TAN DURO COMO LA REALIDAD
Rajoy ha dado dos pasos muy importantes esta semana en la definición de su alternativa política. Aún resuenan en los oídos de todos sus terribles palabras de anteayer en el Congreso de los Diputados. Terribles, pero justificadas, me temo, y ojalá no lo fueran. Pero tampoco conviene soslayar, aunque haya tenido mucho menos eco mediático, su intervención en una reciente entrevista en Onda Cero, acerca de la necesidad de un nuevo pacto constitucional, por caducidad del de 1978. Vino a decir que el presente texto empieza a mostrar sus insuficiencias, que es una manera elegante de decir que ha perdido vigencia, sin entrar en las auténticas razones.
Las palabras del líder del Partido Popular provocan vértigo y temor. Y es lógico que así sea. Todos tenemos rechazo al conflicto, a la incomodidad que ello supone, pese a que el conflicto es consustancial a la vida en una sociedad, y más en una sociedad democrática. En el caso de la derecha española, ese miedo al conflicto alcanza niveles patológicos o, más exactamente, lo que alcanza niveles patológicos es el temor a ser acusados de provocarlo. La desazón del aznarismo tardío estuvo muy asociada a eso, las decisiones presidenciales causaban tensión, y es la tensión lo que resultaba insostenible, más allá de que las decisiones fueran buenas o malas (a título de ejemplo, todo el mundo se llevaba las manos a la cabeza por el ataque de ira de los nacionalistas vascos “empujados” hacia el Plan Ibarretxe, sin que nadie se parara a pensar que, a lo mejor –y digo sólo “a lo mejor”-, que los nacionalistas vascos estén muy cabreados es una condición sine qua non para que los demás podamos llevar una existencia decente, en un estado de derecho digno de tal nombre). Margaret Thatcher se hubiera encontrado en el PP más sola que la una, me temo –aunque es de suponer que, a la vista de lo que hizo con los todopoderosos sindicatos británicos, la Thatcher, con una mano atada a la espalda y abandonada por su partido, hubiera podido dejar a la izquierda española extraparlamentaria.
Pues habrá que aprender a vivir con ello, qué le vamos a hacer. Hay ocasiones en las que la vida nos da los caminos trazados. Porque lo que ha hecho Rajoy, me temo, es decir que se niega a ir a una fiesta a la que nadie tenía la más mínima intención de invitarle, como no fuera para que lavara los platos.
En la cuestión del “proceso” es más que evidente que, desoyendo los consejos de algunos adláteres sensatos y, sobre todo, haciendo oídos sordos al sentido común, Zapatero no encuentra, no ha encontrado prioritario el respaldo del PP. Es más, diríase que está mucho más a gusto sin él, en la medida en que tiene a quien endosar el fracaso. Ese, creo, es el miedo fundamental de los consejeros áulicos de Génova, 13: si el “proceso” es un éxito (calificativo, en sí, difícil de concretar) no estarán en grado de compartirlo, y si es un fracaso (esto sí es fácil de entender) habrán de pechar con las culpas. Se conoce que más de veinticinco años de lidia con el socialismo español no han sido suficientes para que algunos caigan en la cuenta de que ese será el escenario pase lo que pase – o, al menos, se intentará que lo sea. La historia enseña que las almas generosas no se imponen, a la larga, en las filas de la izquierda. Por importante que fuera la colaboración del PP a esta cuestión –y, recordemos que, si existe alguna “ventana de oportunidad” se debe, única y exclusivamente, a la eficacia de la política que Zapatero se está ocupando ahora de desmontar, incluida, por supuesto, esa ley que está derogando por vía de hecho- se le negaría el pan y la sal y, desde luego, se le imputarán cuantos tropiezos se produzcan.
En el terreno constitucional ocurre tres cuartos de lo mismo. No es que la vigencia del Pacto del 78 haya decaído porque sí. El mero paso del tiempo, sin duda, lo ha erosionado, pero en absoluto lo ha invalidado. La Constitución podría seguir rigiendo nuestra vida colectiva durante muchos años sin necesidad de excesivos retoques.
Es, pues, simplemente, que ciertas actitudes y comportamientos equivalen a una denuncia unilateral del Acuerdo. Denuncia que es lícita –rectius, que sería lícita si se expresara públicamente y en los debidos términos-. Todo el mundo tiene derecho a proponer reformas constitucionales, porque todo el mundo tiene derecho a tener su propia idea de España (incluso ninguna idea). Pero, claro, no debería haber inconveniente en admitir que la derecha española también.
