DE CULO Y EN LATÍN
La breve trayectoria de Benedicto XVI en su papado me lleva a pensar que, o este hombre es lo que se dice un verdadero transgresor o, hipótesis más probable, no le ha dado tiempo a enterarse de que es una estrella mediática y, por tanto, quizá debiera dejar la teología por el marketing. Y, perdónenme, no puedo evitarlo, cada día me cae más simpático.
Fue sonada la famosa lección magistral de Ratisbona, con la cita de Miguel Paleólogo y toda la cola que trajo. Cualquiera que, en los tiempos que corren, en plena era Logse, traiga a colación a un emperador bizantino y pretenda no ser malinterpretado, o es un inconsciente o, sencillamente, es un ingenuo –más que mal o bien interpretado, es dudoso que pueda ser interpretado a secas-. El Santo Padre debería ser consciente de que, en los institutos de secundaria de la Cristiandad, no debe haber más de un diez por cien de estudiantes que sepan escribir “Paleólogo” a la primera y, de los que sí saben, no puede descartarse que muchos piensen que un “paleólogo” es alguien que se dedica al estudio de los fósiles. Tampoco cabe ignorar que es posible que más de uno piense que Bizancio no existió, o que fue un lugar de fantasía, como Mordor.
En fin, no contento con ello, Ratzinger va y propone que se recupere el rito tridentino que, según es conocido, fue el patrón litúrgico vigente en la Iglesia Latina desde el Concilio de Trento –como su propio nombre indica- hasta el Vaticano II, es decir, en términos de historia de la Iglesia, hasta anteayer. Más conocido por el pueblo llano y soberano como “misa de culo y en latín” –porque el ministro daba la espalda a los fieles y empleaba predominantemente dicha lengua en todas las fases de la ceremonia, a excepción de la homilía-, establecía una rígida separación entre el oficiante y los asistentes, que no participaban en exceso. Es un culto mantenido por los cismáticos lefevrianos y, por tanto, ligado a lo que se ha dado en llamar el integrismo católico.
En suma, que Benedicto XVI –que, por cierto, ya se dirigió en latín al Colegio Cardenalicio en su primera alocución como Papa- ya ha dado más munición a quienes le quieran poner verde. Pero la cosa no es tan sencilla.
De un lado, el Papa rompe una lanza a favor de dos cosas importantes: el latín y la liturgia tradicional. Convendrá recordar que ambos, lengua y ceremonial, son un verdadero tesoro simbólico. Y lo hace al tiempo que no le duelen prendas en desembarazarse de construcciones, como la creencia en el limbo que, elevadas por la creencia popular al rango de dogma, nada tienen de verdad de fe ni se apoyan en fuente alguna –creencia que, por cierto, alejaba a los católicos romanos de los ortodoxos, entre otros-. Esto es, parece que entiende que el rito tridentino posee algún valor diferencial.
Cuando leí sobre esta cuestión me vino a la cabeza uno de los libros de Juan Ramón Lodares, el lingüista y divulgador trágicamente fallecido no hace mucho que, entre sus muchos temas de estudio, prestó atención a la cuestión de la Iglesia y las lenguas. Entre el latín y las vernáculas, entre Trento y el Vaticano II –entre la misa de culo y la proliferación de horteras con guitarras cantando cursiladas que espantan al miedo- se alza la cuestión de la iglesia universal frente a la iglesia local.
La Iglesia Católica Romana ha sido siempre una realidad bifronte. De un lado, una organización universal, con pretensiones de no verse constreñida por frontera humana alguna. De otro, algo bien local, partícipe activo en todos y cada uno de las cuitas temporales que han ocupado a la gente allí donde estaba presente. ¿Es casualidad que guaraní, quechua, aimará o eusquera deban buena parte de su subsistencia al empeño del clero? ¿Es casual que la práctica totalidad de los libros escritos en lengua vasca hasta principios del siglo XX fuesen libros de piedad?
Mediante su empeño en la preservación de las culturas locales, conforme al mito babélico –predicaron “a cada uno en su lengua”, dicen las Escrituras- la Iglesia se convirtió en coadyuvante, cuando no protagonista principal, en la perpetuación de los atavismos, las estructuras sociales pétreas y, sobre todo, el rol de los grupos dominantes. El catolicismo se convertía, así, si no en factor de atraso, sí en palo en las ruedas del progreso.
