ANIVERSARIO DE UN POEMA
Hoy es jornada electoral. Pero la verdad es que no me apetece hablar de ello y, por otra parte, en lo poco que hay que decir se concentra toda la grandeza del asunto: los españoles votan, sólo queda esperar a su decisión. Tiempo habrá para darle vueltas al tema. Así pues, por si les apetece entretenerse en esta jornada de domingo, busco otra materia.
No sé si sabrán los lectores –y confieso que yo me enteré por casualidad, en un apartado oscuro de no recuerdo qué periódico- que una de las efemérides más notables del año es la del Poema del Cid. Rebuscando en alguna de las ediciones de las que dispongo, observo que hay cierta polémica en la datación –no del poema, sino del Códice que ha llegado hasta nosotros- que unos colocan en el 1207 según nuestro cómputo, y otros en el 1307 (parece que hay una “C” venenosa, bailando por ahí). Al caso, da igual, sean setecientos u ochocientos, el Códice cumple años en la calma de la Biblioteca Nacional, y siempre es bueno acordarse de él. Porque no veo a Rosa Regàs haciéndole una bonita fiesta de cumplesiglos al Poema del Cid, la verdad.
Sepan los de la Logse y, en general, aquellos que no estén al corriente, que Rodrigo Díaz de Vivar es el héroe nacional español –ahora, “héroe nacional castellano”-. Y que, aun idealizado por el poema que, como es natural, canta sus gestas con evidente exageración, existió de verdad, y fue, desde cualquier punto de vista, un tipo extraordinario. Al parecer, atesoró de veras muchas de las virtudes que el Cantar le atribuye.
Cuando yo era niño, incluso demasiado para acceder a la lectura directa del poema, recuerdo que se hacían adaptaciones del mismo para que los canijos pudiéramos conocer la historia y quedar fascinados con ella (inciso: diré, con ilusión, que hace unos días, yendo a buscar cuentos para una niña muy pequeña, me topé con algunos, muy bonitos, libros infantiles que siguen narrando las andanzas de Rodrigo, Jimena y compañía a los españolitos: hay esperanza o, por lo menos, contrapunto a “Alibabá y los Cuarenta Maricones”).
De nuevo, sepan los de la Logse que la historia es, más o menos, la siguiente: Rodrigo Díaz de Vivar era un joven –y descollante- caballero que, por mor del oficio, se encontró poniendo sitio, con el rey de Castilla, Sancho, a la plaza de Zamora (sí, una guerra entre hermanos, que es como se dirimía, alrededor del año mil cien, una testamentaría de gente bien); en esas, y en una celada urdida por un tal Bellido Dolfos –cuyo nombre sigue, en la nómina de traidores, sólo al de Judas- Sancho es asesinado. Le sucede por derecho su hermano Alfonso (VI, por más señas, en la vida real conquistador de Toledo), al que, como también era uso, debía el reino aceptar antes de obedecer. En Santa Gadea de Burgos, Rodrigo –que ya es el primer caballero de Castilla- hace jurar a Alfonso que no tuvo nada que ver con la muerte de su hermano, pues sólo entonces le rendirá pleitesía. Alfonso jura de mala gana, pero jura... y se la tiene jurada a Rodrigo, como es de rigor. Tanto que, a la primera ocasión que tiene –y espoleado por insidias de envidiosos maledicentes- lo destierra. Rodrigo, al que ya sus enemigos han dado el apelativo de “el Cid” (“Cid” es castellanización del árabe “sidi” que, por lo visto, significa “señor”), parte –iba a irse solo, pero sus amigos no lo consienten, y se marchan con él unos cuantos- y se dedica a guerrear con todo el mundo... salvo con el que era su señor natural, Alfonso VI, haciendo patente que su palabra valía más, mucho más que la del Rey. Entre otras cosas, conquista Valencia –y la incorpora a la Corona de Castilla- y su leyenda crece y crece, hasta el punto de que, según esa leyenda, la visión de su cadáver, montado a lomos de su caballo, Babieca, fue suficiente para hacer huir despavorido a todo un ejército musulmán que cercaba Valencia. Hay más, mucho más, y mucho más divertido, pero baste con esto.
Baste con esto para ver cómo, en la vida del Cid y en el Poema, están presentes tantas y tantas cosas de interés. El poema enseña un poco cómo era España en la edad media. Un pequeño caos en el que, no obstante la existencia de dos bandos, moros y cristianos, todos guerreaban ocasionalmente con todos. Cómo eran las relaciones sociales y políticas, qué es lo que un hombre podía hacer y de qué podía vivir...
