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domingo, abril 08, 2007

SOBRE EL ELITISMO

Mi artículo de ayer, en el que glosaba uno previo de Umberto Eco y una propuesta en clave de broma pero con un trasfondo indudablemente serio, ha suscitado algún comentario que da pie a elevar un poco la clave, de la anécdota a la categoría. Concretamente, un comentarista tilda el planteamiento de Eco –el mío también, pero, obviamente, la opinión del profesor italiano tiene mucho más interés- de “elitista”. Ya apunté que es el propio Eco el que se anticipó a esa crítica, admitiendo la mayor: es él mismo el que admite el elitismo de su propuesta.

Elitismo en cuanto que, en efecto, la idea de nuestro catedrático parte de que, al menos en el plano discutido, que no es otro que el de la relación con el arte, existe un grupo con intereses y sensibilidades mejor preparados y otro –mucho más numeroso, claro está- cuyas capacidades son inferiores. Existe, sí, un grupo “superior” y otro “inferior”. Pomadas políticamente correctas aparte, es indudable que hay elitismo –en cuanto Eco no sólo describe una situación sino que se conforma con ella- en el enfoque. La división del grupo en dos subgrupos, la elite y los demás, no le plantea a Eco ningún problema moral especial, toda vez que parte de una idea anterior –que, sí, es una petición de principio, pero aceptémosla como dada- que no es otra que la de que la adscripción personal a uno u otro grupo se realiza en buena medida de modo voluntario. El problema no es, por tanto, la existencia de elites, sino cómo éstas se construyen. Antaño, claro está –y siempre en el ejemplo del arte- resultaba imposible para muchos el incorporarse al círculo de los interesados, puesto que estaba vedado tanto el acceso a la necesaria instrucción como, por otra parte, el mismo acceso físico a las obras, cuya contemplación era privilegio de muy pocos.

La cuestión reviste sumo interés, a mi juicio, porque el “problema de las elites” se ha transformado en un asunto verdaderamente capital en materia cultural y educativa –en realidad, en materia política en general-. De hecho, cuando, a menudo –en esta misma bitácora y en muchas otras páginas- se critica, desde perspectivas liberales, la “proscripción de la excelencia” en nuestro sistema educativo (concepto este de “excelencia” que es, a veces, motejado por los defensores del sistema de evanescente y, por tanto, bastante inútil como herramienta de análisis), en mi opinión se está hablando exactamente de esto. A mucha gente –las cabezas pensantes de nuestro sistema educativo entre ellos, por lo que se ve- es la propia existencia de elites, o la división de la gente en “clases” (si el término tiene muchas resonancias, emplee el lector el que más le guste) lo que les resulta odioso, con independencia de cómo y por qué lleguen a constituirse esas clases. Poco importa que haya –insisto, que esto sea o no cierto es materia abierta a la discusión, pero no es el tema ahora- un componente de voluntariedad en ello.

La no aceptación de que las personas puedan, de manera voluntaria y conforme a sus gustos o preferencias, situarse en distintos planos respecto a ciertas realidades es algo en extremo problemático. El ejemplo del arte es muy socorrido. Lamentablemente, más allá de una impresión al alcance de cualquiera –por ejemplo, en el mundo de la pintura, la armonía cromática o de composición- un acercamiento cabal al arte exige esfuerzo y cierta competencia. No me refiero al estudio con vistas a la erudición, sino a la simple educación de la sensibilidad: el goce de la obra de arte exige, la mayoría de las veces, un notable esfuerzo previo –sí, puede haber algo de paradójico en esto de “esforzarse para disfrutar”, pero así es- (lo mismo cabe decir del deporte: hay quien dice que correr una hora no sólo es sano sino placentero, lo que pasa es que llegar a correr una hora con soltura requiere padecimientos sin cuento hasta alcanzar la debida forma física). Esfuerzo que, como es obvio, no todo el mundo puede tener el mismo interés en asumir, no bastando la mera exposición continuada a la belleza (y, para ejemplo, ahí tenemos a buena parte de la nobleza y la realeza españolas, criadas entre tapices flamencos de hermosa factura, con resultados perfectamente descriptibles).

