REFERENDOS Y PLEBISCITOS
Miquel Iceta, responsable de no sé qué en el PSC (¿ideas felices, quizá?) declaró no hace mucho que no entendía por qué todo hijo de vecino –la COPE incluida, claro- puede decir lo que le dé la gana sobre el referéndum del estatuto y el propio Gobierno de Cataluña, no. Si la memoria no me falla, y para que no falte el tinte esperpéntico que, últimamente, adorna a todo lo que viene de la tierra del seny, ocurre que los de ERC, muñidores de la campaña “pro” del Gobierno son ahora muy críticos de la misma.
No es de extrañar que el señor Iceta no lo entienda, y creo que es una soberana pérdida de tiempo pretender que algunos señeros representantes de la izquierda entiendan qué es, qué significa y cómo funciona la democracia liberal de mercado (la única democracia realmente existente). Pero sí merece la pena reflexionar un poco sobre el asunto.
Los referendos, a poco que se abandone el prejuicio –no sé si llamarlo romántico- de la bondad intrínseca asociada a la intervención del “pueblo” (lo entrecomillo porque, generalmente, los abogados de la democracia directa suelen emplear “pueblo” en un sentido particular, sociológico, esto es, como si el pueblo tuviera una existencia sustantiva, como si fuera un ente capaz de sentir y querer más allá de las ficciones diseñadas ad hoc por el derecho), muestran inmediatamente sus aristas. Siendo cierto que la apelación al cuerpo electoral –concepto éste mucho más nítido que el de “pueblo”- puede, en ocasiones, ser la única vía para desbloquear un determinado debate, los referenda son peligrosos, políticamente complicados de interpretar y, además, presentan problemas de difícil solución teórica en el marco de la democracia representativa.
Todo el mecanismo de la representación política tiene como norte, en etapas sucesivas, fabricar, a partir de un ente informe y sin existencia como tal –el pueblo como agregado de individuos-, en el que es imposible hallar nada parecido a una voluntad, el querer, la unidad de acción que caracteriza al Estado como persona jurídica, esta sí, con voluntad propia. Para ello, a través de diversos mecanismos, es necesario postular un pueblo jurídicamente operativo, que no es otro que el cuerpo electoral y, por intermediación de los partidos políticos, crear un centro de imputación de esa voluntad estatal, que es el parlamento. En nuestro sistema, además, del parlamento emana el órgano de dirección, que es el Gobierno.
A estas alturas, Iceta ya se ha perdido, seguro, y Llamazares, y todos los nacionalistas. Dando por irremediables esas bajas, continuemos con el razonamiento. El referéndum, cuando es decisivo –también cuando es consultivo, no por razones estrictamente jurídicas, pero sí por razones políticas- supone una excepción al mecanismo anterior. Por el motivo que sea, y que no nos interesa ahora, se considera que hay asuntos en los que la formación de la voluntad del Estado no puede seguir el curso ordinario, sino que debe apelarse al cuerpo electoral para obtener una decisión no intermediada por la esfera propiamente estatal.
Esto es, cuando se somete la decisión al cuerpo electoral, los órganos del estado –los poderes constituidos- se abstienen, como tales, de actuar. Ha de ser así porque, de lo contrario, se produce una mezcla indeseable entre dos procedimientos de decisión que son alternativos. Lógicamente, el cuerpo electoral no funciona por sí mismo, ya que su diversidad es aún excesiva, y hay que recurrir, por tanto, a los órganos de enlace entre la esfera del estado y la esfera del ciudadano, que no son otros que los partidos políticos y todos los demás elementos que contribuyen a formar opinión.
Como Iceta es incapaz de distinguir el Gobierno de Cataluña de los partidos que lo forman y los grupos de interés que lo sostienen, le resulta inasequible el paso lógico anterior. Por eso no entiende por qué la COPE, o el PSC como tal partido sí pueden participar en el debate de formación de la opinión y el Govern no.
