo que la respuesta, válida y perpetua, conste en los Evangelios o en un texto de Hayek. Como decía el paisano, si no creo en la Iglesia Católica, que es la verdadera, no sé cómo demonios podría pretender apuntarme a otra. Y, sinceramente, no creo haberme vuelto ni nihilista ni relativista. Tengo mis principios, creo, todo lo claros que se puede tener estas cosas en la vida.

Creo que, como el dogmático de izquierdas o el teólogo, el liberal ortodoxo cede a la fuerte tentación de las soluciones racionales. De las soluciones razonadas, razonables y, por ende, válidas siempre. Es la misma tentación que pesa, permanentemente, sobre las autodenominadas ciencias sociales. La búsqueda de claridad o seguridad. Cosas de la Ilustración, qué le vamos a hacer. O envidia de la regularidad de las ciencias sociales y las seguridades del jurista.

Lo malo de la política, como objeto de análisis o de estudio, es que se compadece mal con la racionalidad a ultranza. Como actividad, como han sabido, desde siempre, los grandes “hombres de estado”, los grandes políticos, es un arte, una praxis, algo eminentemente práctico. Por supuesto que lo contrario de la racionalidad a ultranza no es la irracionalidad, pero hay que asumir las limitaciones de las ideas puras. Discutir, aquí y ahora, por ejemplo, si debe existir o no estado es algo tan atractivo como falto de interés real. Haremos mejor en intentar lograr que ese estado se cohoneste más o menos bien con algunas, pocas, nociones fundamentales. También cabe recordar que pocas ideas no es ausencia de ideas, por cierto.

Esto que acabo de señalar no es, ni mucho menos, una abdicación del liberalismo. Al contrario, a mi entender, está muy relacionado con su misma esencia. De esa misma falibilidad esencial de nuestro conocimiento de los seres humanos y de esa constatación del carácter radicalmente empírico de la política terminan derivando, precisamente, alguna de las creencias más sólidamente establecidas entre los liberales, o entre algunos liberales, al menos. El liberal es, en general, escéptico sobre las posibilidades de la planificación y las soluciones centralizadas no por una aceptación de la realidad sin más, no por pereza intelectual sino, antes al contrario, por una firme creencia en la enorme complejidad de eso que se ha dado en llamar “la sociedad”. De hecho, no hay mejor aval de la libertad individual que la convicción de que nadie puede saber mejor que otro lo que a ese otro le conviene.

La “ortodoxia” liberal tiene mucho de paradójica porque, si algo hay de atractivo en el liberalismo es, precisamente, ese aire de no-doctrina que lo rodea. Su cariz de no-ideología. Su renuncia a una explicación total y, por tanto, su ausencia de respuesta a todas las preguntas. Es verdad que, por comparación con los que hablan con Dios o con su secretario general (el del partido, no el de Dios), podemos dar la impresión de andar un tanto despistados, pero así son las cosas. Tampoco es tan grave vivir en la contradicción, digo yo. Tan es así que, a menudo, al liberal hay que motejarlo de algo, darle un apellido, liberal-conservador, liberal de tendencia socialdemócrata... y hay que reconocer que, si uno pretende una correcta fijación de uno mismo o de otro en el espectro, el apellido hace falta porque lo de liberal, en sí, es muy lábil, parece no fijar casi nada.

Y es que, en efecto, usted cree en la libertad, la igualdad ante la ley y la propiedad, ¿y? ¿qué más? ¿Con tan pocos mimbres hace usted el cesto? El ansia de definición exige ir más lejos, parece. Una vez oí decir a un profesor, hablando de Ortega, que el liberalismo de nuestro filósofo era un “liberalismo tosco”. En realidad quería decir, supongo, que era un liberalismo con pocas notas a pie de página. Pero para aficionados a los razonamientos alambicados está Hegel o, en su defecto, los libros de aperturas del ajedrez. La vida es otra cosa.

martes, agosto 23, 2005

¿POR QUÉ UNAS TONTERÍAS SÍ Y OTRAS NO?

Es curioso, muy curioso ver cómo la penúltima gracia de ERC, la famosa propuesta de extensión de la cooficialidad de todas las lenguas españolas a la totalidad del territorio nacional es interpretada bien como eso, una gracia, bien en clave maquiavélica, como una propuesta gestual, presentada para buscar su rechazo, para escenificar lo que sea, qué sé yo, tacticismo, vamos.

Lo más probable es que, en efecto, la propuesta sea rechazada. Es lo normal, porque no tiene mucho sentido, más bien no tiene ningún sentido, y lo dice hasta Josu Erkoreka –por cierto, la templaza del PNV a este respecto me trae el malicioso recuerdo de aquello que decía don Sabino de que si los maketos aprendieran euskera, los vascos (vizcaínos, para el señor Arana, que los otros son adláteres) tendrían que cambiar de lengua y es que siempre ha habido mucha diferencia entre unos y otros-, pero es que hace mucho tiempo que en este país están pasando cosas muy poquito normales. Quiero decir que nada tendría de particular que esta idea, como cualquier delirio, fuese seriamente tomada en consideración y sopesada con todo cuidado.

Me sorprende que, en plena revolución zapaterista, haya quienes todavía piensan e interpretan la política casi exclusivamente en clave tradicional. En primer lugar, cabe recordar que, según quién las diga, las cosas toman diferente valor y, en este sentido, la citada propuesta, en boca de Carod no significa lo mismo que si la presenta Rubalcaba. Es cierto que la propuesta está fuera del mundo, es absurda, pero es que cabe recordar que si más de uno tuviera que expurgar sus propuestas y programas de irrealidades, absurdeces, tonterías... se quedaba en los estatutos con las reglas de votación y poco más. Carod no es un político al uso, como ERC no es un partido al uso. Ni Carod es Pujol ni ERC es CiU, y de eso conviene darse cuenta.

Por otra parte, tampoco Carod ha dicho nada que quepa considerar excesivamente fuera de onda en actual panorama de la política catalana. Al fin y al cabo, al propio Maragall se le han oído cosas similares, incluso esta misma –sí, sí, Maragall también estaba por la labor de que las lenguas autonómicas fuesen elevadas, siquiera parcialmente, al rango de cooficiales en toda España- e incluso peores, como aquella de la Francofonía. Comprendo que resulta aterrador pensar que cierta gente habla en serio cuando abre la boca, pero creo que los que se consuelan pensando que, al fin y al cabo, la política es un juego de medias palabras y medias verdades incurren en un error grave y, sobre todo, peligroso. Todavía hay quien va diciendo por ahí, por ejemplo, que la secesión de Cataluña y el País Vasco no se producirá “porque, en el fondo, no interesa y porque son muy listos”. Me imagino que la proporción de listos y tontos será la misma en esas zonas que en el resto del planeta, pero me pasma completamente la ingenuidad del personal, el que todavía se pueda creer que un resultado no ocurrirá por el mero hecho de ser irracional, o perjudicial para la mayoría. Mucho me temo que la historia no avala para nada esa tesis.

Cabe precisar, por último, que también Madrid es una caja de sorpresas –condición necesaria para que la política española se convierta en un auténtico circo donde siempre hay un “más difícil todavía”-. Esta vez, alguien ha contestado que no, pero perfectamente podrían haber contestado que sí. Es un efecto del talante y el estado chachi ¿O acaso el gobierno de esta Nación que ahora pretende negar la cooficialidad en su territorio y que dispone de una lengua común (no como los suizos o los belgas) no es el mismo que pretendía que la Unión Europea corriera con el coste de traducir su derecho ? ¿No es este país el mismo en el que se han vivido esos esperpénticos debates en el senado, en el hubo que poner traductores simultáneos para que unos señores que hablan todos español pudieran dirigirse unos a otros en sus lenguas propias? Dada la concepción de la política y el diálogo que anima a nuestro presidente, es lógico que el personal aproveche la ocasión. No hay parida que, por el mero hecho de serlo, haya de ser preterida y marginada. Los representantes del PSOE han dado en la clave: la propuesta es “inviable”, eso es, es económicamente inviable, porque sale muy caro enseñar catalán y euskera a los funcionarios municipales de Albacete, pongamos por caso, pero esos mismos representantes, y los del PP, están intentando ponerse de acuerdo para ver cómo introducir las lenguas locales en el Reglamento del Congreso. Obsérvese que la diferencia entre ambas imbecilidades es, simplemente, de grado, pero no material. Esa es la clave del nihilismo zapaterista, que no hay ningún tipo de mínimos de seriedad fijados a priori. Se hacen tonterías hasta que el cuerpo y el presupuesto aguanten. Es más, ¿por qué habría de haberlos? Si el lendakari ha podido venir, cual jefe de estado, a presentar una propuesta de ley manifiestamente inconstitucional, ¿no merecen otras propuestas que, en sí, por lo menos, no son ilegales, cuando menos la misma consideración (ser discutidas, digo)?