No se puede pretender que un pacto vincule sólo a una parte, mientras otras son libres para denunciarlo sin restricción alguna. Parece de sentido común. Si, además, las propuestas son sensatas y vienen avaladas por la autoridad del Consejo de Estado, mejor que mejor. La propuesta de Rajoy debería complacer no sólo a su propia gente, sino a la mayoría de los socialdemócratas honrados, puesto que está en línea con su ideario. Sinceramente, el que suscribe iría mucho más lejos en sus propuestas de lo que va el gallego.
Rajoy parece haber entendido que existe un nexo claro entre la supervivencia del PP como formación política y la pervivencia, o el arraigo de una vez por todas, en España de un estado de derecho –todos los términos son importantes, que España siga siendo un estado y, además, lo sea de derecho-. Cuando Zapatero o monseñor Uriarte cantan las virtudes de la flexibilidad –la famosa cintura- no lo hacen sólo desde una concepción de principios políticos, todo lo discutibles que se quiera, pero abstractos, sino por su muy concreta conveniencia. Un ejemplo gráfico: sólo en el mundo “flexible” de Zapatero y Uriarte los derechos del Mundial pueden terminar en manos de Polanco, cualquiera que sea el iter que sigan; sólo en el mundo “flexible” de Zapatero y Uriarte es posible que, en pocas horas, Jone Goiricelaya, Arnaldo Otegi y Gerry Adams se mofen abiertamente de la ley española y se permitan el lujo de decir que sólo el PP y “la derecha francesa” la consideran vigente (y además sea verdad).
En sentido contrario, un verdadero estado de derecho, donde la ley esté por encima de todos y quien proponga su “interpretación flexible”, de perseverar en exceso, termine en la cárcel, que es su sitio, debería ser la aspiración de la derecha democrática. Aspiración que se justifica en su propia nobleza pero, por si ello no bastara, también en su conveniencia, por razones exactamente contrarias a las anteriormente citadas respecto a la izquierda. La ley protege al débil, y el débil, en la España de hoy, no es Batasuna, no es el nacionalismo y tampoco, desde luego, es Polanco. El débil, en la España de hoy, es el ciudadano medio, es el pagador de impuestos, es aquel que no pertenece a ninguna minoría ni grupo de presión, el que no tiene el calor del amparo de ninguna secta subvencionada, es el que paga incluso por sus menores faltas sin miramientos de ningún tipo... paradojas de la vida, es la mayoría.
La derecha española está mal preparada para un combate con reglas, con lo que es perfectamente imaginable lo que puede ser de ella en una pelea sin norma alguna a la que atenerse. Al defenderse a sí misma se convierte en la única y verdadera defensora de los auténticos débiles. Buen papel si se sabe asumir, aunque poco apto para gentes demasiado impresionables.
Las palabras del líder del Partido Popular provocan vértigo y temor. Y es lógico que así sea. Todos tenemos rechazo al conflicto, a la incomodidad que ello supone, pese a que el conflicto es consustancial a la vida en una sociedad, y más en una sociedad democrática. En el caso de la derecha española, ese miedo al conflicto alcanza niveles patológicos o, más exactamente, lo que alcanza niveles patológicos es el temor a ser acusados de provocarlo. La desazón del aznarismo tardío estuvo muy asociada a eso, las decisiones presidenciales causaban tensión, y es la tensión lo que resultaba insostenible, más allá de que las decisiones fueran buenas o malas (a título de ejemplo, todo el mundo se llevaba las manos a la cabeza por el ataque de ira de los nacionalistas vascos “empujados” hacia el Plan Ibarretxe, sin que nadie se parara a pensar que, a lo mejor –y digo sólo “a lo mejor”-, que los nacionalistas vascos estén muy cabreados es una condición sine qua non para que los demás podamos llevar una existencia decente, en un estado de derecho digno de tal nombre). Margaret Thatcher se hubiera encontrado en el PP más sola que la una, me temo –aunque es de suponer que, a la vista de lo que hizo con los todopoderosos sindicatos británicos, la Thatcher, con una mano atada a la espalda y abandonada por su partido, hubiera podido dejar a la izquierda española extraparlamentaria.
Pues habrá que aprender a vivir con ello, qué le vamos a hacer. Hay ocasiones en las que la vida nos da los caminos trazados. Porque lo que ha hecho Rajoy, me temo, es decir que se niega a ir a una fiesta a la que nadie tenía la más mínima intención de invitarle, como no fuera para que lavara los platos.
