LAS NADA INDEPENDIENTES ADMINISTRACIONES INDEPENDIENTES
No faltan sesudos administrativistas y constitucionalistas que piensan que, en España, las administraciones independientes son inconstitucionales. El sustrato de esa conclusión hay que buscarlo, claro, en la propia Constitución que, en su artículo 97, encomienda al Gobierno de la Nación la dirección absoluta del Poder Ejecutivo, incluida, cómo no, la dirección de la Administración, civil y militar. Sobre toda la Administración, sin excepciones –lógicamente, esto hay que ponerlo en relación con la estructura territorial descentralizada del Estado, lo que conlleva que, en su ámbito propio, la misma reflexión ha de valer para los Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas.
La razón de tal estado de cosas, es clara: en una democracia no puede haber espacios exentos de control político. La Administración, en su totalidad, ha de responder ante el Gobierno que, a su vez, lo hace ante el Parlamento. Éste, a su vez, es controlado directamente por el pueblo. Ésta es la lógica del sistema parlamentario.
La técnica de la administración “independiente” es, parcialmente, importada de los Estados Unidos. Es característica de aquel país la proliferación de “agencias”, entes federales que se ocupan de cuestiones de todo tipo. La razón de ser de esta atípica estructura es la no existencia, en el modelo norteamericano, de una “administración” en el sentido que le damos en la Europa continental, es decir, de un conjunto de órganos y medios sistemáticamente organizados, a las órdenes del gobierno pero conceptualmente distintos de él y, sobre todo, dotados de permanencia, frente a la contingencia que, por su propia naturaleza, caracteriza a los órganos políticos, electos. La Constitución americana, bicentenaria, residenció el Poder Ejecutivo en la persona del Presidente, sin prever otros órganos auxiliares que el Vicepresidente. La “administración” nace y muere con el mandato (de ahí que se hable, de la “administración Carter” y no del “gobierno Carter”, por ejemplo). Es obvio que la creciente complejidad de las tareas administrativas –la imparable tendencia de los gobiernos a meter las narices en todo, hasta en los “ultraliberales” Estados Unidos- hace imprescindible la creación de órganos dotados de continuidad, pero sin relación orgánica clara con el Presidente. Eso son las agencias (el FBI, por ejemplo), cuya relación con el Ejecutivo es variable, y que, normalmente, han de responder ante el Congreso.
Cualquiera que sea el modelo, parece existir acuerdo en que la Administración –que carece de otro interés y voluntad que los fijados en la ley- ha de servir a los intereses generales, con sujeción estricta a los principios de legalidad y de interdicción de la arbitrariedad. Los artículos 97 y 103 de nuestra Constitución deberían, así, ser perfectamente cohonestables: el Gobierno dirige la Administración y responde políticamente por ella, pero no puede emplearla al servicio de sus particulares intereses. Máxima expresión de la conciliación de ambos principios es la función pública de matriz francesa, estructurada en cuerpos de funcionarios que están, al tiempo, sometidos a rigurosa jerarquía pero son técnicamente independientes. Se puede recurrir el acto administrativo ante un superior, por supuesto, pero no se puede pretender del inferior que dicte un acto contrario a derecho.
Ya digo que cualquiera de los dos modelos, el de administraciones “independientes” y el de administración de tipo napoleónico –en realidad cualquiera- puede lograr los objetivos apetecidos, que no son otros que el de una Administración que actúe con objetividad al servicio de los intereses generales, libre de injerencias políticas y, aun así, sujeta a los principios democráticos. Pero no es menos cierto que el objetivo puede también no alcanzarse cualquiera que sea el modelo que se aplique.
En las democracias bisoñas como la española, ha sido recurrente una especie de creencia en el poder taumatúrgico de la ley y de las palabras. ¿Basta calificar de “independiente” a un órgano administrativo –incluso incurriendo en posible inconstitucionalidad, que esto es otro asunto- para que, efectivamente, lo sea? Parece claro que no. La experiencia muestra que el sustrato ético y el ánimo de respetar las normas importa más que las normas mismas. Poco importa que un alto cargo –el presidente de una Comisión, por ejemplo- sea considerado “inamovible” si, realmente, un Gobierno aplica todo su interés a su remoción. Un Gobierno cuenta con multitud de mecanismos de presión, unos ortodoxos y otros menos para lograr una dimisión, si así es preciso.
