CON UN GOBIERNO DECENTE, VALDRÍA
Los italianos, pueblo sabio y veterano donde los haya, han rechazado por mayoría la propuesta federalizante que se les planteó este fin de semana. Contra lo que pueda pensarse, el rechazo ha sido general. Llamativamente, aunque el “sí” gozó de una mínima ventaja en la Lombardía y el Véneto, las capitales, Milán y Venecia votaron como el resto del país (en el caso de Milán, se puede encontrar una explicación en la gran cantidad de inmigrantes –infiltrados del Mezzogiorno- que minan la identidad nacional padana pero, ¿Venecia?)
Italia se suma así a la ola de escepticismo sobre las virtudes de la descentralización que, salvo la España fuera de onda, parecen estar de moda en Europa, ahora que el estado alemán pide más competencias en detrimento de los länder y tras otros hitos como la Constitución helvética de 2000, en la que el poder de la Federación salió reforzado de suerte que ya lo de “confederación” es más recuerdo que otra cosa. Recordemos también el fracaso de las iniciativas portuguesas de regionalización (sin duda muy influidas por el desmadre español, que ya se sabe que España, además de malos vientos y malos matrimonios, según el dicho, exporta también útiles ejemplos para no seguir). En todas partes, salvo en España, los ciudadanos eligen ser primero ciudadanos, y sólo luego nacionales u oriundos de un determinado lugar, y parecen querer que sus poderes públicos se orienten conforme a ese elemental principio.
Las razones para el escepticismo están bien fundadas.
La descentralización, política o administrativa –es difícil fijar la frontera- es una técnica orientada al cumplimiento de dos fines.
El primero es, claro, la eficiencia. El famoso principio de “mejor cuanto más autogobierno”, que conoce formulaciones más elegantes como la del principio de subsidiariedad comunitario, parece obedecer a la lógica de que cuanto más cerca esté del problema el llamado a resolverlo, mejor. Esto parece claro. La complejidad de los aparatos administrativos de los estados contemporáneos se compadece mal con la macrocefalia. En principio, esta supuesta justificación de la descentralización podría ser de aplicación en cualquier país relativamente grande y, por tanto, nada tiene que ver con la mayor o menor homogeneidad del cuerpo político.
La segunda razón a favor de la descentralización del estado tiene que ver con su supuesta idoneidad a la hora de casar la nación cívica unitaria, cuyo trasunto político personalizado es el estado como ente único, con la realidad multiforme y heterogénea del conjunto de ciudadanos que la forman, y que se adscriben a distintos grupos de nivel inferior, incluidas naciones étnicas –esto es, definidas por patrones no políticos, sino sociológicos, como los de homogeneidad lingüística, afinidad cultural, etc.- allí donde las haya. En particular, la descentralización –llámese federalización o lo que sea- se ha visto como una especie de bálsamo de fierabrás antinacionalista. Allí donde prende la llama del nacionalismo, concédanse autonomías y descentralícense estructuras, a ver si así se consigue salvar el estado.
Pues bien, las tesis favorables a la descentralización soslayan a menudo que, para cualquiera de las dos funciones, la técnica presenta deficiencias y taras que no siempre la hacen aconsejable o no la hacen aconsejable más allá de un cierto grado.
En cuanto al primero de sus objetivos, la ganancia de eficiencia no está exenta de costes. A menudo, los entusiastas del principio de subsidiariedad olvidan que el enunciado completo del mismo implica reconocer que una política va mejor servida cuando, desde la instancia superior comunitaria, es posible eludir los costes del fraccionamiento. Existen procesos y mecanismos que requieren un nivel mínimo para funcionar decentemente. Descuellan, entre ellos, algunos elementos básicos del control democrático, como los medios de formación de opinión pública, que sufren, y mucho, de una excesiva “cercanía” al poder.
Por otra parte, aunque es cierto que, en muchas ocasiones, la omnipresencia del estado y su miríada de actividades lo hacen ingestionable de manera centralizada, esto debería verse como un argumento a favor de la reducción del estado en general, no de su fraccionamiento.