En la cuestión del “proceso” es más que evidente que, desoyendo los consejos de algunos adláteres sensatos y, sobre todo, haciendo oídos sordos al sentido común, Zapatero no encuentra, no ha encontrado prioritario el respaldo del PP. Es más, diríase que está mucho más a gusto sin él, en la medida en que tiene a quien endosar el fracaso. Ese, creo, es el miedo fundamental de los consejeros áulicos de Génova, 13: si el “proceso” es un éxito (calificativo, en sí, difícil de concretar) no estarán en grado de compartirlo, y si es un fracaso (esto sí es fácil de entender) habrán de pechar con las culpas. Se conoce que más de veinticinco años de lidia con el socialismo español no han sido suficientes para que algunos caigan en la cuenta de que ese será el escenario pase lo que pase – o, al menos, se intentará que lo sea. La historia enseña que las almas generosas no se imponen, a la larga, en las filas de la izquierda. Por importante que fuera la colaboración del PP a esta cuestión –y, recordemos que, si existe alguna “ventana de oportunidad” se debe, única y exclusivamente, a la eficacia de la política que Zapatero se está ocupando ahora de desmontar, incluida, por supuesto, esa ley que está derogando por vía de hecho- se le negaría el pan y la sal y, desde luego, se le imputarán cuantos tropiezos se produzcan.
En el terreno constitucional ocurre tres cuartos de lo mismo. No es que la vigencia del Pacto del 78 haya decaído porque sí. El mero paso del tiempo, sin duda, lo ha erosionado, pero en absoluto lo ha invalidado. La Constitución podría seguir rigiendo nuestra vida colectiva durante muchos años sin necesidad de excesivos retoques.
Es, pues, simplemente, que ciertas actitudes y comportamientos equivalen a una denuncia unilateral del Acuerdo. Denuncia que es lícita –rectius, que sería lícita si se expresara públicamente y en los debidos términos-. Todo el mundo tiene derecho a proponer reformas constitucionales, porque todo el mundo tiene derecho a tener su propia idea de España (incluso ninguna idea). Pero, claro, no debería haber inconveniente en admitir que la derecha española también.
No se puede pretender que un pacto vincule sólo a una parte, mientras otras son libres para denunciarlo sin restricción alguna. Parece de sentido común. Si, además, las propuestas son sensatas y vienen avaladas por la autoridad del Consejo de Estado, mejor que mejor. La propuesta de Rajoy debería complacer no sólo a su propia gente, sino a la mayoría de los socialdemócratas honrados, puesto que está en línea con su ideario. Sinceramente, el que suscribe iría mucho más lejos en sus propuestas de lo que va el gallego.
Rajoy parece haber entendido que existe un nexo claro entre la supervivencia del PP como formación política y la pervivencia, o el arraigo de una vez por todas, en España de un estado de derecho –todos los términos son importantes, que España siga siendo un estado y, además, lo sea de derecho-. Cuando Zapatero o monseñor Uriarte cantan las virtudes de la flexibilidad –la famosa cintura- no lo hacen sólo desde una concepción de principios políticos, todo lo discutibles que se quiera, pero abstractos, sino por su muy concreta conveniencia. Un ejemplo gráfico: sólo en el mundo “flexible” de Zapatero y Uriarte los derechos del Mundial pueden terminar en manos de Polanco, cualquiera que sea el iter que sigan; sólo en el mundo “flexible” de Zapatero y Uriarte es posible que, en pocas horas, Jone Goiricelaya, Arnaldo Otegi y Gerry Adams se mofen abiertamente de la ley española y se permitan el lujo de decir que sólo el PP y “la derecha francesa” la consideran vigente (y además sea verdad).
En sentido contrario, un verdadero estado de derecho, donde la ley esté por encima de todos y quien proponga su “interpretación flexible”, de perseverar en exceso, termine en la cárcel, que es su sitio, debería ser la aspiración de la derecha democrática. Aspiración que se justifica en su propia nobleza pero, por si ello no bastara, también en su conveniencia, por razones exactamente contrarias a las anteriormente citadas respecto a la izquierda. La ley protege al débil, y el débil, en la España de hoy, no es Batasuna, no es el nacionalismo y tampoco, desde luego, es Polanco. El débil, en la España de hoy, es el ciudadano medio, es el pagador de impuestos, es aquel que no pertenece a ninguna minoría ni grupo de presión, el que no tiene el calor del amparo de ninguna secta subvencionada, es el que paga incluso por sus menores faltas sin miramientos de ningún tipo... paradojas de la vida, es la mayoría.
La derecha española está mal preparada para un combate con reglas, con lo que es perfectamente imaginable lo que puede ser de ella en una pelea sin norma alguna a la que atenerse. Al defenderse a sí misma se convierte en la única y verdadera defensora de los auténticos débiles. Buen papel si se sabe asumir, aunque poco apto para gentes demasiado impresionables.
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