El coste en credibilidad es mucho mayor cuando se presiona a un órgano que previamente se ha pintado como independiente que cuando, directamente, se trata de altos funcionaros “normales”, pero esto importa poco.
Al hilo de la –un tanto extravagante- aventura del señor Conthe al frente de la desdichada CNMV se ha ido acumulando toda la evidencia de lo poco, o nada, independientes que son las administraciones independientes en España –la bochornosa utilización de la Comisión Nacional de la Energía fue otro ejemplo-. Prietas las filas, los consejeros del órgano reproducen de forma mimética el equilibrio de fuerzas entre los partidos que los promovieron. Pero es que, además, el Gobierno no se recata en proclamar la “falta de confianza” en el directivo rector. Es claro que semejante mensaje, para un alto funcionario, efectivamente, de confianza –alguien jerárquicamente subordinado- es una invitación a presentar una dimisión, antes de se produzca un cese menos grato. Pero, ¿qué sentido tiene el mensaje lanzado a un cargo “independiente”?
El Gobierno hace expreso lo que realmente piensa del asunto. Que la CNMV es un ente subordinado, como si fuera una Dirección General externalizada. No es nada sorprendente descubrir esto en un gobierno socialista –al fin y al cabo, si no creen ni tan siquiera en la independencia judicial, ¿cómo van a creer en una administración que sirva objetivamente al interés general?, mejor dicho, ¿cómo van a creer que pueda existir un interés general conceptualmente diferente al interés del gobierno en cada momento?-, pero me barrunto que tampoco un gobierno popular actuaría de otro modo.
En realidad, insisto, importa muy poco cuál sea la posición de Conthe en el organigrama de ese todo que es la Administración pública. Si se apura, no es tan grave descubrir que las administraciones independientes no son independientes como que, en algunos medios, ya se da por hecho que la administración “corriente” no lo es ni por asomo. ¿No cabe, pues, esperar imparcialidad en el guardia civil que sanciona, o en el inspector de Trabajo o de Hacienda que examinan nuestro caso?
La triste verdad es que, a fecha de hoy, continúa ocurriendo que la mejor descripción de cómo se comporta en España la Administración sigue siendo la atribuida a Martín Villa: “al amigo, hasta el c..., al enemigo, por el c...., y al indiferente la legislación vigente”. Si usted o yo podemos, afortunadamente, aspirar a que la Administración vea nuestro caso con la objetividad que debe y a que los funcionarios nos traten con profesionalidad se deberá, fundamentalmente, a que no es probable que exista interés particular alguno. Nuestro caso no abandonará el ámbito de los funcionarios o jueces técnicos que resolverán con arreglo a derecho, así nos beneficie o nos perjudique.
Pero ni usted ni yo pretendemos adquirir ninguna compañía cotizada. Sólo queremos que el vecino deje de meter ruido, que nos den la licencia para cerrar la terraza, o reclamar algún ingreso indebido en nuestras menguadas declaraciones tributarias. Ni usted ni yo somos nadie, por fortuna. Y, asimismo por fortuna, el círculo de los indiferentes es mucho más amplio que antaño.
Pero sigue habiendo enemigos y amigos. Y frente a esa realidad, poco importa la técnica de organización administrativa que se siga.
La razón de tal estado de cosas, es clara: en una democracia no puede haber espacios exentos de control político. La Administración, en su totalidad, ha de responder ante el Gobierno que, a su vez, lo hace ante el Parlamento. Éste, a su vez, es controlado directamente por el pueblo. Ésta es la lógica del sistema parlamentario.
La técnica de la administración “independiente” es, parcialmente, importada de los Estados Unidos. Es característica de aquel país la proliferación de “agencias”, entes federales que se ocupan de cuestiones de todo tipo. La razón de ser de esta atípica estructura es la no existencia, en el modelo norteamericano, de una “administración” en el sentido que le damos en la Europa continental, es decir, de un conjunto de órganos y medios sistemáticamente organizados, a las órdenes del gobierno pero conceptualmente distintos de él y, sobre todo, dotados de permanencia, frente a la contingencia que, por su propia naturaleza, caracteriza a los órganos políticos, electos. La Constitución americana, bicentenaria, residenció el Poder Ejecutivo en la persona del Presidente, sin prever otros órganos auxiliares que el Vicepresidente. La “administración” nace y muere con el mandato (de ahí que se hable, de la “administración Carter” y no del “gobierno Carter”, por ejemplo). Es obvio que la creciente complejidad de las tareas administrativas –la imparable tendencia de los gobiernos a meter las narices en todo, hasta en los “ultraliberales” Estados Unidos- hace imprescindible la creación de órganos dotados de continuidad, pero sin relación orgánica clara con el Presidente. Eso son las agencias (el FBI, por ejemplo), cuya relación con el Ejecutivo es variable, y que, normalmente, han de responder ante el Congreso.