Mucho más delicado es el segundo aspecto: la descentralización como fórmula de articulación de sensibilidades que haga viable un estado, una nación cívica superpuesta a una potencial infinidad de lealtades y preferencias personales. Es verdad que, en ocasiones, el estado unitario es imposible, porque la realidad subyacente, sencillamente es eso, realidad, y las estructuras políticas no pueden ignorarla. Un estado descentralizado se revela como la única fórmula de conciliación y, por tanto, como la única manera en que el estado puede existir.
Ahora bien, no es menos cierto que, cuando el nacionalismo anda de por medio, la medicina es paliativa, no curativa. En otras palabras, la conciliación plena es rigurosamente imposible. La dosis óptima, de muy difícil determinación, sólo puede ser aquella que, manteniendo un grado de unidad que permita al estado una existencia viable –un cumplimiento de los fines que se le hayan asignado- no suponga una exacerbación de los problemas locales. Ciertamente, entre la mera ignorancia oficial de los hechos y la reducción del elemento central a un nivel testimonial hay multitud de estadios intermedios. Y eso sin ignorar que, a veces, muchas veces, el paliativo hace más mal que bien. Lo que algunos entienden como un paso hacia la solución, otros lo ven como una concesión arrancada, que sólo evidencia que, perseverando, se conseguirá más.
¿Puede la federalización contribuir a resolver alguno de los problemas de Italia? Esa es la pregunta que debieron hacerse los italianos. Y, partiendo de que los problemas de Italia no son necesariamente los problemas de Bossi, han concluido que no. La experiencia les dicta que, antes de probar con una legión de pequeños gobiernos, quizá fuese bueno ensayar la posibilidad de tener uno solo, pero decente.
Siendo un pueblo tan sabio, no me explico cómo inventaron la Democracia Cristiana.
Italia se suma así a la ola de escepticismo sobre las virtudes de la descentralización que, salvo la España fuera de onda, parecen estar de moda en Europa, ahora que el estado alemán pide más competencias en detrimento de los länder y tras otros hitos como la Constitución helvética de 2000, en la que el poder de la Federación salió reforzado de suerte que ya lo de “confederación” es más recuerdo que otra cosa. Recordemos también el fracaso de las iniciativas portuguesas de regionalización (sin duda muy influidas por el desmadre español, que ya se sabe que España, además de malos vientos y malos matrimonios, según el dicho, exporta también útiles ejemplos para no seguir). En todas partes, salvo en España, los ciudadanos eligen ser primero ciudadanos, y sólo luego nacionales u oriundos de un determinado lugar, y parecen querer que sus poderes públicos se orienten conforme a ese elemental principio.
Las razones para el escepticismo están bien fundadas.
La descentralización, política o administrativa –es difícil fijar la frontera- es una técnica orientada al cumplimiento de dos fines.
El primero es, claro, la eficiencia. El famoso principio de “mejor cuanto más autogobierno”, que conoce formulaciones más elegantes como la del principio de subsidiariedad comunitario, parece obedecer a la lógica de que cuanto más cerca esté del problema el llamado a resolverlo, mejor. Esto parece claro. La complejidad de los aparatos administrativos de los estados contemporáneos se compadece mal con la macrocefalia. En principio, esta supuesta justificación de la descentralización podría ser de aplicación en cualquier país relativamente grande y, por tanto, nada tiene que ver con la mayor o menor homogeneidad del cuerpo político.
La segunda razón a favor de la descentralización del estado tiene que ver con su supuesta idoneidad a la hora de casar la nación cívica unitaria, cuyo trasunto político personalizado es el estado como ente único, con la realidad multiforme y heterogénea del conjunto de ciudadanos que la forman, y que se adscriben a distintos grupos de nivel inferior, incluidas naciones étnicas –esto es, definidas por patrones no políticos, sino sociológicos, como los de homogeneidad lingüística, afinidad cultural, etc.- allí donde las haya. En particular, la descentralización –llámese federalización o lo que sea- se ha visto como una especie de bálsamo de fierabrás antinacionalista. Allí donde prende la llama del nacionalismo, concédanse autonomías y descentralícense estructuras, a ver si así se consigue salvar el estado.