Hasta aquí la teoría y, si se quiere, la puridad jurídico-política. Vamos ahora a la política real. Dicho todo lo anterior, es perfectamente posible –porque así sucede, de hecho- que un Gobierno entre en la lucha por la formación de la opinión. Así lo está haciendo el Gobierno de Cataluña que, como tal Gobierno, hace cuanto puede por propugnar el “sí”. Pues bien, eso tiene consecuencias políticas.
Al involucrarse el Gobierno, de manera decidida, en la promoción de una posibilidad determinada, convierte el referéndum en un plebiscito. En una suerte de moción de confianza incluso más inapelable que la parlamentaria. Si un gobierno liga su suerte a un determinado proyecto, se arriesga a ser desautorizado por el cuerpo electoral, lo cual crea una situación política tan insostenible que sólo tiene una salida: la dimisión inmediata y la convocatoria de nuevos comicios. No se puede, no se debe, participar en un juego sin aceptar todas sus reglas. La sanción por violar las reglas jurídicas –amén de las posibles que adopte la Administración responsable- es una clara contaminación política, que, por pura decencia, puede conducir a consecuencias indeseadas.
De hecho, el gran inconveniente de los referenda es que la contaminación puede producirse incluso cuando el Gobierno es escrupuloso. Ya decíamos que no es oro todo lo que reluce so capa de la bienaventurada democracia directa, ni mucho menos.
En el caso que nos ocupa, todo el debate es poco trascendente, porque quien convoca es un gobierno muerto. En el colmo de la excentricidad, un Gobierno, ya cadáver, que acaba de morir por desacuerdo sobre el asunto, intenta promover un “sí” desde la ultratumba.
No es de extrañar que el señor Iceta no lo entienda, y creo que es una soberana pérdida de tiempo pretender que algunos señeros representantes de la izquierda entiendan qué es, qué significa y cómo funciona la democracia liberal de mercado (la única democracia realmente existente). Pero sí merece la pena reflexionar un poco sobre el asunto.
Los referendos, a poco que se abandone el prejuicio –no sé si llamarlo romántico- de la bondad intrínseca asociada a la intervención del “pueblo” (lo entrecomillo porque, generalmente, los abogados de la democracia directa suelen emplear “pueblo” en un sentido particular, sociológico, esto es, como si el pueblo tuviera una existencia sustantiva, como si fuera un ente capaz de sentir y querer más allá de las ficciones diseñadas ad hoc por el derecho), muestran inmediatamente sus aristas. Siendo cierto que la apelación al cuerpo electoral –concepto éste mucho más nítido que el de “pueblo”- puede, en ocasiones, ser la única vía para desbloquear un determinado debate, los referenda son peligrosos, políticamente complicados de interpretar y, además, presentan problemas de difícil solución teórica en el marco de la democracia representativa.
Todo el mecanismo de la representación política tiene como norte, en etapas sucesivas, fabricar, a partir de un ente informe y sin existencia como tal –el pueblo como agregado de individuos-, en el que es imposible hallar nada parecido a una voluntad, el querer, la unidad de acción que caracteriza al Estado como persona jurídica, esta sí, con voluntad propia. Para ello, a través de diversos mecanismos, es necesario postular un pueblo jurídicamente operativo, que no es otro que el cuerpo electoral y, por intermediación de los partidos políticos, crear un centro de imputación de esa voluntad estatal, que es el parlamento. En nuestro sistema, además, del parlamento emana el órgano de dirección, que es el Gobierno.
A estas alturas, Iceta ya se ha perdido, seguro, y Llamazares, y todos los nacionalistas. Dando por irremediables esas bajas, continuemos con el razonamiento. El referéndum, cuando es decisivo –también cuando es consultivo, no por razones estrictamente jurídicas, pero sí por razones políticas- supone una excepción al mecanismo anterior. Por el motivo que sea, y que no nos interesa ahora, se considera que hay asuntos en los que la formación de la voluntad del Estado no puede seguir el curso ordinario, sino que debe apelarse al cuerpo electoral para obtener una decisión no intermediada por la esfera propiamente estatal.