Pero al obrar así, la misma Iglesia traicionaba su pretensión universalista, y su realidad sin fronteras. La homilía en eusquera o en quechua iba acompañada de liturgia en el latín de todos, tanto más cuando devino, andando el tiempo, lengua de nadie. Es verdad que la lengua latina –y, por consiguiente, la liturgia tridentina- se convirtieron en extrañas a un pueblo que no las entendía. Pero, por eso mismo, se volvieron símbolo de pertenencia a una unidad más amplia. Por su misma ajenidad, por la distancia con lo de todos los días.
Por otra parte, es legítimo preguntarse si, a veces, lo que se oye en la propia lengua se entiende por ese solo hecho. El Vaticano II quiso acercar la Iglesia al mundo. A un mundo que ya no hablaba en latín. ¿Lo consiguió?
Me temo que lo único que está claro es que, tras el campeón de la imagen, ocupa la silla de Pedro un intelectual de hondas preocupaciones. Alguien que atiende a los símbolos y cita a los emperadores de Bizancio. Que me perdone su Santidad, pero su reino sí que no es de este mundo. Le alabo el gusto, eso sí.
Fue sonada la famosa lección magistral de Ratisbona, con la cita de Miguel Paleólogo y toda la cola que trajo. Cualquiera que, en los tiempos que corren, en plena era Logse, traiga a colación a un emperador bizantino y pretenda no ser malinterpretado, o es un inconsciente o, sencillamente, es un ingenuo –más que mal o bien interpretado, es dudoso que pueda ser interpretado a secas-. El Santo Padre debería ser consciente de que, en los institutos de secundaria de la Cristiandad, no debe haber más de un diez por cien de estudiantes que sepan escribir “Paleólogo” a la primera y, de los que sí saben, no puede descartarse que muchos piensen que un “paleólogo” es alguien que se dedica al estudio de los fósiles. Tampoco cabe ignorar que es posible que más de uno piense que Bizancio no existió, o que fue un lugar de fantasía, como Mordor.
En fin, no contento con ello, Ratzinger va y propone que se recupere el rito tridentino que, según es conocido, fue el patrón litúrgico vigente en la Iglesia Latina desde el Concilio de Trento –como su propio nombre indica- hasta el Vaticano II, es decir, en términos de historia de la Iglesia, hasta anteayer. Más conocido por el pueblo llano y soberano como “misa de culo y en latín” –porque el ministro daba la espalda a los fieles y empleaba predominantemente dicha lengua en todas las fases de la ceremonia, a excepción de la homilía-, establecía una rígida separación entre el oficiante y los asistentes, que no participaban en exceso. Es un culto mantenido por los cismáticos lefevrianos y, por tanto, ligado a lo que se ha dado en llamar el integrismo católico.
En suma, que Benedicto XVI –que, por cierto, ya se dirigió en latín al Colegio Cardenalicio en su primera alocución como Papa- ya ha dado más munición a quienes le quieran poner verde. Pero la cosa no es tan sencilla.
De un lado, el Papa rompe una lanza a favor de dos cosas importantes: el latín y la liturgia tradicional. Convendrá recordar que ambos, lengua y ceremonial, son un verdadero tesoro simbólico. Y lo hace al tiempo que no le duelen prendas en desembarazarse de construcciones, como la creencia en el limbo que, elevadas por la creencia popular al rango de dogma, nada tienen de verdad de fe ni se apoyan en fuente alguna –creencia que, por cierto, alejaba a los católicos romanos de los ortodoxos, entre otros-. Esto es, parece que entiende que el rito tridentino posee algún valor diferencial.
Cuando leí sobre esta cuestión me vino a la cabeza uno de los libros de Juan Ramón Lodares, el lingüista y divulgador trágicamente fallecido no hace mucho que, entre sus muchos temas de estudio, prestó atención a la cuestión de la Iglesia y las lenguas. Entre el latín y las vernáculas, entre Trento y el Vaticano II –entre la misa de culo y la proliferación de horteras con guitarras cantando cursiladas que espantan al miedo- se alza la cuestión de la iglesia universal frente a la iglesia local.
La Iglesia Católica Romana ha sido siempre una realidad bifronte. De un lado, una organización universal, con pretensiones de no verse constreñida por frontera humana alguna. De otro, algo bien local, partícipe activo en todos y cada uno de las cuitas temporales que han ocupado a la gente allí donde estaba presente. ¿Es casualidad que guaraní, quechua, aimará o eusquera deban buena parte de su subsistencia al empeño del clero? ¿Es casual que la práctica totalidad de los libros escritos en lengua vasca hasta principios del siglo XX fuesen libros de piedad?