Pues bien, las tesis favorables a la descentralización soslayan a menudo que, para cualquiera de las dos funciones, la técnica presenta deficiencias y taras que no siempre la hacen aconsejable o no la hacen aconsejable más allá de un cierto grado.
En cuanto al primero de sus objetivos, la ganancia de eficiencia no está exenta de costes. A menudo, los entusiastas del principio de subsidiariedad olvidan que el enunciado completo del mismo implica reconocer que una política va mejor servida cuando, desde la instancia superior comunitaria, es posible eludir los costes del fraccionamiento. Existen procesos y mecanismos que requieren un nivel mínimo para funcionar decentemente. Descuellan, entre ellos, algunos elementos básicos del control democrático, como los medios de formación de opinión pública, que sufren, y mucho, de una excesiva “cercanía” al poder.
Por otra parte, aunque es cierto que, en muchas ocasiones, la omnipresencia del estado y su miríada de actividades lo hacen ingestionable de manera centralizada, esto debería verse como un argumento a favor de la reducción del estado en general, no de su fraccionamiento.
Mucho más delicado es el segundo aspecto: la descentralización como fórmula de articulación de sensibilidades que haga viable un estado, una nación cívica superpuesta a una potencial infinidad de lealtades y preferencias personales. Es verdad que, en ocasiones, el estado unitario es imposible, porque la realidad subyacente, sencillamente es eso, realidad, y las estructuras políticas no pueden ignorarla. Un estado descentralizado se revela como la única fórmula de conciliación y, por tanto, como la única manera en que el estado puede existir.
Ahora bien, no es menos cierto que, cuando el nacionalismo anda de por medio, la medicina es paliativa, no curativa. En otras palabras, la conciliación plena es rigurosamente imposible. La dosis óptima, de muy difícil determinación, sólo puede ser aquella que, manteniendo un grado de unidad que permita al estado una existencia viable –un cumplimiento de los fines que se le hayan asignado- no suponga una exacerbación de los problemas locales. Ciertamente, entre la mera ignorancia oficial de los hechos y la reducción del elemento central a un nivel testimonial hay multitud de estadios intermedios. Y eso sin ignorar que, a veces, muchas veces, el paliativo hace más mal que bien. Lo que algunos entienden como un paso hacia la solución, otros lo ven como una concesión arrancada, que sólo evidencia que, perseverando, se conseguirá más.
¿Puede la federalización contribuir a resolver alguno de los problemas de Italia? Esa es la pregunta que debieron hacerse los italianos. Y, partiendo de que los problemas de Italia no son necesariamente los problemas de Bossi, han concluido que no. La experiencia les dicta que, antes de probar con una legión de pequeños gobiernos, quizá fuese bueno ensayar la posibilidad de tener uno solo, pero decente.
Siendo un pueblo tan sabio, no me explico cómo inventaron la Democracia Cristiana.
3 Comments:
¿No es el liberalismo la descentralización completa? ¿Si España estuviera dominada por socialistas radicales (te suena), no desearías que tu Comunidad Autónoma, gobernada por algún político liberal (¿existen?), obtuviera mayor poder?
Creo que en un Estado descentralizado los políticos tienen menos posibilidades de mangonear, puesto que se les nota más cuando lo hacen. Creo que es más sencillo dar 'feedback' democrático cuando el poder es más próximo al votante.
By unnombrealazar, at 8:44 p. m.
¿Politicos liberales?
No seran los del PP.
Mirad lo que hacen en Madrid,Valencia,Murcia o Castilla-Leon.
En esta CCAA acaban de crear el Instituto de la Juventud de Castilla-Leon.
¿Para que?
By Anónimo, at 9:13 p. m.
Precisamente por eso añadía la pregunta sobre la existencia de políticos liberales. Pero creo que acercar el político al votante obliga a que aquel sea mejor en su tarea. Como el mejor modo de hacer política es reducir el área de actuación del poder público al mínimo, creo que la descentralización puede ser un buen modo de extender los modos liberales.
By unnombrealazar, at 9:20 p. m.
Publicar un comentario
<< Home