Y es que no nos damos cuenta pero, en un país en el que la conformidad con la ley y la Constitución parece ser ya no un mínimo indispensable sino un atributo discutible de las propuestas –recordemos que Carod nos ofrecía graciosamente un estatuto conforme con la Constitución-, ¿cabe seriamente exigir que, además, estás se compadezcan con el sentido común? En qué quedamos, ¿es la legalidad la condición única de la posibilidad o se exige algo más? ¿y si se exige, a quién se le exige? ¿o es que las paridas de Carod en boca de Maragall se transmutan en reflexiones de fino estadista?

Insisto, esto es el talante, esto es la falta de dogmatismo y la ausencia de absolutos. Esto es zapaterismo en estado puro. Y es que una vez que el absurdo se enseñorea del panorama, resulta incluso más ilógico buscarle límites.

lunes, agosto 22, 2005

NO ES UNA ANÉCDOTA

No es que Pedro Jota sea santo de mi completa devoción, aunque no tenga más remedio que reconocer que su diario ha desempeñado y desempeña un papel imprescindible en nuestra democracia, y es verdad que el profundo patetismo de ciertos elementos de ERC, su ridiculez supina, hace que sus conductas inviten no tanto a la indignación como a la ironía, si no a la carcajada abierta.

Pero nada de esto debe llevarnos a la confusión. Aunque pudiéramos consolarnos pensando que fuera perpetrada por una colección de tarados encabezada por un enano mental, la entrada ilícita en la piscina del director de El Mundo es algo gravísimo, a lo que no se puede quitar hierro en ningún caso. Y la actitud tolerante del socialismo anticipa lo que puede ser un escándalo de considerables proporciones –siempre que algún juez rumboso tenga a bien cuando menos procesar a esos elementos por lo que tiene toda la pinta de delito flagrante- si el Congreso de los Diputados deniega el suplicatorio correspondiente.

El espantoso aire de normalidad con el que se toman en España conductas completamente inaceptables en cualquier estado de derecho es un signo evidente no de deterioro de la democracia, sino de que la democracia real jamás caló a fondo en el cuerpo político de este país. Sé que la afirmación es muy dura, pero dura es la realidad de que nos hayamos hecho a convivir con el esperpento. Los españoles parecen tolerantes con el abuso de poder y la perversión de las instituciones. En un país donde nadie se escandaliza cuando el presidente del gobierno afirma que “habrá que buscar una solución” a una sentencia incómoda para el mandamás de turno puede, sencillamente, pasar de todo. Todo es posible, esa es la cuestión.

Nuestros constitucionalistas más responsables han cuestionado muy seriamente la institución de la inmunidad parlamentaria en los términos en los que se encuentra en nuestro Texto Fundamental, y es aún discutido cuál es su alcance. Lo cierto es que semejante privilegio –como el similar de la plena irresponsabilidad real-, auténtico resquicio decimonónico, sólo es aceptable en tanto la costumbre constitucional correlativa lo haga compatible con lo que debería ser la ética social y el sentido del orden público en un país civilizado, es decir, la Cámara correspondiente debe conceder siempre el suplicatorio, salvo en los muy contados casos en los que se pueda presuponer intencionalidad política por parte del sujeto requirente.

¿Es cabal que, convencido de la licitud de su conducta, esgrima uno las pruebas de su inmunidad antes de que nadie se las pida? ¿Salen ustedes a bañarse pertrechados de licencias administrativas o con el DNI en la boca? Porque una de dos, o el lugar al que nos acercamos es público y nadie tiene derecho a cortarnos el paso, o alguien tiene, en efecto, derecho a cortarnos el paso y el lugar no es público o, siéndolo, hay alguna razón para que dicho paso esté restringido. Y si la restricción al paso es ilegítima, lo procedente es denunciarlo ante la autoridad administrativa o judicial correspondiente. Para nada de lo anterior se precisa el carnet de parlamentario.

Insisto, son patéticos, mueven a risa y escarnecen con su estupidez las ideas que dicen defender, que en sí mismas pueden ser dignas, aceptables y perfectamente legítimas y a la gente que les vota. Pero salvo que la imbecilidad sea de grado inhabilitante, no exime de responsabilidad, y no por ridícula la conducta es menos grave. Lo que ha ocurrido es gravísimo, y no cabe duda de que es previsible que conductas parecidas se reproduzcan, porque cuando se le coge gusto al matonismo, es difícil dejarlo.

Sencillamente, no podemos cansarnos de denunciarlo ni podemos acostumbrarnos.

sábado, agosto 20, 2005

LA "MEMORIA HISTÓRICA"

Tengo entendido que el nuevo gobierno gallego también ha adoptado medidas para la “recuperación de la memoria histórica”. Estamos ya, sin duda, ante un nuevo proceso de acuñación y puesta en circulación del enésimo tópico progresista o, si se prefiere ante un nuevo proceso de manipulación del lenguaje. Una vez más, se toman dos términos en sí mismos neutros y dignísimos y se enmierdan hasta la saciedad para prostituirlos como se prostituyeron “paz”, “democracia” o “diálogo” hasta el punto de que ya salen impunemente de las sucias bocazas de la gente más execrable. Oír a Otegi hablar de “paz” (de “proceso” de paz, para que no falte el tufo planificador-totalitario) es como oír a Hitler hablar de “concordia” o así. Y la culpa no es suya, esta vez, la culpa es de los que devalúan los términos.

Creo que fue Miquel Porta Perales el que escribió, no hace mucho, que la “memoria histórica” es la misma antítesis de la historia, en tanto que conocimiento científico del pasado. Lo último que quieren los de la “memoria histórica” es, precisamente, saber. No, al menos, para saciar sed alguna de conocimiento. Frente a la objetividad (o la aspiración de objetividad, para ser más exactos) del historiador, la parcialidad más absoluta, frente al ánimo de continua revisión, la necesidad de “fijar los hechos y los responsables”, frente al libro y al estudio documentado, el panfleto, el debate televisivo de medio pelo y la película sesgada.

Y tampoco es cuestión, evidentemente, de aliviar ningún sufrimiento real. No niego, por su puesto, el legítimo derecho de los que padecieron a paliar ese padecimiento, en la medida de lo posible, a través de cuantos datos puedan ayudar. Derecho que, por cierto, asiste a todos, de un lado y de otro. Pero estoy absolutamente convencido de que a los de la “memoria histórica” les importa un comino la gente, sus sentimientos y sus sufrimientos. Una vez más, los más nobles sentimientos de a gente, usados descaradamente como triunfo de jugadores de ventaja dispuestos, incluso, a hollar terrenos que ni siquiera sus predecesores se atrevieron a pisar. Hasta los tahúres tienen sus mínimos éticos.

Es fácil conjeturar el por qué de esto o, más bien, el por qué ahora. Y es ridículo aludir a las heridas no restañadas del nieto del capitán Lozano. Se trata de seguir alimentando la hipótesis de la superioridad moral. Los medios “normales” ya no bastan. Es cada vez más difícil que la gente entienda, a las claras, quiénes son los buenos y quiénes los malos con meras alusiones a los “descamisados”. El espantajo de “la derecha” es un dóberman cada vez más desdentado. La herencia del general, pese a que ha sido administrada con toda la sabiduría del mundo, no alcanza ya para justificar, por sí sola, todo lo que es necesario justificar Es preciso, pues, reavivar fuegos que, por sí, tienden a apagarse. Todo menos la igualdad de armas, aunque sea preciso, para ello, sacar a pasear todos los fantasmas.