Cualquiera que sea el modelo, parece existir acuerdo en que la Administración –que carece de otro interés y voluntad que los fijados en la ley- ha de servir a los intereses generales, con sujeción estricta a los principios de legalidad y de interdicción de la arbitrariedad. Los artículos 97 y 103 de nuestra Constitución deberían, así, ser perfectamente cohonestables: el Gobierno dirige la Administración y responde políticamente por ella, pero no puede emplearla al servicio de sus particulares intereses. Máxima expresión de la conciliación de ambos principios es la función pública de matriz francesa, estructurada en cuerpos de funcionarios que están, al tiempo, sometidos a rigurosa jerarquía pero son técnicamente independientes. Se puede recurrir el acto administrativo ante un superior, por supuesto, pero no se puede pretender del inferior que dicte un acto contrario a derecho.
Ya digo que cualquiera de los dos modelos, el de administraciones “independientes” y el de administración de tipo napoleónico –en realidad cualquiera- puede lograr los objetivos apetecidos, que no son otros que el de una Administración que actúe con objetividad al servicio de los intereses generales, libre de injerencias políticas y, aun así, sujeta a los principios democráticos. Pero no es menos cierto que el objetivo puede también no alcanzarse cualquiera que sea el modelo que se aplique.
En las democracias bisoñas como la española, ha sido recurrente una especie de creencia en el poder taumatúrgico de la ley y de las palabras. ¿Basta calificar de “independiente” a un órgano administrativo –incluso incurriendo en posible inconstitucionalidad, que esto es otro asunto- para que, efectivamente, lo sea? Parece claro que no. La experiencia muestra que el sustrato ético y el ánimo de respetar las normas importa más que las normas mismas. Poco importa que un alto cargo –el presidente de una Comisión, por ejemplo- sea considerado “inamovible” si, realmente, un Gobierno aplica todo su interés a su remoción. Un Gobierno cuenta con multitud de mecanismos de presión, unos ortodoxos y otros menos para lograr una dimisión, si así es preciso.
El coste en credibilidad es mucho mayor cuando se presiona a un órgano que previamente se ha pintado como independiente que cuando, directamente, se trata de altos funcionaros “normales”, pero esto importa poco.
Al hilo de la –un tanto extravagante- aventura del señor Conthe al frente de la desdichada CNMV se ha ido acumulando toda la evidencia de lo poco, o nada, independientes que son las administraciones independientes en España –la bochornosa utilización de la Comisión Nacional de la Energía fue otro ejemplo-. Prietas las filas, los consejeros del órgano reproducen de forma mimética el equilibrio de fuerzas entre los partidos que los promovieron. Pero es que, además, el Gobierno no se recata en proclamar la “falta de confianza” en el directivo rector. Es claro que semejante mensaje, para un alto funcionario, efectivamente, de confianza –alguien jerárquicamente subordinado- es una invitación a presentar una dimisión, antes de se produzca un cese menos grato. Pero, ¿qué sentido tiene el mensaje lanzado a un cargo “independiente”?
El Gobierno hace expreso lo que realmente piensa del asunto. Que la CNMV es un ente subordinado, como si fuera una Dirección General externalizada. No es nada sorprendente descubrir esto en un gobierno socialista –al fin y al cabo, si no creen ni tan siquiera en la independencia judicial, ¿cómo van a creer en una administración que sirva objetivamente al interés general?, mejor dicho, ¿cómo van a creer que pueda existir un interés general conceptualmente diferente al interés del gobierno en cada momento?-, pero me barrunto que tampoco un gobierno popular actuaría de otro modo.
