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sábado, junio 16, 2007

LA HORA DE LA REFORMA

Como en una jugarreta maliciosa, el destino ha querido que, precisamente cuando se llegaba a la celebración de los treinta años de las primeras elecciones democráticas –el pistoletazo de salida de la transición- haya desaparecido Enrique Fuentes-Quintana, símbolo vivo, junto con un Suárez que ya no habita en este mundo, de aquel período. Jugarreta maliciosa, digo, porque todo el mundo subraya la pérdida del espíritu de aquella época. Idos sus iconos, parece que, en efecto, se le da carpetazo.

Podría argüirse, no sin razón, que tiene cierta lógica que el aire de esos días sea sólo recuerdo. Al fin y al cabo, eran circunstancias extraordinarias y, por ello, requirieron también de medidas extraordinarias. De hecho, hasta podría afirmarse que, precisamente, por lo anormal de aquel alumbramiento, los españoles nunca han llegado a entender cuál es la verdadera dinámica de una democracia sana. Esta especie de horror al conflicto, la sacralización del consenso tiene mucho de eso, de miedo infantil. La democracia, rectamente entendida, se basa, precisamente, en la dialéctica, en la confrontación de ideas y la resolución de los problemas mediante el recurso a técnicas decisorias de mayoría.

Pero lo cierto es que las cosas pueden verse de otro modo y, entonces, sí, hay motivo para una nostalgia bien fundada. Porque lo que cabe, de veras, lamentar haber perdido no es el consenso como resultado, sino la mera posibilidad de confiar en el otro. El verdadero prius lógico del sistema democrático es ése: la confianza en que “el otro” –el rival, el adversario político- se atendrá en todo caso a las reglas, se comportará de modo razonablemente previsible.

Como hemos comentado en otras muchas ocasiones, el pecado capital del zapaterismo –y la raíz de la desconfianza que inspira en amplios sectores de la población- no es otro que esa sensación de que cualquier cosa es posible. No cualquier cosa dentro del marco trazado por las reglas –que eso va de suyo, porque no otra cosa es el ejercicio legítimo del poder- sino, literalmente, cualquier cosa.

Tengo para mí que, si ese mínimo de confianza existiera entre unos y otros, hoy estaríamos en situación de hacer lo que verdaderamente deberíamos, que no es otra cosa que congratularnos –y mucho- por lo alcanzado en estos treinta años y comenzar el examen de qué se puede hacer para mejorar. Hace treinta años, España puso los cimientos de su actual prosperidad y se dotó de un marco jurídico-institucional que ha hecho de nuestro país uno de los pocos en el planeta en los que un ser humano puede vivir sin excesivas zozobras. Pero también se cometieron errores, en buena medida porque se estaba acometiendo un experimento de laboratorio, sin un conocimiento preciso de cómo podría funcionar en la práctica.

Si queremos que el país alcance las que deberían ser sus metas, y que no son otras que situarse, definitivamente, en el grupo de cabeza de las naciones del mundo, es preciso introducir enmiendas, y no menores, en el sistema. Porque en treinta años, todo ha cambiado (salvo ETA: igual de abyectos, igual de retrasados mentales, igual de hijos de puta) y algunas dudas se han tornado certezas. Ahora sabemos qué es lo que funciona y nos tememos qué no.

Sabemos, por ejemplo, que el estado autonómico ha funcionado mejor, probablemente, para lo que no fue diseñado. El autogobierno ha traído males y bienes pero, en todo caso, no ha resuelto el problema para el que se implantó, que no era otro que el de la efectiva superación de los problemas vasco y catalán. De hecho, si esos problemas han hecho algo ha sido, probablemente, agravarse. Es posible que, como decía Ortega, haya que asumir que son problemas irresolubles (ergo, no son problemas, sino más bien datos de la experiencia) y, desde luego, no es fácil atisbar las vías más correctas para tratarlos. Pero ello no implica que no se tenga ya constancia de que hay vías que no son correctas en absoluto y que son, precisamente, aquellas en las que se está perseverando.

También sabemos que la sociedad española, increíblemente más compleja que la del 77 tiene problemas homologables a los de las demás sociedades europeas. Pero apenas dedicamos un minuto a hablar de ello. El propio paradigma de convivencia está, en muchos lugares, en cuestión. Aquí aún no, en parte porque la envergadura de las dificultades es menor, y en parte porque, sencillamente, falta materia gris que aplicar al asunto.

Hemos podido ver un cambio radical en la clase política, en curso imparable hacia la indigencia mental. Un problema verdaderamente acuciante y que parece pasar inadvertido: nuestros múltiples niveles de creación de puestos se están convirtiendo en refugio de indocumentados. Aquellas listas cerradas y bloqueadas que, en aquel lejano 1977, debieron parecer la única vía posible para ofrecer menú político a un pueblo que tenía oxidada la costumbre de ir a votar son hoy un problema de primer orden. La falta de democracia interna en los partidos políticos –verdadero freno a la meritocracia- está en directa relación con esta cuestión.

Podría establecerse un largo etcétera de supuestos, pero los resumo. A mi juicio, hace falta, cuanto antes, una reforma constitucional –en sentido amplio, comprensivo de todo el bloque de la constitucionalidad- de calado. Sé que es imposible porque, de un lado, falta el mínimo de confianza necesaria y, de otro, la sola perspectiva parece aterradora, por la elemental razón de que inspira temor un debate que se sabe cómo empieza pero no cómo termina. Pero la madurez democrática de un pueblo debería traducirse en que un debate, termine como termine, sólo puede terminar bien. ¿Por qué seguimos temiendo lo contrario?

Se dijo que la transición había servido para superar los errores del pasado. Y es verdad, al menos en parte. Pero no era la primera vez que los españoles se daban a sí mismos un régimen mejor que el precedente, incluso, no era la primera vez que se daban una democracia. Lo que no tiene precedentes, en nuestro caso, es la reforma serena de un régimen democrático. En eso fracasó la república. Y sería bueno demostrar que podemos romper, de una vez por todas, con el pasado.

1 Comments:

  • El problema de hacer una reforma de la Constitución es el pánico que tiene la gente en sí a tocar la Constitución. Pensando que los primeros que metan mano serán los nacionalismos.
    Personalmente, creo que las reformas a hacer deberían seguir un orden. Primero se debería reformar la Ley Electoral para que los nacionalismos no fueran tan influyentes. Conseguido esto, ya se podría abordar dicha reforma en profundidad sin ningún miedo a las influencias nacionalistas.

    By Blogger Butzer, at 10:19 p. m.  

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