NO, NO CREEN EN EL ESTADO DE DERECHO
Felipe Calderón, el candidato del PAN a la presidencia de México, expresó ayer, en una entrevista, su preocupación por la suerte que puedan correr la ley y el estado de derecho si, finalmente, el triunfador es Andrés Manuel López Obrador, el representante mexicano de ese “viento de libertad” –que tiende a llevárselo todo por delante- que ya sopla en Bolivia, aspira a hacerlo en Perú y, por supuesto, se nutre de la fuerza que anida en el caraqueño palacio de Miraflores. Sería lamentable, sí, porque poco es lo que ha avanzado México, pero muy sustancial. No sin esfuerzo, y más despacio de lo que parece, el país va despertando de la larga noche del priísmo, empeñado en la tarea titánica de construir una genuina democracia en un lugar donde no hay demócratas.
El triste barrunto de Calderón se funda en la evidencia de lo que sucede más al sur. Pero bien podía haber metido en su saca de ejemplos el vigente régimen español. La diferencia entre el zapaterismo y el chavismo es una simple cuestión de grado. La única diferencia entre la izquierda española y las latinoamericanas es que operan en sociedades con distinto grado de integración. Habrá quien piense que exagero. Ojalá fuese cierto, pero me temo que no lo es.
Alguien ha dicho no hace mucho, a propósito del caso Bono, de los continuos ataques a la independencia del Poder Judicial y, en fin, de otros tantos signos de falta de respeto por el orden constituido, que es llegar los socialistas al poder y el estado de derecho comienza a sufrir. Esto dista, claro, de ser casual o producto de la mera torpeza. El estado de derecho sufre porque entran a gobernarlo quienes tienen una concepción de él muy particular.
No nos cansaremos de repetirlo. Para un socialista, el derecho es la continuación de la política por otros medios, no el marco en el que la política se desenvuelve. Para el complejo de intereses que hoy constituye la izquierda, estructurado en torno al PSOE-Prisa y sus múltiples tentáculos en los más diversos ámbitos de la vida pública, el estado está al servicio de la mayoría.
Hemos comentado en otras ocasiones que semejante forma de entender las cosas arranca, naturalmente, de un concepto de la democracia absolutamente diverso del que tenemos los liberales. En efecto, para nosotros, la democracia, como principio legitimador, y el estado de derecho –que lleva implícita la separación de poderes- como técnica de libertad son algo meramente instrumental, algo que sólo se justifica en función de un fin, que no es otro que la protección de los derechos del individuo. Del individuo al estado se llega, pues, por una construcción deductiva, en el que cada paso está subordinado al anterior.
La regla de la mayoría, por ejemplo, no es más que un imperfecto mecanismo de formación de una voluntad general a partir de voluntades individuales, hoy por hoy carente de alternativa. Voluntad general que, por otra parte, ha de estar limitada por múltiples frenos y cortapisas.
Para ellos, sin embargo, las cosas son bien diferentes. Lógico, si tenemos en cuenta que el socialismo nació para “perfeccionar” la democracia liberal. A través de una cadena muy larga de colosales errores intelectuales, ese “perfeccionamiento” ha pasado desde los intentos de abolición a diferentes formas de desnaturalización, pero jamás se ha producido la simple aceptación del sistema. Nunca han terminado de comprenderlo, porque jamás han partido de sus fundamentos. Jamás han dado a la persona el trato que merece. El ciudadano está ahí para “cuidarlo”, para “liderarlo”, incluso para “hacerle virtuoso”. Nunca para respetarle y dejarle en paz. Nunca para garantizarle el puro y simple ejercicio de sus libertades, las que le pertenecen por el mero hecho de existir, las absoluta e inderogablemente asociadas a la dignidad humana (inciso: noción esta que, también por lo que se ve, les es ajena a algunos de ellos, los de la escuela de Peter Singer).
Obviada su concepción meramente utilitaria, y puesto que no está al servicio de nada, la democracia es, pura y simplemente, una fórmula de reparto del poder. El que alcanza la mayoría es, en una especie de neorousseaunismo, el ungido por la voluntad popular para ostentar el poder, sin límite alguno, porque el poder ya no es “poder para” es, simplemente, poder sin apellidos.
En las sociedades que han sido incapaces de desarrollar una ética de los derechos y una ética de la libertad, como es, lamentablemente, el caso de las latinoamericanas y, en menor medida pero también, el triste caso de la española (y de otras europeas), esta concepción de las cosas no produce rechazo, o no un rechazo visceral.
A menudo se dice que los regímenes del estilo del chavismo son un producto de la pobreza y del malestar económico. Es cierto que, por lo común, semejantes concepciones de la política anidan en países que no gozan de excelentes niveles de vida. Pero hay un error en la percepción causal, como prueba el contraejemplo de la España zapaterista –un sistema en el que la ley y el estado de derecho sufren en mitad de la opulencia y el crecimiento-. En realidad, la democracia liberal no anida por una enfermedad del espíritu. Es cierto que esa enfermedad –la falta de arraigo del amor por la libertad y por los derechos individuales- se ceba con los cuerpos sociales debilitados por la miseria y la desdicha, pero no es necesariamente así.