Pero es que, además, y he aquí otra justificación, la ciencia histórica hace sus progresos. Se tilda a Pío Moa de “revisionista”, pero no se niegan las evidencias, porque ahí están –por otra parte, nadie tuvo nunca interés en negar nada, porque no hay ninguna mala conciencia de nada-. Pero no es sólo Moa. Hay más gente, mucha más gente. Muchas más fuentes, de izquierdas y de derechas, accesibles, en todas las librerías permiten hoy, como nunca, a quien quiera, disponer de un conocimiento suficiente, cabal y documentado. Por si no bastara el ingente trabajo de las magníficas escuelas de hispanistas extranjeros, también los historiadores españoles hacen sus aportaciones. Ya no hay escasez alguna de medios para saber qué pasó. Antes al contrario, es prácticamente imposible abarcar ni siquiera una mínima parte de todo lo que hay escrito sobre la historia contemporánea española.

Al contrario que el historiador, que busca una comprensión cabal del fenómeno, el de la “memoria histórica” busca siempre datos lo más aislados, lo más parciales posibles. Si algo no interesa a los de la “memoria histórica” es, precisamente, tirar por elevación. Y es que en cuanto nos alejamos tres pasos de la tapia del cementerio, la perspectiva cambia... porque enseguida nos toparemos con otra tapia, de otro cementerio. Y si contamos todos los cementerios, nos encontramos con una catástrofe de dimensiones bíblicas, con responsabilidades múltiples, antecedentes y consecuentes políticos complejos.

Los de la “memoria histórica” insisten en que nos fijemos en los árboles... ahora que empezábamos a entrever el bosque.

viernes, agosto 19, 2005

¿VAN A POR PEDRO JOTA?

El Mundo editorializa hoy, de forma llamativa, denunciando un supuesto acoso al periódico en la persona de su director. A la hazaña del Pepito Piscinas de ERC viene a añadirse la presión que Ramírez estaría recibiendo de los juzgados para entregar ciertos papeles relacionados con el 11M. Ítem más, el diario denuncia que la acción judicial está teledirigida desde la Fiscalía General del Estado.

¿La ha tomado el social-nacionalismo con los chicos de la calle Pradillo? Es sabido que a la alegre muchachada progresista lo del pluralismo no le gusta nada, y tampoco le agrada la existencia de medios no adictos, así que algo puede haber. Es cierto que Pedro J. es un personaje polémico y que sus corbatas son, por sí, motivo para procesarle, pero no cabe la menor duda de que el diario que dirige ha prestado servicios impagables a esta tibia democracia, lo que casi es sinónimo de que ha sido un auténtico grano en salva sea la parte de cierta gente. Pero algo habían cambiado las cosas, ¿o no?

Lo del episodio matonil de la piscina puede explicarse sin recurso al acoso. Precisamente, el hecho de que estén involucrados los buscabroncas de ERC quita hierro al asunto. Supongamos que ustedes y yo, tras perder la chaveta, fundamos una célula marxista-castrista-ecologista reivindicativa de lo que sea (la incorporación de Extremadura a la Francofonía, por ejemplo). Una vez obtenidas las oportunas subvenciones, si queremos notoriedad, se nos podría ocurrir allanar la morada de alguien. Desde luego, si ese alguien es el director de un periódico nacional, nos aseguramos cierto eco mediático, pero nos arriesgamos a que la Guardia Civil haga su trabajo. Nada mejor, pues, que hacerse acompañar de un tipo pertrechado de inmunidad parlamentaria (inciso: que no alcanza a los casos de flagrante delito, por cierto...). No es fácil, sin embargo, encontrar un diputado que no sea de Batasuna –estos tienen amigos muy indeseables y de los que es difícil desprenderse después- que esté dispuesto a violar la ley, sin más. Con toda probabilidad, y toda vez que Labordeta y compañía no pasarían de dar la murga junto a la verja, la solución óptima es gente con las luces de los diputados nacionales de ERC. ¿Ven cómo existe una explicación verosímil sin recurso a conspiraciones? Lástima que Tardá no estuviera de servicio ese día, porque al espectáculo se hubieran añadido, sin duda, algunas declaraciones de antología. Y es que estas cosas deben terminarse siempre con manifiesto.

Lo dicho no debería permitir, no obstante, que Pedro Jota duerma tranquilo. No sé si su nuevo rifirrafe con la Justicia está o no justificado –quiero suponer que el juez tendrá sus razones y, si no las tiene, que habrá quien enmiende el yerro-, pero el redescubierto centrismo y el juego de equilibrios que viene practicando el diario no han de servirle para expiar sus pecados, eso seguro. La izquierda es muy, muy rencorosa, y él y su equipo han acumulado muchos méritos. Es verdad que nuestro hombre abandonó la nave pepera a tiempo y que ha dado a ZP un holgado margen de maniobra... pero Roma no paga traidores, y si no que se lo digan al propio Aznar, a la vista del resultado que le dieron sus componendas con Polanco.

No, no creo que el Pepito Piscinas de ERC sea mucho más que una anécdota, pero que se la tienen jurada, eso seguro.

jueves, agosto 18, 2005

A PROPÓSITO DEL DEPORTE

Por lo que se ve, los últimos mundiales de atletismo no nos han ido todo lo bien que se preveía. Y tampoco parece que otros países europeos hayan corrido mucha mejor suerte. Yo no entiendo nada del tema, pero dicen que una de las razones de nuestro fracaso es la gran cantidad de africanos que, acogidos a pabellón de conveniencia, pululan en las pruebas en las que España era, y es, una potencia, es decir, el medio fondo y el fondo (inciso: igualito que en el fútbol). Se demuestra, en suma, que la prueba de la superioridad de la raza blanca exige como precondición que la negra no participe y que España sigue, como antaño, muy vinculada a pruebas no demasiado exigentes desde el punto de vista técnico y que no requieren una infraestructura muy importante – unas buenas zapatillas, si acaso, y a sufrir, a sufrir mucho, el modelo Bahamontes, vamos.

Lo que sí sé es que, al hilo de los malos resultados, se han desatado algunas polémicas bastante chuscas entre varios atletas y el mandamás federativo, el señor Odriozola (que, por cierto, manda en eso del atletismo desde que hay tele en España, o eso me parece a mí). No sé si el cruce de acusaciones y réplicas está justificado, pero es muy poco edificante, la verdad.

Todo lo dicho me sirve de introducción a la tesis que quería sostener, de la que muchos de ustedes discreparán sinceramente, y que contradice una buena retahíla de tópicos: a mi, el deporte, no me gusta nada, y no creo ni que tenga los valores que se dice que tiene ni que desempeñe el positivo papel social que dicen que desempeña. Me refiero, claro, al deporte profesional, no al ejercicio físico gratuito (que esa es la acepción estricta de deporte, lo que se hace sin razón alguna) que está muy bien y es muy recomendable, siempre que no se contamine de los supuestos “valores” de la alta competición. Eso no significa, claro, que, de cuando en cuando, uno no disfrute del espectáculo –porque de eso se trata- pero me carga bastante toda la liturgia que hay alrededor. Me carga la mitología generada en torno al deporte, me carga, en suma, el deporte made in Samaranch.

En primer lugar, lo que se denomina habitualmente deporte, o lo que sale por la tele en la sección correspondiente es cualquier cosa... excepto deporte. Nada tiene de actividad lúdica y carente de todo fin utilitario, que es lo propio del deporte propiamente dicho. Lo que consume veinte minutos de cada telediario de media hora es, en realidad, un espectáculo de masas. Parece que no hay problema para endosarle al fútbol esa etiqueta, y casi nadie discute hoy que lo de los 22 y la pelota tiene poco de juego, pero no veo, realmente, qué diferencia hay entre eso y el baloncesto, el golf, el ciclismo o el atletismo. Que le gusta a menos gente, esa es la única diferencia.

En segundo lugar, lo que sale por la tele es de todo menos sano. Dejando aparte la monumental hipocresía del asunto del dopaje –porque el amor a la patria y los colores, solos, no llevan al Tourmalet, el Puy de Dome, la Croix de Fer y Alpe d’Huez en cuatro días- la sobreutilización del cuerpo en semejante modo no parece muy dentro de los planes de la naturaleza. Eso por no hablar de la carga de lesiones, y demás.