Mediante su empeño en la preservación de las culturas locales, conforme al mito babélico –predicaron “a cada uno en su lengua”, dicen las Escrituras- la Iglesia se convirtió en coadyuvante, cuando no protagonista principal, en la perpetuación de los atavismos, las estructuras sociales pétreas y, sobre todo, el rol de los grupos dominantes. El catolicismo se convertía, así, si no en factor de atraso, sí en palo en las ruedas del progreso.
Pero al obrar así, la misma Iglesia traicionaba su pretensión universalista, y su realidad sin fronteras. La homilía en eusquera o en quechua iba acompañada de liturgia en el latín de todos, tanto más cuando devino, andando el tiempo, lengua de nadie. Es verdad que la lengua latina –y, por consiguiente, la liturgia tridentina- se convirtieron en extrañas a un pueblo que no las entendía. Pero, por eso mismo, se volvieron símbolo de pertenencia a una unidad más amplia. Por su misma ajenidad, por la distancia con lo de todos los días.
Por otra parte, es legítimo preguntarse si, a veces, lo que se oye en la propia lengua se entiende por ese solo hecho. El Vaticano II quiso acercar la Iglesia al mundo. A un mundo que ya no hablaba en latín. ¿Lo consiguió?
Me temo que lo único que está claro es que, tras el campeón de la imagen, ocupa la silla de Pedro un intelectual de hondas preocupaciones. Alguien que atiende a los símbolos y cita a los emperadores de Bizancio. Que me perdone su Santidad, pero su reino sí que no es de este mundo. Le alabo el gusto, eso sí.
2 Comments:
Pues hablando de Mordor, todos los frikis que se compran el diccionario de los anillos o el arbol genealógico de la prima de los trolls, les parecerá antinatural lo del latín pero si no eres católico ¿Qué más te da que la den en caló o en birmano?
las tendrían que dar en Esperanto para que así no se enterara ni dios.
By Anónimo, at 5:59 p. m.
El Papa no ha propuesto que se recupere el rito tridentino, o por lo menos no lo ha hecho como Papa. Si que es cierto que cuando era cardenal escribió bastante sobre la conveniencia de darle más relevancia.
De momento muchos medios de comunicación han dado como noticia cierta y hecha lo que se llama el "indulto universal" para el rito tridentino. Esto significa que tal rito podrá ser celebrado por cualquier sacerdote sin necesidad previa de un permiso del obispo de la diócesis tal como ocurre ahora. De momento el Papa no ha publicado absolutamente nada al respecto, de modo que resulta algo "aventurado" afirmar lo contrario.
Y por cierto, que ya Juan Pablo II exhortó a los obispos del mundo a dar mayor relevancia al rito tridentino.
El rito tridentino no ha sido el único "patrón litúrgico vigente en la Iglesia Latina desde el Concilio de Trento". Existen muchos otros ritos (p.ej. el mozárabe) que han sido igual de vigentes, si bien no tan populares.
La expresión "misa de culo y en latín" no creo que la conozcan más de 1 de cada 10 personas que asisten a misa un domingo cualquiera (y probablemente esté siendo generoso). El ministro no daba la espalda a los fieles (no mas que el que estaba en un banco daba la espalda al de detrás) sino que más bien daba la cara a Dios, junto al resto de la congregación.
No existe una rígida separación entre el oficiante y los asistentes. Todos juntos participaban del Santo Sacrificio en comunidad, que dirigía el sacerdote. Lo mismo que hoy en dia. Por lo demás convendría aclarar que se entiende por "participar" en la misa.
El rito tridentino no es mantenido por cismáticos lefevrianos. Es cierto que estos lo celebran, pero no es menos cierto que otros muchos católicos en total comunión con Roma también lo celebran. Sin ir más lejos en la Iglesia de San Luis de los Franceses (C/Lagasca de Madrid) se celebra todos los domingos a las 19.00 horas con permiso del cardenal arzobispo. Te sugiero que pases por allí algún dia y hables con el Padre Raul, un sacerdote argentino muy simpático y que tiene de lefebriano lo que yo de chino. Sin duda estará encantado de informate convenientemente.
La teoría del limbo nunca ha pasado de ser más que eso, una teoría. Jamás ha sido elevado a la categoría de dogma ni por el pueblo católico ni por la Iglesia. No creo que haya ningún católico que haga una cuestión personal de fé y de conciencia de este asunto. El limbo no es más que una anécdota dentro del corpus doctrinal católico. La noticia ha pasado poco menos que desapercibida entre los católicos corrientes que se toman en serio su religión.
A la luz de las anteriores correciones que demuestran lo poco que se conoce aqui ciertas cuestiones de la Iglesia no sorprende en absoluto lo tópico y desviado de los tres últimos párrafos.
By Embajador, at 2:44 a. m.
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