El negro presagio que turba a Felipe Calderón tiene visos de realidad no porque los mexicanos sean pobres, sino porque no han aprendido a valorar sus libertades. Si le sirve de consuelo, no debe inquietarse en exceso por el pan nuestro de cada día. Hay pueblos que, con mentalidad de esclavo, viven estupendamente.
El triste barrunto de Calderón se funda en la evidencia de lo que sucede más al sur. Pero bien podía haber metido en su saca de ejemplos el vigente régimen español. La diferencia entre el zapaterismo y el chavismo es una simple cuestión de grado. La única diferencia entre la izquierda española y las latinoamericanas es que operan en sociedades con distinto grado de integración. Habrá quien piense que exagero. Ojalá fuese cierto, pero me temo que no lo es.
Alguien ha dicho no hace mucho, a propósito del caso Bono, de los continuos ataques a la independencia del Poder Judicial y, en fin, de otros tantos signos de falta de respeto por el orden constituido, que es llegar los socialistas al poder y el estado de derecho comienza a sufrir. Esto dista, claro, de ser casual o producto de la mera torpeza. El estado de derecho sufre porque entran a gobernarlo quienes tienen una concepción de él muy particular.
No nos cansaremos de repetirlo. Para un socialista, el derecho es la continuación de la política por otros medios, no el marco en el que la política se desenvuelve. Para el complejo de intereses que hoy constituye la izquierda, estructurado en torno al PSOE-Prisa y sus múltiples tentáculos en los más diversos ámbitos de la vida pública, el estado está al servicio de la mayoría.
Hemos comentado en otras ocasiones que semejante forma de entender las cosas arranca, naturalmente, de un concepto de la democracia absolutamente diverso del que tenemos los liberales. En efecto, para nosotros, la democracia, como principio legitimador, y el estado de derecho –que lleva implícita la separación de poderes- como técnica de libertad son algo meramente instrumental, algo que sólo se justifica en función de un fin, que no es otro que la protección de los derechos del individuo. Del individuo al estado se llega, pues, por una construcción deductiva, en el que cada paso está subordinado al anterior.
La regla de la mayoría, por ejemplo, no es más que un imperfecto mecanismo de formación de una voluntad general a partir de voluntades individuales, hoy por hoy carente de alternativa. Voluntad general que, por otra parte, ha de estar limitada por múltiples frenos y cortapisas.
Para ellos, sin embargo, las cosas son bien diferentes. Lógico, si tenemos en cuenta que el socialismo nació para “perfeccionar” la democracia liberal. A través de una cadena muy larga de colosales errores intelectuales, ese “perfeccionamiento” ha pasado desde los intentos de abolición a diferentes formas de desnaturalización, pero jamás se ha producido la simple aceptación del sistema. Nunca han terminado de comprenderlo, porque jamás han partido de sus fundamentos. Jamás han dado a la persona el trato que merece. El ciudadano está ahí para “cuidarlo”, para “liderarlo”, incluso para “hacerle virtuoso”. Nunca para respetarle y dejarle en paz. Nunca para garantizarle el puro y simple ejercicio de sus libertades, las que le pertenecen por el mero hecho de existir, las absoluta e inderogablemente asociadas a la dignidad humana (inciso: noción esta que, también por lo que se ve, les es ajena a algunos de ellos, los de la escuela de Peter Singer).
Obviada su concepción meramente utilitaria, y puesto que no está al servicio de nada, la democracia es, pura y simplemente, una fórmula de reparto del poder. El que alcanza la mayoría es, en una especie de neorousseaunismo, el ungido por la voluntad popular para ostentar el poder, sin límite alguno, porque el poder ya no es “poder para” es, simplemente, poder sin apellidos.
En las sociedades que han sido incapaces de desarrollar una ética de los derechos y una ética de la libertad, como es, lamentablemente, el caso de las latinoamericanas y, en menor medida pero también, el triste caso de la española (y de otras europeas), esta concepción de las cosas no produce rechazo, o no un rechazo visceral.
A menudo se dice que los regímenes del estilo del chavismo son un producto de la pobreza y del malestar económico. Es cierto que, por lo común, semejantes concepciones de la política anidan en países que no gozan de excelentes niveles de vida. Pero hay un error en la percepción causal, como prueba el contraejemplo de la España zapaterista –un sistema en el que la ley y el estado de derecho sufren en mitad de la opulencia y el crecimiento-. En realidad, la democracia liberal no anida por una enfermedad del espíritu. Es cierto que esa enfermedad –la falta de arraigo del amor por la libertad y por los derechos individuales- se ceba con los cuerpos sociales debilitados por la miseria y la desdicha, pero no es necesariamente así.
El negro presagio que turba a Felipe Calderón tiene visos de realidad no porque los mexicanos sean pobres, sino porque no han aprendido a valorar sus libertades. Si le sirve de consuelo, no debe inquietarse en exceso por el pan nuestro de cada día. Hay pueblos que, con mentalidad de esclavo, viven estupendamente.
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