Por último, aunque no menos importante, el deporte es terreno abonado para la demagogia más absoluta. Nada mejor para concitar los sentimientos más viscerales y el nacionalismo más estúpido que un partido de cualquier cosa con el país vecino. Comprendo que excita mucho más las pasiones ver a “uno de los nuestros” pasar por encima de todos los demás que leer a nuestras glorias literarias, pero no creo que, más allá de ciertos límites que, sin duda, se rebasan en las grandes competencias, sea sano.

Por otra parte, como interesa a tanta gente, el deporte se torna, inevitablemente, “social” y se contamina claramente del carácter de “lo público”. En palabras llanas, que hay que financiarlo. Y con el dinero público, con las federaciones, con los asuntos de unos pagados por otros llegan, como suele ser habitual, la corrupción y los malos modos.

Los juegos son los juegos, y los negocios los negocios. Conviene no mezclarlos, porque, si no, la cosa se presta a confusiones. Nadie en su sano juicio considera, por ejemplo, el baloncesto americano un deporte. Y por eso, las reglas están claras. ¿Tienes dinero?, te compras un equipo, y ya está. Bienvenido a la NBA.

En esto, como en todo, nosotros preferimos el “modelo europeo” que consiste en que, cuando el club (de fútbol, de baloncesto o de lo que sea) gana, es de sus socios, pero cuando pierde, es el honor del barrio, de la ciudad, del país el que está en juego. Y se debe, por tanto, realizar la oportuna operación de salvamento.

Y es que los que abogan por apoyar “nuestro atletismo” (como “nuestro cine”) quizá debieran pensar en apoyar también a “nuestros abogados” o “nuestros representantes comerciales”. Al fin y al cabo, son profesiones, ¿no?

miércoles, agosto 17, 2005

HONRAR LA PALABRA DADA

He de reconocer que ayer, por una vez, una alocución de Rodríguez Zapatero me pareció relativamente a la altura de las circunstancias. No sólo porque en estas coyunturas uno tiende a dejar que la persona se diluya y quiere ver, nada más, al personaje –al Presidente del Gobierno, tenga la cara que tenga- sino porque fue capaz de eludir algunos tópicos al uso. No acudió a la manida idea de “la paz” y al disfraz de ONG para justificar la labor del ejército, sino que parecía entendérsele que esa labor es valiosa por sí misma, que se justifica en los ideales que protege. Que el habitual adalid de la fruslería, la inconsistencia y la frase hecha sea capaz de apreciar, al menos de palabra, lo que de valioso hay en honrar un juramento hasta las últimas consecuencias merece ser señalado.

Como merece ser también señalado que fuese capaz de admitir que los hombres y mujeres de las Fuerzas Armadas viven y mueren en defensa de España y los ideales que –al menos eso dice el preámbulo de nuestra Constitución- inspiran nuestro estado de derecho. Defienden la paz y la libertad de los demás, sí, pero no lo hacen en términos abstractos, sino en nombre y representación de su Patria, a la que sirven, sea para defender su territorio, sean sus compromisos internacionales, sea su honor y buen nombre. Su mérito es incuestionable siempre, y más en el país y el tiempo que les ha tocado vivir.

Ayer emitieron por televisión una entrevista que conservaban con uno de los jóvenes fallecidos, concretamente a un teniente de la base de Pontevedra, hecha antes de partir hacia Afganistán. Como suele ser habitual, el militar hablaba de su compromiso como una verdadera vocación. Más allá de la gran emotividad, me pareció especialmente valioso.

Especialmente valioso por cuanto, al expresarse de ese modo, se colocaba en las antípodas de la inmensa mayoría de los jóvenes de su edad. Es decir, iba a contracorriente, contra la opinión generalizada. A diferencia de lo que sucedió en otros tiempos, el militar vive por y para unos valores que la sociedad ignora cuando no desprecia. Hay quien se empeña en ver, como siempre, la falta de candidatos a soldados y marineros como un problema de sueldo (que lo hay, sin duda). ¿Es que alguien puede, cabalmente, pretender que va a haber colas para apuntarse a una forma de vida que, amén de dura, se ha enseñado a minusvalorar como absurda, cuando no escasamente moral?

Especialmente valioso por cuanto en España, cada vez menos, afortunadamente, la condición de militar parece condenar al semianonimato. Ha contribuido a esto, notablemente, el que no se pueda vestir el uniforme en la calle (gracias, en buena medida, a nuestros gudaris particulares, que en cada uniformado han visto siempre un objetivo para procurar la libertad de Euskadi), como sucede en casi todas partes. El militar, encerrado, acuartelado y, para relacionarse con los demás, obligado a soslayar su condición. O, si se prefiere, para hacer la aceptable, la condición de militar convertida exclusivamente en profesión, en oficio (en este sentido, si el cirujano no sale a la calle con el atuendo de operar, ¿por qué habría de vestir el militar sus ropas de faena?,... pues porque no es igual, pese a quien pese).

No es verdad que en España se esté dando una aceptación plena, normal, de la institución, cuando menos en ambientes oficiales. Prueba de ello es el empeño permanente en presentar a las Fuerzas Armadas como una suerte de segunda Cruz Roja. Incluso se llega a ocultar a la opinión pública el hecho de que nuestros militares, en sus destinos internacionales, combaten, sea en su propia defensa, sea porque lo exigen las condiciones de sus misiones (¿o es que alguien cree que cuando un tipo se acerca a otro con nada amigables intenciones se conmina a ambos a “un diálogo sin exclusiones” o, en el colmo de la fuerza, se le amenaza con una comisión de investigación?).

Todos los discursos que exaltan los valores de la institución militar suenan huecos, pasados de moda, lo que no deja de ser curioso en un país donde la cursilería es moneda de curso común. Un homenaje a la bandera es ridículo (cuando no ofensivo para algún comemierdas que, se conoce, puede atragantarse) pero un “bautizo civil” es la leche de progresista, moderno y, por tanto, respetable.

En fin, como ayer dijo el Presidente del Gobierno: honraron su juramento. No se puede decir nada mejor. Que todos los civiles merezcamos el mismo epitafio.

martes, agosto 16, 2005

ALIANZAS: NI SON EL PROBLEMA NI SERÁN LA SOLUCIÓN

La calorina de agosto tiende a convertir a los analistas políticos en pitonisos, porque buena parte de las reseñas políticas del verano, concluido el curso, consisten en aventurar las claves del siguiente. Suele ser en estas fechas cuando se pronostican los “otoños calientes”, ya se sabe. Lo cierto es que, por lo que se lee, se ve y se oye, no parece que nos espere nada halagüeño. Cambios es casi seguro que los habrá, pero no está nada claro que vayan a ser positivos desde el punto de vista del interés general mayoritario de los españoles, de un tiempo a esta parte sistemáticamente preterido.

De nuevo, el zafarrancho se lanza desde Barcelona, donde se evidencia que el indeseable debate estatutario, estúpido donde los haya, se enseñorea definitivamente del mapa político nacional, porque dicta nada menos que las alianzas. Cabe señalar que, en este punto, asistimos a un nuevo episodio de política socialista: el “problema territorial” tiene un origen fundamentalmente catalán y muy ligado a cuestiones internas del PSOE. Pues bien, tiempo habrá de ver cómo se las ingenian algunos para que ese problema pierda su origen para transformarse en el último episodio de un problema multisecular sin resolver. Atentos a esto, porque será la gran mentira del futuro. Demasiado acostumbrados estamos a que los orígenes verdaderos de los problemas se diluyan, y e verá cómo esta gracia de Maragall terminará convertida en una suerte de maldición divina, y si no, al tiempo (ni que decir tiene que el problema, además, no va a tener solución porque la derecha no va a querer resolverlo, claro). La doctrina de la responsabilidad nula volverá a operar, seguro.

El estatut podrá fracasar, y ello tendrá sus repercusiones coyunturales, en política catalana y en política nacional, pero se ha hecho inevitable que lo que ha sido el eje de la legislatura sea el eje de la siguiente. Además, en torno a la cuestión se han alterado de forma necesaria algunas posiciones como la de CiU, necesariamente radicalizada. De este modo, el genio político de Maragall ha conseguido, además de introducir un factor de tensión permanente, eliminar o condicionar posibles elementos, tradicionalmente positivos y de ayuda a la gobernación del estado. Jugada maestra, vamos.

