¿UN PARTIDO LIBERAL? QUIZÁ NO AHORA
En este artículo, Josep Mª Fàbregas expone claramente la, a mi juicio, idea esencial para entender el proceso político que está teniendo lugar en España desde 2004. De manera similar, y perdón por la autocita, un servidor ya había llegado a la misma conclusión, o muy parecida (aquí y aquí, por poner un par de ejemplos recientes). La cuestión es la siguiente: la victoria por mayoría absoluta del Partido Popular en el año 2000 llevó al mundo de la izquierda poco menos que a un ataque de nervios, entendiendo que aquello rebasaba, con mucho, el límite de lo tolerable. A partir de ahí, se lanza el proyecto de la “segunda transición”, destinada fundamentalmente a crear un orden jurídico-institucional en el que no sea posible, de ninguna manera, que se instaure una verdadera democracia de alternancia. El máximo tolerable se sitúa en esporádicos, breves, períodos de gobierno de la oposición.
Fàbregas liga este estado de cosas a un prejuicio en esencia ideológico, a la pervivencia del antifranquismo como leit motiv de la izquierda y la no aceptación, por sistema, de la derecha, a la que no se conceden credenciales democráticas. De ahí estas constantes apelaciones a la necesidad de “otra derecha”, etc. La izquierda se cree con todo el derecho de juzgar qué es lo que debe pensar la derecha y cómo debe actuar si es que quiere recibir el marchamo democrático, cuya concesión, por lo visto, le compete en exclusiva.
Es cierto que lo anterior existe, sobre todo entre el izquierdismo de base y cierta intelectualidad de izquierdas. Es ese poso de intolerancia lo que, para algunos, hace que el voto a la derecha se convierta en una suerte de apostasía. Para el votante socialista, dejar de votar a su partido, haga lo que haga, equivale a dejar de ser bueno, a volverse abyecto. Por eso no tiene un sentido excesivo intentar, en muchas ocasiones, que el convencido “caiga en la cuenta” de nada.
Pero tampoco hay que descartar, desde luego, el más crudo cálculo político, sobre todo por parte de las dirigencias. Se pretende evitar que exista alternativa, lisa y llanamente, porque se quiere seguir gozando del poder, a ser posible para siempre. Naturalmente que los dirigentes del Partido Socialista, por ejemplo, son conscientes de que el franquismo está más que muerto y, por tanto, de que el antifranquismo no puede ser la actitud inspiradora de nada. Esto es tan evidente como que –según hay sobradas pruebas- son conscientes, plenamente, de los enormes riesgos de la estrategia del zapaterismo. Pero tampoco tienen ningún interés en la estabilidad del país o en la democracia per se. El sistema ha de ser cambiado no porque sea malo, sino porque no les garantiza el usufructo permanente de las instituciones. Y están dispuestos a pagar un precio muy alto, si es necesario, para obtener semejante rédito. Así de simple.
Esto, y sólo esto, es lo que hay detrás de la “segunda transición” y los subprocesos que la integran, porque no existe, o no existía, ninguna demanda real ampliamente compartida que los justifique. Nadie, salvo los que nunca los han aceptado ni, previsiblemente, los aceptarán, cuestionaba seriamente la viabilidad de los acuerdos básicos en los que se venía fundando nuestra convivencia. Los consensos básicos de 1978 están en trance de revisión, por la elemental razón de que, de su mantenimiento, se derivan resultados indeseados, como la posibilidad real de que la derecha gobierne, en promedio, tantos años como la izquierda.
¿A qué toda esta reflexión? Viene al caso todo esto porque no deja de ser cierto que, con independencia de lo que diga la izquierda –incluso por alguna de las razones aducidas desde la propia izquierda, por qué no-, sería muy deseable que la derecha cambiara. Es evidente que, sobre todo en el mundillo liberal, hay una insatisfacción de fondo con el PP –la única derecha realmente existente-, que lleva a algunos a reclamar la reedición del viejo sueño, animados, quizá por experiencias como la de Ciudadanos de Cataluña, de un partido liberal en España.
Pues bien, estando yo claramente a favor de tal proyecto –sí, quisiera que ese partido existiera, más que nada porque no tengo muchas esperanzas de que el PP llegue, en efecto, a transformarse en un partido liberal-, creo que no es oportuno, precisamente por la coyuntura descrita más arriba. Primero, la democracia efectiva y la estabilidad del marco institucional, luego se verá.