Pero enseña también otras muchas cosas. El Cid, de entrada, no es una persona de alta cuna, sino un hombre de clase media, un capitán, alguien que tenía que ganarse la vida con sus armas y menguadas posesiones. Su valor, fuerza y nobleza contrastan vivamente con la mezquindad de quienes todo lo tenían por cuna, mostrando, a las claras, el drama de un país –prolongado hasta hoy mismo- con unas clases altas miserables, y cuyas virtudes se atesoran en las capas medias y bajas de la sociedad. No falta la institución españolísima del traidor –que tampoco nos ha abandonado y se resiste a abandonarnos-, el Bellido Dolfos de turno, el cobarde, como los infantes de Carrión –vejadores de las hijas del Cid y, por supuesto, inmediatamente apiolados por sus muchachos- o, en fin, los envidiosos que hurgan en la herida de un Rey que se reconcome por lo que entiende una humillación.
Hay, en fin, altos valores: la negativa a someterse a un poder que se considera ilegítimo –nadie, por mucho derecho que ostente, puede pretender sentarse en el trono de un hermano asesinado y, si lo hace, es un monarca indigno-, la lealtad no a quien no la merece, sino a la palabra dada o, en fin, el valor quienes prefieren la compañía del amigo injustamente desterrado antes que la vida muelle al lado de quien comete la injusticia. También, cómo no, entre enemigos que, enfrentados sañudamente, son capaces de reconocer el valor del otro, de tratarlo de “señor” o de rendirle tributo de honra.
No sigo. Creo que es suficiente para entrever que –aunque por desgracia esté en las antípodas de la “educación para la ciudadanía” zapateril- es una historia especialmente apta para niños y jóvenes, y que por ello merece seguir siendo estudiada, en su doble dimensión, de leyenda y de historia. Obviamente, no son coincidentes –no existieron aquellos personajes encarnados por Charlton Heston y Sofía Loren- pero se puede afirmar que la leyenda de Rodrigo Díaz está cimentada en una vida de veras. A diferencia de otros, el personaje resiste bien el análisis histórico; su mito no se desmorona como un castillo de naipes.
Tampoco está de moda, supongo, recordar que, verdad o mentira, el Mío Cid es el nacer a la literatura de una lengua, la castellana. La primera pieza de una literatura que, hombre, tiene su importancia. No mucha, no mucha, pero alguna tiene.
Qué quieren que les diga, ¿hace falta más para entender por qué la efeméride sólo merece un ladillo en los periódicos?
No sé si sabrán los lectores –y confieso que yo me enteré por casualidad, en un apartado oscuro de no recuerdo qué periódico- que una de las efemérides más notables del año es la del Poema del Cid. Rebuscando en alguna de las ediciones de las que dispongo, observo que hay cierta polémica en la datación –no del poema, sino del Códice que ha llegado hasta nosotros- que unos colocan en el 1207 según nuestro cómputo, y otros en el 1307 (parece que hay una “C” venenosa, bailando por ahí). Al caso, da igual, sean setecientos u ochocientos, el Códice cumple años en la calma de la Biblioteca Nacional, y siempre es bueno acordarse de él. Porque no veo a Rosa Regàs haciéndole una bonita fiesta de cumplesiglos al Poema del Cid, la verdad.
Sepan los de la Logse y, en general, aquellos que no estén al corriente, que Rodrigo Díaz de Vivar es el héroe nacional español –ahora, “héroe nacional castellano”-. Y que, aun idealizado por el poema que, como es natural, canta sus gestas con evidente exageración, existió de verdad, y fue, desde cualquier punto de vista, un tipo extraordinario. Al parecer, atesoró de veras muchas de las virtudes que el Cantar le atribuye.
Cuando yo era niño, incluso demasiado para acceder a la lectura directa del poema, recuerdo que se hacían adaptaciones del mismo para que los canijos pudiéramos conocer la historia y quedar fascinados con ella (inciso: diré, con ilusión, que hace unos días, yendo a buscar cuentos para una niña muy pequeña, me topé con algunos, muy bonitos, libros infantiles que siguen narrando las andanzas de Rodrigo, Jimena y compañía a los españolitos: hay esperanza o, por lo menos, contrapunto a “Alibabá y los Cuarenta Maricones”).