Hay quien dice que el esperpento que ha supuesto el protagonismo de ERC puede tocar a su fin. Por eso, el PSOE anda ya buscando fórmulas para recomponer su política de alianzas, a través de conversaciones con CiU y, sobre todo, con el PNV. No conviene engañarse al respecto. Si la gente de Carod pierde protagonismo, bajará el nivel de estridencia, sin duda, lo que es positivo. Lo deseable es, desde luego, que las próximas elecciones catalanas devuelvan a ERC al terreno del que nunca debió salir, que es el de la anécdota, pero tampoco eso va a tener, de por sí efectos balsámicos (de nuevo, hay quien se empeña en ignorar que el protagonismo y la responsabilidad principales en todo lo que sucede corresponden a Maragall y al PSC).

Como ya he apuntado, CiU no está, hoy por hoy, en las mismas condiciones tradicionales para apoyar gobiernos en Madrid. La puja al alza de Maragall en el campo nacionalista ha obligado a la coalición a doblar apuestas, y no parece que las alas más moderadas vayan a gozar de preeminencia, si es que el objetivo primordial ha de seguir siendo volver a gobernar en Cataluña lo que, probablemente, pase por una potencial alianza con ERC y, por tanto, por un refuerzo del nacionalismo.

Lo del PNV es caso aparte, porque es una alianza buscada con relativa independencia de lo que pasa en Madrid. El PSOE busca desesperadamente hacer realidad práctica su juicio de que “en Euskadi están cambiando las cosas”, y no hay mejor plasmación de ello que una reedición del bipartito PSOE-PNV. El problema es que en Euskadi nada está cambiando y, en todo caso, si algo cambia es hacia el pasado, hacia la algarada callejera y el ballet Ertzaintza-manifestantes, cuya coreografía es archiconocida (manifestación prohibida, la Ertzaintza consiente durante media hora, la Ertzaintza carga... una vez que los manifestantes ya han conseguido todo el rédito político, la cosa acaba con destrozos y un número irrisorio de detenido... indignante pero, ¿novedoso?). Esto es, además de profundamente indecente, de lo más insensato. El PNV no está en condiciones de ser considerado socio viable en ningún lugar, y mucho menos en el Parlamento nacional, porque en absoluto ha abandonado su juego, ¿por qué habría de hacerlo ahora que cuenta, incluso, con diversas posibilidades de practicarlo, bien apoyándose en el resto del nacionalismo, bien en un PSE consentidor y ávido de alguna noticia que avale las tesis de Ferraz?

Es insensato pensar que un simple mutis de ERC servirá para cambiar las cosas, salvo que realmente se crea que el gobierno está haciendo de la necesidad virtud y, por tanto, su política es hija de las circunstancias. He dicho muchas veces que, en mi opinión, no es cierto que el PSOE esté gobernando como puede, sino que está gobernando como quiere (quizá, sí, muy a pesar de buena parte del propio partido, que no es monolítico ni todo de la misma opinión, claro). La mayoría de los problemas que padecemos, y destacadamente la “cuestión territorial” tienen origen en el propio PSOE, y la política de alianzas, aunque sirva de catalizador, no es el factor fundamental (además, claro, de que el resto del espectro político tampoco permanece estático ante las iniciativas gubernamentales).

La banda de Carod y el bañista, como el resto de los potenciales aliados, son parte del problema, pero nuestra principal desgracia no son ellos, sino un gobierno y (parte de) un gran partido que han perdido el norte. Son vanas todas las esperanzas de que enderece el rumbo, porque no creo que sea consciente de haberlo perdido.

lunes, agosto 15, 2005

TRÁFICO: HAY MÁS COSAS

Acaba de concluir el que pasa por ser el peor fin de semana del año para el tráfico por carretera. En opinión de algunos, en torno a la festividad de la Asunción, llega al paroxismo esa poco menos que incomprensible manía que nos posee a muchos españoles –destacadamente madrileños, por lo que se ve- en época estival, y que nos conduce, contra toda razón, a dirigirnos a las mismas playas, en lugar de distribuirnos armónicamente por el territorio. El caso es que, en espera de que “viajes Stalin” nos organice mejor la vida, ha pasado lo que todos los años y, previsiblemente, lo que volverá a pasar en años sucesivos, si la pedagogía de la DGT y el precio del carburante no lo remedian.

Pocas bromas, porque un buen número de personas se han dejado la vida en la carretera, también, este año. Pese a la demagogia que implica desconocer que esas cifras se producen en paralelo con un sustancial incremento del número de desplazamientos y, por tanto, a pesar de que la siniestralidad relativa está descendiendo, las cifras son, sencillamente, insoportables. Es un problema de primera magnitud.

Hay veces que, incuestionablemente, toda la responsabilidad está del lado del conductor y en la que no se puede discutir a Tráfico lo acertado de las recomendaciones. Conducir borracho o drogado, realizar maniobras antirreglamentarias con peligro manifiesto, emplear el automóvil como una especie de arma arrojadiza contra los demás... todos esos comportamientos merecen el calificativo de criminales y contra ellos no cabe más solución que la advertencia y, desde luego, la punición severa –no puede ser, desde luego, que la forma más barata de asesinar en este país sea a los mandos de un coche. Pero esto no lo explica todo. Es más, confío en que, salvados ciertos grupos –jóvenes en fines de semana, por ejemplo-, esos comportamientos no sean mayoritarios. Todos cometemos infracciones, qué duda cabe, pero no creo que pueda decirse que los conductores españoles se comportan, habitualmente, con desprecio manifiesto por la vida propia y ajena.

Pero hay más cosas, y cosas distintas de las que repite machaconamente la Dirección General de Tráfico (insisto en que no quiero quitar valor a la mayoría de sus mensajes y, desde luego, no por obvios deben ser menos atendidos). Los informes de los técnicos especializados del RACE, el RACC, las aseguradoras o las agrupaciones de automovilistas son muy ilustrativos y revelan muchos más datos. Según es lugar común, en el tráfico concurren tres elementos: coche, conductor y carretera. Los tres merecen análisis.

No creo que pueda reprocharse a la industria del automóvil poco esfuerzo en la parte que le toca. Las estadísticas acreditan que sólo en una pequeña parte de los accidentes, un fallo del vehículo es causa principal –y, a menudo, esos fallos obedecen a un deficiente mantenimiento-. Además, los fabricantes ofrecen a precios decrecientes en términos reales cada vez mejores coches en términos de seguridad pasiva. Insisto, quizá puedan hacer mas –e investigan para ello- pero hay poco que reprocharles, salvo por parte de quienes están, lisa y llanamente, a favor de que los automóviles no existan, que los hay, los hay.

En segundo lugar, el conductor. Las Autoridades intentan que mejore hábitos y acate los reglamentos. Bien. Pero muy pocas veces se intenta hacer una pedagogía positiva de la conducción. Conducir un coche es una actividad que se puede aprender y en la que se puede mejorar. ¿Cuántos españoles vuelven alguna vez a una escuela de conducción (como la del RACE, por ejemplo), tras años de experiencia –digo “vuelven” aunque la primera vez les prepararon para obtener una licencia, simplemente, como con toda sensatez advierten a menudo los buenos profesores de autoescuela? Les aseguro que la experiencia no puede ser más recomendable y más ilustrativa. Ser conscientes de lo que hacemos implica algo más que prestar atención. Un buen consejo por parte de la DGT sería... “si no le gusta conducir, no conduzca” (o conduzca cuando no tenga más remedio). No digo que todos tengamos que ser locos de la mecánica, pero tampoco es aceptable que tanta gente considere el coche un simple “medio para desplazarse”. Probablemente, esa educación vial escolar de la que tanto se habla podría ir por ahí, además de cumplir la nada desdeñable función de recordar que los semáforos deben cruzarse en verde.

El tercer factor es la carretera, lo que en nuestro sistema equivale a decir el estado. Y aquí, el mutismo es absoluto. Un “punto negro” parecen definirse como un lugar en que los automovilistas cambian, por razones incomprensibles, sus pautas de conducta o los autos, súbitamente, funcionan peor, porque nuestras autoridades parecen explicarlo todo, siempre, por la combinación de los dos factores que quedan. ¿La vía está bien por hipótesis?

