SOBRE LAS REPÚBLICAS PRESIDENCIALISTAS
Cuando escribo estas líneas, los franceses votan, y parece que masivamente, en la primera vuelta de sus elecciones presidenciales. Habrá que estar pendientes de qué sucede en el que, con toda probabilidad, es para nosotros el país más importante de cuantos influyen en algo en el devenir español, que no son pocos.
La elección se nos presenta como una especie de hito histórico. Lo es, por muchas razones. Entre otras, como han apuntado ya algunos sociólogos y politólogos, porque supone la llegada a primera línea de otra generación. En efecto, ninguno de los presidenciables de hoy vivió en primera persona el advenimiento de la República del 58 ni participó en modo alguno en los intensos debates que la vieron nacer.
El poder real de que disfrutará el nuevo inquilino del Elíseo es algo difícil de predecir en abstracto. El sistema político francés –por cierto, buen ejemplo de la distancia que puede mediar entre el planteamiento de un sistema constitucional y su funcionamiento práctico- es de una extrema complejidad, hasta el punto de que puede, dependiendo de los signos de las diferentes elecciones, operar como presidencialista o como parlamentario. No parece, por otra parte, que ninguno de los candidatos en liza –me refiero a los tres que, en una hipótesis realista, podrían resultar vencedores, salvo sorpresas- goce de un apoyo incondicional en su propio partido, lo que puede deparar un curso incierto de los acontecimientos (en el caso de Bayrou, al parecer, incluso no es exagerado afirmar que carece de partido propiamente dicho, lo que pudiera convertirle en un presidente a merced de la Asamblea Nacional).
Con todo, lo que me interesa proponer hoy no es tanto un debate sobre los resultados como sobre la mecánica de la elección y sus posibles virtudes. ¿Es atractivo un sistema de elección directa de la presidencia de la República, a doble vuelta? Quiero decir, ¿aporta algo en términos de legitimidad? Tengo para mí que sí. De entrada, la elección de una sola persona, en distrito nacional, para una magistratura que, en sí, es única, aporta todas las ventajas asociadas a la simplicidad de los sistemas mayoritarios. No existen cuerpos intermedios, de modo que el vínculo representativo es incuestionable. Pero es que, además, la simplificación adicional impuesta por la segunda vuelta tiene la –a mi entender- virtud de enfrentar con claridad al elector ante su propia responsabilidad: la responsabilidad que, en ocasiones, implica elegir entre males. Esto es, las más de las veces, el presidente no resultará ser aquella persona que hubiéramos deseado de entrada, pero hemos de elegir entre lo que hay. No caben las actitudes escapistas, la negativa absoluta.
Por supuesto que no todo son pros en el sistema, pero se me excusará que no entre en ellos para llegar más rápidamente a la cuestión que, en verdad, me interesa que es si un sistema semejante resultaría de utilidad en España. En otras palabras, ¿una presidencia de la República, en España, sobre las trazas de la francesa, sería una verdadera magistratura de integración?
Dicen relativamente a menudo algunos partidarios de la república en España que un debate fundamental es la cuestión de qué tipo de república, si parlamentaria o presidencialista. La república presidencialista no ha sido aquí nunca ensayada, ya que, obviando el desmadre absoluto decimonónico, la única experiencia válida –la del 31- fue parlamentaria. Honestamente, no sé muy bien por qué los padres de la Constitución de 1931 optaron, en este tema, por un modelo como el que se eligió, ni si llegaron a plantearse alternativas, aunque es cierto que todas las repúblicas europeas vigentes en aquel tiempo eran de corte parlamentario (la de Weimar y la IIIª francesa, fundamentalmente). El presidencialismo, hasta la llegada de De Gaulle, fue más bien cosa americana.
Ya digo que el sistema tiene ventajas e inconvenientes sobre el papel, desde el punto de vista del funcionamiento regular de las instituciones del Estado pero, si la cuestión resulta de especial interés es por una de las funciones necesariamente propias de las presidencias –de las jefaturas del Estado, en general-, que no es otra que la simbólica. Cualquier jefe de Estado del mundo tiene, entre sus misiones, representar al Estado mismo y aparecer como símbolo. El presidente tiene, por tanto, una clara función de integración. La pregunta es, por tanto, ¿aportaría un presidente electo en dos vueltas a un país como el nuestro –tan necesitado de símbolos comunes- un elemento de cohesión? ¿Contribuiría, entonces, una presidencia republicana a la estabilidad del Estado?
No parece que la pregunta tenga una respuesta clara. Ciertamente, una respuesta afirmativa presupone que, en efecto, el sistema de representación produce un ligamen entre votante e institución que dista de estar probado. El razonamiento subyacente no deja de ser que uno siempre debería estar dispuesto a comprometerse con algo o alguien que, en suma, ha avalado con su propio voto. En suma, que nadie iría contra sus propios actos. Argumento racionalista donde los haya y de muy dudosa viabilidad.
La pregunta, ahí queda.