Ante lo anterior, caben sólo dos cursos de acción: proporcionar, de un modo u otro, los medios mínimos para que cada cual, luego, persevere o no según su interés o banalizar la cultura, simplificándola y llevándola a niveles que requieran menos tarea. Curiosamente, nuestro sistema educativo y, en general, cultural, opta, en efecto, por banalizar, al tiempo que no proporciona los medios necesarios, generándose un verdadero círculo vicioso. La banalización ha de ser cada día más intensa, la simplificación de conceptos cada día mayor.

La proscripción del elitismo asesta, lógicamente, un golpe mortal, de manera particular, a determinadas instituciones, señaladamente la Universidad, que descansan sobre él como principio axial. Universidad es, antes que nada, reunión de maestros y estudiantes, y en todo caso los mejores en cada uno de los grupos. De nuevo, claro está, “los mejores” han de serlo en razón de su propia aplicación y talento. Buena parte de los males de nuestra Universidad se explican por la no aceptación práctica de esta realidad –que, de hecho, ni tan siquiera llega a proclamarse abiertamente, por no ofender-, más allá de otras consideraciones como las relativas a medios, instalaciones o, simplemente, al número de centros, que también son importantes, pero solo en segunda instancia.

Pero la cuestión tiene una derivada aún más preocupante, que no es otra que la de que, en suma, una sociedad termina, en buena medida, valiendo lo que valgan sus elites. No pretendo traer a colación “leyes de hierro de las oligarquías” o “teoremas de circulación de las elites” tan del gusto de los sociólogos, sino algo mucho más sencillo: al menos desde la formulación de Condorcet –la libertad de los antiguos frente a la libertad de los modernos- sabemos que una de las grandes virtudes de nuestro sistema, de la democracia liberal moderna por contraposición a los sistemas antiguos es que cada cual puede decidir si desea o no dedicar sus desvelos a los asuntos del común, y cuánto. El corolario del razonamiento es que la viabilidad del conjunto requiere que, en el seno del colectivo, se formen grupos más reducidos de gente dispuesta a emplear su tiempo en asuntos no privados, sino generales. De nuevo, no se trata de que, en el mundo antiguo, no se diera tal cosa sino de que, entonces, la elite venía predefinida en razón de la propia noción de ciudadanía, sin base voluntaria alguna.

Pues bien, no parece muy necesario esforzarse en demostrar que negar, de raíz, la posibilidad de que al menos algunos de los llamados vocacionalmente al trabajo por el común (por sobrenombre, políticos) se encuentren entre los mejores, entre los más preparados, abre una perspectiva terrible –bueno, de hecho, no es sólo una perspectiva, sino una realidad, y no quiero señalar...-. La ausencia total de un cierto elitismo o, más exactamente, la proscripción del mismo –es decir, no se trata ya de que el común de los mortales no exijamos a nuestros dirigentes una preparación superior que, cuando menos, evidencie el porqué de su decisión de dedicarse a cuidar de asuntos ajenos, sino de que nos regodeamos en su vulgaridad, el que puedan tener por timbre de orgullo ser cualquiera- resulta increíblemente dañina.

Lo que estoy planteando nada tiene que ver, ciertamente, con la resurrección de ideas pretéritas –muy pretéritas, de hecho- como puedan ser los sufragios capacitarios de uno u otro modo. No se trata de practicar un elitismo formal sino, antes al contrario, de recuperar un cierto, y sano, elitismo práctico como clima social general. De valorar el esfuerzo, en suma, y de no relajar las exigencias. De hecho, los abogados de las listas abiertas, según creo, intentan en el fondo llevar esto a la praxis: que no pueda suceder que, al abrigo de una lista cerrada y bloqueada, acceda al cargo quien no pasaría, por sí, nunca el filtro mínimo de excelencia. Quienes piden listas abiertas exigen, con buen derecho, la posibilidad de participar en una selección de las elites –del grupo “superior”- sobre bases más racionales.

Que el concepto no está de moda es obvio. Ahora bien, convendrá tener presente lo siguiente: las elites (y entiéndase esto como sinónimo de “grupo dirigente” y no necesariamente excelente) existen, porque son imprescindibles. ¿Acaso no tiene sentido “cargar” de nuevo el concepto con un contenido? La alternativa es la siguiente: partiendo, en todo caso, de que hay un componente de voluntariedad en la cuestión, o aceptamos una noción de “elite” meramente “posicional” (los que están “arriba” frente a los que estamos “abajo”, sin ninguna razón especial para ello) o intentamos poner valores en la idea. Es decir... practicamos el elitismo.