En otro artículo ya critiqué el lamentable estado de nuestra red radial de autovías –me consta que ello es extensible también a autovías no radiales-. Nuestras tercermundistas (de hecho y de acuerdo con la ideología con la que fueron concebidas) vías de alta capacidad, sencillamente, no son homologables a una red de autopistas de nivel europeo. No tienen los mismos firmes, ni las mismas rasantes, ni los mismos radios de curva... Ni las mismas condiciones de seguridad pasiva. Es verdad, por otra parte, que la batalla contra los atascos, a la larga, está perdida, pero eso no obsta para que las cosas puedan paliarse, y algunas carreteras necesitan ampliaciones y mejoras.

Tampoco es imprescindible, por otra parte, que todas las carreteras del país se transformen en dobles vías (igual que una red de ferrocarriles decente tampoco implica que se pueda ir en AVE a comprar el pan). Algunos siempre hemos pensado que una buena solución para nuestro país era una red de autopistas de peaje complementada por una red decente de carreteras nacionales seguras, es decir, una solución análoga a la francesa o la italiana, y que es la que, entiendo, se está implantando en Portugal.

Un gobierno que no hace sus deberes a este respecto, sencillamente, no es creíble. No podrá uno tomarse del todo en serio las iniciativas mientras los luminosos sirvan para recordarnos lo mala que es la velocidad... pero no se empleen para avisarnos de que hay un atasco cerca.

domingo, agosto 14, 2005

UN PAÍS "SOCIOLÓGICAMENTE DE IZQUIERDAS"

En mi artículo de hace unos días sobre el desnivel que, a mi juicio, aún hoy, caracteriza al campo de juego entre la izquierda y la derecha en nuestro país, recurrí a una frase hecha que entiendo válida en líneas generales, la de que España es un país “sociológicamente de izquierdas”.

La frase ha sido relativamente común en voceros, precisamente, de la izquierda, y en boca de esos voceros viene a querer decir, en tono suave y hasta pseudocientífico, que el país es coto de las izquierdas y que, por ende, todo gobierno de la derecha está viciado, de origen, por un cierto divorcio de lo que sería la tendencia “natural” de los españoles. En otras palabras, es posible que, en determinadas coyunturas –necesidad de propinar un correctivo a sus representantes “lógicos”, por ejemplo- el pueblo español se deje dirigir por la derecha, pero será siempre de manera transitoria y, sobre todo, siempre a su pesar. En resumidas cuentas, es una forma elegante de afirmar que España es un coto.

No creo que la cosa esté tan clara ni, desde luego, que semejante fatalismo tenga unas bases del todo razonables, pero, de acuerdo con lo que exponía el otro día acerca de las desventajas de la derecha –idea que no es original mía, por supuesto- sí creo que ha existido y continúa existiendo lo que podríamos denominar una “facilidad de conexión” entre el electorado español y los partidos de izquierda, muy especialmente en su versión socialista (lo cual no significa, desde luego, que esa conexión sea natural, determinista, y tampoco que la izquierda no se haya aplicado bien a conservarla). Tampoco creo que sea muy arriesgado afirmar que semejante estado de cosas deriva de la dramática experiencia del franquismo.

La dictadura franquista supuso una total alteración en el sistema de valores de los españoles, que aún hoy perdura de manera indeseable. Intentaré exponerlo de manera breve. Toda sociedad, para subsistir, para poder convivir, necesita la cohesión de unos determinados valores, unas determinadas ideas que, en última instancia, justifiquen ciertas pautas de comportamiento (socialmente integradoras). A nadie se escapa que algunos de esos valores (lealtad y compromiso con los símbolos comunes, patriotismo, aprecio por el orden, aprecio por las tradiciones...) se adscriben tradicionalmente al campo de la derecha en tanto que otros (tolerancia, aprecio por el progreso, aceptación del cambio...) son más bien patrimonio de la izquierda. Por supuesto, ambas ideas son inexactas y representan estereotipos, pero puede entenderse como válido el que, en efecto, unos valores sobresalen más que otros en las propuestas de cada lado. Una combinación de ambos conjuntos es completamente imprescindible en una sociedad vertebrada, lo que equivale a afirmar que tanto izquierda como derecha (búsquense los sinónimos que se quiera) son necesarias.

Pues bien, es evidente, como decía, que los cuarenta años de franquismo supusieron que determinados valores –en sí mismos neutros y necesarios- resultaran “marcados” como indeseables, por su vinculación a un pasado que se consideraba odioso. Esto, unido a un alto grado de deformación de la historia, practicada desde fecha muy temprana en la democracia por ciertos sectores, implicó el establecimiento de una “sintonía natural” entre buena parte de la sociedad española y los que se arrogaron la representación de todo aquello que esa misma sociedad quería “llegar a ser”. Ideas como, por ejemplo, la de “modernidad” se convirtieron –y aún son- en auténticos leitmotivs, y esa modernidad se identificó automáticamente con la izquierda. Evidentemente, el desequilibrio que ello implica es altamente perjudicial, pero así son las cosas.

Ahora bien, y esto quizá sea más paradójico, el que la sociedad española quisiera dejar de parecer franquista no significaba que hubiera dejado de serlo. Porque la sociedad española era franquista hasta la misma médula, y cabe decir que no ha dejado de serlo totalmente. El “franquismo sociológico” era y es bastante más amplio de lo que se ha querido ver. Y aquí, de nuevo, la izquierda lleva las de ganar, porque se transita con bastante más facilidad del franquismo al socialismo que del franquismo al liberalismo (como acreditan, por cierto, señeros representantes de la progresía a título particular). La sociedad española estaba mucho más preparada para aceptar un discurso socialista que uno liberal, sencillamente por la fuerza de la costumbre y la concepción paternalista del estado.

Creo que este hecho no se ha estudiado de manera suficiente. El que Polanco heredara buena parte de la prensa del Movimiento tiene un valor algo más que simbólico. Los españoles tenían durante el franquismo una relación con el estado bastante parecida a la que se da todos los regímenes intervencionistas (más parecida, de hecho, a la de algunas “dictaduras blandas” del este que a la de los regímenes socialdemócratas, porque esos regímenes aunaban el intervensionismo con altos niveles de corrupción, o con la corrupción institucionalizada). La aceptación bastante generalizada de la corrupción felipista –de la vuelta del “no sabe usted con quien está hablando”, el trinconeo, la recomendación y el “no eres nadie si no conoces a quien hay que conocer”- es poco explicable sin ese claro carácter de déja vu que tenía. La proliferación de personajes dignos de la Escopeta Nacional obedece a que el medio que los creaba tampoco había cambiado tanto.

Mi tesis, pues, es que el socialismo ha proporcionado a los españoles un tránsito sin rupturas, sin más reformas que las imprescindibles (y, todo hay que decirlo, las que vienen forzadas por la propia evolución del país). Lo psicológicamente devastador hubiera sido que, de golpe y porrazo, todas las empresas públicas se hubiesen privatizado y, además, sus directivos hubieran sido contratados a través de entrevistas. Y es que una cosa es que los niños pijos de turno monten una movida subvencionada y otra, bien diferente, que una sociedad cambie de la noche a la mañana sus hábitos más arraigados. Se atribuye a Martín Villa (que muy bien podría haberla dicho) la famosa frase de “al amigo, hasta el ...., al enemigo por el... y al indiferente, la legislación vigente”. Pues bien, la historia de la democracia española puede ser descrita, en términos gráficos, como la progresiva ampliación del ámbito de los indiferentes, manteniendo la validez general del aserto (por lo demás válido en casi todas partes, en diferentes grados).

Por supuesto, nada de esto hubiera sido posible sin la aquiescencia de la derecha, que ha contribuido, y mucho, a que este estado de cosas no cambie. Pero este tema merece un análisis sosegado, que abordaremos en otra ocasión.

sábado, agosto 13, 2005

NINETTE Y UN SEÑOR DEL ATLETI

José Luis Garci ha puesto un excelente plantel de actores, muchos de ellos habituales en sus películas y, cómo no, los encantos de la Pataki –y su talento como actriz, que no merece, desde luego, ser ignorado, pese a que su tipazo sea capaz de llevárselo todo por delante- al servicio de un gran homenaje a uno de los mejores humoristas españoles de todos los tiempos: Miguel Mihura. Su “Ninette” es una muy solvente adaptación, con los necesarios cortes y saltos, de las famosas “Ninette y un señor de Murcia” y “Ninette, modas de París”. Como cada vez que un viejo título vuelve a las carteleras de los cines o de los teatros, se hace inevitable, inconscientemente, que asomen al recuerdo tantos y tantos actores entrañables, actores de oficio –algunos de los cuales aún están dando guerra, otros ya desaparecidos-, de forma que el homenaje al autor se vuelve, al tiempo, un homenaje a toda una profesión. Creo que el trabajo de Garci y su trouppe resistirá, sin duda, muchas comparaciones.

