CRISIS DE LEGITIMIDAD
A medida que se han ido formando ayuntamientos y gobiernos autonómicos, ha ido sucediendo lo que se temía: el ganador de las elecciones –entendiendo por tal, convencionalmente, la mayoría minoritaria- se queda, en muchas ocasiones, con un palmo de narices, y ha de dar paso a alianzas de variado pelaje. Es verdad que el Partido Popular no tiene la exclusiva de los padecimientos, y ahí está López Aguilar, privado del sillón presidencial canario para dar fe de ello, pero sí es cierto que es víctima de los casos más sangrantes, por la cercanía de sus resultados a la mayoría absoluta y por lo extraño de las coaliciones que se forman para desbancarle.
Dicen nuestros políticos –sobre todo cuando se benefician de ello- que, en suma, todo esto es legal y, más aún, que el mandato de los electores consiste, precisamente, en que interpreten las tendencias e intenten dar con la solución más correcta, sin que ésta tenga por qué venir definida a priori. De un modo más práctico, también puede afirmarse que, en un sistema parlamentario, el gobierno debe proveerse del respaldo necesario y, por tanto, ha de salir investido quien esté en condiciones de alcanzarlo.
Si obviamos que, en ocasiones, el espectáculo es tan abochornante como sus justificaciones -esas apelaciones a “voluntades de cambio” que el pueblo expresa de modo tan extraño: concediendo amplísimas mayorías a los que ya estaban, por ejemplo- no cabe duda de que el aserto es formalmente cierto. Votamos cuerpos asamblearios, parlamentos y corporaciones. La constitución de los ejecutivos es tarea que ya compete a los electos.
Pero no cabe parapetarse tras la letra del régimen electoral para ignorar que, si el sistema parlamentario se halla ya en crisis, cuando, además, deviene consociativo, es fácil que se abra una grieta de considerables proporciones en la legitimidad. Al fin y al cabo, guste o no, hay una realidad palmaria: el Ejecutivo ha desbancado, y hace ya mucho, al Legislativo en cuanto poder central del marco político. Por eso la gente, realmente, cuando vota, cree hacerlo para instituir gobiernos. Porque es lo que le importa de veras (y por eso tiene todo el sentido que ambos partidos principales afirmaran haber ganado las elecciones: uno, formalmente, el PP y otro, realmente, el PSOE –con matices-).
Esta falla estructural del sistema queda bien disimulada cuando al sistema parlamentario se superponen sistemas de partidos, como en el Reino Unido, que producen una genuina alternancia. El elector inglés que vota, digamos, conservador, no tiene por qué plantearse si elige parlamentarios o Primer Ministro, porque puede, más o menos, contar con que el líder de su partido, si gana la elección, se convertirá en jefe del gobierno. Un elector italiano, por el contrario, bien puede no tener ni idea de quién gobernará hasta pasadas semanas.
En nuestro sistema, y al menos a nivel local y regional, ya se ha pasado la barrera de lo admisible. El hiato es total. Bien es cierto que, a nivel nacional, aún no se ha dado ese paso, porque la lista más votada siempre ha podido formar gobierno –con más o menos apoyos- e incluso, en la era Suárez, gobernar en minoría sin alianzas permanentes. Sería bueno que, más allá de las circunstancias puntuales de tal o cual gobierno, nuestros políticos tomaran conciencia de lo grave que puede llegar a ser el asunto. Naturalmente, ellos no tienen más norte que el poder, pero quizá deberían reflexionar acerca de si es oportuno transmitir al elector la idea de que su voluntad ha sido enajenada o que, en el mejor de los casos, su voto será alterado por una pseudo segunda vuelta.
Con toda probabilidad, el establecimiento de una convención constitucional a favor del gobierno de la lista más votada (inciso: a nivel estatal existe –en el marco, claro, del proceso de consultas reglado una cierta prioridad de la lista más votada, en el sentido de que es quien encabece esta lista el invitado a intentar formar gobierno primero) es poco creíble. Si queremos reforzar las instituciones, hemos de plantearnos una reforma del sistema electoral, sin descartar a priori ninguna de las técnicas que ofrece el derecho comparado, desde la elección directa de alcaldes hasta el recurso a la segunda vuelta.
En este contexto, y ya más en particular, es preciso preguntarse por la estrategia general del Partido Socialista –y supongo que este debate ya habrá surgido en el seno del propio PSOE-. Los acontecimientos de Baleares y de muchos ayuntamientos de relevancia –como los de Galicia- han puesto de manifiesto que el dizque partido socialdemócrata español y supuesta “pata izquierda” del sistema se encuentra cómodo en su papel de muñidor de mayorías accidentales. Tanto que parece que para los socialistas “victoria” significa “derrota que permita pactos”, no importa cuan extraños. El planteamiento es más que objetable desde el punto de vista del partido, supongo, pero es, además, muy problemático para la Nación en su conjunto.
En efecto, la “estrategia Zapatero” de “todos contra el PP” y, por tanto, de “cualquier situación es aceptable” excepto un gobierno de la Derecha lleva consigo el cese, por parte del PSOE, de todo intento de razonar como un auténtico partido nacional. Sencillamente, la renuncia a un programa único para toda España, por la inviabilidad de su planteamiento. La aceptación de un poder tarado y con capacidad de transformación limitada, cuando no la aceptación de un rol de colaboración –no ya pasiva, sino activa- en políticas objetivamente contrarias al interés general. Ello viene impuesto porque la necesidad de pactar es primordial.