En realidad, insisto, importa muy poco cuál sea la posición de Conthe en el organigrama de ese todo que es la Administración pública. Si se apura, no es tan grave descubrir que las administraciones independientes no son independientes como que, en algunos medios, ya se da por hecho que la administración “corriente” no lo es ni por asomo. ¿No cabe, pues, esperar imparcialidad en el guardia civil que sanciona, o en el inspector de Trabajo o de Hacienda que examinan nuestro caso?
La triste verdad es que, a fecha de hoy, continúa ocurriendo que la mejor descripción de cómo se comporta en España la Administración sigue siendo la atribuida a Martín Villa: “al amigo, hasta el c..., al enemigo, por el c...., y al indiferente la legislación vigente”. Si usted o yo podemos, afortunadamente, aspirar a que la Administración vea nuestro caso con la objetividad que debe y a que los funcionarios nos traten con profesionalidad se deberá, fundamentalmente, a que no es probable que exista interés particular alguno. Nuestro caso no abandonará el ámbito de los funcionarios o jueces técnicos que resolverán con arreglo a derecho, así nos beneficie o nos perjudique.
Pero ni usted ni yo pretendemos adquirir ninguna compañía cotizada. Sólo queremos que el vecino deje de meter ruido, que nos den la licencia para cerrar la terraza, o reclamar algún ingreso indebido en nuestras menguadas declaraciones tributarias. Ni usted ni yo somos nadie, por fortuna. Y, asimismo por fortuna, el círculo de los indiferentes es mucho más amplio que antaño.
Pero sigue habiendo enemigos y amigos. Y frente a esa realidad, poco importa la técnica de organización administrativa que se siga.
1 Comments:
¿EL PODER JUDICIAL ES INDEPENDIENTE?
Según la Constitución SI DEBERIA SERLO
Pero la realidad nos demuestra que NO.
Yo creo en la Justicia y la quiero independiente.
Por que creo que usted también, le envío este interesante artículo que refleja la realidad tal como es. (Es un extracto del Reportaje que publica la Revista MENSAJERO en su número 1.377 de Abril 2007, pags. 24,25 y 26).
Yo quiero colaborar para conseguir que la JUSTICIA SEA UN PODER SEPARADO de los otros Poderes, de una manera real y efectiva y que HOY NO LO ES.
Hago una PROPUESTA: El PODER JUDICIAL debería ser ejercido como cúpula por la JEFATURA DEL ESTADO. (En el artículo que cito se describen muy bien las atribuciones, manipulaciones, interferencias y desplantes de los políticos hacia la JUSTICIA que la consideran y ven desde sus posiciones ideológicas y no teniendo en cuenta el ALTO INTERES, RESPETO y NECESIDAD que tiene y debe tener de los ciudadanos todos)
(Si le parece bien la propuesta espero su adhesión y difusión)
Dionisio.
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Separación de poderes
¿Principio o defecto constitucional?
Eduardo J. Ruiz Vieytez
….. la separación de poderes entre ejecutivo (Gobierno) y legislativo (Parlamento) se hace menos evidente, y aún puede cuestionarse más en la actual democracia de partidos, en la que los grandes partidos políticos son quienes realmente mediatizan el poder y las instituciones.
Este poder judicial, formado por numerosos juzgados, audiencia y tribunales de diversos rangos, está gobernado por un órgano, el Consejo General del Poder Judicial (cuyo Presidente lo es al mismo tiempo del Tribunal Supremo), que tiene importantes funciones en la designación de algunos magistrados y en la organización del sistema judicial.
Junto al poder judicial, otro órgano de especial relevancia en nuestro sistema es el Tribunal Constitucional. Éste no forma parte del poder judicial, sino que constituye un órgano separado de importantes funciones en relación con el control de la constitucional de las leyes estatales y autonómicas y con la defensa de los derechos fundamentales. Sus sentencias tienen un valor jurídico y político indudable y, por ello su imparcialidad y profesionalidad resulta tan relevante como la de todos aquellos que componen el poder judicial, desde los Juzgados de paz hasta la Audiencia Nacional o el Tribunal Supremo.
Estamos habituados a observar enfrentamientos más políticos que jurídicos entre diversos órganos del Estado, que supuestamente tienen la misión de aplicar con objetividad las normas. Por citar algunos casos, son de todos conocidos los enfrentamientos actuales entre el Gobierno y el Consejo General del Poder Judicial; el del principal partido de la oposición con la Fiscalía General del Estado; el de los miembros del Tribunal Constitucional con el Tribunal Supremo y, en ocasiones el de éste con la Audiencia Nacional; o el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco con las instituciones representativas del territorio.