Hoy por hoy, hemos de aceptar que nos vemos obligados a elegir entre males. Si se comparte el diagnóstico que acabo de exponer –y es evidente que no todo el mundo lo comparte, lo cual es muy respetable- se concluye que no estamos en trance de escoger, como hace todo el mundo civilizado, entre gobiernos. Nuestro problema es que hemos de elegir entre regímenes, entre mundos. Hemos de conseguir que la izquierda española se vuelva plenamente democrática, y eso sólo es posible mediando su desalojo del poder por tiempo suficiente como para que se desencadenen procesos de cambio en su seno que, evidentemente, no sucedieron en los ocho años de gobierno del PP (más bien sucedió todo lo contrario, es cierto, no sólo no se produjo una aceptación plena de las reglas del juego democrático sino que se asumieron el liderazgo quienes de ningún modo están por la labor). Esto es duro de aceptar, porque es duro descubrir que, al cabo de más de treinta años, se encuentra uno como al principio, poco más o menos, pero es la realidad que nos ha tocado vivir. Y la única herramienta que tenemos para operar ese cambio es el PP. Es una herramienta poco precisa, nada fiable y que no ofrece ninguna garantía de funcionar, pero esto es, también, un dato de la realidad.
La única razón que verdaderamente justificaría, como urgencia histórica inaplazable, la creación de una alternativa es, por el contrario, que el PP pretendiera encontrar “su lugar” en el nuevo sistema. Es un suicidio porque ese lugar no existe (véase lo que sucede en estos días en Cataluña y se verá, a las claras, cuál es el único partido excluido del ámbito de lo aceptable – y esto sólo es un anticipo de lo que pueden llegar a sufrir en las autonómicas de otoño), pero parece claro que hay quien piensa lo contrario en el seno de ese partido, y se trata de gente influyente. Naturalmente, es posible que no compartan el análisis que otros, como Vidal-Quadras (defensor, abiertamente, de un nuevo pacto constitucional) hacen, bien porque no perciban la gravedad de la situación, bien porque crean que el empeño del socialismo es imposible y que siempre les quedará un hueco en el nuevo esquema, cualquiera que este sea.
Si eso sucede, si, finalmente, también el PP abandona, o no asume con claridad, la defensa de una serie de principios mínimos –que no son nada esotérico, sino simplemente los reconocidos en el frontispicio de la Constitución y, desde luego, el protagonismo del ciudadano-, si también el PP se pasa a la “España de los territorios”, habrá llegado el momento de echar el resto e intentarlo por nuestra cuenta.
Fàbregas liga este estado de cosas a un prejuicio en esencia ideológico, a la pervivencia del antifranquismo como leit motiv de la izquierda y la no aceptación, por sistema, de la derecha, a la que no se conceden credenciales democráticas. De ahí estas constantes apelaciones a la necesidad de “otra derecha”, etc. La izquierda se cree con todo el derecho de juzgar qué es lo que debe pensar la derecha y cómo debe actuar si es que quiere recibir el marchamo democrático, cuya concesión, por lo visto, le compete en exclusiva.
Es cierto que lo anterior existe, sobre todo entre el izquierdismo de base y cierta intelectualidad de izquierdas. Es ese poso de intolerancia lo que, para algunos, hace que el voto a la derecha se convierta en una suerte de apostasía. Para el votante socialista, dejar de votar a su partido, haga lo que haga, equivale a dejar de ser bueno, a volverse abyecto. Por eso no tiene un sentido excesivo intentar, en muchas ocasiones, que el convencido “caiga en la cuenta” de nada.
Pero tampoco hay que descartar, desde luego, el más crudo cálculo político, sobre todo por parte de las dirigencias. Se pretende evitar que exista alternativa, lisa y llanamente, porque se quiere seguir gozando del poder, a ser posible para siempre. Naturalmente que los dirigentes del Partido Socialista, por ejemplo, son conscientes de que el franquismo está más que muerto y, por tanto, de que el antifranquismo no puede ser la actitud inspiradora de nada. Esto es tan evidente como que –según hay sobradas pruebas- son conscientes, plenamente, de los enormes riesgos de la estrategia del zapaterismo. Pero tampoco tienen ningún interés en la estabilidad del país o en la democracia per se. El sistema ha de ser cambiado no porque sea malo, sino porque no les garantiza el usufructo permanente de las instituciones. Y están dispuestos a pagar un precio muy alto, si es necesario, para obtener semejante rédito. Así de simple.
Esto, y sólo esto, es lo que hay detrás de la “segunda transición” y los subprocesos que la integran, porque no existe, o no existía, ninguna demanda real ampliamente compartida que los justifique. Nadie, salvo los que nunca los han aceptado ni, previsiblemente, los aceptarán, cuestionaba seriamente la viabilidad de los acuerdos básicos en los que se venía fundando nuestra convivencia. Los consensos básicos de 1978 están en trance de revisión, por la elemental razón de que, de su mantenimiento, se derivan resultados indeseados, como la posibilidad real de que la derecha gobierne, en promedio, tantos años como la izquierda.
¿A qué toda esta reflexión? Viene al caso todo esto porque no deja de ser cierto que, con independencia de lo que diga la izquierda –incluso por alguna de las razones aducidas desde la propia izquierda, por qué no-, sería muy deseable que la derecha cambiara. Es evidente que, sobre todo en el mundillo liberal, hay una insatisfacción de fondo con el PP –la única derecha realmente existente-, que lleva a algunos a reclamar la reedición del viejo sueño, animados, quizá por experiencias como la de Ciudadanos de Cataluña, de un partido liberal en España.