De nuevo, sepan los de la Logse que la historia es, más o menos, la siguiente: Rodrigo Díaz de Vivar era un joven –y descollante- caballero que, por mor del oficio, se encontró poniendo sitio, con el rey de Castilla, Sancho, a la plaza de Zamora (sí, una guerra entre hermanos, que es como se dirimía, alrededor del año mil cien, una testamentaría de gente bien); en esas, y en una celada urdida por un tal Bellido Dolfos –cuyo nombre sigue, en la nómina de traidores, sólo al de Judas- Sancho es asesinado. Le sucede por derecho su hermano Alfonso (VI, por más señas, en la vida real conquistador de Toledo), al que, como también era uso, debía el reino aceptar antes de obedecer. En Santa Gadea de Burgos, Rodrigo –que ya es el primer caballero de Castilla- hace jurar a Alfonso que no tuvo nada que ver con la muerte de su hermano, pues sólo entonces le rendirá pleitesía. Alfonso jura de mala gana, pero jura... y se la tiene jurada a Rodrigo, como es de rigor. Tanto que, a la primera ocasión que tiene –y espoleado por insidias de envidiosos maledicentes- lo destierra. Rodrigo, al que ya sus enemigos han dado el apelativo de “el Cid” (“Cid” es castellanización del árabe “sidi” que, por lo visto, significa “señor”), parte –iba a irse solo, pero sus amigos no lo consienten, y se marchan con él unos cuantos- y se dedica a guerrear con todo el mundo... salvo con el que era su señor natural, Alfonso VI, haciendo patente que su palabra valía más, mucho más que la del Rey. Entre otras cosas, conquista Valencia –y la incorpora a la Corona de Castilla- y su leyenda crece y crece, hasta el punto de que, según esa leyenda, la visión de su cadáver, montado a lomos de su caballo, Babieca, fue suficiente para hacer huir despavorido a todo un ejército musulmán que cercaba Valencia. Hay más, mucho más, y mucho más divertido, pero baste con esto.
Baste con esto para ver cómo, en la vida del Cid y en el Poema, están presentes tantas y tantas cosas de interés. El poema enseña un poco cómo era España en la edad media. Un pequeño caos en el que, no obstante la existencia de dos bandos, moros y cristianos, todos guerreaban ocasionalmente con todos. Cómo eran las relaciones sociales y políticas, qué es lo que un hombre podía hacer y de qué podía vivir...
Pero enseña también otras muchas cosas. El Cid, de entrada, no es una persona de alta cuna, sino un hombre de clase media, un capitán, alguien que tenía que ganarse la vida con sus armas y menguadas posesiones. Su valor, fuerza y nobleza contrastan vivamente con la mezquindad de quienes todo lo tenían por cuna, mostrando, a las claras, el drama de un país –prolongado hasta hoy mismo- con unas clases altas miserables, y cuyas virtudes se atesoran en las capas medias y bajas de la sociedad. No falta la institución españolísima del traidor –que tampoco nos ha abandonado y se resiste a abandonarnos-, el Bellido Dolfos de turno, el cobarde, como los infantes de Carrión –vejadores de las hijas del Cid y, por supuesto, inmediatamente apiolados por sus muchachos- o, en fin, los envidiosos que hurgan en la herida de un Rey que se reconcome por lo que entiende una humillación.
Hay, en fin, altos valores: la negativa a someterse a un poder que se considera ilegítimo –nadie, por mucho derecho que ostente, puede pretender sentarse en el trono de un hermano asesinado y, si lo hace, es un monarca indigno-, la lealtad no a quien no la merece, sino a la palabra dada o, en fin, el valor quienes prefieren la compañía del amigo injustamente desterrado antes que la vida muelle al lado de quien comete la injusticia. También, cómo no, entre enemigos que, enfrentados sañudamente, son capaces de reconocer el valor del otro, de tratarlo de “señor” o de rendirle tributo de honra.
No sigo. Creo que es suficiente para entrever que –aunque por desgracia esté en las antípodas de la “educación para la ciudadanía” zapateril- es una historia especialmente apta para niños y jóvenes, y que por ello merece seguir siendo estudiada, en su doble dimensión, de leyenda y de historia. Obviamente, no son coincidentes –no existieron aquellos personajes encarnados por Charlton Heston y Sofía Loren- pero se puede afirmar que la leyenda de Rodrigo Díaz está cimentada en una vida de veras. A diferencia de otros, el personaje resiste bien el análisis histórico; su mito no se desmorona como un castillo de naipes.
Tampoco está de moda, supongo, recordar que, verdad o mentira, el Mío Cid es el nacer a la literatura de una lengua, la castellana. La primera pieza de una literatura que, hombre, tiene su importancia. No mucha, no mucha, pero alguna tiene.
Qué quieren que les diga, ¿hace falta más para entender por qué la efeméride sólo merece un ladillo en los periódicos?