He ahí otra razón por la que cualquier convención constitucional que pretendiera paliar la crisis del sistema representativo está abocada al fracaso. El PSOE-ZP (el único realmente existente) no sólo no tiene interés en atacar esa crisis, sino que cree haber hecho de ella su hábitat natural.
Dicen nuestros políticos –sobre todo cuando se benefician de ello- que, en suma, todo esto es legal y, más aún, que el mandato de los electores consiste, precisamente, en que interpreten las tendencias e intenten dar con la solución más correcta, sin que ésta tenga por qué venir definida a priori. De un modo más práctico, también puede afirmarse que, en un sistema parlamentario, el gobierno debe proveerse del respaldo necesario y, por tanto, ha de salir investido quien esté en condiciones de alcanzarlo.
Si obviamos que, en ocasiones, el espectáculo es tan abochornante como sus justificaciones -esas apelaciones a “voluntades de cambio” que el pueblo expresa de modo tan extraño: concediendo amplísimas mayorías a los que ya estaban, por ejemplo- no cabe duda de que el aserto es formalmente cierto. Votamos cuerpos asamblearios, parlamentos y corporaciones. La constitución de los ejecutivos es tarea que ya compete a los electos.
Pero no cabe parapetarse tras la letra del régimen electoral para ignorar que, si el sistema parlamentario se halla ya en crisis, cuando, además, deviene consociativo, es fácil que se abra una grieta de considerables proporciones en la legitimidad. Al fin y al cabo, guste o no, hay una realidad palmaria: el Ejecutivo ha desbancado, y hace ya mucho, al Legislativo en cuanto poder central del marco político. Por eso la gente, realmente, cuando vota, cree hacerlo para instituir gobiernos. Porque es lo que le importa de veras (y por eso tiene todo el sentido que ambos partidos principales afirmaran haber ganado las elecciones: uno, formalmente, el PP y otro, realmente, el PSOE –con matices-).
Esta falla estructural del sistema queda bien disimulada cuando al sistema parlamentario se superponen sistemas de partidos, como en el Reino Unido, que producen una genuina alternancia. El elector inglés que vota, digamos, conservador, no tiene por qué plantearse si elige parlamentarios o Primer Ministro, porque puede, más o menos, contar con que el líder de su partido, si gana la elección, se convertirá en jefe del gobierno. Un elector italiano, por el contrario, bien puede no tener ni idea de quién gobernará hasta pasadas semanas.
En nuestro sistema, y al menos a nivel local y regional, ya se ha pasado la barrera de lo admisible. El hiato es total. Bien es cierto que, a nivel nacional, aún no se ha dado ese paso, porque la lista más votada siempre ha podido formar gobierno –con más o menos apoyos- e incluso, en la era Suárez, gobernar en minoría sin alianzas permanentes. Sería bueno que, más allá de las circunstancias puntuales de tal o cual gobierno, nuestros políticos tomaran conciencia de lo grave que puede llegar a ser el asunto. Naturalmente, ellos no tienen más norte que el poder, pero quizá deberían reflexionar acerca de si es oportuno transmitir al elector la idea de que su voluntad ha sido enajenada o que, en el mejor de los casos, su voto será alterado por una pseudo segunda vuelta.
Con toda probabilidad, el establecimiento de una convención constitucional a favor del gobierno de la lista más votada (inciso: a nivel estatal existe –en el marco, claro, del proceso de consultas reglado una cierta prioridad de la lista más votada, en el sentido de que es quien encabece esta lista el invitado a intentar formar gobierno primero) es poco creíble. Si queremos reforzar las instituciones, hemos de plantearnos una reforma del sistema electoral, sin descartar a priori ninguna de las técnicas que ofrece el derecho comparado, desde la elección directa de alcaldes hasta el recurso a la segunda vuelta.
En este contexto, y ya más en particular, es preciso preguntarse por la estrategia general del Partido Socialista –y supongo que este debate ya habrá surgido en el seno del propio PSOE-. Los acontecimientos de Baleares y de muchos ayuntamientos de relevancia –como los de Galicia- han puesto de manifiesto que el dizque partido socialdemócrata español y supuesta “pata izquierda” del sistema se encuentra cómodo en su papel de muñidor de mayorías accidentales. Tanto que parece que para los socialistas “victoria” significa “derrota que permita pactos”, no importa cuan extraños. El planteamiento es más que objetable desde el punto de vista del partido, supongo, pero es, además, muy problemático para la Nación en su conjunto.
En efecto, la “estrategia Zapatero” de “todos contra el PP” y, por tanto, de “cualquier situación es aceptable” excepto un gobierno de la Derecha lleva consigo el cese, por parte del PSOE, de todo intento de razonar como un auténtico partido nacional. Sencillamente, la renuncia a un programa único para toda España, por la inviabilidad de su planteamiento. La aceptación de un poder tarado y con capacidad de transformación limitada, cuando no la aceptación de un rol de colaboración –no ya pasiva, sino activa- en políticas objetivamente contrarias al interés general. Ello viene impuesto porque la necesidad de pactar es primordial.
He ahí otra razón por la que cualquier convención constitucional que pretendiera paliar la crisis del sistema representativo está abocada al fracaso. El PSOE-ZP (el único realmente existente) no sólo no tiene interés en atacar esa crisis, sino que cree haber hecho de ella su hábitat natural.
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