Pues bien, estando yo claramente a favor de tal proyecto –sí, quisiera que ese partido existiera, más que nada porque no tengo muchas esperanzas de que el PP llegue, en efecto, a transformarse en un partido liberal-, creo que no es oportuno, precisamente por la coyuntura descrita más arriba. Primero, la democracia efectiva y la estabilidad del marco institucional, luego se verá.
Hoy por hoy, hemos de aceptar que nos vemos obligados a elegir entre males. Si se comparte el diagnóstico que acabo de exponer –y es evidente que no todo el mundo lo comparte, lo cual es muy respetable- se concluye que no estamos en trance de escoger, como hace todo el mundo civilizado, entre gobiernos. Nuestro problema es que hemos de elegir entre regímenes, entre mundos. Hemos de conseguir que la izquierda española se vuelva plenamente democrática, y eso sólo es posible mediando su desalojo del poder por tiempo suficiente como para que se desencadenen procesos de cambio en su seno que, evidentemente, no sucedieron en los ocho años de gobierno del PP (más bien sucedió todo lo contrario, es cierto, no sólo no se produjo una aceptación plena de las reglas del juego democrático sino que se asumieron el liderazgo quienes de ningún modo están por la labor). Esto es duro de aceptar, porque es duro descubrir que, al cabo de más de treinta años, se encuentra uno como al principio, poco más o menos, pero es la realidad que nos ha tocado vivir. Y la única herramienta que tenemos para operar ese cambio es el PP. Es una herramienta poco precisa, nada fiable y que no ofrece ninguna garantía de funcionar, pero esto es, también, un dato de la realidad.
La única razón que verdaderamente justificaría, como urgencia histórica inaplazable, la creación de una alternativa es, por el contrario, que el PP pretendiera encontrar “su lugar” en el nuevo sistema. Es un suicidio porque ese lugar no existe (véase lo que sucede en estos días en Cataluña y se verá, a las claras, cuál es el único partido excluido del ámbito de lo aceptable – y esto sólo es un anticipo de lo que pueden llegar a sufrir en las autonómicas de otoño), pero parece claro que hay quien piensa lo contrario en el seno de ese partido, y se trata de gente influyente. Naturalmente, es posible que no compartan el análisis que otros, como Vidal-Quadras (defensor, abiertamente, de un nuevo pacto constitucional) hacen, bien porque no perciban la gravedad de la situación, bien porque crean que el empeño del socialismo es imposible y que siempre les quedará un hueco en el nuevo esquema, cualquiera que este sea.
Si eso sucede, si, finalmente, también el PP abandona, o no asume con claridad, la defensa de una serie de principios mínimos –que no son nada esotérico, sino simplemente los reconocidos en el frontispicio de la Constitución y, desde luego, el protagonismo del ciudadano-, si también el PP se pasa a la “España de los territorios”, habrá llegado el momento de echar el resto e intentarlo por nuestra cuenta.
3 Comments:
Un post lleno de sentido común. Valdría la pena que algunos liberales lo leyeran con atención. El que quiera, que se dé por aludido.
Enhorabuena
By more, at 7:06 p. m.
Pero será un partido liberal en la línea Haider, me temo. Para eso es mejor el PP. Otra cosa sería un partido bisagra como el liberal alemán (centro-derecha) o radical-liberal como el partido de Emma Bonino. Lo más probable, y siendo muy complicado, es que los liberales menos conservadores -en la línea progresista y laicista de JJ.LL- puedan confluir con su propia identidad en el nuevo partido de Arcadi Espada y los más conservadores -no liberales- sigan resisistiendo en la "corriente" de Losantos y Zaplana. El último podría aportar mucha gente en Valencia y pasta para comenzar, pero insisto que puede salir una cosa muy carca, muy Haider, nada liberal en el sentido de los partidos liberales europeos de toda la vida. Sinceramente creo que al final Esperanza Aguirre o Ciutadans recogerán a los liberales con ganas de entrar en política. Los menos matarán el gusanillo en la red, con sus blogs, sus miniredes...
By Anónimo, at 10:54 a. m.
Progresista, se ve que no has leído bien el artículo, ya que estás clasificando en dónde debería estar los partidos y cómo deberían ser.
Losantos muy cercano a línea Haider, sí, por eso ha declarado en público que si viviese en Cataluña votaría a Ciudadanos.
Calificas a Zaplana como no liberal y sin embargo a JJLL como liberales de toda la vida. Leete un poco la biografía del sr. Zaplana y verás su trayectoria liberal (aunque, claro, parece que ahora el liberal en España es ZP, que diarrea).
Y al final Aguirre con ciudadanos y en frente de Zaplana, y FJL. Bueno, la repera. Me parece que todos ellos están más cercanos unos de otros de lo que te crees y comparten lo que podría ser único ideario liberal en España (bueno, ya sé cómo son, pero los socialistas son socialistas y el resto del PP democristianos, alguno debe destacar aunque sea por muy poquito).
By Anónimo, at 7:13 p. m.
Publicar un comentario
<< Home