MARRUECOS
A fecha de hoy, que yo sepa, ninguna otra potencia mantiene reivindicación alguna sobre ninguna parte de nuestro territorio nacional ni amenaza la tranquilidad de nuestros compatriotas – sí, me refiero a ceutíes y melillenses, que son tan españoles como un señor de Zaragoza, pongo por caso y por si a alguno se le olvida.
La diplomacia socialista –que toda la vida ha sido muy coherente en sus complejos- siempre abogó por la denominada “teoría del colchón de intereses”. Esto es, la idea es forrar al comendador de los creyentes de pasta para que caiga en la cuenta de que va en su interés llevarse bien con los españoles y que, por tanto, nada mejor que la paz y la cooperación.
Con carácter general, las dictaduras, teocráticas y de las otras, suelen llevar una política de “coge el dinero y corre”, es decir, trinca la guita que te ofrece el panoli de turno y, después, dóblale la apuesta. Marruecos no es, para nada, una excepción. El sátrapa de Rabat dispone de distintos medios para hostigar a las autoridades españolas, y los usa a su voluntad y en las dosis que estima oportunas. ¿Alguien puede creerse que en un país donde no se caga una mosca sin que se entere quien tiene que enterarse, puedan aparecer en la frontera española oleadas de subsaharianos como por ensalmo? Es evidente que el efecto llamada provocado por la estúpida política de inmigración de nuestro gobierno explica parte de la afluencia pero, sencillamente, si las autoridades marroquíes hiciesen lo que tienen que hacer, los legítimos sueños de quienes están dispuestos a poner sus vidas en manos de las mafias serían menos realizables.
Las plazas del norte de África no destacan por la superabundancia de espacio. Es relativamente fácil provocar una situación social tensa. Y eso, el moro lo sabe. Lo sabe perfectamente, y está dispuesto a explotarlo, sin duda.
Abandonamos el Sáhara con el rabo entre las piernas, y hemos abandonado a los saharauis treinta años después, para terminar de consumar la infamia; cumplimos mansamente con cuantas cuotas se nos imponen; subimos a sus tripulantes a nuestros barcos y construimos mezquitas a su gente, tan poquito manipulada en nuestro propio suelo por asociaciones altamente sospechosas de colaborar con sus servicios. Además, tampoco hacemos preguntas incómodas ni seguimos la línea del qui prodest, pese a que es tan evidente quién salió más beneficiado de nuestra última tragedia. ¿Qué más hemos de hacer para que el moro nos perdone?
Con nuestra maldita manía de hacernos perdonar por existir, quizá algún día nos demos cuenta de que, a fuerza de ceder, nuestros antagonistas ya esperan que lo demos todo. Los nacionalistas que digamos, de una vez, que no somos una nación y el reyecito marroquí que nos repleguemos para siempre al territorio peninsular, tras esta breve excursión de quinientos años por tierras que, sin duda, Dios tenía guardadas para que un día fueran su reino.
Sé que es mal momento para reivindicar una política de firmeza. Por añadidura, no es fácil. Dicen los estudiosos que, con excepción de la frontera entre las dos Coreas, no hay raya más dramática en el mundo que la hispanomarroquí. En ningún otro sitio, ni siquiera entre México y los todopoderosos Estados Unidos, un simple paso supone tal diferencia de nivel de vida. Es sencillo orientar el odio de quienes se ven obligados, todos los días, a mirar desde el otro lado de la valla.
Pero hay que terminar de una vez con esta actitud vergonzante. Para empezar, el rey y el presidente del gobierno podrían visitar las ciudades autónomas. He ahí una buena ocasión de que nuestro presidente –lo digo sin ironía- extienda de veras “derechos de ciudadanía”: el derecho de nuestros conciudadanos a ver a sus máximos representantes institucionales, a que hablen con ellos y transmitan a quien tiene que oírlo que España está dispuesta a defender sus fronteras y a sus ciudadanos. Es difícil pero, a la larga, quizá dé mejor resultado que chorrear baba en encuentros de “amistad fraterna” a la sombra de la Giralda.