Los lectores de esta bitácora saben que no suele haber en ella crítica de cine (hasta ahí podíamos llegar) pero, de cuando en cuando, pasan cosas en la cartelera que merecen ser comentadas o que dan lugar a reflexiones. Últimamente, cada vez que Garci estrena hay oportunidad para ello. No cabe duda de que Garci, ese señor del atleti que sólo deja de hablar de cine, ocasionalmente, cuando hay tema futbolero –hace ya algún tiempo que comenta para ABC los grandes campeonatos de selecciones- es un director de personalidad muy definida. Gustará o no gustará, pero hay dos rasgos que me gustaría destacar:

En primer lugar, algo que puede parecer obvio, pero no lo es. A Garci le apasiona el cine. Le gusta a rabiar. Y por eso, cada vez que puede, que es casi siempre, le rinde tributo. Porque lo quiere, lo respeta. No se cree un genio. Y por eso respeta los diferentes roles que componen el mundo del cine: el guionista, el actor, el productor... no pretende asumirlos todos a la vez. Insisto, puede parecer obvio, pero no lo es. Es más, una mirada a nuestro cine puede permitir comprobar que la regla general es la contraria. Está podrido de “creadores de mundos”, capaces de hacerlo todo, desde escribir el guión de una historia hasta convertir en actriz a una tipa a la que no se la entiende cuando habla (no se me olvida la frase maliciosa de Manuel Aleixandre en la última obra en la que compartía tablas con Agustín González y José Luis López Vázquez –encarnan a tres actores jubilados a los que nadie llama ya-... “¿estaba rica, eh?”, “Siiiií, muy buena sí,... si se la hubiera entendido cuando hablaba, hasta hubiera podido ser actriz”. La frase iba a propósito de una joven compañera de reparto). El miserable nivel artístico y técnico de buena parte de las películas españolas se justifica en parte por eso, por la absoluta falta de respeto por el oficio propio y por el oficio de los demás. Es una extensión al cine, claro, de la falta total de cultura del esfuerzo. El talento es necesario, sí, pero no es condición suficiente. A Garci se le nota un cierto toque de humildad, del que pretende hacer películas dignas de una tradición a la que él pretende asomarse, no reinventar. La primera condición para llegar a ser Billy Wilder es querer parecerse a Billy Wilder. No es una mala aspiración para terminar siendo uno mismo.

La segunda cuestión que me gustaría comentar es que Garci parece haber encontrado una fórmula para mirar hacia atrás sin ira. Supongo que él es consciente de que eso le expulsa ipso facto de la ortodoxia progre y, por tanto, del “mundo del cine”. Él no podrá ya nunca ser un miembro de la comunidad.

En Ninette, y salvando las distancias, retoma el hilo de Tiovivo c. 1950 (película amarga donde las haya que algún imbécil ha llegado a tildar poco menos que de “revisionista”). En primer lugar, por atreverse a hacer, de entrada, un homenaje a Mihura, esto es, romper el dogma de que nada hubo en este país digno de atención entre 1936 y 1975, lo cual ya tiene delito. Pero es que, además, cuando Garci mira al oscuro Madrid de 1950 o a la pacata Murcia de 1959 lo hace con cierta ecuanimidad, sin odio, hasta con un cierto cariño. No cariño, desde luego, por las condiciones de vida o por el marco político –un cariño que no implica tolerancia- sino por la gente, por la España real de aquellos años, con mucho personaje de Mihura andando por la calle. Una gente que, qué le vamos a hacer, andaba muy afanada en el día a día y, por tanto, defraudaba continuamente las expectativas de las vanguardias. Como las defrauda hoy, me temo.

Los de la “memoria histórica” (alguien dijo no hace mucho que eso de la memoria histórica es la misma antítesis de la historia como ciencia) jamás podrán disfrutar de “Ninette” ni de la comicidad de personajes como sus padres –exiliados republicanos en París que, rodeados de la magia de la Ciudad Luz, lo que quieren es volver a su Asturias natal, y que se indignan cuando, en el consulado, les dicen que pueden regresar cuando quieran, vamos, que nadie les considera ningún peligro para el sistema-. Porque su “memoria” es necesariamente hemipléjica (ese “querer vivir tranquilo” tan característico de los años centrales del régimen, ¿se debía a que la gente no tenía conciencia política o, por el contrario, a que sí la tenía?, ¿había olvidado la gente su “memoria histórica” o, por el contrario, la tenía más que presente?), presta a dejar multitud de preguntas sin responder.

En conclusión: Garci ha hecho una película muy decente... que jamás le otorgará un Goya. Aunque creo que eso, a él, no le importa.

jueves, agosto 11, 2005

COMISIONES DE INVESTIGACIÓN

Las Cortes de Castilla-La Mancha han dado comienzo a lo que, con toda probabilidad, se convertirá en un episodio más de la triste historia de las comisiones de investigación parlamentarias en España, que vienen manejándose a caballo entre lo simplemente inútil y lo manifiestamente bochornoso.

Es indiferente que la comisión se dedique a investigar asuntos de gravedad y con trascendencia general, como la desdichada del 11M o puramente políticos, referidos al comportamiento de los propios miembros de la Cámara en cuestión, como fue el caso de la comisión del “caso Tamayo” (el de la “trama inmobiliaria”, ¿recuerdan?). Algo de positivo sí que tienen, sobre todo cuando, como ocurrió con la de Madrid, son televisadas. Permiten ver a las claras el ínfimo nivel intelectual de muchos diputados regionales, habitualmente silentes, y que parecen incapaces de expresarse siquiera en un español correcto. Si la política nacional no destaca por su categoría, la regional y local es un auténtico drama, esa es la verdad, y algún día habrá que reflexionar sobre por qué sucede eso.

El contraste con la comisión del 11S en Estados Unidos, el extracto de cuyas conclusiones se convirtió en un éxito de ventas, traducidas a varios idiomas, y que incluía algunas recomendaciones de carácter positivo e indudable trascendencia, es manifiesto. ¿Por qué no funcionan, en España, las comisiones de investigación?, ¿por qué no sirve para nada ese mecanismo que está planteado como una fórmula indispensable de transparencia? ¿por qué terminan, invariablemente, convertidas en un diálogo de sordos? En mi opinión, hay varias razones para ello, más allá de la mera incompetencia y mala fe de las personas que, sin duda, desempeña un importante papel. Y la más importante de estas razones tiene carácter estructural.

Las comisiones de investigación no funcionan en nuestro país porque son incompatibles con la naturaleza que, ahora mismo, tiene la institución parlamentaria. Parece condición sine qua non para que se desarrolle una investigación de cualquier naturaleza un cierto distanciamiento entre el investigador y el objeto investigado. En caso contrario, parece claro que prejuicios, ideas preconcebidas y, sobre todo, intereses de parte, harán muy difícil llegar a conclusiones sensatas. El Parlamento sólo investiga asuntos con trascendencia política, por razones obvias y, por tanto, en última instancia, suele terminar “investigando” actuaciones del poder ejecutivo. El que se pueda salir con bien de ese trance requiere, como condiciones necesarias, por tanto, una efectiva separación de poderes y un alto grado de racionalidad en la actuación de los legisladores. Ninguna de las dos condiciones se cumple en el caso del parlamento español y, por consiguiente, tampoco se da el necesario distanciamiento. Si la comisión en cuestión termina concluyendo algo que no siendo conocido de antemano sea, además, útil, será de chiripa.