Así, resulta cuando menos sorprendente para muchos ciudadanos que una misma norma o un mismo caso pueda recibir calificaciones jurídicas tan diferentes en función de cuál sea el órgano que opine sobre el mismo o, incluso, en función de quiénes sean los miembros de dicho órgano que tendrán que decidir cada cuestión.
Es difícil de entender para el ciudadano de a pie, que la misma norma dé lugar a posiciones tan enfrentadas entre quienes son expertos en la materia. Pero, sobre todo, que unos y otros actuen de modo casi matemático en sus decisiones, inclinándose la balanza hacia uno u otro lado, más como si el órgano fuera un parlamento representativo que como si de un auténtico tribunal independiente se tratara.
Alguien puede señalar con cierta razón que el problema de estas situaciones que empañan nuestra cuestionable democracia se encuentra en el modo de elección de los miembros del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional. En efecto, muchos de éstos órganos, como el Tribunal Constitucional, o el Consejo del Poder Judicial, además de otros como el Fiscal General del Estado o el Defensor del Pueblo, son producto de una elección parlamentaria o gubernativa, lo que no hace habitualmente sino reflejar las mayorías políticas que en cada momento imperan.
La democracia en España no es sólo joven, sino también débil, por cuanto el significado profundo de la misma no se ha extendido ni entre la ciudadanía ni entre la mayor parte de los representantes políticos.
……No es ningún secreto que los partidos buscan en demasiadas ocasiones asignar los puestos a personas que responden cercanamente a sus planteamientos ideológicos, lo que explica que podamos predecir el resultado de una futura sentencia simplemente sabiendo quienes tomarán parte en la decisión.
…En una sociedad con una perspectiva democrática consolidada poder efectuar un nombramiento relevante no implica la libertad de elegir a la persona de acuerdo a las convicciones políticas, sino al contrario, la responsabilidad de encontrar a la persona idónea para tal puesto.
…no deberían asignar los puestos entre los candidatos de su gusto, sino velar por el interés general del sistema y procurar que quienes ejercerán esas responsabilidades lo harán libres de toda influencia política y con la mayor imparcialidad posible. En este sentido, no se trata de que se repartan los asientos de estos importantes órganos, sino de que, precisamente por ostentar el poder que tienen, deben asumir la obligación (y la responsabilidad) de encontrar a las personas mas idóneas para que los órganos correspondientes pueden cumplir de maneras eficaz e independiente las funciones que les asigna la constitución.
Problema añadido es que no existe un control formal de dichos nombramientos ni de si los partidos asumen su responsabilidad institucional o se limitan a repartirse los asientos de determinados órganos.
Estamos habituados a que el combate político entre las dos fuerzas principales se extienda más allá del ámbito parlamentario y gubernamental, afecte a los tribunales más importantes, al gobierno del poder judicial, e incluso al Tribunal Constitucional, por no hablar de los medios de comunicación.
El fin único del PODER JUDICIAL es hacer valer el DERECHO y aplicarlo. Los partidos políticos no deben designar puestos judiciales según planteamientos ideológicos. La Justicia debe estar por encima de las ideologías o doctrinas.
Desde el Consejo del Poder Judicial hasta la designación de los Jueces de Paz, pasando por el Tribunal Constitucional; Fiscalía General del Estado y Defensor del Pueblo, los Partidos Políticos deben permanecer al margen de cualquier actuación o interferencia en la designación de sus miembros.
Y todo ello redunda en que el principio de separación de poderes sea algo mucho más formal que real en nuestro sistema constitucional.
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El fin único del PODER JUDICIAL es hacer valer el DERECHO y aplicarlo. Los partidos políticos no deben designar puestos judiciales según planteamientos ideológicos. La Justicia debe estar por encima de las ideologías o doctrinas.
Desde el Consejo del Poder Judicial hasta la designación de los Jueces de Paz, pasando por el Tribunal Constitucional; Fiscalía General del Estado y Defensor del Pueblo, los Partidos Políticos deben permanecer al margen de cualquier actuación o interferencia en la designación de susmiembros.
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By Anónimo, at 11:52 p. m.
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