Esto es, cuando se somete la decisión al cuerpo electoral, los órganos del estado –los poderes constituidos- se abstienen, como tales, de actuar. Ha de ser así porque, de lo contrario, se produce una mezcla indeseable entre dos procedimientos de decisión que son alternativos. Lógicamente, el cuerpo electoral no funciona por sí mismo, ya que su diversidad es aún excesiva, y hay que recurrir, por tanto, a los órganos de enlace entre la esfera del estado y la esfera del ciudadano, que no son otros que los partidos políticos y todos los demás elementos que contribuyen a formar opinión.
Como Iceta es incapaz de distinguir el Gobierno de Cataluña de los partidos que lo forman y los grupos de interés que lo sostienen, le resulta inasequible el paso lógico anterior. Por eso no entiende por qué la COPE, o el PSC como tal partido sí pueden participar en el debate de formación de la opinión y el Govern no.
Hasta aquí la teoría y, si se quiere, la puridad jurídico-política. Vamos ahora a la política real. Dicho todo lo anterior, es perfectamente posible –porque así sucede, de hecho- que un Gobierno entre en la lucha por la formación de la opinión. Así lo está haciendo el Gobierno de Cataluña que, como tal Gobierno, hace cuanto puede por propugnar el “sí”. Pues bien, eso tiene consecuencias políticas.
Al involucrarse el Gobierno, de manera decidida, en la promoción de una posibilidad determinada, convierte el referéndum en un plebiscito. En una suerte de moción de confianza incluso más inapelable que la parlamentaria. Si un gobierno liga su suerte a un determinado proyecto, se arriesga a ser desautorizado por el cuerpo electoral, lo cual crea una situación política tan insostenible que sólo tiene una salida: la dimisión inmediata y la convocatoria de nuevos comicios. No se puede, no se debe, participar en un juego sin aceptar todas sus reglas. La sanción por violar las reglas jurídicas –amén de las posibles que adopte la Administración responsable- es una clara contaminación política, que, por pura decencia, puede conducir a consecuencias indeseadas.
De hecho, el gran inconveniente de los referenda es que la contaminación puede producirse incluso cuando el Gobierno es escrupuloso. Ya decíamos que no es oro todo lo que reluce so capa de la bienaventurada democracia directa, ni mucho menos.
En el caso que nos ocupa, todo el debate es poco trascendente, porque quien convoca es un gobierno muerto. En el colmo de la excentricidad, un Gobierno, ya cadáver, que acaba de morir por desacuerdo sobre el asunto, intenta promover un “sí” desde la ultratumba.
2 Comments:
Iceta,vicepresidente secretario y portavoz del PSC, fue el que le dijo a CIU el verano pasado que si pedian el concierto economico dentro del Estatut seria un obstaculo insalvable al consenso.
Al final, Mas se olvido del tema y luego negocio incluso las modificaciones del Estatut aprobado en el Parlament.
Los de ERC estan nerviosos porque el Pacto del Tinell se ha acabado y CIU volvera al Gobierno de la Generalitat dentro de poco.
Lo unico que cambia este vaticinio es si sale el No en el Referendum.
ERC ha hecho el payaso discutiendo lo de "nacion" y le ha movido la silla y le han quitado protagonismo.Solo volvera a tener Poder si el escenario se torna a peor.
¿Has pensado lo que hara ERC si sale el No?
By Anónimo, at 7:21 p. m.
Se me olvidaba que el escenario es tan surrealista como que a ERC le hubiera gustado abstenerse en el referendum y fue a salvar la cara a preguntar a sus bases y fueron sus bases las que les dijeron que votaran NO y en eso estan.
Otra cosa, lo de ciriticar los referenda es para este caso o tambien lo aplicarias al referendun de la constitucion europea.¿Estas diciendo que lo mejor es que se apruebe la constitucion de la UE sin referendum?Tampoco hubiera sido descabellado porque mas que constitucion es tratado pero ¿No hubieras tu criticado la burocracia y el deficit democratico de Bruselas?
By Anónimo, at 7:26 p. m.
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