La separación de poderes, entre legislativo y ejecutivo, sencillamente, no existe en los sistemas parlamentarios. Bagehot decía que, en el sistema inglés, el gobierno (el gabinete) no era sino un comité de los Comunes –su comité ejecutivo-. Hoy en día, toda vez que las tornas se han invertido, puede decirse que la institución parlamentaria es un comité que el ejecutivo emplea para hacer leyes, por un lado, y que los partidos emplean para escenificar ciertos aspectos de la lucha política –no todos, desde luego, porque hoy la lucha política tiene muchos más frentes-. El compromiso de la mayoría con el gobierno que sustenta es total y, en la medida en que el principio de mayoría ha de trasladarse a todas las reuniones de parlamentarios –comisiones incluidas- el pretendido debate en busca de la verdad termina convirtiéndose en una especie de “juicio político” en el que unos intentan atacar al gobierno y otros lo protegen, exactamente igual que sucede en las votaciones del pleno y cabe decir que con resultado igual de previsible. ¿Es razonable prever que una mayoría a cuya existencia debe el gobierno su estabilidad, censure su actuación?... Nótese que el sistema americano, en el que la división de poderes es mucho más estricta, en el que sí existe una separación real entre el Presidente y la Legislatura, tiene muchas más posibilidades de éxito a este respecto.

Tampoco el debate parlamentario tiene ya mucho de racional. Las reglas de funcionamiento son simples y muy rígidas. Nadie convence a nadie en una discusión en el hemiciclo ni en las comisiones. Por lo mismo, nadie convence a nadie de que tal o cual conclusión es más correcta. Los parlamentarios hace ya mucho que no hablan para la bancada de enfrente, sino para la opinión pública, normalmente manipulando sus prejuicios y creencias.

Un último factor que, desde luego, influye, es el propio prestigio de las instituciones. Siendo la cámara de los Comunes una asamblea que funciona en muchos aspectos de modo similar al Congreso de los Diputados (obsérvese que, de nuevo, el Senado importa bien poco) es indudablemente más respetada por los partidos políticos y por la ciudadanía. Ello influye, sin duda, en el ánimo de comisionados y comparecientes. El grado de postración de nuestra institución parlamentaria hace complicado que los partidos políticos decidan soslayar su método habitual de trabajo sólo por no dañar aún más su prestigio.

En conclusión, yo no esperaría nada de la comisión de Toledo... y es que tampoco pienso que sea muy racional esperarlo.

miércoles, agosto 10, 2005

IZQUIERDA-DERECHA: EL DESEQUILIBRIO SE REDUCE, PERO PERSISTE

Vuelta a la tarea. Recién retomada la actividad bloggera, encuentro un inteligente comentario de P.R.A a mi post sobre el Prestige y Guadalajara que no me dio tiempo a contestar antes de la pausa –aprovecho, de paso, la ocasión, para agradecerle a P.R.A. la atención que presta a este blog, máxime cuando lo hace, habitualmente, con postura discrepante.

Decía yo en mi post que, a mi juicio, haría mal el PP en cebarse en las desgracias colectivas –sin que ello suponga renunciar a la crítica, claro- primero porque, objetivamente, no está bien y segundo porque, tácticamente, el PP no está en las mismas condiciones que el PSOE. Argumentaba que, en su oposición al PP, no es tanto que el PSOE fomentara un rechazo visceral a la derecha como que aprovechó que ese rechazo visceral existía, a priori, en amplios de sectores de su base social. Volviendo agudamente contra mí mis propias palabras, sin más que sustituir oportunamente las referencias nominativas, P.R.A pretende hacer ver que mis mismos comentarios serían de aplicación a la otra parte.

No voy a ser ni tan ingenuo ni tan intelectualmente indecente como para pretender que cuando Dios repartió sectarismo sólo un lado acudió a la llamada. Tampoco voy a negar que, en muchas ocasiones, la derecha opositora ha tenido sonadas salidas de tono y no ha contribuido en exceso a que nuestro país tenga algún día una dialéctica izquierda-derecha algo más normal. Pero tampoco estoy dispuesto a admitir, sin más, la tesis de P.R.A, por otra parte muy recurrente, en cuya virtud cuando gobierna la derecha el malo es el gobierno pero cuando gobierna la izquierda, los malos son “los políticos”, cuando no la propia oposición.

Pretender que la izquierda y la derecha se hallan en España confrontadas con igualdad de armas –conducente a la igualdad en el despropósito- es, creo, tan falaz como ese mantra peneuvista que insiste en que Euskadi es un “país normal” (ahora el que retoma esa matraca es el inefable Madrazo, que insiste en hablar de política “de izquierdas” y “de derechas” en aquella tierra). De hecho, la sorpresa, cuando no indignación, con la que muchos parecen descubrir que la derecha sociológica, intelectual y política existe en España y es relativamente fuerte avala esa tesis de la desigualdad aún no superada.

La izquierda ha gozado siempre, y continúa gozando en nuestro país, de una sensación de superlegitimidad, ganada en una transición marcada por una mala conciencia, que se traduce, de una parte, en el disfrute de una mayor tolerancia por parte de la opinión (si se prefiere, en la validez de esa afirmación que habla de España como país “sociológicamente de izquierdas” que yo comparto y sobre la que algún día, quizá, me gustaría volver) y en una sensación de seguridad, rayana en la altanería, por parte de los políticos de ese lado del espectro que en absoluto se corresponde con la solidez de sus ideas y sus programas. Esa superlegitimidad es un plus que disfruta la izquierda española con respecto a sus hermanas europeas, con las que, por lo demás, comparte las mismas carencias intelectuales y la misma desorientación.

Pero, además, pasando del plano de las ideas al de las realidades, es bastante evidente que el izquierdismo (socialista), ha conseguido crear una red muy importante de generación de opinión, muy bien alimentada, sobre todo en años en que la discrepancia era una heroicidad, con tres puntales, por orden de importancia: el conglomerado mediático de Prisa, el “mundo de la cultura” (que en este país, recuérdese, es casi sinónimo del cine) y la universidad. La derecha presenta carencias muy importantes en los tres aspectos: su capacidad mediática es menor, está virtualmente ausente del mundo “cultural” y su respaldo universitario es mucho menor en España que en otros países a los que pretendemos parecernos (mejor, a los que decimos que pretendemos parecernos) y a los que, por desgracia, no parecemos querer parecernos en nada.

El cómo ha sucedido esto último es un fenómeno digno de estudio y que tiene relaciones profundas con las carencias de la democracia española y el hecho de que la transición sociológica fue bastante deficiente (como ya he comentado alguna vez, parafraseando a Wilde, España es un país que ha pasado del atraso a la posmodernidad sin pasar por fases intermedias, y eso tiene sus efectos, claro). Todo ello sin minusvalorar, por supuesto, las “habilidades” de muchos elementos del socialismo español para moldear una sociedad bastante a su gusto –sobre todo, insisto, en los años de la hegemonía absoluta que algunos, erróneamente, creen que reviven por el solo hecho de que vuelvan a ostentar una mayoría en el Parlamento- y, cómo no, sin ignorar las monumentales carencias de una derecha que no sólo fue, y es, a juzgar por lo que se ve y se oye, incapaz de contrarrestar esas habilidades, sino que parece haberse especializado en dispararse en el pie cada vez que puede.

Es cierto, no obstante, que el tiempo y la experiencia están contribuyendo a nivelar la balanza, no tanto porque la derecha política se haya sacudido los complejos y la torpeza como porque la opinión traga cada vez menos ruedas de molino. Ya no basta, en general, motejar algo de “progresista” para que sea aceptado sin discusiones significativas. Los elementos más primarios del espectro izquierdista –normalmente talentos subvencionados- sencillamente, no se lo pueden creer, pero los más hábiles son perfectamente conscientes de ello. La política del gobierno zapatero de búsqueda de una confrontación en la que, se supone, la derecha ha de lucir su alma más conservadora no tiene, en el fondo, más fin que el de prolongar esa superlegitimidad, que el de mostrar que todos los valores entendidos de los últimos años siguen vigentes. Que esa estrategia no esté saliendo del todo bien muestra que los estereotipos son cada día más débiles, pero el mero hecho de que se intente avala, de nuevo, la tesis que sostengo: la relación izquierda-derecha en España está viciada, y el beneficiario de ese desequilibrio, perfectamente consciente de que este existe, hace lo posible por prolongarlo.

Por eso los medios de izquierda se pasan la vida no defendiendo al gobierno, sino juzgando a la oposición. Hay quien dice que, en un bipartidismo imperfecto, juego de suma cero, es casi lo mismo. Pero no es igual jugar a ganar que a no perder... ¿o es que es lo mismo ver jugar a Brasil que a Italia?