La elección se nos presenta como una especie de hito histórico. Lo es, por muchas razones. Entre otras, como han apuntado ya algunos sociólogos y politólogos, porque supone la llegada a primera línea de otra generación. En efecto, ninguno de los presidenciables de hoy vivió en primera persona el advenimiento de la República del 58 ni participó en modo alguno en los intensos debates que la vieron nacer.
El poder real de que disfrutará el nuevo inquilino del Elíseo es algo difícil de predecir en abstracto. El sistema político francés –por cierto, buen ejemplo de la distancia que puede mediar entre el planteamiento de un sistema constitucional y su funcionamiento práctico- es de una extrema complejidad, hasta el punto de que puede, dependiendo de los signos de las diferentes elecciones, operar como presidencialista o como parlamentario. No parece, por otra parte, que ninguno de los candidatos en liza –me refiero a los tres que, en una hipótesis realista, podrían resultar vencedores, salvo sorpresas- goce de un apoyo incondicional en su propio partido, lo que puede deparar un curso incierto de los acontecimientos (en el caso de Bayrou, al parecer, incluso no es exagerado afirmar que carece de partido propiamente dicho, lo que pudiera convertirle en un presidente a merced de la Asamblea Nacional).
Con todo, lo que me interesa proponer hoy no es tanto un debate sobre los resultados como sobre la mecánica de la elección y sus posibles virtudes. ¿Es atractivo un sistema de elección directa de la presidencia de la República, a doble vuelta? Quiero decir, ¿aporta algo en términos de legitimidad? Tengo para mí que sí. De entrada, la elección de una sola persona, en distrito nacional, para una magistratura que, en sí, es única, aporta todas las ventajas asociadas a la simplicidad de los sistemas mayoritarios. No existen cuerpos intermedios, de modo que el vínculo representativo es incuestionable. Pero es que, además, la simplificación adicional impuesta por la segunda vuelta tiene la –a mi entender- virtud de enfrentar con claridad al elector ante su propia responsabilidad: la responsabilidad que, en ocasiones, implica elegir entre males. Esto es, las más de las veces, el presidente no resultará ser aquella persona que hubiéramos deseado de entrada, pero hemos de elegir entre lo que hay. No caben las actitudes escapistas, la negativa absoluta.
Por supuesto que no todo son pros en el sistema, pero se me excusará que no entre en ellos para llegar más rápidamente a la cuestión que, en verdad, me interesa que es si un sistema semejante resultaría de utilidad en España. En otras palabras, ¿una presidencia de la República, en España, sobre las trazas de la francesa, sería una verdadera magistratura de integración?
Dicen relativamente a menudo algunos partidarios de la república en España que un debate fundamental es la cuestión de qué tipo de república, si parlamentaria o presidencialista. La república presidencialista no ha sido aquí nunca ensayada, ya que, obviando el desmadre absoluto decimonónico, la única experiencia válida –la del 31- fue parlamentaria. Honestamente, no sé muy bien por qué los padres de la Constitución de 1931 optaron, en este tema, por un modelo como el que se eligió, ni si llegaron a plantearse alternativas, aunque es cierto que todas las repúblicas europeas vigentes en aquel tiempo eran de corte parlamentario (la de Weimar y la IIIª francesa, fundamentalmente). El presidencialismo, hasta la llegada de De Gaulle, fue más bien cosa americana.
Ya digo que el sistema tiene ventajas e inconvenientes sobre el papel, desde el punto de vista del funcionamiento regular de las instituciones del Estado pero, si la cuestión resulta de especial interés es por una de las funciones necesariamente propias de las presidencias –de las jefaturas del Estado, en general-, que no es otra que la simbólica. Cualquier jefe de Estado del mundo tiene, entre sus misiones, representar al Estado mismo y aparecer como símbolo. El presidente tiene, por tanto, una clara función de integración. La pregunta es, por tanto, ¿aportaría un presidente electo en dos vueltas a un país como el nuestro –tan necesitado de símbolos comunes- un elemento de cohesión? ¿Contribuiría, entonces, una presidencia republicana a la estabilidad del Estado?
No parece que la pregunta tenga una respuesta clara. Ciertamente, una respuesta afirmativa presupone que, en efecto, el sistema de representación produce un ligamen entre votante e institución que dista de estar probado. El razonamiento subyacente no deja de ser que uno siempre debería estar dispuesto a comprometerse con algo o alguien que, en suma, ha avalado con su propio voto. En suma, que nadie iría contra sus propios actos. Argumento racionalista donde los haya y de muy dudosa viabilidad.
La pregunta, ahí queda.
1 Comments:
La Monarquía esa del ABC es como la esperanza abandonada en el fondo de la caja de Pandora, que de hecho era la peor de todas las calamidades....
Es esa señorial convicción de que las cosas no van a torcerse definitivamente porque "álguien" lo impedirá, lo que permite aplazar los remedios hasta que es demasiado tarde.
Marco Aurelio hubiera dicho al estepaisano: "Abandona vanas esperanzas y acude en tu propia ayuda". Eso.
By Anónimo, at 8:45 p. m.
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